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Llamada Perdida – Michael Connelly

Pierce es un investigador de informática molecular volcado en un estudio que podría revolucionar el mundo de la medicina. Su obsesiva dedicación al trabajo ha repercutido en su vida privada, dando al trase con su relación con Nicole. La obsesión de Pierce le arrastra al oscuro mundo del sexo e Internet, un ámbito desconocido para él y que no tardará en convertirse en una terrible pesadilla de consecuencias imprevisibles.


 

La voz del teléfono era un susurro. Tenía un tono ansioso, casi desesperado. Henry Pierce le dijo a la persona que llamaba que se equivocaba de número, pero la voz se hizo más insistente. —¿Dónde está Lilly? —preguntó el hombre. —No lo sé —dijo Pierce—. No la conozco. —Este es su número. Está en el sitio. —No, tiene mal el número, aquí no hay nadie que se llame Lilly. Y no sé nada de ningún sitio. La persona que llamaba colgó sin decir una palabra más. Pierce también colgó, molesto. Acababa de conectar el teléfono nuevo hacía apenas quince minutos y ya había recibido dos llamadas para alguien llamada Lilly. Dejó el teléfono en el suelo y contempló el apartamento casi vacío. Lo único que tenía era el sofá de cuero negro en el que estaba sentado, las seis cajas con ropa en el dormitorio y el teléfono nuevo. Y el número iba a suponer un problema. Nicole se había quedado con todo: los muebles, los libros, los cedés y la casa de Amalfi Drive. No es que se lo hubiera quedado, de hecho había sido él quien se lo había cedido. Era el precio de la culpa por dejar que las cosas se torcieran. El apartamento nuevo era bonito, seguro y de alto standing, en la mejor zona de Santa Monica. Pero iba a echar de menos la casa de Amalfi. Y a la mujer que se había quedado a vivir allí.


Miró el teléfono que estaba sobre la moqueta beis, preguntándose si debería llamar a Nicole para decirle que había dejado el hotel y darle el número del apartamento nuevo. Negó con la cabeza. Ya le había mandado un mail con toda la nueva información. Llamarla equivaldría a romper las reglas que ella había establecido y él había prometido seguir en su última noche juntos. Sonó el teléfono. Pierce se fijó en la pantalla de identificación de llamada. Era otra vez del Casa del Mar. El mismo tipo. Pierce pensó en dejarlo sonar hasta que se conectara el contestador de fábrica, pero al final levantó el auricular y pulsó el botón de hablar. —Mire, señor. No sé cuál es el problema, pero tiene el número equivocado. Aquí no hay nadie que se llame… Colgaron sin decir nada. Pierce se estiró hasta su mochila y sacó la libreta amarilla donde su secretaria había escrito las instrucciones del buzón de voz. Mónica Purl había contratado el servicio telefónico para Pierce, porque él había estado demasiado ocupado en el laboratorio durante toda la semana, preparando la presentación de la semana siguiente. Y porque para eso estaban las secretarias personales. Trató de leer las notas a la luz agonizante del día. El sol acababa de escurrirse tras el Pacífico y él todavía no tenía lámpara en la sala de estar del apartamento. La mayoría de las viviendas de nueva construcción contaban con luces empotradas en el techo. La suya no. A pesar de que los apartamentos acababan de ser remodelados y tenían cocinas y ventanales nuevos, el edificio era antiguo. Y los techos de placas sin cableado interno no podían adecuarse a un coste razonable. Pierce no pensó en ello cuando alquiló el apartamento. El resumen era que necesitaba lámparas. Ley ó por encima las instrucciones del identificador de llamadas y las características de directorio. Mónica le había contratado algo denominado paquete de servicios: identificador de llamadas, directorio de llamadas, llamada en espera, rellamada, llamada esto, llamada lo otro.

