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Lo di todo por amarte – Pat Casala

Choco con el hombro contra alguien y de repente el mundo deja de girar. Me ahogo. Apenas soy capaz de exhalar un aliento mientras siento cómo mi estómago se agarrota llenándose de arcadas. Las imágenes me bombardean rebobinando la película de mi vida a un tiempo olvidado, encarcelado en un lugar apartado de la memoria, aplastado por mis ansias de superarlo. Huelo el perfume a cítricos mezclado con su aroma corporal, es ese olor que una vez me llenó de sensaciones, de anhelo, de deseos. Y el mismo que desembocó en el peor episodio de mi vida, uno que me agrietó el corazón convirtiéndolo en un músculo inerte, frío, letal. Aspiro por la nariz cerrando los ojos mientras los recuerdos me bombardean llevándose mi serenidad. No me atrevo a levantar la vista porque no seré capaz de enfrentarme a lo que me muestren mis pupilas ansiosas y deseosas de recrearse en sus ojos color canela, en esa sonrisa colmada de promesas, en esos labios tan deseados y que no han dejado de visitarme en sueños, en las mejillas sonrojadas tras nuestro apasionado encuentro, en su larga y rizada melena pelirroja. —Aiden… Esa voz, ese susurro vibrante, ese tono suave y melódico, esa entonación de mi nombre… Evoco la última vez que escuché ese mismo susurro y empiezo a temblar. Las sienes reproducen el sonido de mi corazón, igual que mis oídos casi sordos. Los pulmones se colapsan llenándome de resuellos, incapaces de procesar el peso que acaba de caer sobre ellos. Me sudan las manos. Y mis ojos se humedecen porque todas esas emociones encerradas en un lugar recóndito de mi alma explosionan para ocupar hasta la última fibra de mi cuerpo. —Aiden… No puedo hacer esto, no puedo quedarme aquí, no puedo enfrentarme a su voz. No puedo. Cierro los ojos, aprieto los puños con fuerza y entonces siento su tacto en el brazo, a través de la camisa. ¿Es su mano la que me produce ese intenso hormigueo en la piel y la calienta propagando llamas a cada rincón de mi cuerpo? Es imposible, no puede ser ella. Si lo es, si ha vuelto a mi vida, si está aquí… La odio. Odio oler su perfume, escuchar su voz, sentir su tacto. Odio cualquier recuerdo de nuestro pasado. Odio sentirme así, a punto de abrir los ojos, a punto de verla, a punto de saber si es ella y odio esa necesidad extrema de descubrirla. —Aiden, mírame, soy yo. Llevo tanto tiempo esperando este momento… Aprieto los párpados con fuerza y doy un paso tras otro para alejarme de allí, cada vez más rápido, con la necesidad de escapar al pasado, a ella, a esa felicidad efímera que se escurrió de mis manos sin llegar a tocarla. Apenas soy consciente de dónde estoy o hacia dónde voy. Solo quiero escapar.


Ya lo hice una vez, lo dejé todo atrás, la abandoné. Me marché porque necesitaba encontrar un nuevo rumbo, descubrir si era capaz de superar cada uno de nuestros momentos y no quiero volver a sentirme tentado de besarla, de tocarla, de convertirla en algo tan mío como antes, a pesar de la distancia entre los dos. No puede regresar así. Ella no puede traerme los recuerdos, las imágenes del tiempo compartido, de esa última noche, de las revelaciones, de las verdades ocultas que salieron a la luz, de la sensación de caer en un profundo abismo del que no sabía cómo salir, de mis deseos frustrados. Escucho sus pasos tras de mí, cómo me llama una y otra vez, cómo intenta que la mire porque ella sabe que una vez mis pupilas se encuentren con las suyas no podré resistir ese magnetismo de siempre, esa necesidad de poseerla que ahora me aplasta la capacidad de respirar con normalidad. Debo aferrarme al odio, a la decisión de no mirarla, a mi intención de olvidarla para siempre. Consigo llegar al ascensor sin sucumbir a esa voz que me atrapa como si fuera una red capaz de apresar mi voluntad. Si las puertas se cierran a tiempo lograré subir hasta mi piso. Lo conseguiré, escaparé de ella, de su influjo, de mis sentimientos, esos que se filtran por las grietas de mi determinación. —Aiden, por favor, no te vayas, quédate… PRIMERA PARTE Lo di todo por amarte Capítulo 1 Aiden Dos años antes Hace tres días que llegué y todavía no me hago a la idea de estar aquí, de haber acabado en una prisión de un país ajeno al mío, encerrado en una celda individual del módulo de ingreso, sin apenas libertad para salir de ella. Este lugar me asfixia, pero estoy dispuesto a todo para sobrevivir porque jamás le permitiré a las circunstancias atentar contra mi intención de mantenerme fuerte. Es lo más importante, no perder nunca esa fortaleza que ha logrado darme alas para salir de la desesperación y empezar a ver la luz para vivir a lo grande, aunque mi único anhelo sea vengar mi desgracia sin pensar en el después. Solo pisar la prisión me cachearon, me tomaron las huellas, me sacaron unas fotos y anotaron mis datos personales en una ficha de forma fría y mecánica, como si no fuera una persona ni tuviera derecho a un poco de humanidad. Mientras pasaba por el proceso mi mente se mantenía alejada y mis sentimientos se amotinaban despertando la ira. Me costó un mundo retenerla dentro y no dejarla salir, mi naturaleza me instaba a contestarles a los funcionarios de la prisión con un tono cortante, pero me contuve. Era mejor seguir sus indicaciones sin mostrarme irascible o podía acabar en aislamiento. Los trescientos euros que llevaba en la cartera se los quedaron explicándome algo que no llegué a dilucidar por culpa de mi desconocimiento total del español. Y me rebelé contra esa decisión lanzando improperios en inglés, sin dejar de dedicarles gestos rudos. Si no llego a tener las manos esposadas les hubiera dado una buena paliza, pero me redujeron entre tres cuando empecé a dar cabezazos y patadas y me quedé un rato con la cara aplastada contra el suelo, hasta que llegó un funcionario que sabía ingles. —No te los roban —explicó en un tono molesto y con un marcado acento español mientras sus compañeros me incorporaban sin dejar de sujetarme en ningún momento—. Te los ingresaremos en una cuenta junto al peculio, un máximo de ochenta euros semanales para tus gastos internos, que tu familia o allegados han de enviar. —¿Quién va a ingresarme el dinero si no tengo a nadie ahí fuera? —le espeté sin perder la beligerancia en mi posición o en mi voz. —Eso no es asunto mío. Tardé un rato en calmarme, pero al final lo conseguí. Aquí dentro, de nada valen los puños con los guardias, mi única manera de subsistir es no dar demasiados problemas.

