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Los amantes del Guggenheim. El oficio de c – Isabel Allende

Un vigilante nocturno encontró a los amantes durmiendo en un nudo de brazos y cabellos, envueltos en la espuma de un arruinado vestido de novia, en una de las salas del Museo Guggenheim en Bilbao. Eran las cinco de la madrugada, tal como sostuvieron primero el vigilante y luego los policías. El detective Aitor Larramendi agregó en su informe que regadas por todo el edificio había señales inconfundibles de una bacanal. Aunque jamás había asistido a una —hecho que secretamente lamentaba— su experiencia en toda suerte de vicios humanos le permitía detectar las huellas sin asomo de duda. La forma en que la atrevida pareja penetró al museo y permaneció allí, nunca quedó clara; los detenidos aseguraron haber pasado la noche adentro, pero los indignados guardias juran hasta hoy que eso es imposible, ya que ellos rondan sin descanso. Además, explicaron, las cámaras de televisión espían hasta el último pensamiento y las alarmas infrarrojas se disparan a la menor provocación. El museo está provisto de ojos mágicos que al parpadear activan una bullaranga de fin de mundo, alertando a la policía, a los bomberos y al director, hombre de constitución nerviosa, agobiado por el peso de la responsabilidad. Ni una cucaracha pasa desapercibida en el Guggenheim, aseguran los expertos en seguridad, mucho menos un par de locos explosivos como aquella pareja. —Yo no vi un alma en toda la noche —dijo la muchacha cuando recuperó el entendimiento en una clínica de rehabilitación, once horas más tarde. Se la habían llevado los paramédicos en una camilla, cubierta como un cadáver, pero todos pudieron vislumbrar las formas de su cuerpo bajo la sábana. Por el suelo arrastraba la cola del vestido de velos y el cabello oscuro de sirena. Entre tanto dos uniformados condujeron al muchacho, desnudo y esposado, a un carro policial. Los testigos quedaron conmovidos y envidiosos. —De vigilantes, nada, hombre. Esos tíos estarían jugando cartas o mirando la televisión. Medio mundo estaba anoche frente a la tele, por el escándalo del Papa, ¿sabe? Ella y yo anduvimos por todas partes persiguiéndonos como conejos, yo tal como mi madre me echó al mundo y ella siempre con su vestido de novia, porque no pude desabrocharle esos botoncitos de pulga —corroboró más tarde el joven, detenido en el cuartel de policía. El detective Larramendi recuperó las flores marchitas del ramo nupcial, que se hallaban desparramadas en los diversos pisos. Las rosas, que fueran blancas en su estado virginal, yacían por los suelos de mármol convertidas en amarillentos moluscos, impregnando el aire del Guggenheim con un olor imposible a tumba de cortesana. El vestido con sus doce metros de gasa translúcida, que nuevo debe haber sido una nube prisionera entre las costuras, estaba reducido a una piltrafa mancillada por las huellas inconfundibles del amor. La falda y la enagua de tres vuelos habían servido de almohada y la cola de reina había barrido un sesenta y seis por ciento de los suelos de mármol, como precisó el detective después de concienzudo examen. Larramendi, bien apodado «el mastín de Bilbao», es un hombre que inspira respeto con su metro cincuenta y cinco de estatura, su esqueleto de lagartija y su enorme bigote de morsa pegado en la cara como una humorada de peluquero. El mismo funcionario encontró jirones de organza, cabellos ensortijados y restos de fluidos corporales. Con su instinto de sabueso pudo percibir el recuerdo de las caricias, los estremecimientos y los susurros de los sospechosos, que flotaban en el aire detenido del museo desde la entrada hasta la última sala del fondo a la derecha, pero no pudo hallar una sola botella vacía, corcho olvidado, colilla de mariguana o aguja de heroína, a pesar de su legendaria capacidad para descubrir rastros de culpabilidad donde no los hay. Larramendi no logró probar, por lo tanto, que los detenidos hubieran violado el reglamento del museo en ese respecto. La muchacha del vestido de novia debió haberse embriagado antes de penetrar al recinto, dedujo magistralmente el detective.


