debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


Los Caminos del Mar – Magdalena Albero

En el año 286 a. C. Irene tiene quince años y vive con su padre en Atenas. Su educación, que Kleón ha cuidado con un esmero nada habitual para una mujer, la ha convertido en una joven curiosa y culta. Sin embargo, todo su mundo se derrumba cuando él es encarcelado. Irene queda bajo la tutela de Herófilo, un familiar médico con el que huirá de Atenas. Durante una larga estancia en Creta, donde se ven obligados a recalar, Irene acabará por adquirir conocimientos básicos de medicina, suficientes para despertar su interés por continuar aprendiendo y practicando. Así empieza su periplo por el Mediterráneo, que es a la vez un viaje hacia el descubrimiento de sí misma. En la aventura vital de la protagonista se cruzan no sólo los dos hombres a los que amará, sino también personajes históricos como Herófilo de Calcedonia, el rey Ptolomeo I o el filósofo Epicuro y las mujeres anónimas —campesinas, esclavas, cortesanas y esposas de ciudadanos griegos—, que la ayudarán a convertirse en adulta. Las peripecias de Irene nos acercan a una época en que la ciencia médica daba sus primeros pasos y el arte y la filosofía formaban la conciencia colectiva y se planteaban dilemas no muy alejados de los que vivimos hoy. Una vida fascinante narrada en una novela imperdible. SEGÚN EL JURADO DEL II CERTAMEN INTERNACIONAL DE NOVELA HISTÓRICA CIUDAD DE ÚBEDA. «El jurado valora especialmente que Los caminos del mar es una novela de aventuras, ágil, bien escrita, que recrea con gusto el mundo clásico a través de la vida de Irene, en el siglo III antes de Cristo […] Es la lucha continua de la protagonista por ser valorada como mujer primero, como médico y finalmente como librepensadora en una sociedad bastante reacia a resonancias femeninas».


 

Aquella tarde se llevó consigo todo lo que yo había sido hasta entonces. Me arrancó de golpe la placidez de mis días, los planes de un futuro que apenas había empezado a trazar y todo aquello que actuaba como referente a mi alrededor. En pocas palabras, mi padre me explicó qué había dispuesto para mí. Me habló de forma pausada, aparentando calma, marcando una distancia entre nosotros que nunca había existido pero que en ese momento creía necesaria para protegerme, para convencerme de que no debía mirar atrás, para ayudarme a iniciar un camino que tendría que recorrer sin él. Nunca, hasta ese día, había intuido el miedo en su voz. —No pienso ir —le dije secándome las lágrimas con rabia. —Tienes que hacerlo. —Me tomó las dos manos y fijó en mí su mirada—. No nos queda otra solución. Me aparté de él. No podía soportar la tristeza que transmitían sus ojos. —No iré.


¿No te das cuenta de que no puedo abandonarte ahora? ¿Qué van a hacerte? Quiero estar contigo, sacarte de la cárcel. Eres inocente y… —No puedes hacer nada —suspiró él. —Claro que puedo. Buscaré ay uda. Tienes amigos importantes. No te van a abandonar en un momento así. Yo…, yo los convenceré —exclamé alzando la voz, sintiéndome fuerte, segura de mis palabras, capaz de salvar a mi padre de una condena injusta. —No puedes, Irene. —Se sentó y dejó caer las manos sobre el regazo en un gesto de impotencia—. Nadie te ay udará. Y la culpa de que ahora tengas que abandonar Atenas es sólo mía. —¿Qué quieres decir? —pregunté sorprendida. —Que he sido un irresponsable. He tardado demasiado en buscarte marido. Y ahora tu matrimonio es inviable. Yo…, yo ya no puedo ofrecerte una dote. —Mejor. Crisóforo es un hombre pretencioso e ignorante. No sabes lo contenta que estoy de que no haya vuelto por aquí. No quiero casarme y pasarme el día encerrada en casa. —¡Ay, Irene! No lo entiendes. Me explicó que sin dinero y sin la protección de un padre o de un esposo, a una mujer sólo se le abría el camino de la esclavitud, o el de explotar su belleza ejerciendo el oficio de hetaira. No acerté a contestar, y me quedé mirándolo sin poder salir de mi estupor. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas sin que tuviera ya fuerzas para apartarlas a manotazos, como había hecho momentos antes. Mi padre se levantó de la silla y se acercó a mí.

