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Literatura y ciencia – Aldous Huxley

Un análisis admirable y lúcido de uno de los temas más apasionantes de nuestra época, el conflicto entre el mundo humanista y el mundo científico, y que el novelista C. P. Snow llama el problema de «las dos culturas». Aldous Huxley es quizá el autor contemporáneo que ha probado de modo más evidente —y con su propia obra— la posibilidad de una reconciliación entre la ciencia y la literatura. En estas páginas muestra que la esencia del conflicto puede explicarse como una oposición, declarada o no, entre la experiencia pública y la experiencia privada, apoyando elocuentemente su tesis con numerosos ejemplos de las letras inglesas, italianas y francesas.


 

¿Snow o Leavis? ¿El blando cientificismo de The Two Cultures o el violento, grosero, limitado literaturismo moralista de la Conferencia de Richmond? Si no hubiera otra alternativa, no nos encontraríamos por cierto en muy buena posición. Pero felizmente existen caminos intermedios, existe un encaramiento más realista del problema, que el esgrimido por cualquiera de los dos campeones. Y los dos campeones, permítasenos recordarlo, no son los dos únicos combatientes en esta arena; sencillamente son hoy los más notorios. Este campo ha conocido una larga sucesión de hombres que han luchado por esto o por aquello, y una larga sucesión también de serios partidarios de una componenda, los cuales han tratado ansiosamente de negociar una fructífera paz entre ambas fuerzas antagónicas o, al menos, una simbiosis no demasiado hostil. Recuérdese a T. H. Huxley, quien abogaba por una educación primordialmente científica, atemperada (como Caltech, por ejemplo, y el Instituto de Tecnología de Massachusetts la atemperan ahora) por abundante historia, sociología, literatura inglesa y lenguas extranjeras. Recuérdese a Matthew Arnold, quien defendía una educación primordialmente humanística y específicamente clásica, atemperada por un caudal de ciencia lo suficientemente amplio como para que sus receptores comprendan el mundo singularmente no helénico en que les tocó vivir. Es sumamente probable que Huxley hubiera pensado con Arnold que el hombre, y aun el remoto antecesor del hombre, « el velludo cuadrúpedo provisto de cola y orejas puntiagudas, de costumbres probablemente arbóreas… llevaba oculto en su naturaleza algo destinado a convertirse en necesidad de letras humanas» . Rehusó sin embargo aceptar « la más avanzada conclusión de que nuestro velludo antecesor llevaba también en su naturaleza una necesidad de lengua griega» , y hubiera defendido en cambio la existencia de una necesidad de métodos y resultados científicos. Desde el tiempo de aquella famosa discusión (hace ochenta años de ella) entre el principal representante de los que Huxley llamaba « los Levitas de la cultura» y el principal representante de « lo que el pobre humanista puede a veces considerar sus Nabucodonosores» , mucho se escribió sobre los temas de la ciencia versus el humanismo y de la ciencia y el humanismo. Las más recientes contribuciones a la controversia provienen del profesor Lionel Trilling y el doctor Robert Oppenheimer. En un ensayo admirablemente sensato publicado en el número de junio de 1962 de Commentary, el profesor Trilling recapitula la controversia Leavis-Snow y habla con sutileza y buen sentido sobre las relaciones entre la ciencia, la literatura, la cultura y la Mente. El ensayo del doctor Oppenheimer apareció en el Encounter de octubre de 1962. Es cuerdo pero no particularmente original, porque en un lenguaje algo más vago dice, aproximadamente, lo que Eddington decía en la década del treinta; lo que, en realidad, cualquier físico inteligente que además se interese por las artes, tenga vida privada y sienta que el bienestar público le concierne, difícilmente pueda dejar de decir. Desdichadamente, como las del profesor Trilling, estas reflexiones sobre la ciencia y la cultura son demasiado abstractas y generales como para que resulten muy esclarecedoras. En los párrafos que siguen intentaré tratar este tan debatido tema en términos más concretos que los empleados por Oppenheimer y Trilling, por Leavis, Snow y los iniciadores victorianos de esta gran polémica. ¿Cuál es la función de la literatura, cuál su psicología, cuál la naturaleza del lenguaje literario? Y, ¿en qué se diferencian su función, su psicología y su lenguaje de la función, la psicología y el lenguaje de la ciencia? ¿Cuál ha sido en el pasado la relación entre literatura y ciencia? ¿Cuál es la actual? ¿Cuál podrá ser en el futuro? ¿Qué le convendría hacer desde un punto de vista artístico al hombre de letras del siglo veinte respecto de la ciencia de su siglo? Estas son las preguntas que trataré de responder. 2 Todas nuestras experiencias son estrictamente privadas; pero algunas lo son menos que otras. Son menos privadas en el sentido de que, en condiciones semejantes, la mayor parte de las personas normales tendrán experiencias semejantes y, después de haberlas tenido, es de prever que interpreten el informe hablado o escrito de tales experiencias de modo muy similar.


