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Los cazadores de diamantes – Wilbur Smith

Su vuelo había sufrido una demora de tres horas en Nairobi y, a pesar de los cuatro whiskys generosos que se tomó, sólo logró dormir de a ratos hasta que el Boeing intercontinental aterrizó en el aeropuerto de Heathrow. Johnny Lance sentía los ojos irritados como si alguien le hubiese arrojado un puñado de arena y se encontraba de espantoso mal humor cuando, después de haber tenido que cumplir con los afrentosos trámites de la Aduana y de la Oficina de Inmigración, salió por fin al vestíbulo principal de la terminal de vuelos internacionales. Allí lo esperaba el representante en Londres de la Compañía de Diamantes Van Der Byl. —¿Tuviste buen viaje, Johnny? —Ni me lo nombres; fue un infierno —rezongó Johnny. —Te servirá de entrenamiento —comentó el representante con una sonrisa, pues ambos habían compartido algunas salidas nocturnas bastante licenciosas. Johnny le devolvió la sonrisa sin mucho entusiasmo. —¿Me conseguiste alojamiento y un coche? —Sí. El Dorchester y un Jaguar. —El representante le entregó las llaves del auto. —Y también reservé dos asientos de primera clase en el vuelo de mañana a las 09:00 a Ciudad del Cabo. Encontrarás los pasajes en la conserjería del hotel. —Espléndido —comentó Johnny mientras dejaba caer las llaves en el bolsillo de su sobretodo y echaban a andar hacia la salida—. Ahora dime: ¿dónde cuernos está Tracey van der Byl? El representante se encogió de hombros. —Desde que te escribí, desapareció del mapa por completo. Ni siquiera se me ocurre dónde podrías comenzar a buscarla. —¡Fantástico! ¡Qué buena noticia! —exclamó Johnny con irritación mientras se dirigían a la playa de estacionamiento—. Comenzaré con Benedict. —¿El Viejo está enterado de lo de Tracey? Johnny hizo un gesto negativo con la cabeza. —No anda muy bien de salud, así que me pareció mejor no decirle nada. —Este es tu coche —dijo el representante, deteniéndose junto a un Jaguar gris perla—. ¿Te quedará algún rato libre para que tomemos un trago? —Esta vez no; de veras lo siento. —Johnny se instaló detrás del volante. —Tendremos que dejarlo para el próximo viaje. —Te tomo la palabra —dijo el representante y se alejó a pie. Ya casi era de noche cuando Johnny cruzó el puente de Hammersmith bajo el compacto smog de la tarde, y luego se perdió dos veces en el laberinto de Belgravia antes de encontrar el angosto callejón detrás de Belgrave Square y estacionar allí el Jaguar.


Johnny observó con desaprobación que la fachada del departamento había sido renovada por completo, sin fijarse en gastos, desde la última vez que la vio. Tal vez Benedict no fuera muy competente en cuanto a ganar dinero, pero no cabía duda de que era un verdadero experto en despilfarrarlo. Adentro había luces encendidas y Johnny hizo sonar el llamador de la puerta con seis golpes vigorosos, que resonaron sordamente en el callejón. En el silencio que siguió, oyó-un murmullo de voces detrás de las cortinas y una sombra se desplazó velozmente de un lado al otro de la ventana. Johnny aguardó tres minutos en medio del frío y luego retrocedió unos pasos hasta quedar en mitad del callejón. —Benedict van der Byl —aulló—. Te daré la oportunidad de que me abras la puerta antes de que cuente hasta diez. Si para entonces no lo has hecho, la derribaré a patadas. Hizo una inspiración profunda y volvió a desgañitarse. —Soy Johnny Lance… y sabes que hablo en serio. La puerta se abrió casi inmediatamente. Johnny la transpuso, sin mirar siquiera al hombre que la sostenía abierta, y avanzó con paso resuelto hacia el vestíbulo. —Maldito seas, Lance. No puedes entrar allí —dijo Benedict van der Byl mientras corría tras él. —¿Por qué no? —preguntó Johnny mirándolo por encima del hombro—. Es un departamento de la Compañía, y yo soy el gerente general. Antes de que Benedict pudiera responder, Johnny ya había entrado al living. Una de las muchachas levantó su ropa del suelo y huyó desnuda hacia el pasillo que conducía al dormitorio. La otra se tiró un caftán por encima de la cabeza y le lanzó a Johnny una mirada de odio y de resentimiento. Su cabellera era un conglomerado de pelos parados y revueltos, como si se los hubiese batido hasta formar un halo grotesco de rizos rígidos. —Linda fiestita —comentó Johnny, echándole una mirada al proyector de cine apoyado sobre una mesa y luego a la pantalla que colgaba del otro extremo de la habitación—. Con películas y todo. —¿Es usted de la policía? —preguntó la muchacha. —Vaya descaro el tuyo, Lance. —Benedict van der Byl estaba ahora junto a él, atándose el cordón de la bata de seda.

