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Los Amigos de los Amigos – Henry James

Para esta antología hemos elegido cuatro relatos muy diversos. En La vida privada se conjugan lo fantástico y lo satírico, el tantas veces recreado tema del doble, caro a Stevenson y a Papini, la burla a las espléndidas nulidades que cruzan los visibles escenarios del mundo. Owen Wingrave puede parecer, al principio, un alegato pacifista; vemos después que la gravitación de lo antiguo y de lo espectral no excluye lo épico. Los amigos de los amigos encierra una profunda melancolía y es, al mismo tiempo, una exaltación del amor elaborado en el más secreto misterio. A estos tres relatos fantásticos hemos agregado otro que no lo es, pero que constituye quizá la obra maestra de Henry James en el cuento. La humillación de los Northmore es la crónica de una paciente venganza, tanto más atroz cuanto que ignoramos su última realidad. Jorge Luis Borges


 

Hablábamos de Londres cara a cara con un gran glaciar hirsuto y primevo. La hora y el escenario formaban una de esas impresiones que compensan un poco, en Suiza, por la moderna indignidad del viajar: las promiscuidades y vulgaridades, la estación y el hotel, la paciencia gregaria, la lucha por unas migajas de atención, la reducción a estado numerado. El alto valle se teñía del rosa de la montaña; el aire fresco tenía la limpieza de un mundo nuevo. Había un leve rubor de primera tarde sobre nieves incólumes, y el tintineo fraternizante del ganado oculto a la vista nos llegaba con un olor a siega tibia de sol. El balconado hostal se alzaba en la garganta misma del paso más delicioso del Oberland, y hacía una semana que teníamos buena compañía y buen tiempo. Se consideraba gran fortuna, porque lo uno habría compensado por lo otro si alguna de las dos cosas hubiera sido mala. El tiempo, ciertamente, habría hecho buena la compañía; pero no estaba sujeto a esa obligación, porque por feliz casualidad teníamos a la fleur des pois: lord y lady Mellifont, Clare Vawdrey, la mayor (en opinión de muchos) de nuestras glorias literarias, y Blanche Adney, la mayor (en opinión de todos) de nuestras glorias teatrales. Los nombro en primer lugar porque eran precisamente los personajes a quienes en el Londres de la época se intentaba « fichar» . Se procuraba « reservarlos» con seis semanas de adelanto, y sin embargo en esta ocasión nos habían venido a las manos, todos nos habíamos venido a las manos de todos, sin la menor maniobra. Un lance del juego nos había juntado entre los últimos de agosto, y reconocimos nuestra suerte permaneciendo en ese estado, bajo la protección del barómetro. Cuando acabaran los dorados días —cosa que pronto había de suceder—, descenderíamos por lados opuestos del paso para eclipsarnos tras la cresta de las alturas circundantes. Éramos de la misma congregación general, eran signos del mismo alfabeto las marcas que nos identificaban. Nos veíamos, en Londres, con frecuencia irregular; nos regíamos más o menos por las leyes y el lenguaje, las tradiciones y las contraseñas del mismo denso estado social. Yo creo que todos, incluidas las señoras, « hacíamos» algo, aunque fingiéramos que no cuando se nombraba. Porque en Londres esas cosas no se nombran, pero aquí nos dábamos el inocente placer de ser diferentes. En algo se tenía que notar la diferencia, porque estábamos bajo la impresión de que aquello eran nuestras vacaciones anuales. Sentíamos, en todo caso, que las condiciones eran más humanas que en Londres, o por lo menos que lo éramos nosotros. Sobre esto éramos francos, hablábamos de ello: era de lo que estábamos hablando con la mirada puesta en el ruborizado glaciar en el momento en que alguien hizo notar la prolongada ausencia de lord Mellifont y la señora Adney. Estábamos sentados en la terraza del hostal, donde había bancos y mesitas, y los más empeñados en mostrar con cuántas prisas habíamos vuelto a la naturaleza tomaban, según la extraña moda alemana, café antes de comer.