La secretaria había anotado en la página que y a había enviado el nuevo número a su grupo de correo electrónico nivel A. La lista estaba compuesta por casi ochenta personas, personas para las que quería estar localizable en cualquier momento, casi todos ellos contactos profesionales o asociados a los cuales también consideraba amigos. Pierce volvió a pulsar el botón de llamada y marcó el número, que Mónica le había anotado, para configurar su programa de buzón de voz y acceder a él. Siguió las instrucciones que le proporcionó una voz electrónica para establecer una contraseña numérica. Se decidió por 21902, el día en que Nicole le había dicho que su relación de tres años había concluido. Decidió no grabar un mensaje personal de bienvenida. Prefería ocultarse tras la voz electrónica incorpórea que anunciaba el número y daba instrucciones a la persona que llamaba para que dejara un mensaje. Era impersonal, pero ¿acaso el mundo en el que vivía no lo era? No tenía tiempo para personalizarlo todo. Cuando hubo terminado de configurar el programa otra voz electrónica le informó de que tenía nueve mensajes. Pierce se sintió sorprendido por la cifra — no habían puesto en servicio su número hasta esa mañana—, pero también esperanzado con la idea de que alguno pudiera ser de Nicole. Tal vez varios. De pronto se imaginó a sí mismo devolviendo todos los muebles que Mónica había encargado por Internet. Se vio cargando las cajas de ropa otra vez a la casa de Amalfi Drive. Pero ninguno de los mensajes era de Nicole. Ninguno era de sus asociados ni tampoco de sus asociados-amigos. Sólo uno estaba destinado a él, un mensaje de bienvenida al servicio de la ya familiar voz electrónica. Los siguientes ocho mensajes eran todos para Lilly, cuyo apellido nunca se mencionaba. La misma mujer para la cual ya había interceptado tres llamadas. Todos los mensajes eran de hombres. Unos pocos dejaban su número de móvil o lo que decían que era una línea directa de la oficina. Algunos mencionaban que habían sacado el número de la red o del sitio, sin ser más específicos. Pierce borró los mensajes después de escucharlos. Luego pasó la hoja de su cuaderno y escribió el nombre de Lilly. Lo subray ó mientras reflexionaba sobre lo ocurrido. Al parecer, Lilly —quienquiera que fuese— había dejado de utilizar ese número.

La compañía telefónica había vuelto a ponerlo en circulación y se lo habían asignado a él. A juzgar por la lista exclusivamente masculina, el número de llamadas procedentes de hoteles y el tono de inquietud y expectativa en las voces que había escuchado, Pierce supuso que Lilly podía ser una prostituta. O una chica de compañía, si es que había alguna diferencia. Sintió un ligero estremecimiento de curiosidad e intriga, como si conociera algún secreto que no debería conocer. La misma sensación que cuando en el trabajo conectaba con las cámaras de seguridad y observaba subrepticiamente lo que sucedía en los pasillos y en las zonas de uso común de la oficina. Se preguntó cuánto tiempo habría estado el teléfono fuera de servicio antes de que se lo asignaran a él. La cantidad de llamadas a la línea en un solo día indicaba que probablemente el número seguía apareciendo en el sitio Web mencionado en algunos de los mensajes, y la gente todavía pensaba que era el teléfono de Lilly. —Se equivoca —dijo en voz alta, aunque rara vez hablaba consigo mismo cuando no estaba mirando a una pantalla de ordenador o metido en un experimento de laboratorio. Pasó la página otra vez y leyó la información que Mónica había escrito para él. La secretaria personal había incluido el número de atención al cliente de la compañía telefónica. Podía llamar para que le cambiaran el número, de hecho sabía que tenía que hacerlo. También sabía que sería un incordio tener que volver a enviar por correo electrónico notificaciones para corregir el número. Algo más lo hizo dudar sobre la idea de cambiar el número. Tenía que admitirlo. Estaba intrigado. ¿Quién era Lilly? ¿Dónde estaba? ¿Por qué había renunciado al número de teléfono y en cambio lo había dejado en el sitio Web? Había un defecto en la lógica, y probablemente era eso lo que le cautivaba. ¿Cómo mantenía el negocio si su sitio Web proporcionaba un número equivocado al cliente? La respuesta era que no lo hacía. No podía. Algo no encajaba y Pierce quería saber qué era y por qué. Era viernes por la noche. Decidió esperar hasta el lunes. Entonces llamaría para cambiar el número. Pierce se levantó del sofá y recorrió la sala de estar vacía hasta el dormitorio, donde las seis cajas que contenían su ropa estaban alineadas contra una de las paredes y había un saco de dormir desenrollado junto a otra. Antes de mudarse al apartamento y necesitarlo, llevaba casi tres años sin usar el saco de dormir, desde un viaje a Yosemite con Nicole. Fue cuando todavía tenía tiempo de hacer cosas, antes de que comenzara la caza, antes de que su vida se tornara monotemática.