En cuanto al hombre que estaba con ella, al examinarlo sólo encontraron rastros mínimos de mariguana en la orina. Como el reglamento del museo no se refiere específicamente a la fornicación en ninguna de sus variantes, la justicia sólo podía castigar a la pareja por permanecer dentro del edificio después de la hora del cierre, un delito menor, teniendo en cuenta que aparte de ensuciar un poco los pisos, no hicieron daño; al contrario, según testimonio de los empleados, al día siguiente todo resplandecía como bañado de luz solar, aunque afuera seguía lloviendo sin tregua. Había llovido la semana entera. —Por eso entramos, por la lluvia —dijo la muchacha—. A mí la humedad me encrespa mucho el pelo. —¿Por qué ibas vestida de novia? —la interrogó Aitor Larramendi. —Porque no tuve tiempo de cambiarme. —¿Dónde se casaron? —¿Quiénes? —Tú y Pedro Berastegui —masculló el policía, haciendo un tremendo esfuerzo por permanecer calmado. —Y ese ¿quién es? —¡Quién va a ser, mujer! Tu marido o tu novio, en fin, el tipo que estaba contigo en el museo. —¿Se llama Pedro? Bonito nombre. Es un nombre muy viril… ¿no le parece, inspector? —Volvamos al principio. ¿Dónde y cuándo se conocieron? —No me acuerdo. Las copas no me sientan bien a la cabeza, me tomo dos y me pongo como boba. —Eso es evidente. Estabas completamente intoxicada. —De amor… —De amor dices, pero no sabes con quién estabas jodiendo en el museo. —Ni idea. —¿Cómo entraron? —Por la puerta, claro. —O sea, se introdujeron al establecimiento a la hora en que aún estaba abierto al público. —No, ya estaba cerrado, me parece… En su testimonio Pedro Berastegui, el afortunado joven a quien la prensa llamó «el mago del amor», aseguró también que el museo parecía cerrado, pero ellos no tuvieron problema alguno para entrar, empujaron las puertas y estas cedieron blandamente. Adentro reinaba una suave penumbra y la calefacción debía estar encendida, porque en ningún momento tuvieron frío, aseguró. —Es por las obras de arte, debemos mantenerlas a temperatura y humedad constantes —explicó el extenuado director del museo a Larramendi, y agregó que los acusados no podían haber ingresado al edificio como decían, porque a las cinco y cuarto en punto las puertas se trancan a machote con un sistema electrónico. —Entramos sin problemas —repitió Pedro por centésima vez, fiel a su primera versión. —¿Y qué pasó entonces? —inquirió Larramendi. —¿Pretende que le cuente los detalles, inspector? Amarnos toda la noche, eso es lo que hicimos.

—¿Dónde y cuándo conociste a Elena Etxebarría? —¡Conque así se llama! Elena… como Elena de Troya… Aitor Larramendi concluyó que los transgresores no se conocían antes de cometer el delito y debió admitir, a regañadientes, que no hubo premeditación ni alevosía en sus actos. Aquel sábado memorable Elena Etxebarría iba a casarse con su novio de toda la vida, un buen hombre que trabajaba en la modesta panadería de su padre y había sido nada menos que arquero del equipo de fútbol del Colegio San Ignacio de Loyola. Sin embargo, según averiguó el inspector al interrogar astutamente al jesuita que iba a desposarlos, así como a varios testigos presenciales, la boda de Elena Etxebarría y el futbolista nunca se llevó a cabo. Le contaron que la novia entró trastabillando a la iglesia, sostenida apenas por el brazo poderoso de su hermano mayor, con una hora de atraso y sollozando como viuda. Su llanto impedía oír con claridad los acordes de la marcha nupcial en el órgano. Otro indicio de que la novia no estaba en sus cabales fue que antes de llegar al altar se quitó los zapatos, lanzándolos lejos de dos patadas, y la evidencia final de su descontento se produjo cuando de súbito dio media vuelta y salió disparada del templo, dejando al futbolista, al oficiante y al resto de la concurrencia en un palmo de narices. No volvieron a saber de ella hasta el día siguiente, cuando apareció su fotografía en El Correo Español bajo el título de «Los Misteriosos Amantes del Guggenheim». —Repito: ¿dónde se conocieron? —insistió el detective. —En la barra del bar de Iñigo y apenas la vi me llamó la atención —dijo Pedro Berastegui en su testimonio. —¿Por qué? —preguntó el detective Aitor Larramendi. —Por qué, qué. —Por qué te llamó la atención, hombre. —Bueno, no se encuentran a cada rato tías vestidas de novia, llorando y bebiendo como cosacos en un bar. —¿Qué hiciste entonces? —Le hablé. —Sigue. —Ella me lanzó una mirada y me enamoró. Así nomás fue, se lo juro. Tenía el maquillaje hecho una porquería, parecía un payaso, pero esos ojos verdes de faraona se me clavaron en el corazón. Se lo digo, inspector, nunca me había pasado algo así. Sentí un corrientazo brutal, como meter el dedo en un enchufe. —¿Y ella? —Ella puso la cabeza en mi pecho y siguió llorando como una cría. No supe qué hacer. Después de un rato me la llevé al baño y le lavé la cara. Le pregunté por qué lloraba tanto y me dijo que su novio era un cretino sin remedio. Entonces le ofrecí casarme con ella allí mismo.

—Estaban ebrios, claro. —Ella estaba un poquín mareada, pero yo no bebo. Soy abstemio, que le dicen. Me había fumado un pito, pero de alcohol, nada. Al bar fui sólo a cobrarle a Iñigo una apuesta que habíamos hecho por lo del Sumo Pontífice. —¿Qué te contestó ella? —Dijo que bueno, que se casaría conmigo para aprovechar el vestido. Después me besó de lleno en la boca. —¿Y tú? —La besé también, ¿no habría hecho usted lo mismo? No podíamos despegarnos, nos besábamos apurados, desesperados. Fue amor a primera vista, como en el cine. —¿Entonces? —Entonces interrumpió el pesado de Iñigo y nos echó a la calle, dijo que nos fuéramos a un motel, que éramos unos desvergonzados. Todo para no pagarme la apuesta.

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