Nadie recogió la observación sobre la ausencia de nuestros dos acompañantes, ni siquiera lady Mellifont, ni siquiera el pequeño Adney, el cariñoso compositor; porque se había dejado caer aprovechando la pausa más breve de la charla de Clare Vawdrey. (Esta celebridad sólo se llamaba « Clarence» en las portadas.) Era precisamente aquella revelación de que al fin y al cabo éramos humanos lo que constituía su tema. Preguntó a los reunidos si, francamente, no había sentido cada uno la tentación de decirle a cada uno de los demás: « No creía que realmente fuera usted tan agradable.» Yo sí había creído que él lo fuera, e incluso que lo fuera mucho más, pero era cosa demasiado complicada para entrar en ella en aquel momento; además es exactamente lo que tengo que contar. Había entre nosotros un consenso general de callar cuando hablaba Vawdrey, y no, cosa curiosa, porque él así lo esperase ni mucho menos. Él no lo esperaba, porque de todos los habladores copiosos era el más espontáneo, el menos codicioso y profesional. Era más bien la religión del anfitrión, de la anfitriona, lo que prevalecía entre nosotros: la idea era suya, pero siempre se procuraban un círculo de oy entes cuando el gran novelista cenaba con ellos. En la ocasión a la que me refiero probablemente no había nadie con quien Vawdrey no hubiera cenado en Londres, y sentíamos la fuerza de esa costumbre. Había cenado hasta conmigo; y en la noche de aquella cena, como en esta tarde alpina, no me había costado ningún trabajo tener la boca cerrada, absorto como inveteradamente estaba en el estudio del interrogante que siempre se alzaba ante mí, tan alto, en su estatura apuesta, cuadrada y fuerte. El interrogante era tanto más atormentador cuanto que estoy seguro de que Vawdrey nunca sospechó que lo suscitara, como no había observado nunca que todos los días de su vida todo el mundo le escuchaba a la hora de cenar. Se le llamaba « subjetivo e introspectivo» en los semanarios, pero si eso significaba estar ávido de tributos ningún hombre podría haberlo estado menos en sociedad. Nunca hablaba de sí mismo; era ése un apartado sobre el cual, a pesar de que habría sido tremendamente digno de él, al parecer jamás reflexionaba siquiera. Tenía su horario y sus costumbres, su sastre y su sombrerero, su sistema higiénico y su vino particular, pero todas esas cosas juntas nunca sumaron una actitud. Y sin embargo constituían la única que adoptaba, y para él era fácil hablar de que fuéramos « más agradables» en el extranjero que en nuestro país. Él estaba a cubierto de variaciones, y no era punto más ni menos agradable en un sitio que en otro. Difería de otros, pero nunca de sí mismo —salvo en el sentido extraordinario que voy a exponer—, y a mí me daba la impresión de no tener ni estados ni sensibilidades ni preferencias. Podría haber estado siempre en la misma compañía, en cuanto a reconocer diferencias de edad o condición o sexo: se dirigía a las mujeres exactamente igual que a los hombres, y chismorreaba con todos los hombres por igual, sin hablar mejor con los listos que con los lerdos. Yo me dolía para mis adentros de ver —en la medida en que podía apreciarlo— que lo mismo le gustaba un tema que otro: para mí los había detestables. Siempre le vi locuaz y liberal y alegre, y jamás le oí formular una paradoja ni expresar un matiz ni jugar con una idea. La ocurrencia de que fuéramos « humanos» era, en su conversación, una osadía verdaderamente excepcional. Sus opiniones eran sanas y mediocres, y sobre sus percepciones era demasiado desconcertante pensar. Yo le envidiaba su magnífica salud. Vawdrey se había internado, con su paso regular y su conciencia inmaculada, en la planicie de lo anecdótico, donde las historias se ven de lejos como molinos y postes indicadores; pero yo noté al cabo de un poco que la atención de lady Mellifont vagaba. Estaba yo sentado a su lado.