Me besó en la frente, me secó las lágrimas con la calidez de las yemas de sus dedos y se arrodilló delante de mí, tomándome las manos de nuevo. —Hija, has de partir antes del amanecer. Los soldados no deben encontrarte aquí cuando vengan a buscarme. —Déjame acompañarte hasta el final —le supliqué con la voz entrecortada por el llanto que se había vuelto a desatar con toda su fuerza. —No puede ser. El barco zarpa a primera hora de la mañana. Herófilo te espera. Se apartó de mi lado y, dándome la espalda, me dijo con toda la firmeza de la que fue capaz: —No te preocupes por mí. Estaré bien. Iré a buscarte cuando todo esto hay a terminado. Yo fui hacia él. Mi padre, todavía de espaldas, sintió que me acercaba y levantó la mano derecha para detenerme. —Vete y a, Irene. Haz lo que te he dicho, por favor. —Su voz sonó tan ronca que apenas pude reconocerla. Mi padre había sido mi único amigo, mi maestro, mi confidente; el que me ayudaba a tejer sueños, a generar preguntas, a imaginar respuestas. Era él quien me acunaba en las noches de tormenta para que no me asustaran los truenos. Fue él quien me sacó en brazos el día en que un ray o partió el olivo de nuestro patio y provocó un incendio. A él acudía cuando me sentía sola, cuando estaba triste, cuando quería compartir la alegría de algún descubrimiento que había hecho. Mi madre y mis dos hermanos murieron cuando yo era todavía muy niña. Dicen que tenía cinco años y crecía delgada y pálida. Nadie entendió cómo fue posible que me librara de la peste y que mis dos hermanos perecieran por su causa. Eran efebos fuertes y esbeltos, que se entrenaban todos los días en la palestra. Muy ágiles los dos, tenían la ilusión de participar como corredores en las fiestas panateneas, y ya habían ido una vez a Delos, a danzar ante la estatua del dios Apolo. Además, mi padre había planeado su educación con esmero.

Ambos tenían un tutor que los acompañaba a todas partes y asistían a la escuela, donde se iniciaban en las artes de la filosofía, la música y las matemáticas. Mi padre seguía sus progresos y mantenía largas conversaciones con ellos. Quería inculcarles el deseo de comprender el funcionamiento de la polis, la necesidad de crear leyes justas, de controlar la soberbia y la avaricia de quienes detentan el poder, de evitar que la corrupción se apoderara de aquellos que debían velar por el bien común. Él había leído a Platón y a Heródoto; le hubiera gustado vivir en otra época, en los años y a muy lejanos en que Pericles gobernaba y Atenas era la ciudad más importante del mundo conocido. Mi madre era muy hermosa. Recuerdo los reflejos rojizos de su cabellera mientras su esclava la perfumaba y peinaba. Yo contemplaba ese ritual todos los días, y siempre le pedía a la esclava que me dejara peinarla. Las dos me respondían que eso no podía hacerlo y o. Entonces mi madre me tomaba entre sus brazos y me explicaba alguna historia. Sólo recuerdo una, porque le pedía que me la contara una y otra vez. Hablaba de los campos de olivos que se extendían más allá de la ciudad y que fueron plantados por la propia diosa Atenea cuando dio el olivo a la tierra. Nunca vi reír a mi madre; apenas esbozaba una sonrisa y sus ojos grises se detenían muy pocas veces en mí o en mis hermanos. Su figura emanaba serenidad, pero también control. No se enfadaba nunca. Y y o jamás me atreví a enseñarle los insectos que recogía en el jardín para observar cómo se movían, cuántas patas tenían o de qué color eran sus alas. Antes de que ella muriera, y o pasaba muchas horas con quien había sido mi nodriza y raramente abandonaba el gineceo para ir a otras zonas de la casa. Jugaba sola y no había visitado nunca el andrón, las salas donde habitaban los hombres. Dijeron que la peste empezó en las chozas rudimentarias que levantaron en la ciudad los campesinos cuyas granjas habían sido incendiadas a causa de las guerras que provocaban los generales macedonios en su lucha para repartirse el territorio. Allí vivían los que habían huido; hacinados, como animales. No había posibilidad de higiene, pues quienes venían de las montañas no sabían nadar y no se atrevían a bañarse en el mar, como hacían los habitantes de Atenas que no podían acceder a los baños públicos, o que no disponían en su casa de una bañera de barro, piedra o ladrillos. La peste llegó a los mercados de la ciudad, al ágora, a las casas. Afectó a todos por igual: ciudadanos, metecos, esclavos. Hubo familias enteras que perecieron, a pesar de las precauciones que tomaron de no salir a la calle, o de enviar a los esclavos a comprar al mercado con la boca y la nariz cubiertas por un pedazo de tela fina. Mi madre y mis dos hermanos murieron con pocos días de diferencia. También murió mi nodriza, los tutores de mis hermanos y varios de nuestros esclavos.