Salió a la terraza y miró al azul gélido del océano. Estaba en un piso doce. La vista se extendía desde Venice por el lado sur hasta la cadena de montañas que resbalaban hasta el mar en Malibú, al norte. El sol se había puesto, pero en el cielo permanecía su recuerdo en forma de violentas cuchilladas de naranja y morado. A la altura en la que se hallaba, la brisa marina era fría y tonificante. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y los dedos de su mano izquierda se cerraron en torno a una moneda de diez centavos. Otro recordatorio de en qué se había convertido su vida. Las luces de neón de la noria del muelle de Santa Mónica estaban encendidas y destellaban siguiendo un patrón repetitivo. A Pierce le recordó un día de dos años atrás, cuando la empresa alquiló todo el parque de atracciones del muelle para una fiesta privada en la que se celebraba la aprobación del primer conjunto de patentes de la compañía sobre arquitectura de memoria molecular. Sin boletos, sin colas, sin bajar de una atracción si te lo estabas pasando bien. Él y Nicole se habían quedado en una de las góndolas abiertas de color amarillo de la noria durante al menos media hora. También esa noche hacía frío, y se estrecharon en un abrazo mientras contemplaban la puesta de sol. Pierce ya no podía mirar al muelle o una puesta de sol sin pensar en ella. Al reconocerlo, cay ó en la cuenta de que había alquilado un apartamento con vistas a todas las cosas que le recordaban a Nicole, pero no quiso explorar esa patología subliminal. Puso la moneda de diez centavos en el pulgar y la lanzó al aire. Observó cómo desaparecía en la oscuridad. Abajo había un parque, una franja de verde entre el edificio y la play a. Ya se había fijado en que por la noche entraban vagabundos que extendían sus sacos de dormir bajo los árboles. Quizá alguno de ellos encontraría los diez centavos. Sonó el teléfono. Pierce volvió a la sala de estar y vio la pantallita de cristal líquido brillando en la oscuridad. Levantó el auricular y leyó la pantalla. La llamada procedía del hotel Century Plaza. Se lo pensó durante un par de timbrazos más y contestó sin decir diga. —¿Quiere hablar con Lilly? —preguntó.

Hubo un largo silencio, pero Pierce sabía que había alguien al otro lado de la línea. Oía el ruido de fondo de la televisión. —¿Hola? ¿Es una llamada para Lilly ? Finalmente contestó una voz de hombre. —Sí, ¿está ahí? —No está aquí ahora. ¿Me permite que le pregunte de dónde ha sacado el número? —Del sitio. —¿Qué sitio? El hombre colgó. Pierce se quedó un momento con el auricular pegado a la oreja y después colgó. Estaba caminando por la habitación para devolver el teléfono a su lugar cuando sonó de nuevo. Pierce pulsó el botón de hablar sin mirar la pantalla del identificador de llamada. —Se equivoca —dijo. —Espera, Einstein, ¿eres tú? Pierce sonrió. Esta vez no se equivocaban. Reconoció la voz de Cody Zeller, uno de los miembros de la lista A que habían recibido su nuevo número. Zeller solía llamarlo Einstein, uno de los apodos de la universidad que todavía perduraba. Zeller era en primer lugar un amigo y en segundo lugar un asociado. Como asesor de seguridad informática, había diseñado numerosos sistemas para Pierce a lo largo de los años, a medida que la empresa crecía y se trasladaba a locales cada vez may ores. —Perdona, Cody —dijo Pierce—. Pensaba que eras otra persona. En este número se reciben un montón de llamadas equivocadas. —Número nuevo, casa nueva, ¿significa eso que vuelves a ser soltero y libre? —Supongo que sí. —Tío, ¿qué ha pasado con Nicki? —No lo sé, no quiero hablar de eso. Sabía que hablar del tema con amigos añadiría una nota de permanencia al final de su relación. —Te diré yo lo que ha pasado —dijo Zeller—. Demasiado tiempo en el laboratorio y menos de lo necesario entre las sábanas. Ya te lo avisé, tío.

Zeller rio. Siempre había tenido una especial habilidad para observar una situación y eliminar lo superficial. Y su risa le decía a Pierce que no era excesivamente comprensivo con sus circunstancias. Zeller era soltero y Pierce no le recordaba ninguna relación larga. Ya en la universidad había prometido a Pierce y a otros amigos comunes que nunca practicaría la monogamia. Zeller conocía a la mujer en cuestión. En calidad de experto en seguridad, también se encargaba para Pierce de investigar en la Red los antecedentes de los solicitantes de empleo y los inversores. En esa función, en ocasiones trabajaba cerca de Nicole James, la agente de inteligencia de la compañía. O, mejor dicho, la exagente de inteligencia. —Sí, y a lo sé —dijo Pierce, aunque no quería hablar de eso con Zeller—. Debería haberte escuchado. —Bueno, tal vez esto significa que podrás retirarte y reunirte conmigo en Zuma un día de estos. Zeller vivía en Malibú y practicaba surf todas las mañanas. Hacía casi diez años Pierce era uno de sus asiduos acompañantes cabalgando las olas, pero ni siquiera se había traído la tabla al mudarse de la casa de Amalfi. Había quedado colgada de una de las vigas del garaje. —No sé, Code. Sigo teniendo el proy ecto, y a lo sabes. No creo que mi tiempo libre vaya a cambiar demasiado sólo porque ella… —Eso es verdad, ella sólo era tu novia, no el proyecto. —No quería decir eso, pero no creo que… —¿Y esta noche? Voy a bajar. Seremos los rey es de la ciudad como en los viejos tiempos. Ponte los vaqueros negros, chico. Zeller rio para infundirle ánimos. Pierce no lo hizo. Nunca había habido viejos tiempos como esos. Pierce nunca había sido un jugador.

