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Los dias contados – Jose Luis Martin Vigil

José Luis Martín Vigil nació en Oviedo en 1919, en el seno de una familia acomodada y numerosa. Durante la guerra civil se incorporó al bando «nacional» y participó en la batalla del Ebro al mando de una compañía. A los 24 años de edad ingresó en la Compañía de Jesús, institución en la que se licenció en humanidades clásicas, filosofía y letras, y teología. Ejerció la docencia universitaria y actividades pastorales en Salamanca, donde se relacionó con hombres como Tovar, Ruiz Giménez y Tierno Galván. En esta etapa culminó su desencanto con el régimen y se adhirió definitivamente a las corrientes progresistas y democráticas. En 1958 abandonó la Orden y se dedicó por entero a su vocación literaria. En 1967 consiguió su primer éxito de ventas y de crítica con Un sexo llamado débil. En 1968 se radicó en Madrid y a partir de entonces realizó numerosos viajes al extranjero. Su serie de televisión Bajo el mismo techo (1970) provocó las iras de los sectores ultraconservadores. En los años siguientes, sus obras reflejan los cambios operados en la sociedad española y abordan temas tan espinosos como la droga, la delincuencia juvenil, la violación y los embarazos no deseados. En 1974 estrenó en Madrid Porvenir para un hijo, su primera obra de teatro. Al año siguiente publicó No hay lugar para inocentes, su primer libro sin cortes de censura. Paralelamente a su producción literaria, ha dedicado gran parte de su tiempo a la ayuda de los sectores marginados. Martín Vigil ha obtenido numerosos premios, entre ellos Ciudad de Oviedo en 1960, el Pérez Galdós en 1965, el Internacional de París en 1971, y el Gran Angular de Literatura Juvenil en 1985. A lo largo de su trayectoria ha publicado más de cincuenta novelas, así como numerosos ensayos, obras de teatro y libros de relatos. Resumen Los días contados recapitula el apasionante itinerario que el autor ha trazado desde su infancia en Oviedo hasta el presente, y que le ha convertido en una destacada personalidad del panorama cultural español de los últimos cincuenta años. José Luis Martín Vigil recibió su bautismo de fuego en la vorágine de la guerra civil y a lo largo de decenios ha desarrollado una intensa actividad comprometida con sus ideales y convicciones. Tras ingresar en la Compañía de Jesús a principios de los años cuarenta, sus posturas independientes y progresistas le llevaron a romper drásticamente con las jerarquías eclesiásticas. Su trayectoria posterior adquirió un sólido prestigio y conectó plenamente con amplios sectores de la sociedad española. Hombre de inusual vitalidad y capacidad de trabajo, Martín Vigil ha dedicado su vida a una desinteresada labor de asistencia a la juventud marginada, una fecunda producción de escritor y una infatigable tarea de docente y educador. Los días contados, que participa tanto de la autobiografía y la meditación intimista como de las memorias y el libro de viajes, es una obra aguda y divertida, lúcida y reveladora del compromiso del autor con la vida en su sentido más amplio. En suma, el sincero testimonio de un hombre de acción y de pensamiento. «DEL VIEJO EL CONSEJO» Tablilla babilónica (¿Hammurabi?) 2100 antes de Cristo P I. FIN DEL TRAYECTO: ESTACIÓN TERMINO ronto cumpliré 75 años: Habré alcanzado la que yo llamo «Estación Término». Al margen de que exista alguna otra parada después de ésta, no creo que mi billete dé para mucho más, tras haber visto cómo se iban apeando, uno tras otro, la mayoría de mis compañeros de viaje en este tren.