Observé que sus ojos deambulaban con cierta preocupación por las laderas bajas de las montañas. Por fin, tras consultar el reloj, me dijo: « ¿Sabe usted a dónde iban?» —¿Blanche Adney y lord Mellifont? —Lord Mellifont y Blanche Adney. —Las palabras de su señoría parecían corregirme— inconscientemente, sin duda, —pero no se me ocurrió que pudieran ser efecto de los celos. Yo no le imputaba tan vulgares sentimientos: en primer lugar porque la apreciaba, y en segundo lugar porque a cualquiera se le ocurriría con bastante rapidez poner a lord Mellifont, fuera cual fuese el contexto, el primero. Era el primero— en grado extraordinario. No digo el más grande ni el más sabio ni el más renombrado, sino esencialmente la persona en cabeza de la lista y cabecera de la mesa. Eso en sí es una posición, y lógicamente su esposa estaba acostumbrada a verle en ella. Mi pregunta había sonado como si Blanche Adney le hubiera llevado consigo; pero no se le podía llevar —llevaba él. Nadie, por la lógica de las cosas, podía saberlo mejor que lady Mellifont. Yo al principio la había temido un poco, viéndola, con sus rígidos silencios y la extremada negrura de casi todo lo que constituía su persona, un tanto dura, hasta un poco saturnina. Su palidez parecía levemente gris, y metálico su cabello negro brillante, lo mismo que los broches y bandas y peinecillos que inveteradamente lo adornaban. Estaba de luto perpetuo, y llevaba innumerables ornamentos de azabache y ónice, mil tintineantes cadenillas y lentejuelas y abalorios. Yo había oído a Blanche Adney llamarla la Reina de la Noche, y la denominación era descriptiva si se entendía noche nublada. Lady Mellifont tenía un secreto, y si no lo descubrías al conocerla mejor por lo menos te dabas cuenta de que era amable y sencilla y limitada, así como algo sumisamente triste. Era como el que tiene una enfermedad que no duele. Le dije que únicamente había visto a su marido bajar por el valle con su acompañante como una hora antes, y señalé que acaso Adney superara algo de sus intenciones. Vincent Adney, que a pesar de haber cumplido los cincuenta semejaba un buen niño al que se ha inculcado que los niños no hablan en las reuniones de may ores, desempeñaba con sencillez y gusto notables la posición de esposo de una gran figura de la comedia. Aun reconociendo que ella se lo facilitaba, había que admirar aquel cariño rendido con que Adney pasaba por todo. Es difícil para un marido que no pisa las tablas, o el teatro al menos, llevar con elegancia a una esposa tan conspicua en esos círculos; pero Adney iba más allá de lo elegante en papel tan poco airoso: había logrado, extrañamente, que el propio papel le hiciera interesante a él. Ponía música a su amada; y recordarán ustedes cuán auténtica podía ser su música —las únicas composiciones inglesas que yo he visto tomar en serio a un extranjero. Su mujer estaba en ellas de alguna forma y siempre; eran una brillante traducción libre de la impresión que producía. Al escucharlas, era como verla cruzar riendo el escenario, con el cabello suelto y andares de ninfa de los bosques. Él no era al principio más que un modesto violinista del teatro, siempre en su puesto entre acto y acto; pero ella había hecho de él un ser singular, valioso e incomprendido. La superioridad de los dos había llegado a ser como una empresa conjunta, y su felicidad formaba parte de la felicidad de sus amigos. El único incomodo de Adney era no poder escribir una obra para su mujer, y su única manera de entrometerse en sus asuntos era preguntar a personas imposibles si no podrían ellas escribírsela.

Lady Mellifont, tras mirarle un instante, me comentó que prefería no preguntarle nada. Y añadió de seguido: « Prefiero no hacerme notar cuando estoy nerviosa.» —¿Está usted nerviosa? —Siempre me pone nerviosa que mi marido esté mucho rato lejos de mí. —¿Imagina que le haya pasado algo? —Sí, siempre. Claro que y a me he acostumbrado. —¿Que se caiga por un precipicio, o cosa por el estilo? —No sé exactamente qué es lo que temo; es la sensación genérica de que no va a volver. Era tanto lo que decía y tanto lo que callaba que me pareció que el único tratamiento que se podía dar a su idiosincrasia era el jocoso. « ¡Seguro que nunca la abandona!» , reí. Ella miró al suelo un momento. « No, si en el fondo estoy tranquila.» —Es imposible que le pase nada a un hombre tan dotado, tan infalible, tan acorazado por los cuatro costados —proseguí en el mismo tono. —¡Acorazado, no sabe usted hasta qué punto! —me replicó, con un temblor de voz tan extraño que sólo lo pude justificar por su nerviosismo. En esa idea me confirmó el que casi inmediatamente se levantara para cambiar de sitio un poco sin objeto, no como para cortar nuestra conversación, sino porque estaba preocupada. A duras penas podía yo compartir su estado de ánimo, pero al cabo sentí un alivio al ver venir a Blanche Adney. Traía un gran ramo de flores silvestres, pero no venía acompañada de lord Mellifont. Vi en seguida, sin embargo, que no tenía ningún desastre que anunciar; pero como sabía que a lady Mellifont le agradaría oír la respuesta a una pregunta que no deseaba hacer, al punto expresé mi esperanza de que su señoría no se hubiera quedado en un barranco. —No, no; me dejó hace escasamente tres minutos. Ha entrado en la casa. — Blanche Adney posó sus ojos en los míos por un instante— un modo de comunicación al que ningún hombre, de por sí, podía tener nada que objetar. El interés en esta ocasión venía acrecentado por lo que concretamente estaban diciendo aquellos ojos. Normalmente no solían decir más que: « ¡Sí, soy encantadora, y a lo sé, pero tómeselo con calma, y o lo único que quiero es un papel nuevo, un papel, un papel!» En aquel momento añadieron oscuramente, subrepticiamente y por supuesto dulcemente —porque así era como todo lo hacían: « Todo está en orden, pero es verdad que ha pasado algo. A lo mejor se lo cuento después.» Se volvió hacia lady Mellifont, y la transición a la jovialidad sencilla me recordó su dominio de la profesión—. Le he traído sano y salvo. Hemos dado un paseo precioso.

