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Lo que no pude contarte – Adriana Moragues

La ciudad empieza a sonar. Todos los despertadores están en marcha. Soy de ese tipo de personas que ponen dos alarmas para concederse cinco minutos más por las mañanas. Disfruto de esa prórroga del sueño entre la realidad y lo que aún duerme. Voy tomando poco a poco conciencia de mi día. El primer café me lo preparo en casa mientras escucho la radio. Me gusta cuando, entre noticias políticas, culturales y económicas, suena una canción que puedo tararear, la sensación de ser afortunada porque han puesto una canción que me sé. Me dejo llevar y comienzo a seguir el ritmo con las manos, incluso cierro los ojos para disfrutarla mejor. Es sin duda uno de esos momentos del día en que parece que todo se para y me siento a gusto conmigo misma. Apuro el café y cojo el material del trabajo, tratando de no olvidar nada en mi desordenado escritorio. Parece que todas las noches alguien remueva los papeles y justo el que necesito es el que esté en el lugar menos visible. Todos los días me propongo organizarlo, comprar carpetas, poner etiquetas por temas, pero siempre he visto algo de romanticismo en el caos. De camino al trabajo suelo parar en una cafetería regentada por una familia china muy entrañable. Cuando pido el café para llevar, la chica intenta venderme todo el surtido de dulces que tiene, o bien me recuerda que estamos en el Año del Gallo y me asegura que no hace falta que me preocupe del bolsillo porque todos tendremos suerte en los negocios. Le sonrío pensando que ojalá lleve razón. Hay decenas de cafeterías en el barrio y el café de aquí no es especialmente bueno, pero empecé a venir todas las mañanas y ahora me gusta ver cómo me reconocen. Que sepan, sin que yo se lo diga, que quiero un café con leche fría y que sigan ofreciéndome todos los cruasanes que no voy a llevarme hace que me sienta bien. Es como si me esperaran, o tal vez soy yo quien los busca a ellos. En las grandes ciudades uno necesita que gente desconocida le dé los buenos días. De la cafetería al metro hay unos escasos cinco minutos a pie. La ciudad conserva aún la neblina del amanecer y se nota el frío por el vaho que despiden las personas al hablar. A estas horas las estaciones de metro desprenden un olor característico. Son una mezcla de perfume de mujer, desodorante de adolescente y olor a cigarrillos apurados en la entrada. El gentío se amontona, mira el reloj o el móvil con nerviosismo. Sin duda, una de las cosas que más valoro de mi trabajo es poder elegir mi horario, lo que me hace formar parte automáticamente en las escaleras mecánicas del grupo minoritario del metro en hora punta: el de las personas que se colocan a la derecha.


Son las ocho y treinta y cinco de la mañana, una buena hora para empezar a trabajar, y ya he encontrado mi sitio. Soy cantante en la línea 3 del metro. 2 Terminé la carrera de Derecho hace tres años. Después cursé el máster de abogacía. Sin embargo, el día de la imposición de toga, en el preciso momento en que me la colocaron convirtiéndome en licenciada de la promoción de 2013, justo entonces me di cuenta de que no quería ejercer. De niña, mi hermana y yo solíamos jugar a vestirnos con la ropa de mi madre y simular que estábamos en un juicio. Lo llevábamos en la sangre. Recuerdo que cogía el mortero de madera de mi abuela a modo de mazo y me ponía un vestido negro como toga. ¡Era mi vocación! Entonces ¿por qué quise huir al darme cuenta de que aquel juego de niños se convertía en mi profesión? De repente me vi rodeada. Todos vinieron a abrazarme. Mis padres no dejaban de repetirme una y otra vez lo orgullosos que estaban de mí. Oí que mi madre le susurraba al oído a mi hermana: «Ya estamos todos». La frase se me quedó grabada. Parecía predecir que a partir de ese momento mi vida cambiaría. Pero ¿de qué modo? Ignoraba en qué manos iba a estar mi destino, aunque en aquel instante supe que si seguía ese camino estaría en las de cualquiera menos en las mías. A los pocos días del crucial acto fui a casa de mi abuela Remedios. Siempre he pensado que su nombre no es una casualidad, pues tiene soluciones para todo y si no sabe algo se lo inventa solo para calmarme. Y en ese momento la necesitaba. Cuando entré en el comedor mi abuela sonreía más de lo normal. —¿Cómo está mi abogada favorita? —Bien, abuela, no sé… —¿Qué le pasa a mi pequeña Carla? Cuéntaselo a tu abuela —dijo mientras me cogía de la mano. —Nada, no te preocupes, será que me hago mayor. Sabía que no podía engañarla, pero a veces ambas disimulábamos. —Bueno, a ver si esta sorpresa te anima. Sacó una bolsa y me pidió que la abriese. Dentro había una caja envuelta en papel de regalo: un marco de plata con mi foto de la orla.

—Eras la que faltaba en mi estantería. No sabes las ganas que tenía de verte ahí. Los marcos de todos mis primos eran más pequeños. Mi abuela Remedios nunca ha disimulado ante los demás que soy la niña de sus ojos. Hizo un hueco en el centro del estante y colocó allí la fotografía. El brillo de sus ojos contemplando la imagen me hizo pensar en aquella niña que jugaba a ser abogada.

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