Setenta y cinco años: Mis bodas de diamante con la vida. Y debo confesar que, en tanto tiempo de estrecha convivencia, me he sentido con ella bien casado, hasta el punto de no haberle pedido el divorcio, salvo una sola vez y por muy pocos días, como tendrá ocasión de ver quien llegue hasta el final de esta lectura. Cualquiera que haya vivido tanto como yo estará de acuerdo conmigo en que la vida, como esposa, resulta contradictoria e imposible de predecir; lo que concuerda con la visión que el machismo imperante sigue teniendo de la hembra, a pesar de todas sus conquistas. Se me preguntará qué puedo saber yo del otro sexo, soltero empedernido… Vieja objeción, siempre en la punta de la lengua. Pero no es indispensable el matrimonio para conocer a las mujeres. Más aún, no es la monogamia el mejor expediente para saber de ellas en plural, si el marido se atiene al vínculo y es fiel. Quede pues claro, que no hace falta casarse para saber del tema, como no es preciso tener hijos para ser un maestro consumado. La mujer de uno ofrece sólo una visión puntual y limitada; como los hijos propios enseñan mal, y por un tiempo muy escaso, lo que es la juventud en sus generaciones sucesivas, que se van devorando unas a otras. Los grandes pedagogos no son necesariamente grandes padres, y del marido de una sola mujer nunca se podrá decir que es un experto. La vida, con la que me apresto a celebrar mis bodas de diamante, se me reveló versátil, imprevisible, sorprendente, insoportable a veces, fatigosa en ocasiones, esquiva y huidiza… pero también espléndida, apasionante, muelle y, sobre todo, fidelísima —¡setenta y cinco años codo a codo!—, sin separarse de mí un solo momento, en andadura tan larga como la que actualmente llevo a cuestas. Tamaña lealtad merecería un homenaje. Siempre estaré dispuesto a adherirme a tal empeño. Le estoy agradecido. No me dio la felicidad; pero sí innúmeros momentos muy felices. Es de estricta justicia proclamarlo. Se sabe que hay dos modos de considerar la propia edad, ambos legítimos, que responden a dos estados de ánimo distintos. Igual puedo decir: «Tengo 75 años», que lamentar: «Los tuve, ya no los tengo.» Las dos cosas son ciertas; pero yo escojo, desde luego, la primera. Por lo demás, nunca pude asegurar que viviría tanto tiempo. Es ahora cuando cuento con el hecho consumado y la satisfacción de haber sido tan bien tratado por la vida. Pero, ¡ojo!, que esta afirmación se refiere al conjunto y no excluye malos tragos, sin los cuales no sería vida humana. No me envanezco, sin embargo, de haber vivido tanto. Con sólo alzar los ojos, veo la foto de Guillermo, mi sobrino, contra los lomos de mis libros, adolescente apenas; trece años tan sólo y fue bastante para que quien decide en esto le encontrara maduro y lo llamara a sí, como hará con cada uno de nosotros. Suerte dispar la nuestra, la suya y la mía, es cierto; pero ¿cómo asegurar de quién fue la mejor parte? Van veinticinco años desde aquella mañana de incipiente primavera, en que el destino reunió a mis dos amigos, Fernando y Paco, menores de edad ambos, en el cajón de un ascensor. Habían hecho novillos, tenían una pistola, sustraída del paterno escondrijo, e iban alegremente a pegar tiros al monte.

Iban, bien dicho, porque nunca llegaron a ir. En el breve descenso de un tercero al portal ocurrió todo. Jugaban como críos con el arma; pudo ser cualquiera de los dos, pero el que la tenía en la mano, cuando cedió el gatillo, era Fernando y Paco fue quien cayó muerto sin un ay. Yo estaba en casa, escribiendo, como siempre, y todavía recuerdo la dificultad con que la idea se abrió paso en mi cerebro. Sonó el teléfono y una voz me alertó: «Ven en seguida, Fernando ha matado a Paco.» Y fui al momento, por supuesto. No me detendré ahora en los detalles de una tragedia que el tiempo ya ha hecho antigua. Pasados unos días, el «agresor» quiso que le acompañara al cementerio. Fue patético. Eran íntimos amigos y allí estaban los dos, uno muerto y hecho un mar de lágrimas el otro. Y yo me pregunto ahora, veinticinco años más tarde, quién corrió la peor suerte; porque, lo juro, ignoro la respuesta. He tratado a muchos jóvenes que lo eran siendo yo ya veterano, la mayor parte adolescentes todavía. Estoy pensando en el Pollito, aquel diosecillo griego que llevé a la portada de una de mis novelas (El rollo de mis padres). Tenía todos los encantos deseables, de talante y de físico; llamaba la atención entre los asiduos a patinar en Recoletos… Viajó conmigo, navegó conmigo, compartió mi casa. Y una aciaga tarde me sorprendió su madre por teléfono: ¡El Pollito acababa de morir! Ni fracaso escolar, ni sobredosis. Una niña que le dijo que no y se colgó de una viga —¡aún hay románticos!—. ¿Por qué no vino a verme como tantas otras veces? ¡He sacado a tantos de la congoja de un fracaso amoroso! ¡He visto a tantos volver a sonreír después de un trance semejante! Yo sí que fui a verle al cementerio; sentí ese impulso y le di gusto. Encontré el número en la silenciosa estantería y le dejé unas flores. No estaba él, sino sus restos. ¡Pollito!, ¿qué es lo que te perdiste? Sólo lo sabe Dios. Vivir mucho, vivir poco, no se centra ahí la cuestión. La calidad de vida es lo que importa, en todo caso. Y hablo de calidad de vida en el más amplio sentido, porque no para todo el mundo es el dinero lo que cuenta. Otros valores hay y algunos lo sabemos. Es el lugar, en cambio, de contestar a otra pregunta sobre la que sí tengo opinión.