En medio de tanta agitación, nadie se ocupó de que yo no presenciara los estragos de la enfermedad. Nadie me protegió de la visión de los cuerpos deformados, de la pestilencia, de los gritos de dolor que cortaban el aire, del humo de las hogueras donde quemaban a los muertos. Mi padre se sumió en su dolor, y y o en el mío. Vagamos solitarios entre aquel desconcierto y, cuando la epidemia hubo pasado, nos descubrimos en dos rincones diferentes, llorando a quienes nos habían dejado; enfermos de soledad y de tristeza. Creo que fue entonces cuando él se dio cuenta de que tenía una hija, y yo de que tenía un padre. No sabíamos nada el uno del otro. Mi padre organizó la purificación de la casa, utilizando agua de los nueve manantiales e incienso. Asistí a la ceremonia todavía muy asustada, me preguntaba incluso si mi padre no hubiera preferido que fuera yo la que hubiese muerto durante la epidemia en vez de mis hermanos. Pero él nunca dio muestras de albergar ese sentimiento, y desde nuestro primer encuentro lo puso todo de su parte para que empezáramos a conocernos y aprendiéramos a querernos. Dispuso que ambos viviéramos en la misma zona de la casa y los dos tuvimos acceso tanto al jardín como al patio. Mantuvo la separación entre los departamentos de hombres y de mujeres únicamente para los esclavos. A partir de ese momento, mi padre empezó a preocuparse de mi educación y a darme todo el cariño que antes había prodigado sólo a mis hermanos. Su trabajo para velar por el cumplimiento de las leyes de la ciudad y la gestión de sus tierras y otros bienes lo mantenían muy ocupado, pero siempre estaba atento a mis deseos. Recuerdo el día en que irrumpí en la habitación donde se reunía con sus amigos filósofos, matemáticos, artistas y músicos, para decirle a gritos que ya estaban saliendo las hojas nuevas de los troncos secos de los viñedos que teníamos detrás de casa. Él se excusó, me dio la mano y salimos juntos a observar algo que se repetía todas las primaveras pero que, gracias a mí —me dijo—, él pudo ver con la misma ilusión de la primera vez. No le importaron las sonrisas condescendientes de sus amigos, ni las opiniones de quienes pensaban que y o debía de estar a cargo de las esclavas, ya que no quedaba ninguna mujer en la familia que pudiera ocuparse de mí. Con el paso de los años, sus amigos se acostumbraron a mi presencia en el andrón. Y yo fui primero una observadora atenta y silenciosa, pero luego —alentada por mi padre— empecé a intervenir en sus conversaciones: preguntaba, manifestaba mi acuerdo o desacuerdo con lo que decían, exponía mis razones, escuchaba sus críticas o sus alabanzas; participaba, en fin, en aquellas reuniones de varones sabios. Unos meses antes de la conversación que cambió para siempre el rumbo de mis días, los encuentros en el andrón habían tomado un cariz distinto. Abundaban los silencios cargados de significado, las expresiones tensas, los ánimos decaídos, una cierta clandestinidad en la forma en que llegaban y salían aquellos hombres de nuestra casa, y las primeras ausencias de algunos que siempre habían asistido a las reuniones y un día decidieron no volver más. Las conversaciones, antaño animadas y sobre los temas más diversos, se fueron convirtiendo en declaraciones de impotencia de quienes, al igual que mi padre, veían su ciudad amenazada por aquellos que sólo buscaban repartirse el poder y mantenerlo, a costa de evitar que creciera la libertad de pensamiento entre los ciudadanos, forzándolos a que vieran en sus gobernantes la imagen humana de los dioses sobre la tierra. Porque, desde la muerte de Alejandro, que se erigió como gobernador absoluto de toda la Hélade, el Gobierno había cambiado varias veces de manos entre sus sucesores, quienes intentaban mantener el control de todo el imperio. Así, cuando Demetrio Poliorcetes se hizo con el poder de Atenas, durante sus largas campañas militares delegaba el gobierno de la ciudad únicamente en aquellos que sabía que no iban a cuestionar nunca su personalidad divina. Mi padre se rebelaba ante esta situación y, al igual que había hecho antes con mis hermanos, me enseñó a observar cómo el poder de la ciudad estaba cayendo en manos de quienes pensaban que la curiosidad es una enfermedad, que los secretos de la naturaleza están fuera de nuestra comprensión y que no debemos intentar entenderlos. Para contrarrestar esta corriente de pensamiento, que él presentía que iba a aumentar en el futuro, me dio a leer a sus autores favoritos.