Odio la oscuridad y estar encerrado en poco espacio, no sé si soportaría con dignidad pasar una temporada a la sombra de una celda de aislamiento. Antes de llevarme a la revisión médica me dieron una tarjeta electrónica para comprar cosas básicas en un lugar llamado economato. La tengo guardada en el bolsillo interior de mi cazadora, oculta de miradas ajenas, junto al mejor recuerdo de mi vida en Irlanda, el que me mantiene cuerdo y alejado de la bebida, dándome fuerzas para seguir adelante. Estos tres días he pasado la entrevista con el asistente social y la visita del psicólogo y del educador. Todo en un inglés demasiado precario para entenderles en la totalidad. Han sido jornadas de aprender a vivir privado de libertad, de encontrar la forma de no dejarme vencer por la rabia y la ansiedad al sentirme encerrado, de recordar cada instante de mi pasado reciente con deseos de regresar a él, de borrar los malos momentos, de recuperar lo perdido. Apenas he salido de la celda y la sensación de encierro se ha ensañado conmigo. Necesito volver a respirar aire puro, ser dueño de mi tiempo, decidir dónde paso las horas. Hace poco más de cinco minutos un funcionario de prisiones uniformado me ha anunciado el traslado a una celda al módulo asignado. Por fin estaré acompañado de otros reclusos, tendré mis horarios de salida al patio y empezaré a vivir como un preso. No me da miedo estar rodeado de delincuentes, esta cárcel es de baja seguridad, pero si fuera más peligrosa tengo los puños y el cuerpo habituados a hablar primero con golpes y me defendería sin dificultad. Sin embargo, odio estar aquí, me asfixia y solo tengo ganas de salir corriendo para volver a ser un hombre libre. Camino por un pasillo largo y agobiante. Es como si las paredes se aplastaran contra mí, como si poco a poco se juntaran para encerrarme entre ellas y dejarme sin respiración. Mis pasos resuenan en el suelo de baldosas desgastadas rumbo a la celda donde compartiré reclusión con personas ajenas a mi vida, privado de ver el sol, de caminar por la calle cuando desee, de decidir mi destino. Llevo una bolsa con los productos básicos de higiene personal que me dieron al entrar: jabón líquido, cepillo, pasta de dientes, cordones, un peine, papel higiénico, un juego de cubiertos de plástico y un vaso del mismo material. También me proporcionaron sábanas y una manta. Y me permitieron llevar conmigo una bolsa con mi ropa y enseres personales. Mi cuerpo y mi mente entran en un estado furibundo que me consume. Abro y cierro los puños compulsivamente, con deseos de asestarle un puñetazo a ese hombre que avanza frente a mí como si nada hubiera cambiado para él y no le molestara mantener esa actitud distante con esta situación, como si fuera normal llevarme a una celda donde las rejas van a aislarme del exterior y voy a tener que acatar órdenes, normas y rutinas impuestas. Siento como si la tensión de este espacio me alcanzara atravesándome como un rayo.

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