¿Volvería a vivir, si en mis manos estuviera? No necesito meditarlo. La respuesta es no. No, gracias. Vivir es bueno; pero, incluso para una vida bendecida por la suerte, como estimo fue la mía, haberlo hecho una vez es suficiente. Cumplir, cuando toca, 15 años puede que suponga cierto encanto —a los ojos adultos, sobre todo—; pero la perspectiva de tenerlos muchas veces, o por más tiempo del debido, resulta a no dudarlo repelente. Vayamos aún más lejos. Supongamos, por un momento, que somos inmortales. ¿Acaso no sería aburridísimo? ¿Se puede imaginar el cansancio de un romano que hubiera sobrevivido hasta nosotros, aun conservando su forma física sin merma? Pocas experiencias atraen tanto al hombre como el coito, pero ¿seguiría siendo sugestivo repetir esa gimnasia durante veinte siglos?, ¿resultaría soportable con la misma mujer? Y eso sin contar con que de Roma a aquí apenas ha llovido, si se piensa en el tiempo que la humanidad lleva sobre la tierra. ¿No pediría a gritos el romano la eutanasia? Ser inmortal sería sólo interesante por un tiempo, si acaso; pero entonces nos habríamos salido del supuesto. Es fácil darse cuenta de que todo lo efímero tiene un valor añadido. Lo perecedero, por esa misma razón, se cotiza más caro. Pagamos más por el pescado fresco que por el congelado, aunque se nos asegure que tienen las mismas proteínas. Alguien podría objetar que una vida de setenta y cinco años no es precisamente efímera; pero esto no es sino una muestra más de lo relativo del concepto. Si comparo mi vida con la de una mariposa puedo creerme punto menos que inmortal; pero si lo hago con los movimientos de los continentes o con la edad de las estrellas, no sólo resulto efímero, sino que mi estancia sobre la tierra habrá sido sólo un soplo. Aún solemos distinguir — aunque cada vez menos— entre una rosa fresca y otra de plástico; y las razones son las mismas. Somos, pues, por un tiempo. Tengámoslo presente y asumámoslo. Apreciémoslo también, por la misma razón de que no dura. ¡Qué bien lo entendió el clásico!: Carpe diem!, exclamó: Coge el día, exprímelo, gózalo. Es todo lo que tienes seguro en esta vida; el día de hoy. Al cabo, casi, de mi cronología, estoy en condiciones de brindar con autoridad este consejo: «Disfruta de cuanto puedas; pero no estés pegado a nada.» Todo lo que tienes, lo tienes por un tiempo. No existe nada que no hayas de dejar alguna vez. La vida, incluso, tu bien más radical, participa de esa condición. No se te pide tanto como que te desprendas por adelantado; pero sí que te despegues, con lo que evitarás muchos dolores.

Despegado, pues, de todo, disfruta de todo al mismo tiempo, mientras puedas. Que la vida sea «un valle de lágrimas» no forma parte de la Revelación; se trata simplemente de una frase piadosa incluida en una oración consagrada por el uso; tiene el valor de los refranes y los dichos, que siempre encuentras otro que diga lo contrario. Ser razonablemente feliz no está mal visto por Dios, dígase lo que se diga, incluso ser muy feliz en ocasiones. Yo tengo la experiencia de haber vivido casi veinte años en la Compañía de Jesús, mucho más cerca del cielo que de la tierra, y se supone que agradando al Hacedor, igual que mis compañeros de «inacabable» formación; pues bien, doy testimonio de que éramos felices, no sólo «razonablemente», sino hasta «muy» felices; lo que no pudo ocultárseme en tanto tiempo de estrecha convivencia. Esto no quiere decir que no haya que llorar alguna vez; pero es que de ahí a salir nadando hay un abismo. Con sencillez y sin orgullo; pero obligado por la sinceridad que da a este libro algún sentido, si lo tiene, debo reconocer que he sido generalmente feliz en esta vida. Mentiría si dijera lo contrario y cualquiera que me haya conocido en las diversas etapas de mi estancia en esta tierra, podría atestiguarlo. ¿Fui feliz por haberlo tenido todo? De ninguna manera, aunque reconozco haber tenido mucho. Fui feliz por no haber deseado nada que no tuviera. Y entiéndase, años hubo en que todas mis pertenencias —digo todas— cabían en una bolsa de viaje holgadamente. Cierto que a veces el «despego» me llevó a no tener lo que podía; pero no menos verdadero que, habiendo aprendido la lección, cuando acepté tener, lo hice procurando no apegarme. Cuestión de filosofía; filosofía de la vida, naturalmente.

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