Lo suyo eran los tejanos azules, no negros. Siempre había preferido pasar la noche en el laboratorio, mirando por un microscopio de efecto túnel antes que buscar sexo en un club con el motor interno alimentado por alcohol. —Creo que voy a pasar, tío. Tengo un montón de cosas que hacer y he de volver al laboratorio esta noche. —Hank, tío, tienes que darle un descanso a las moléculas. Una noche libre. Vamos, sacudir tus moléculas por una vez te aclarará las ideas. Puedes contarme todo lo que pasó entre Nicki y tú, y haré ver que me das lástima. Te lo prometo. Zeller era la única persona del planeta que lo llamaba Hank, un nombre que Pierce detestaba. Sin embargo, era lo bastante listo para saber que decírselo a Zeller sólo provocaría que su amigo lo usara a todas horas. —Llámame la próxima vez, ¿vale? Zeller cedió de mala gana y Pierce le prometió reservar una noche del fin de semana para salir. No hizo promesas acerca del surf. Ambos colgaron y Pierce puso el teléfono en su lugar. Cogió la mochila y se encaminó a la puerta del apartamento. 2 Pierce usó su tarjeta magnética para entrar en el garaje anexo a Amedeo Technologies y estacionó su 540 en el espacio que tenía asignado. La puerta de entrada al edificio se abrió cuando se aproximaba, y el vigilante nocturno le saludó desde la tarima situada tras una puerta con cristal doble. —Gracias, Rudolpho —dijo Pierce al pasar. Colocó la llave electrónica en el ascensor y subió a la tercera planta, donde se hallaban las oficinas administrativas. Allí levantó la mirada hacia la cámara instalada en la esquina y saludó con la cabeza, aunque no creía que Rudolpho lo estuviera mirando. Todo estaba siendo digitalizado y grabado por si en alguna ocasión se necesitaba. En el pasillo de la tercera planta marcó la combinación de la cerradura y entró en su oficina. —Luces —dijo al tiempo que se sentaba a su escritorio. Las luces del techo se encendieron. Pierce puso en marcha el ordenador y tecleó las contraseñas cuando hubo arrancado.

Conectó la línea telefónica para poder comprobar rápidamente sus mensajes de correo electrónico antes de ponerse a trabajar. Eran las ocho de la tarde. Le gustaba trabajar de noche, cuando disponía del laboratorio para él solo. Por razones de seguridad nunca dejaba el ordenador encendido ni conectado a una línea telefónica si no estaba trabajando. Por el mismo motivo no llevaba teléfono móvil, busca ni asistente digital. Y aunque tenía portátil tampoco solía acarrearlo. Pierce era paranoico por naturaleza —a un eslabón de la esquizofrenia en la cadena genética, según Nicole—, pero también era un investigador prudente y pragmático. Sabía que conectar una línea externa a su ordenador o abrir una transmisión celular conllevaba tanto peligro como clavarse una jeringuilla en el brazo o mantener relaciones sexuales con una persona desconocida. Nunca sabes lo que te metes. Para alguna gente, eso probablemente formaba parte de la emoción del sexo. Pero no formaba parte de la excitación de perseguir el universo en una mota de polvo. Aunque tenía varios mensajes, decidió leer sólo tres esa noche. El primero era de Nicole y lo abrió inmediatamente, de nuevo con una nota de esperanza que lo hacía sentir incómodo porque rayaba en lo sensiblero. Pero el mensaje no era lo que estaba buscando. Era breve, preciso y tan profesional que carecía de referencia alguna a su relación infortunada; sólo una última despedida de una exempleada en camino a cosas mejores, tanto laborales como amorosas. Hewlett: Me voy. Está todo en los archivos (por cierto, el asunto Bronson al final se ha filtrado a los medios: El SJMN se llevó la primicia. Nada nuevo, pero tendrías que mirarlo). Gracias por todo y buena suerte, Nic Pierce se quedó un buen rato observando el mensaje. Se fijó en que lo habían enviado a las 16.55, hacía sólo unas horas. No tenía sentido contestar, porque la dirección de correo de Nicole habría sido borrada del sistema a las 17 horas, cuando había entregado su tarjeta magnética. Se había ido, y nada parecía tan definitivo como que lo borraran a uno del sistema. Se preguntó por qué lo había llamado Hewlett. En el pasado ella había usado el nombre como una expresión de cariño.

Un nombre secreto que sólo un amante usaría. Se basaba en sus iniciales, HP, como en Hewlett-Packard, el gigante de la informática que en esos días era uno de los Goliat del David Pierce. Nicole siempre lo decía con una sonrisa en la voz. Sólo ella podía salir bien librada poniendo como mote el nombre de un competidor. Pero ¿qué significaba que lo usara en su mensaje final? ¿Estaba sonriendo dulcemente cuando lo había escrito? ¿Sonriendo con tristeza? ¿Estaba titubeando, cambiando de opinión acerca de él? ¿Había todavía una oportunidad, una esperanza de reconciliación? Pierce nunca había sido capaz de juzgar los motivos de Nicole James. Y esta vez no fue una excepción. Volvió a colocar las manos en el teclado y guardó el mensaje en la carpeta en la que conservaba todos los mails que había recibido de ella en los tres años de relación. La historia de su tiempo juntos —momentos buenos y malos, desde compañeros de trabajo a amantes— podía leerse en los mensajes. Casi mil mensajes de Nicole. Sabía que conservarlos era un acto obsesivo, pero era una cuestión de rutina. También tenía carpetas con mensajes en relación con varios de sus contactos laborales. El archivo de Nicole había empezado así, pero luego habían pasado de ser asociados a compañeros para toda la vida, o al menos eso había creído él. Fue desplazándose por la lista de mensajes de correo de Nicole James, ley endo la línea de asunto del modo en que un hombre miraría las fotos de una antigua novia. Sonrió abiertamente al leer algunos de ellos. Nicole siempre era la maestra del asunto ocurrente o sarcástico. Después —por necesidad, como él sabía— se hizo maestra de la frase cortante y luego de la hiriente. Un asunto captó su atención durante su revisión: « ¿Dónde vives?» . Abrió el mensaje. Había sido enviado cuatro meses antes y era una pista tan buena como cualquier otra para saber lo que había sucedido entre ellos. En su mente el mensaje representaba el inicio del declive, el punto sin retorno. Me preguntaba dónde vives porque no te he visto en Amalfi en las últimas cuatro noches. Obviamente esto no está funcionando, Henry. Tenemos que hablar, pero tú nunca estás en casa. ¿Tengo que ir al laboratorio para que hablemos de nosotros? Sería muy triste. Pierce recordaba que había ido a casa para hablar con ella después de este mensaje, lo cual había resultado en su primera ruptura.

Pasó cuatro días en un hotel, viviendo con lo que llevaba en una maleta, acosándola por teléfono y correo electrónico y enviándole flores antes de que ella le permitiera volver a Amalfi Drive. Lo que siguió fue un esfuerzo genuino por parte de Pierce. Durante al menos una semana volvió a casa a las ocho, antes de que empezara a escabullirse y los turnos en el laboratorio comenzaran otra vez a alargarse hasta la madrugada. Pierce cerró el mensaje y luego la carpeta. Algún día los imprimiría todos para leerlos como una novela. Sabía que sería la historia muy común y poco original de cómo la obsesión de un hombre lo llevó a perder lo que era más importante para él. Si fuera una novela la llamaría Una mota de polvo. Volvió a la bandeja de entrada y leyó el mensaje de su socio Charlie Condon. Era sólo un recordatorio de viernes sobre la presentación programada para la semana siguiente, como si Pierce necesitara que se lo recordaran. El asunto decía: « RE: Proteus» y era la respuesta a un mensaje que Pierce había enviado a Charlie unos días antes. Está todo dispuesto con Dios. Vendrá el miércoles para estar aquí el jueves a las diez en punto. El arpón está afilado y listo. No puedes faltar. CC Pierce no se molestó en contestar. Por descontado que no faltaría a la cita. Había mucho en juego. Mejor dicho, todo estaba en juego. El Dios al que se refería Condon en el mensaje era Maurice Goddard, un inversor neoyorquino del que Charlie esperaba que fuera su « ballena» . Iba a venir a ver una presentación de Proteus antes de tomar su decisión final. Le mostrarían el proyecto con la esperanza de que eso ay udara a cerrar el trato. El lunes siguiente solicitarían la protección de patente para Proteus y empezarían a buscar otros inversores si Goddard no se subía al barco. El último mensaje que ley ó era de Clyde Vernon, el jefe de seguridad de Amedeo. Pierce supuso que adivinaría el contenido antes de abrirlo, y no se equivocaba.

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