—Lo celebro mucho —dijo lady Mellifont con su débil sonrisa; continuando distraídamente, al tiempo que se ponía en pie—: Habrá ido a vestirse para la cena. ¿No es ya la hora? —Se encaminó al hotel con aquella manera simplificadora que tenía de despedirse, y los demás, a la mención de la cena, miramos los unos los relojes de los otros como por desviar la responsabilidad de semejante rudeza. El maître, que como todos los maîtres era esencialmente un hombre de mundo, nos concedía horas y espacios propios, de suerte que al anochecer, apartados a la luz de una lámpara, formábamos una camarilla compacta y consentida. Pero sólo los Mellifont « se vestían» , y sólo de ellos se reconocía que lógicamente tenían que vestirse: ella exactamente igual que todas las noches de su ceremoniosa existencia— no era persona en cuyos hábitos pudiera introducirse cosa tan mudable como la oportunidad, —y él, en cambio, con afinación y propiedad notables. Tenía casi tanto de hombre de mundo como el maître, y hablaba casi el mismo número de idiomas; pero se abstenía de alentar la comparación de chaqués y chalecos blancos, analizando la ocasión de manera mucho más fina: en terciopelo negro y terciopelo azul y terciopelo marrón, por ejemplo, en delicadas armonías de la corbata y sutiles lasitudes de la camisa. Tenía una indumentaria para cada función y una lección para cada indumentaria; y sus funciones, indumentarias y lecciones formaban siempre parte de la amenidad de la vida —parte en todo caso de su belleza y su romanticismo— para un inmenso círculo de espectadores. Para sus íntimos esas cosas eran, de hecho, más que una amenidad; eran un tema, un apoy o social y por supuesto además un motivo constante de expectación especulativa. Si su esposa no hubiera estado presente antes de la cena, probablemente habrían sido el centro del cotilleo general. Clare Vawdrey tenía un filón de anécdotas sobre todo el asunto: conocía a lord Mellifont casi desde el primer día. Era una peculiaridad de este noble el que no hubiera conversación sobre él que no tomara al instante la forma de lo anecdótico, y aún otra distinción era que al parecer no hubiera anécdota que en conjunto no redundase en su mayor honra. En cualquier momento en que entrase en un salón se le podía decir con franqueza: « ¡Ya se figurará que estábamos contando historias de usted!» Y para como suelen ser las conciencias en Londres, la conciencia general habría sido buena. Además habría sido imposible imaginarle acogiendo ese tributo con ánimo que no fuese amigable, porque siempre se mostró tan inalterado como el actor que sabe entrar a tiempo. Nunca en su vida había necesitado al apuntador —hasta sus perplejidades estaban ensayadas. Por mi parte, y o siempre que se hablaba de él tenía la sensación de estar hablando de un muerto: la charla llevaba la marca de esa peculiar acumulación de gusto. Su reputación era una especie de dorado obelisco, como si se le hubiera sepultado debajo; el cuerpo de leyendas y reminiscencias del cual estaba destinado a ser objeto había fraguado antes de tiempo. Esta ambigüedad brotaba, supongo, del hecho inexplicado de que el mero sonido de su nombre y aspecto de su persona, la general expectación que suscitaba, tuvieran un tinte tan romántico y tan anormal. La experiencia de su urbanidad se daba siempre después; la prefiguración, la leyenda palidecían entonces frente a la realidad. Yo recuerdo que aquella noche la realidad me pareció suprema. El hombre más apuesto de su tiempo, más guapo que nunca, era, sentado entre nosotros, como un director suave que controlase con armonioso juego de brazos una orquesta todavía un poco tosca. Dirigía la conversación con ademanes tan irresistibles como vagos; se sentía que sin él no habría tenido nada que se pudiera llamar tono. Eso era esencialmente lo que lord Mellifont aportaba a toda ocasión —lo que aportaba sobre todo a la vida pública inglesa. Él la impregnaba, la coloreaba, la embellecía, y sin él habría carecido, hablando en términos relativos, de vocabulario. Desde luego no habría tenido estilo, porque estilo era lo que tenía en la persona de lord Mellifont. Él era un estilo. Nuevamente tuve esa impresión mientras en la salle-á-manger del pequeño hostal suizo nos resignábamos a la inevitable ternera.

