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Los bosques imantados – Juan Vico

Una lámpara de queroseno. La calavera de un elefante. Dos manzanas medio mordidas. La esfera golpeada de un reloj. Alguien, alguna vez, le desveló la naturaleza de esas enigmáticas y cambiantes masas. Minúsculas gotas de agua suspendidas en la atmósfera. Nada más. La constatación de que existía una lógica tras aquel juego infantil le resultó confortable. Una ley regulaba su desarrollo. El misterio de los volúmenes que el viento caprichosamente alteraba había dado paso a una certeza. El placer se duplicaba. La ilusión de las formas efímeras seguía intacta. Pero la solidez de sus flamantes conocimientos proporcionaba a su actividad observadora una sensación de poder que antes no poseía. Sus ojos no podían decidir el perfil de las nubes, contribuir a su evolución. Su mente en cambio era capaz de distanciarse a voluntad del fenómeno para después dejarse llevar nuevamente por la fantasía de las manchas blancas y grises sobre el tapiz del firmamento. Volvió la vista hacia el interior del carruaje. Su único acompañante en ese tramo dormitaba en el banco opuesto. Abrió el maletín que descansaba a su derecha. Extrajo dos volúmenes. Los sopesó. Uno en cada mano. El primero de ellos contenía la última novela de Julio Verne, Alrededor de la Luna. En el otro ejemplar, más pesado, aguardaba un indigesto tratado que se había propuesto finalizar antes de llegar a su destino. Releyó el rimbombante epígrafe que presidía la portada: El magnetismo animal, desde Mesmer a nuestros días, así como sus aplicaciones prácticas, por Locusto. El sentido de la responsabilidad se impuso.


Condenó a la oscuridad del maletín las aventuras de los exploradores lunares y abrió el mamotreto. No tardó en vencerlo el sueño. Cuando despertó, su compañero de trayecto le estaba alargando el libro. —Se le ha caído mientras dormía. Le dio las gracias y recuperó el ejemplar. El hombre se quitó los anteojos que descansaban sobre la punta de su nariz. —Disculpe, no me he presentado: Auguste Jacob, abogado. —Victor Blum, un placer. —Veo que le interesa el mesmerismo, señor Blum. No he podido evitar echar un vistazo a su libro, espero no parecerle un entrometido. —En absoluto, los libros reclaman ser leídos. Cada hora que un libro pasa con las tapas cerradas es una hora perdida por alguien que probablemente esté ocupado en menesteres mucho más prescindibles. —Más prosaicos, seguramente, sí. Pero el mundo no seguiría su marcha si todos nos pasásemos el día leyendo como monjes. —Por supuesto. Era solo una forma de hablar. —Y muy evocadora. ¿Se dedica usted acaso a la literatura? —Me temo que me limito a lidiar con su hermano bastardo: soy periodista. Jacob sonrió. —Hubo un tiempo en que me sentí atraído por esa clase de teorías, irresistibles para la exaltada imaginación de un adolescente —dijo, señalando el libro que ahora reposaba boca abajo sobre las piernas de su interlocutor—. Luego uno se da cuenta de que solo se cree en lo que se quiere creer. Y creer en algo que no se puede ver… Para eso ya está la religión. —Depende —replicó Victor con rapidez, como si hubiese mantenido conversaciones similares en infinidad de ocasiones—. La ciencia nos ha enseñado que hay agentes invisibles cuyo poder es sorprendente. Piense en el éter, por ejemplo.

O en la electricidad. —Tiene razón, supongo. Aunque cuando oigo invocar a la ciencia como principio y fin de todas las cosas, no puedo evitar pensar que se trata de una nueva forma de divinidad. —Más útil que las tradicionales, por fortuna. —Siempre me ha llamado la atención que Mesmer acabara dando nombre a un fenómeno que no tiene mucho que ver con sus investigaciones. Fue un discípulo suyo, como usted sabrá, quien en realidad sacó partido de su descubrimiento de la hipnosis. —Sí, Mesmer siguió presuponiendo toda su vida que el estado en el que sumía a sus pacientes era producto de un insondable fluido universal y no el fruto de determinadas técnicas. Azares de la historia. América, un continente entero, lleva el nombre de un cartógrafo en lugar del de su descubridor. —Ningún nombre es inocente, ¿no cree? —Pero como dice el verso, «algunos nacen para la noche interminable». El carruaje giró con brusquedad. La luz cayó oblicua sobre sus rostros. Victor volvió a mirar hacia el exterior. Una espada medieval. Una rueda ligeramente elíptica. Dos barbas enfrentadas. Jacob se interesó por los motivos de su viaje. —El eclipse. Me envía el periódico para el que trabajo. —Me maravilla el entusiasmo que suelen despertar fenómenos tan sencillos como un eclipse lunar. No hemos avanzado tanto desde aquellos hombres primitivos que se echaban a temblar cuando el sol se ennegrecía. En el fondo seguimos siendo niños pequeños deseosos de que nos fascinen con fantasmagorías y leyendas. —Estoy de acuerdo. Aunque esta vez el asunto va más allá del eclipse. Me dirijo a Saint-Boffon.