—¿Es de la policía? —insistió la muchacha. —No —le aseguró Benedict—, Trabaja para mi padre. —Al decirlo pareció recuperar cierta confianza en sí mismo: se irguió, con aire petulante, comenzó a acariciarse el cabello largo y oscuro con una mano y su voz volvió a sonar aplomada y con un dejo de parsimonia. —En realidad, es el chico de los mandados de Papá. —Vamos, lárgate, chiquita. Sigue el ejemplo de tu amiga. Ella pareció vacilar. —¡Lárgate, te he dicho! —la voz de Johnny crepitó como un matorral en llamas y la muchacha desapareció. Los dos hombres quedaron parados frente a frente. Tenían la misma edad —poco más de treinta años—, ambos eran altos y de cabello oscuro; pero, fuera de eso, eran diametralmente distintos. Johnny era ancho de hombros y delgado de caderas y de estómago, y tenía la piel bronceada y bruñida por el sol del desierto. La fuerza de su mentón resaltaba en ese rostro cuyos ojos parecían seguir oteando horizontes lejanos. Su voz recortaba las palabras o las pronunciaba con el sonido gangoso de su otra tierra. —¿Dónde está Tracey? —preguntó. Benedict enarcó una ceja simulando una arrogante sorpresa. Su tez era de tono oliva pálido y no presentaba huellas de la acción del sol pues hacía bastantes meses que no iba al África. Tenía los labios muy rojos, como si se los hubieran pintado, y las líneas clásicas del resto de sus rasgos habían quedado borroneadas por tejido adiposo. Las pequeñas bolsas fofas que aparecían debajo de los ojos y la corpulencia que se le insinuaba debajo de la bata de seda sugerían que comía y bebía en exceso y no hacía demasiado ejercicio. —Pero mi querido muchacho, ¿qué demonios te hace pensar que yo sé dónde está mi hermana? Hace semanas que no la veo. Johnny se volvió y caminó hasta el otro extremo de la habitación. Las paredes estaban cubiertas con telas originales y valiosas de pintores sudafricanos: Alexis Preller, Irma Stern y Tretchikoff; una mezcla bastante insólita por cierto de técnicas y estilos, pero alguien había convencido al Viejo de que constituían inversiones muy ventajosas. Johnny giró para enfrentar a Benedict van der Byl. Lo estudió igual que había hecho con las pinturas, comparándolo con el atleta joven y de cuerpo bien proporcionado que había sido algunos años antes. Mentalmente vio a Benedict avanzar con la armonía de un leopardo por el verde campo de juego, bajo la atenta mirada de tribunas atestadas de gente, y girar suavemente debajo del elevado arco de la pelota, apresarla con limpieza y correr de vuelta al in field para el puntapié de devolución. —Estás engordando, muchacho —dijo con tono calmo, y la furia que esas palabras suscitaron en Benedict le tiñó las mejillas de rojo.

—Vete de aquí —le dijo bruscamente. —Dentro de un minuto; pero primero quiero que me cuentes algo de Tracey. —Ya te lo dije. No tengo la menor idea de dónde está. Supongo que recorriendo las calles de Chelsea para tratar de levantar a algún tipo. Johnny sintió que surgía en él un torbellino de furia, pero mantuvo la voz serena. —¿De dónde saca dinero para vivir, Benedict? —No lo sé… el Viejo… Johnny lo paró en seco. —El Viejo la tiene a rienda corta y sólo le da diez libras por semana. Y me han dicho que ella anda despilfarrando mucho más que eso. —Cielos, Johnny —dijo Benedict con tono súbitamente conciliatorio—, te juro que no lo sé. No es asunto mío. A lo mejor Kenny Hartford le está… Una vez más Johnny lo interrumpió con impaciencia. —Kenny Hartford no le está dando ni un cobre. Eso fue parte de lo que estipularon al divorciarse. Así que ahora quiero que me digas quién le está subvencionando a Tracey su viaje al olvido. ¿Qué me dices de ti, su querido hermano mayor? —¿Yo? ¿Estás loco? —exclamó Benedict indignado—. Te consta que no somos precisamente un modelo de cariño fraternal.

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