Y me citaba con frecuencia una obra de teatro de Eurípides en la que éste loaba a quienes se preocupan por hacerse preguntas, a aquellos que se interesan por el orden inmortal y atemporal de la naturaleza, y por comprender su estructura. Creo que mi padre ya sabía que su carrera al servicio de la ciudad pronto llegaría a su fin. Se sentía vigilado e intuía las sombras de la traición cerniéndose sobre él. No me decía nada, pero yo entendí que su inquietud iba en aumento y que le preocupaba mi futuro. Un futuro que temía que fuera a discurrir sin él. Fue entonces cuando su hermana Helena anunció que venía a visitarnos. La llegada de mi tía Helena y mis primas me impidió seguir ignorando que mi destino como noble ciudadana ateniense era casarme, y que mi padre debía buscarme marido y preparar mi dote. Helena era una mujer de cuerpo orondo y carácter jovial, dotada de un bello rostro, una sonrisa que sabía utilizar sabiamente para su conveniencia y una capacidad innata para escuchar aquello que no se decía, para adivinar intenciones que pudieran afectarla a ella o a sus dos hijas. Las tres mujeres envolvieron la casa en un torbellino de ropas multicolores, peinados extravagantes, risas, comentarios de desaprobación, consejos y órdenes. Un enjambre de esclavos se movían silenciosos a su alrededor, anticipando el menor de sus deseos. Desde el primer día de su estancia, mi tía no desaprovechó ninguna ocasión para recordarle a mi padre lo mal que me había educado y el incomprensible desinterés que había mostrado en preparar mi futuro. Nuestras comidas diarias eran su momento preferido para abordar ese tema. —Pero Kleón, ¿cómo has dejado que esta niña creciera así? —Mi tía me señalaba con la mano derecha, en cuyos dedos brillaban varias sortijas. —Me he ocupado personalmente de su educación —contestaba él ofendido. —Ya… Ya veo. Tú y tus papiros. Parco favor le has hecho —decía ella mientras se servía trozos de melocotón durante nuestro ágape del mediodía—. ¡Ay! ¿A quién le importan los versos del loco ése que se inventó ya hace tantos años a un personaje que oy e cantar a las sirenas? —Ese loco que tú dices se llama Homero, y ha sido el poeta más grande de nuestra historia —contestaba mi padre con resignación, como quien ha oído y a muchas veces el mismo comentario. —Ya sé quién fue Homero, no soy tan necia. Pero lo que quiero decir es que una mujer necesita saber otras cosas. Mira a tu hija, ¿sabes que esta mañana ha estado en el ágora? —Y Helena apuntaba hacia mí un dedo incriminatorio. —Sí, lo sé —respondía mi padre en tono tranquilo, sirviéndose también él un trozo de melocotón. —Pero ¿cómo se te ocurre dejarla salir sola? —Mi tía Helena cogía la copa para beber un poco del vino aguado que le acababan de servir. —No iba sola. La acompañaban dos de sus esclavas.