No puede afirmarse lo mismo de las más privadas de nuestras experiencias. Por ejemplo, es probable que las experiencias visuales, auditivas y olfativas de un grupo de personas que esté mirando cómo se quema una casa, sean semejantes. Semejantes también son las experiencias intelectuales de aquellos miembros del grupo que se esfuercen por pensar lógicamente sobre las causas de este incendio particular y, a la luz de este conocimiento corriente, de la combustión en general. En otras palabras, las impresiones sensoriales y los procesos del pensamiento racional constituyen experiencias cuya primacía no es tan extrema que no sean compartibles. Pero consideremos ahora las experiencias emocionales del público de nuestro incendio. Un miembro del grupo puede sentir excitación sexual, otro placer estético, otro horror y otros, en fin, humana condolencia o inhumano y maligno regocijo. Tales experiencias son radicalmente distintas entre sí. En este sentido son más privadas que las sensoriales y las intelectuales del pensamiento lógico. En el presente contexto, la ciencia puede definirse como una invención para investigar, ordenar y comunicar las más públicas de las experiencias humanas. De modo menos sistemático, la literatura también trata de estas experiencias públicas. Fundamentalmente le conciernen, sin embargo, las experiencias más privadas del hombre y la relación recíproca entre los mundos privados del sentimiento, los individuos autoconscientes y los universos públicos de la « realidad objetiva» , la lógica, las convenciones sociales y la información acumulada comúnmente asequible. 3 El hombre de ciencia observa los informes propios y los ajenos sobre las más públicas experiencias; los conceptualiza en términos de algún lenguaje, sea éste verbal o matemático, común a los miembros de su grupo cultural; ordena estos conceptos en un sistema lógicamente coherente; luego busca « definiciones operativas» de sus conceptos del mundo de la naturaleza e intenta probar, mediante la observación y el experimento, que sus conclusiones lógicas corresponden a ciertos aspectos de los acontecimientos que ocurren « allí fuera» . A su manera, también el hombre de letras es un observador, organizador y comunicador de las más públicas experiencias propias y ajenas, de las más públicas experiencias de los acontecimientos que ocurren en los mundos de la naturaleza, la cultura y el lenguaje. Consideradas de un cierto modo, tales experiencias son el material en bruto de muchas ramas de la ciencia. Son también el material en bruto de gran cantidad de poesías, ensayos, piezas dramáticas y novelas. Pero mientras el hombre de ciencia hace lo posible por ignorar los mundos que le revelan las más privadas experiencias propias y las ajenas, el hombre de letras no se detiene mucho tiempo en lo que resulta meramente público. Para él, la realidad exterior se relaciona constantemente con el mundo interior de la experiencia privada, la lógica compartida se modula para convertirse en sentimiento no compartido, la salvaje individualidad quiebra siempre la cáscara de la costumbre cultural. Además, el modo en que el artista literario trata su material es enteramente distinto del modo en que el mismo material es tratado por el hombre de ciencia. El científico examina una serie de casos particulares, apunta todas las semejanzas y uniformidades, y abstrae de éstas una generalización a cuy a luz (después de cotejarse con los hechos observados) todos los otros casos análogos pueden comprenderse y manejarse. Lo que primordialmente le concierne no es la concreción de algún acontecimiento único, sino las generalizaciones abstraídas, en cuy os términos todos los acontecimientos de una clase dada « cobran sentido» . El encaramiento de la experiencia del artista literario —aun de la experiencia de la especie más pública— es muy distinto. La repetición de experimentos y la abstracción a partir de la experiencia de las generalizaciones utilizables no le incumben. Su método consiste en concentrarse en algún caso individual, en observarlo tan detenidamente, que finalmente pueda verlo con toda nitidez. Todo particular concreto, público o privado, es una ventana abierta a lo universal. El Rey Lear, Hamlet, Macbeth: tres espeluznantes anécdotas sobre seres humanos altamente individualizados en situaciones excepcionales.