—El bosque de Samiel. —Veo que está al corriente. —Sé que cada año por estas fechas un buen número de enfermos y tullidos se concentran por la zona con la aspiración de recibir algún tipo de efecto curador que atribuyen a ese bosque. —¿No siente curiosidad? —Es una simple moda, cada época padece las suyas, y tengo la sensación de que ahora cambian con más rapidez que nunca. Aun así, yo acabo mi viaje antes de llegar a Saint-Boffon. —¿Viaje de negocios? —Bastante más anodino que el suyo: un rutinario trámite testamentario. En cualquier caso, el eclipse está previsto, si no me equivoco, para el 10 de julio… Quedan muchos días. —Como le decía, este año la Noche de Samiel tiene una significación especial, dado que coincide con el eclipse. —Qué casualidad. —No para aquellos que la ven como una oportunidad única. De hecho, el acontecimiento ha suscitado interés incluso en gentes poco versadas en estas materias. —Lo que confirma que mi vida social es notoriamente deficitaria. —No sabe la envidia que me da. Victor le ofreció un cigarro. —Ah, buena idea. —Ningún diálogo respetable puede durar más de cinco minutos sin tabaco de por medio. —Sin duda. Pero dígaselo usted a mi mujer; está convencida, en contra de todas las evidencias, de que fumar es malo para la salud. —Dio una calada profunda, entrecerrando los ojos—. Siga, se lo ruego. —Es fácil presumir que este año el número de visitantes será considerablemente mayor. Hemos recibido algún telegrama notificándonos que ya han comenzado a llegar los primeros, y eso que todavía falta una semana, como usted señalaba. Mi jefe ha decidido que parta antes de lo acordado, de forma muy precipitada para mi gusto. Así es este oficio. En compensación me ha ofrecido todo el espacio que sea necesario tanto para las crónicas diarias como para un reportaje más extenso que publicaremos a mi regreso.

—Estoy deseando leerlo. —Gracias. —Y usted, ¿aprovechará para recibir los beneficios magnéticos del bosque? Seguro que no se vuelve a acatarrar por lo menos en una década. —Quién sabe, quizás consiga engordar algunos kilos. —Bromas aparte, me apena tanta credulidad. —Lo más llamativo es que no solo los enfermos y desesperados acuden al bosque de Samiel. Muchos de los visitantes son individuos que dicen estar dotados de facultades especiales y cuyo propósito es potenciarlas. Adivinos, curanderos, médiums… —Estafadores. —La mayoría son inofensivos, crean de verdad o no en sus supuestos poderes. Hay otros, en cambio, cuya influencia en los demás los convierte en una amenaza social. —Victor liberó el volumen que aún mantenía aprisionado entre un muslo y un antebrazo para enarbolarlo a la altura de su rostro—. Locusto, por ejemplo. —Nunca había oído hablar de este autor, si le soy sincero. —Lleva una buena temporada publicando panfletos y congregando a su alrededor a un número notable de seguidores. Pretende haber descifrado científicamente los secretos más ocultos que han ocupado durante siglos a magos, alquimistas y hechiceros. Pero a poco que uno lea sus monsergas con espíritu crítico, no tarda en darse cuenta de que se trata de otro charlatán más. —Interesante. —Un producto indeseable de nuestra época, señor Jacob, cuya ambición es convertir presuntos principios científicos en un fraudulento credo para sus adeptos. La ciencia, coincidirá usted conmigo, tiene que ser un bien común, una herramienta al servicio de la humanidad, y no una dudosa doctrina que sumar a la larga lista de supersticiones de las que secularmente se han servido sujetos de esta calaña para someter a los más incautos. —Corríjame si me equivoco: diría que las motivaciones de su viaje no son exclusivamente profesionales. —He alzado la voz, discúlpeme. Podríamos decir que mi repulsa hacia personajes como Locusto supone un incentivo añadido. —¿Ha tenido ocasión de confrontar opiniones con él? —No ofrece conferencias. Escribe, publica, propaga su veneno para mentes simples. Sus seguidores más cercanos forman algo similar a una guardia pretoriana imposible de franquear.

Lo protegen de aquellos que no han asimilado antes sus enseñanzas, y simultáneamente construyen a su alrededor un halo de misterio muy efectivo para seducir a potenciales seguidores. —Tendré que hacerme con alguna de sus obras, me ha despertado usted la curiosidad. Espero que no todas sean tan extensas. —Se la regalaría con mucho gusto, pero he de acabar de sufrirla antes de llegar a Saint-Boffon. He leído bastantes por razones profesionales. Y no se trata de un Goethe, de eso puede estar seguro. —Me lo temía. —En resumen: los ingenuos ven en él a un guía espiritual, y los escépticos lo convierten en el símbolo de aquello contra lo que postulan. Unos y otros acabarán contribuyendo a su causa; a menos que alguien lo desenmascare de una vez. —¿Y existe ese alguien, señor Blum? —Esperémoslo. Aunque no como a un mesías de la razón dispuesto a enfrentarse a él en un épico duelo. Debe ser un hombre normal y corriente el que ayude a la gente a comprender que los únicos conocimientos dignos de ser considerados son aquellos que permiten su propio cuestionamiento. —Un periodista, por ejemplo. —O un abogado, quién sabe. La profesión es irrelevante. El señor Jacob inclinó la cabeza con complicidad, divertido. Victor prosiguió, satisfecho por mantener una conversación después de haber permanecido rodeado de bultos roncadores durante la mayor parte de la jornada. Al exponer sus pensamientos sentía que adquirían una materialidad que los hacía más fidedignos, como si se solidificasen al contacto con el mundo exterior. Palabras en suspenso, conceptos ansiosos por agruparse y precipitarse en forma de discurso. —Se rumorea, en fin, que Locusto va a hacer una aparición excepcional con motivo del eclipse. —Me está usted tentando para que cambie mis planes. —Ha conseguido adueñarse de teorías y predicciones que, además de estúpidas, son ajenas. Nadie piensa en los grises autores de folletos o en los iluminados que vocean por las esquinas que el eclipse del 10 de julio de 1870 no será como el resto. Locusto es un mistificador. Su talento radica en que es capaz de mezclar conceptos e ideas lejanos entre sí, cuando no contradictorios, para obtener conjeturas tan insostenibles como atrayentes para el gran público.

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