—¡Ay, Kleón! —Lanzó un suspiro largo que dio ilusión de movimiento a los pájaros de alas doradas que tenía bordados en su túnica, a la altura del pecho—. Desde niño hiciste siempre lo que querías, sin pensar en los demás, pero ahora… ¿No te das cuenta de que estás perjudicando a tu hija con esa actitud tuy a? No debes continuar ignorando que lo que hace Irene no es propio de una ciudadana noble y decente como ella. —No me parece justo tenerla encerrada en casa. Es importante que conozca su ciudad, que aprenda todo lo que pueda. El saber la hará libre. —No le inculques a la niña esas necedades sobre el saber y la libertad. Mira —mi tía adoptó el tono paciente con el que se habla a alguien a quien le cuesta entender las cosas—, Hipólita y Clelía sólo salen de casa para asistir a los festivales de mujeres y a los funerales. Así es como debe de ser. Y tú dejas a Irene que se mueva libremente por la ciudad. Además…, mírala, alguien debe enseñarle a cuidarse. Y esas orejas…, tendría que aprender a disimularlas. Instintivamente me llevé las manos a la cabeza. —¿Qué les pasa a mis orejas? —pregunté. —Que son grandes —exclamó riendo mi prima Clelía. —Pero nada que no se arregle dejando caer un par de rizos estratégicamente. Yo te ay udaré a rizarte el pelo, no te preocupes —comentó Hipólita. —También las disimularán unos buenos pendientes —añadió mi tía. Las tres me observaron como si fuera un ser extraño. De pronto, y por primera vez, me sentí fea, con mi cabello lacio recogido sin ningún esmero por una cinta de lino, y mi quitón blanco, sin volantes ni dibujos ni bordados. En comparación con Clelía e Hipólita, me vi pequeña e insignificante, sin ningún atractivo. Lejos habían quedado los días de su anterior visita, en los que aún muy niñas las tres, y o organizaba para mis primas los juegos por el jardín, y las animaba a hacer carreras para ver quién corría más deprisa, o a que observaran cómo construían sus nidos los pájaros. Ahora me miraban apenadas y me compadecían por estar todavía sin esposo. Yo no sabía hablar de vestidos, peinados y futuros maridos, y ellas no entendían por qué me interesaban las cosas de las que hablaban los hombres; muy preocupadas, me avisaban de que pronto perdería la belleza de mis ojos de tanto leer papiros. Mi tía instó a mi padre a que dejara mi educación en sus manos. —¿Cómo has podido dejar que tu hija pasara de la niñez a la edad adulta sin organizar ninguna fiesta que celebrara ese cambio? Así no la vas a casar nunca.