Comparada con su gran clase— digamos entre paréntesis que no se la comparaba mucho, —la charla de Clare Vawdrey hacía pensar en la distancia que va del reportero al bardo. Era interesante observar el choque de personalidades, que cada noche hacía esperar tantas cosas. Pero no había colisión: todo quedaba amortiguado y minimizado al tacto de lord Mellifont. Era elemental para él dar con la solución de un problema tal actuando de anfitrión, asumiendo responsabilidades que llevaban aparejado el sacrificio. Cierto era que él jamás había sido el invitado; era el anfitrión, el mecenas, el moderador en todas las mesas. Si había algún defecto en sus modales— y esto lo digo en voz baja, —era el de tener un poco más de arte del que posiblemente pudiera requerir ninguna conjunción, ni aun la más complicada. De cualquier manera, uno se hacía sus reflexiones viendo cómo el cumplido aristócrata manejaba el caso, y cómo el sólido hombre de letras ni sospechaba que el caso —y menos aún él como parte del mismo— estuviera siendo objeto de manejo. Lord Mellifont gastaba tesoros de tacto, y Clare Vawdrey jamás se lo barruntó. No sospechaba Vawdrey tales precauciones ni siquiera cuando Blanche Adney le preguntó si verdaderamente seguía sin ver el tercer acto —interrogación en la que ella introducía una sutileza propia. Se había empeñado en que Vawdrey le tenía que escribir una obra de teatro, cuya protagonista, simplemente con que él hiciera lo que debía, sería el papel que ella anhelaba desde tiempo inmemorial. Tenía cuarenta años— sobre esto no podía haber secreto para quienes desde el principio la habíamos admirado, —y ahora veía al alcance de la mano su meta máxima. La edad daba un tinte de pasión trágica— aunque Blanche fuera una perfecta actriz de comedia —a su deseo de no perderse la gran ocasión. Habían pasado los años, y había seguido echándola de menos; nada de cuanto había hecho era lo soñado, y y a no había más tiempo que perder. Ése era el chancro de la rosa, el dolor oculto tras la sonrisa. La hacía conmovedora —hacía su tristeza más picante que su alegría. Blanche Adney había interpretado el teatro inglés antiguo y el teatro francés moderno, y durante un tiempo había tenido hechizada a su generación; pero la obsesionaba la visión de una oportunidad mayor, de algo más consonante con las condiciones que la rodeaban. Estaba harta de Sheridan y aborrecía a Bowdler; pedía un cañamazo más fino. Lo peor, a mi entender, era que jamás conseguiría sacarle su comedia moderna al gran novelista maduro, que era tan incapaz de hacerla como de enhebrar una aguja. Le mimaba, le hablaba, le cortejaba y así lo proclamaba con franqueza; pero eran ganas de ilusionarse: lo suy o sería Bowdler [1] hasta la muerte. Es difícil despachar en pocas palabras a esta mujer encantadora, que era bella sin belleza y completa con una docena de deficiencias. La perspectiva del escenario la transformaba, y en sociedad era como la modelo bajada del pedestal. Era el cuadro que echa a andar, lo cual, para la ingenua mentalidad social, era una sorpresa perenne —un milagro. Los demás creían que les contaba los secretos de la naturaleza pictórica, a cambio de lo cual le daban reposo y té. Ella no contaba nada y se bebía el té: pero aun así eran los otros los más gananciosos. Era verdad que Vawdrey estaba trabajando en una obra de teatro; pero, si la había empezado por aprecio a Blanche Adney, y o creo que la tenía empantanada por la misma razón.

Sentía secretamente la atroz dificultad, y no quería llegar, por no matar la ilusión, a la fase de las pruebas y las tribulaciones. Aun así no podía haber cosa más agradable que tener semejante cuestión pendiente con Blanche Adney, y a buen seguro que de tanto en tanto introducía algo muy bueno en la obra. Si engañaba a Blanche era sólo porque ella, de pura desesperación, estaba resuelta a dejarse engañar. A su pregunta sobre el tercer acto repuso que antes de cenar había escrito un pasaje espléndido. —¿Cómo antes de cenar? —dije yo—. Pero, cher grand maître, si antes de cenar nos ha tenido a todos suspensos en la terraza. Mis palabras eran una broma, porque creí que lo habían sido las suy as; pero por primera vez, que recordase, vi en su semblante una sombra de confusión. Me miró fijamente, echando atrás la cabeza con ímpetu, casi un poco como el caballo al que se frena en seco. « Es que fue antes» , replicó con sobrada naturalidad. —Antes estuvo usted jugando al billar conmigo —dejó caer lord Mellifont. —Pues habrá sido ay er —dijo Vawdrey. Pero estaba cercado. « Esta mañana me ha dicho que ayer no había hecho nada» , objetó Blanche. —Puede ser que no sepa realmente cuándo hago las cosas. —Miró vagamente, sin servirse, a una fuente que se le acababa de ofrecer. —Basta con que lo sepamos nosotros —sonrió lord Mellifont. —Yo no creo que haya escrito ni una línea —dijo Blanche Adney. —Creo que les podría repetir la escena. —Y Vawdrey se refugió en las haricots verts. —¡Eso, eso! —clamamos dos o tres. —Después de la cena, en el salón, será un gran régal —declaró lord Mellifont. —No estoy seguro, pero lo intentaré —prosiguió Vawdrey. —¡Ah, qué tesoro de hombre! —exclamó la actriz, que estaba practicando lo que para ella eran americanismos y estaba resignada incluso a hacer una comedia americana. —Pero tendrá que ser con esta condición —dijo Vawdrey—: que haga tocar a su marido. —¿Mientras usted lee? ¡Jamás! —Mi vanidad no lo permitiría —dijo Adney.

La dirección de los hermosos ojos de lord Mellifont le distinguió. « Usted tiene que poner la obertura que hay antes de que se alce el telón. Es un momento particularmente delicioso.» —No voy a leer…, voy a recitar simplemente —dijo Vawdrey. —Mejor aún; déjeme que vay a y o por el manuscrito —sugirió Blanche. Vawdrey repuso que no hacía falta el manuscrito; pero una hora después, en el salón, habríamos deseado que lo tuviera. Estábamos expectantes, aún bajo el hechizo del violín de Adney. Su esposa, en primer término, sobre una otomana, era toda impaciencia y perfil, y lord Mellifont, en el sillón —porque el sillón era siempre el de lord Mellifont—, prestaba al agradecido grupito la sensación de hallarse en un congreso de ciencias sociales o un reparto de premios. De improviso, en vez de empezar, nuestro león [2] domado se puso a rugir desafinadamente —no recordaba ni una sola palabra. Lo lamentaba mucho, pero se le resistía por más que hiciera; estaba profundamente avergonzado, pero tenía la memoria en blanco. Avergonzado no parecía en absoluto— en la vida se le había visto a Vawdrey avergonzado; lo único que mostraba era una naturalidad jovial e imperturbable. Nos aseguró que jamás se había imaginado haciendo el ridículo de aquella manera, pero los demás pensamos que no por ello dejaría de figurar el incidente entre sus reminiscencias más humorísticas. Nosotros éramos los humillados, como si nos hubiera gastado una broma premeditada. Era una ocasión, si las hubiera, para el tacto de lord Mellifont, que descendió sobre nosotros como un bálsamo: él nos contó, a su manera artística y encantadora, con su destreza para salvar los momentos de aridez (tenía un débit —en Inglaterra no había nada que se le aproximase— como los actores de la Comédie Française), su propio naufragio en una ocasión trascendental, al ir a pronunciar un discurso ante una multitud imponente, cuando, descubriendo que se le habían olvidado los apuntes, se puso a rebuscar, sobre el terrible podio, blanco de todas las miradas, a rebuscar en vano las notas indispensables por todos los bolsillos inocentes. Pero la moraleja de su historia era más fina que la del fácil fiasco de nuestro otro animador, porque con cuatro gestos leves nos retrató la brillantez de una actuación que había sabido sobreponerse al apuro, que se había resuelto, se nos dejó entrever, en un esfuerzo reconocido en el momento como no exactamente un borrón sobre lo que el público tenía la bondad de denominar su prestigio. —¡Toca algo, anda! —clamó Blanche Adney, dándole unas palmaditas a su marido y recordando cómo en el teatro siempre se ahogan en música los contretemps. Adney se agarró a su violín, y yo le dije a Clare Vawdrey que su error tenía fácil enmienda mandando a buscar el manuscrito. Si me decía dónde estaba, y o lo traería inmediatamente de su habitación. A esto repuso: « Querido amigo, es que me temo que no haya manuscrito.» —¿Quiere decir que no ha escrito nada? —Lo escribiré mañana. —¡Pero nos está usted tomando el pelo! —dije yo absolutamente perplejo. Ante eso pareció que se lo pensaba mejor. « Si hay algo, lo encontrará usted encima de mi mesa.» En aquel momento le hablaba uno de los otros, y lady Mellifont comentó audiblemente, como queriendo corregir con delicadeza nuestra desconsideración, que el señor Adney estaba tocando una cosa muy hermosa. Ya antes había y o observado que parecía muy aficionada a la música; siempre la escuchaba en mudo arrobamiento.

La atención de Vawdrey se desvió, pero no me parecía que sus últimas palabras constituy eran una autorización clara a ir a su cuarto. Además yo quería hablar con Blanche Adney ; quería preguntarle una cosa. Pero hube de aguardar la ocasión, porque su marido nos tuvo un rato en silencio, tras de lo cual la conversación se hizo general. Acostumbrábamos acostarnos temprano, pero aún quedaba un rato de la velada. Antes de que se consumiera encontré la oportunidad de decirle a Blanche que Vawdrey me había dado permiso para poner las manos en su manuscrito. Blanche me conjuró por lo más sagrado a que lo llevara inmediatamente, a que se lo diera a ella; y no cejó en su insistencia cuando le hice ver que era ya muy tarde para que Vawdrey diera comienzo a la lectura: además se había roto el encanto —a los demás no les apetecería. Me aseguró que no era demasiado tarde para que ella empezara; de modo que debía posesionarme de las preciosas páginas sin más dilación. Yo dije que la obedecería al momento, pero antes quería que diese satisfacción a mi justa curiosidad. ¿Qué había pasado antes de la cena, cuando estaba en el monte con lord Mellifont? —¿Cómo sabe usted que ha pasado algo? —Porque se lo vi en la cara cuando volvió. —¡Y pensar que me llaman actriz! —clamó mi amiga. —¿Y qué me llaman a mí? —pregunté. —Ustedes un estudioso de las almas…; eso tan frívolo que se conoce con el nombre de observador. —¡Podría dejar que un observador le escriba una obra! —exclamé. —Lo que usted escribe no le interesa al público; sería gafe. —Pues veo comedias por todas partes —declaré—; esta noche pululan en el aire. —¿En el aire? ¡Muchas gracias! Yo donde las quiero es en los cajones de mi mesa. —¿La cortejó lord Mellifont en el glaciar? —proseguí. Ella me miró sin parpadear —y luego rompió en el graduado éxtasis de su risa. « ¿El infeliz de lord Mellifont? ¡Qué sitio tan divertido! ¡Desde luego sería el más propio para nuestro amor!» . —¿Se cayó a un barranco? —continué. Blanche Adney me volvió a mirar— de una manera tan inequívoca, aunque fugaz —como cuando volvía antes de la cena con las manos llenas de flores. « No sé a dónde se cay ó. Mañana se lo cuento» . —¿Así que fue un descenso? —A lo mejor fue una ascensión —rió—. Una cosa muy rara.

—Razón de más para que me la cuente esta noche. —Tengo que meditar sobre ello; descifrarlo. —Ah, si lo que quiere son enigmas le sugiero otro —dije—. ¿Qué le pasa al Maestro? —¿Al maestro de qué? —De todas las formas del fingimiento. Vawdrey no ha escrito una sola línea. —Vaya usted por sus papeles y lo veremos. —No quisiera descubrirle —dije. —¿Por qué no, si y o descubro a lord Mellifont? —Ah, a cambio de eso haría cualquier cosa —concedí—. Pero ¿por qué iba Vawdrey a decir una falsedad? Es muy curioso. —Es muy curioso —repitió Blanche Adney con aire pensativo y la mirada puesta en lord Mellifont. Luego, volviendo en sí, añadió—: Vay a a mirar en su cuarto. —¿En el de lord Mellifont? Rápidamente se volvió hacia mí. «¡Sería una manera!» —¿De qué? —¡De averiguarlo…, de averiguarlo! —Hablaba alegre y excitada, pero de pronto se refrenó—. Estamos diciendo unas tonterías tremendas. —Estamos mezclando las cosas, pero esa idea me interesa. Consiga usted el permiso de lady Mellifont. —¡Ella ha mirado y a! —dijo Blanche con la más extraña expresión dramática. Después, tras un movimiento de su hermosa mano alzada, como si quisiera desechar una visión fantástica, añadió imperiosamente—: ¡Tráigame esa escena…, tráigame esa escena! —Voy por ella —le respondí—: pero no me diga que no sé escribir una comedia. Blanche me dejó, pero mi misión se vio postergada al acercárseme una señora que venía con un álbum de cumpleaños —desde hacía varias noches pendía sobre nosotros esa amenaza— y me hacía el honor de pedirme un autógrafo. Ya se lo había pedido a los demás, y no habría sido decoroso excluirme. Yo solía recordar mi nombre, pero acordarme de mi fecha de nacimiento me llevaba siempre cierto tiempo, y ni aún así me quedaba muy seguro. Dudé entre dos fechas, no sin decirle a mi peticionaria que estaba dispuesto a firmar en las dos si así podía complacerla. Ella opinó que lo más seguro sería que hubiese nacido una sola vez, y y o a eso contesté, naturalmente, que el día que la conocí había vuelto a nacer. Si menciono esta bobada es porque se entienda que, con el obligado examen de los restantes autógrafos, dedicamos a la transacción unos cuantos minutos. La señora se fue con su álbum, y y o me encontré con que la reunión se había deshecho.

Estaba yo solo en el saloncito que teníamos reservado para nuestro uso. Mi primera impresión fue de desencanto: si Vawdrey se había ido a acostarse no sería cosa de molestarle. Estando en esa duda, sin embargo, juzgué que debía estar aún levantado. Había una ventana abierta, y de fuera me llegaron voces: Blanche estaba en la terraza con su dramaturgo, y hablaban de las estrellas. Me asomé; era una espléndida noche alpina. Mis amigos habían salido juntos; Blanche Adney se había puesto una capa; y o la había visto con aquel mismo aspecto entre bastidores. Guardaron silencio un poco; se oía el bramido de un torrente cercano. Me volví hacia dentro, y la tranquila luz de la lámpara me dio una idea. Nuestros compañeros se habían dispersado —era hora avanzada para un país pastoril—, y estaríamos los tres solos. Clare Vawdrey había escrito su escena, que no podía por menos de ser espléndida; y el que nos la ley era allí y a semejante hora sería una de esas cosas que se recuerdan toda la vida. Pensé bajar el manuscrito y salirles al encuentro con él cuando volvieran. Salí del salón con ese propósito; ya conocía el cuarto de Vawdrey y sabía que estaba en el segundo piso, el último de un largo pasillo. Un minuto después tenía la mano en el pomo de la puerta, que naturalmente empujé sin llamar. Igualmente natural era que en ausencia de su ocupante la habitación estuviera a oscuras; tanto más cuanto que, por no estar iluminado a esas horas el fondo del pasillo, la oscuridad no disminuy ó inmediatamente al abrirse la puerta. En el primer momento sólo fui consciente de que no me había equivocado, y de que, por no estar echadas las cortinas, tenía enfrente un par de vagas aberturas por donde entraba la luz de las estrellas. Su ay uda, sin embargo, no era bastante para encontrar lo que iba buscando, y y a tenía y o la mano, en un bolsillo, sobre la cajita de fósforos que llevaba siempre para los cigarrillos. De pronto la retiré dando un respingo y soltando una exclamación, una disculpa. Había entrado donde no era; una mirada prolongada durante tres segundos me mostró a una figura sentada a una mesa que había junto a una de las ventanas — una figura que y o al pronto había tomado por manta de viaje tirada sobre una silla. Retrocedí sintiéndome intruso; pero a la vez comprendí, en menos tiempo del que me lleva contarlo, primero, que aquel cuarto era el de Vawdrey, y segundo, que sorprendentemente era su propio ocupante el que estaba allí sentado. Refrenándome en el umbral, tuve un momento de confusión, pero sin darme cuenta y a había exclamado: « ¿Es usted, Vawdrey ?» Él ni se volvió ni me contestó, pero mi pregunta recibió una respuesta inmediata y práctica al abrirse una puerta del otro lado del pasillo. De la habitación de enfrente había salido un criado con una vela, y bajo aquella iluminación fugaz reconocí nítidamente al hombre que un instante antes había dejado abajo con toda certeza, conversando con Blanche Adney. Estaba a medias dándome la espalda e inclinado sobre la mesa en actitud de escribir, pero su identidad le emanaba por todos los poros. « Le ruego que me perdone…, creí que estaba abajo» , dije; y como la persona que tenía enfrente no daba muestras de oírme, añadí: « Si está usted ocupado, no le molesto.» Y di marcha atrás, cerrando la puerta —había estado allí, calculo, menos de un minuto. Tenía una sensación de asombro que, sin embargo, se ahondó infinitamente al instante siguiente.

Allí mismo me quedé, sin levantar la mano del pomo de la puerta, sobrecogido por la impresión más extraña de mi vida. Vawdrey estaba sentado a su mesa, y era un sitio muy natural para él; pero ¿por qué estaba escribiendo a oscuras y por qué no me había contestado? Esperé unos segundos por oír algún movimiento, por ver si salía de su abstracción— tales accesos eran imaginables en un gran escritor —y exclamaba: « Ah, hombre, ¿es usted?» Pero no oí más que la quietud, no sentí más que la penumbra estrellada de la habitación, con la presencia inesperada que encerraba. Di media vuelta, volví sobre mis pasos lentamente y bajé confuso las escaleras. En el salón seguía ardiendo la lámpara, pero estaba vacío. Torcí hacia la puerta del hotel y salí. Vacía también estaba la terraza. Al parecer, Blanche Adney y el caballero que estaba con ella se habían recogido. Aguardé unos cinco minutos— y me fui a la cama.

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