Pero a través del registro de acontecimientos únicos y sumamente improbables que ocurren simultáneamente en los mundos de la experiencia privada y la experiencia pública, Shakespeare vio, y milagrosamente hizo posible que nosotros viéramos, una esclarecedora verdad en todo nivel, desde el teatral al cósmico, desde el político al sentimental y el fisiológico, desde el excesivamente familiar y humano al incognoscible y divino. Las ciencias físicas comenzaron a progresar cuando los investigadores apartaron su atención de las cualidades para volcarla en las cantidades; de las apariencias de las cosas percibidas como totalidades, a sus íntimas estructuras; desde los fenómenos que se hacen presentes a la conciencia por medio de los sentidos, a sus componentes invisibles e intangibles, cuya existencia podría inferirse sólo por razonamiento analítico. Las ciencias físicas son « nomotéticas» ; intentan establecer leyes explicativas, y estas leyes resultan sumamente útiles y esclarecedoras cuando tratan de las relaciones entre lo invisible e intangible que se encuentra tras las apariencias. Estas invisibilidades e intangibilidades no pueden describirse, pues no son objeto de la experiencia inmediata; se conocen sólo por inferencias obtenidas a partir de la experiencia inmediata al nivel de la apariencia ordinaria. La literatura no es « nomotética» , sino « ideográfica» ; no le conciernen las regularidades y las leyes explicativas, sino la descripción de las apariencias y las cualidades observables de los objetos percibidos como totalidades, los juicios, las comparaciones y las discriminaciones, los fundamentos y las esencias, y, finalmente, la istigkeit de las cosas, lo Impensado de los pensamientos, la intemporal Mismidad de una infinitud de perpetuas muertes y perpetuos renacimientos. El mundo que incumbe a la literatura es el mundo en que los seres humanos nacen, viven, y finalmente mueren; el mundo en que aman y odian, en que sienten orgullo y humillación, esperanza y desesperación; el mundo de los sufrimientos y las alegrías, de la locura y el sentido común, de la estupidez, la astucia y la sabiduría; el mundo de las presiones sociales y los impulsos individuales, de la razón contra la pasión, de los instintos y las convenciones, de la lengua compartida y el sentimiento y la sensación incompartibles, de las diferencias innatas y las reglas, los papeles, los solemnes o absurdos rituales impuestos por la cultura que prevalece. Todo ser humano es consciente de este mundo vario y sabe (de modo bastante confuso las más de las veces) dónde se ubica en relación con él. Por analogía consigo mismo puede además adivinar dónde se ubican los otros, qué sienten y cómo es probable que se conduzcan. Como individuo particular, el científico habita el mundo plurifacético en el que el resto de la raza de los humanos vive y muere. Pero como químico profesional, digamos, o como físico o fisiólogo, es habitante de un universo radicalmente distinto: no el universo de las apariencias dadas, sino el mundo de las íntimas estructuras inferidas; no el mundo percibido de los acontecimientos únicos y cualidades diversas, sino el mundo de las regularidades cuantificadas. El conocimiento es poder y, por una aparente paradoja, es a través del conocimiento de lo que sucede en el mundo imperceptible de las abstracciones e inferencias, como los científicos y tecnólogos adquirieron el enorme y creciente poder de controlar, dirigir y modificar el mundo de variadas apariencias donde por privilegio y condena viven los seres humanos. Cada ciencia tiene su propio marco de referencia. Los datos de la física se ordenan de una manera, los de la ornitología (ciencia que es todavía mucho más ideográfica que nomotética) de otra muy diferente. Para la Ciencia en su totalidad, la meta última consiste en la creación de un sistema monista en el cual —a nivel simbólico y en términos de los componentes inferidos de las íntimas estructuras invisibles e intangibles— la enorme multiplicidad del mundo se reduzca a algo semejante a la unidad, y la infinita sucesión de acontecimientos únicos de muchas especies diferentes se enlacen y se simplifiquen en un orden racional singular. Que esta meta se alcance alguna vez, queda por verse. Mientras tanto hay ciencias plurales, cada una con su propio sistema de conceptos ordenatorios y sus propios criterios explicativos. El hombre de letras, cuanto más específicamente literario, acepta la distinción de los acontecimientos, la diversidad y pluralidad del mundo, la radical incomprensibilidad de la existencia en bruto e imposible de conceptualizar a su propio nivel, y finalmente, el desafío que la distinción, la pluralidad y el misterio arrojan a su rostro, y, después de haber aceptado todo esto, se empeña en la paradójica tarea de convertir el azar y la informalidad de la existencia individual en obras de arte altamente organizadas y plenas de significación. 4 Hay disponible en toda lengua un vocabulario inmediato para la expresión y comunicación de las más privadas experiencias del individuo. Cualquiera que sea capaz de utilizar el habla puede decir: « Tengo miedo» o « ¡Qué lindo!» , y los que escuchan las palabras tienen, en lo que a la may or parte de los objetivos prácticos se refiere, una idea rudimentaria pero suficiente sobre aquello de que se habla. La mala literatura (mala, esto es, a nivel privado, porque como casiciencia y en relación con las más públicas experiencias del hombre, puede ser muy buena), la mala literatura rara vez supera los qué lindo y los tengo miedo del corriente lenguaje cotidiano. En la buena literatura —buena, vale decir, a nivel privado— las torpes imprecisiones del lenguaje convencional ceden su lugar a formas de expresión más sutiles y penetrantes. La ambición del literato es hablar sobre lo inefable, comunicar en palabras aquello para lo que las palabras no están destinadas. Porque todas las palabras son abstracciones y designan aquellos aspectos de una clase dada de experiencias que se reconocen semejantes. Los elementos de la experiencia únicos, aberrantes y que difieren de lo corriente se ubican fuera del límite del lenguaje común. Pero son precisamente estos elementos de las más privadas experiencias del hombre lo que aspira a comunicar el literato.

La lengua común no se adecua en absoluto a este fin. Por lo tanto, todos los literatos deben inventar o recurrir a cierta especie de lenguaje inusitado que sea capaz de expresar, al menos parcialmente, aquellas experiencias que el vocabulario y la sintaxis del discurso ordinario no pueden transmitir de modo tan evidente. Donner un sens plus pur aux mots de la tribu: [1] esa es la tarea que se le impone a todo escritor serio; porque sólo mediante una inusitada combinación de palabras purificadas pueden nuestras más privadas experiencias recrearse, en cierto modo, a nivel simbólico y, de esa manera, hacerse públicas y comunicables en toda su sutileza y su plurifacética riqueza. Y aun así, aun en el mejor de los casos, ¡cuán imposible es la tarea del escritor! They are the smallest pieces of the mind That pass the narrow organ of the voice; The great remain behind in that vast orb Of the apprehension, and are never born. [2] En el paraíso los santos experimentan una beatitud Che non qustata non s’intende mai [3] . Y lo mismo vale para los éxtasis y los dolores de los seres humanos aquí, en la tierra. Si no se han probado, no pueden nunca comprenderse. A pesar de « all the pens that ever poets held» [4] —sí, y a pesar de todos los microscopios, los ciclotrones y las computadoras de los científicos— el resto es silencio, el resto es siempre silencio. 5 Como medio de expresión literaria, el lenguaje común resulta inadecuado. No resulta menos adecuado como medio de expresión científica. Como el hombre de letras, el científico encuentra necesario « dotar de un sentido más puro a las palabras de la tribu» . Pero la pureza del lenguaje científico no es la misma pureza del lenguaje literario. La meta del científico es decir sólo una cosa a la vez, y decirla sin ambigüedad y con la may or claridad posible. Para lograr esto, simplifica y crea jergas. En otras palabras, utiliza el vocabulario y la sintaxis del discurso común de un modo tal que cada oración puede interpretarse sólo de una manera; y cuando el vocabulario y la sintaxis del lenguaje común son demasiado imprecisos para sus propósitos, inventa un nuevo lenguaje técnico o jerga, con el específico designio de expresar el significado limitado que profesionalmente le concierne. En su mayor estado de pureza, el lenguaje científico deja de ser una cuestión de palabras y se convierte en matemáticas. El literato purifica el lenguaje de la tribu de un modo radicalmente diferente. La meta del científico, lo hemos y a visto, consiste en decir una cosa, y sólo una cosa, a la vez. Decididamente, no es esta la meta del literato. La vida humana se vive simultáneamente en muchos niveles y posee muchos significados. La literatura es una invención para registrar los hechos plurifacéticos y expresar sus varias significaciones. Cuando el literato se empeña en dar a las palabras de su tribu un sentido más puro, lo hace con el propósito expreso de crear una lengua capaz de transmitir, no el significado único de alguna ciencia particular, sino la múltiple significación de la experiencia humana, tanto a su nivel más privado como a su más público nivel. No purifica simplificando y creando jergas, sino profundizando y extendiendo, enriqueciendo con armónicos sugerentes, resonancias de asociaciones y ecos de magia sonora. ¿Qué es una rosa? ¿Qué un narciso? ¿Qué un lirio? A estas preguntas puede darse una serie de respuestas en las altamente purificadas lenguas de la bioquímica, la citología y la genética. « Una forma especial de ácido ribonucleico (llamado mensajero RNA) lleva el mensaje genético desde el gene, que está ubicado en el núcleo de la célula, al citoplasma circundante, donde muchas de las proteínas se sintetizan» .

Y así sucesivamente, en fascinantes e infinitos detalles. Una rosa es una rosa, es RNA, DNA, cadenas polipéptidas de aminoácidos…

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