—Ella opina que todavía es muy joven para casarse y y o no quería hacer nada en contra de su voluntad —respondió mi padre. —¿Joven? ¡Pero si y a tiene 15 años! Hipólita es de la misma edad y está a punto de contraer matrimonio con uno de los generales de nuestro rey, Demetrio —exclamó mi tía con orgullo—. Y la boda de Clelía se celebrará dentro de unos meses. Mi padre la miró con la expresión de un niño que ha sido descubierto en falta. Y comentó una vez más que él había intentado educarme para que pudiera pensar por mí misma, tomar mis propias decisiones. —Ya…, haciéndole participar en todas esas reuniones de charlatanes conspiradores que organizas en tu casa. —Me miró con un gesto compasivo—. Escúchame bien —le anunció a mi padre en tono impaciente—. Debes buscarle marido. No puedes esperar más. —Sí, claro. Pero… —Kleón —dijo ella, de pronto muy seria—, o le buscas marido tú, o lo haré yo. —Está bien —acertó a responder mi padre, dirigiéndome una mirada triste, como si quisiera pedirme disculpas. Entonces alcé la voz y miré a mi tía Helena con altanería. —No quiero casarme. Mis primas cuchichearon entre ellas, dejando escapar risitas de burla. —No se trata de lo que tú quieras hacer, sino de lo que debes hacer — sentenció tajante mi tía—. Dile que es así, Kleón. Díselo tú. No la mantengas engañada por más tiempo. Bajo su apariencia de frivolidad, mi tía Helena distaba mucho de ser una mujer estúpida. Rica y viuda, sabía moverse con soltura en un mundo dominado por hombres, y lo hacía sin despertar suspicacias, manteniendo siempre una imagen de mujer sumisa. Pero era una gran observadora de las pasiones humanas y sabía prever acontecimientos que, en principio, parecía que no iban a ocurrir jamás. Nunca se equivocaba. Tampoco se equivocó con respecto a mi padre.

En realidad, había venido a nuestra casa para avisarlo, para decirle que su manera de hacer y de pensar le estaba creando enemistades entre quienes habían tomado las riendas del gobierno de Atenas. Estaba segura de que tramarían algo contra él, aunque no sabía qué ni cuándo. Le dijo a mi padre que debía protegerse y, sobre todo, velar por mi futuro. Si algo le ocurriera a él, ella no estaba en condiciones de ay udarme. Que la hija de Kleón viviera en su casa dañaría seriamente la reputación de Hipólita y Clelía. Y mi tía Helena no haría nunca nada que pudiera perjudicar a sus hijas. Mi padre carraspeó incómodo. —Es así, hija. Tiene razón Helena. No podemos postergar tu matrimonio por más tiempo. Si algo me ocurriera, necesitarías la protección de un hombre. —Pero ¿qué te va a pasar? Me observó unos instantes y pareció que iba a decirme algo, pero calló. Bajó la vista y, mirando al suelo como si se avergonzara, le dijo a mi tía: —Está bien, Helena. Ocúpate de instruir a Irene en todo aquello que consideres necesario. Yo…, yo le buscaré un marido. —Luego se dirigió a mí y añadió sin mirarme a los ojos—: Haz lo que dice tu tía, Irene. Necesitas completar tu educación. Me he ocupado de que seas libre para perseguir los deseos de tu corazón, pero también debes aprender a adaptarte al entorno. Y eso yo no he sabido enseñártelo. Me sorprendieron aquellas palabras y el tono apagado de su voz. No entendía por qué mi padre parecía disculparse por la educación que me había dado. Yo estaba muy orgullosa de todo lo que había recibido de él. Mi tía y mis primas me instruy eron en asuntos de belleza femenina, y en las obligaciones de una esposa y futura madre de ciudadanos atenienses. Y así fue como, durante el tiempo que estuvieron en casa, aprendí a depilarme, a peinarme, a llevar el quitón bien ceñido a la cintura, a saber moverme dentro de faldas muy amplias, a envolverme en un himatión con coquetería, a elegir los adornos más adecuados, y a esperar con ilusión la llegada de un marido y de una nueva vida como mujer adulta. Pero yo seguí ley endo, manteniendo largas conversaciones con mi padre y participando en todas las reuniones que él organizaba en casa.

Si debía casarme lo haría, pero eso no iba a impedir que me sintiera libre.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |