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Libre eleccion – Begoña Gambin

Es libre quien vive según su elección. Sus ojos seguían esa frase escrita en la pared mientras su cuerpo continuaba andando. Sin casi meditarlo, levantó su brazo izquierdo en cuya muñeca llevaba la pulsera donde tenía incorporado su dispositivo de comunicación y apretó el botón de la cámara de fotos con el dedo índice de su mano derecha. Nada más bajar el brazo, vio por el rabillo del ojo, que llegaba un escuadrón de limpieza e inmediatamente eliminaba la pintura de la pared. No era nada extraño ya que la limpieza era impoluta en toda la ciudad y en cuanto había el más mínimo atisbo de suciedad captada por las miles de cámaras que pululaban por toda la urbe, las personas encargadas de ello acudían raudas a solucionarlo. Atena sintió en su interior algo raro. Volvió a levantar su brazo izquierdo y buscó en el dispositivo la foto que acababa de realizar. Es libre quien vive según su elección, releyó. No entendía por qué le habían trastornado esas palabras. En el año 2.150 ya no se hablaba de la búsqueda de la libertad porque esta existía en todo el planeta. Atena había estudiado en sus clases de historia que hasta hacía relativamente pocos años atrás, en nombre de la libertad, la gente se sublevaba y luchaba. Según su profesor, había personas que vivían en las calles, sin casas donde guarecerse, había delincuencia, pobreza y cárceles dónde encerraban a la gente que cometía algún delito. El mundo no era feliz. Atena pensaba que había tenido mucha suerte por vivir en esta época. Toda la población de la Tierra vivía ahora en el hemisferio norte constituyendo un solo país, Gaia, cuya capital se encontraba en la antigua isla de Gran Bretaña. Toda la isla era Metrópolis, el centro neurálgico de la nueva nación. Gracias al desarrollo de las tecnologías el planeta se había dividido en dos zonas climáticas para compensar la atmósfera. El tiempo era controlado por un sofisticado programa de ordenador y en la parte norte se vivía una perpetua primavera/verano/otoño con temperaturas de climas cálidos y la parte sur permanecía en una helada y casi permanente tormenta. Nadie, salvo la propia flora y fauna, vivía allí. Esto no quería decir que no se tuviese cuidado del medio ambiente, sino todo lo contrario. Era una época de máxima concienciación debido a los desmanes cometidos en el pasado. Una de las metas propuestas con más afán para desarrollar por el gobierno era la creación, gracias a la tecnología, de soluciones viables capaces de conseguir efectos directos e indirectos que controlasen un perfecto medio ambiente. La utopía se había convertido en realidad y en Gaia todo el mundo era feliz. Todo funcionaba en un perfecto orden obteniendo cada cual lo que pretendía.


Atena continuó con su paseo por la Gran Avenida de la Unión hasta el edificio donde trabajaba su madre. Pasó su dispositivo por el escáner de la puerta para tener acceso a su interior. Se introdujo en su amplio y níveo vestíbulo atravesándolo hasta la zona de ascensores. Sus pasos retumbaban en las cristalinas plaquetas del suelo oyéndose con claridad. El vestíbulo del edificio gubernamental destinado a las Relaciones Continentales se encontraba vacío. Como era normal en todos los edificios de oficinas, los únicos que ocupaban el espacio físico eran los ordenadores dentro de cada sala organizativa. Los trabajadores se ocupaban de sus tareas desde casa y solo acudían a la oficina en ocasiones para solucionar algún problema en concreto. Todo se organizaba a través de la red de ordenadores. La joven se introdujo en uno de los ascensores, pulsó el botón del piso dieciocho y se giró para observar la ciudad a través de los amplios cristales del ascensor. Hacía una mañana preciosa, como siempre. El sol se reflejaba en el aluminio y en los cristales de algunos de los rascacielos que se podían divisar desde el edificio en el que se encontraba. La Gran Avenida de la Unión cruzaba la ciudad de un extremo a otro, a lo largo de kilómetros y kilómetros, de norte a sur, desde una costa hasta la otra y era la columna vertebral desde la que salían todas las ramificaciones del gran jardín que constituía la capital de Gaia. Desde allí arriba había una vista espectacular del entramado de largas arboledas, amplias veredas, bosquecillos, estanques, ríos y demás zonas verdes que se entremezclaban con las viviendas unifamiliares que componía toda Metrópolis. La gran capital estaba dividida en sectores. Atena se encontraba en el sector 1 donde se hallaban los edificios gubernamentales más importantes y la sede central de TEFUCO (Technology and Future Corporation). En cada sector vivía la gente que desarrollaba su trabajo en él y compartían todas las infraestructuras necesarias para hacer sus vidas agradables. Eran pequeñas ciudades cuyo fin era la autosostenibilidad y el ahorro energético. Todos los individuos solían ir andando a todos lados, concienciados del cuidado medioambiental, aunque todas las familias disponían de autos eléctricos. También era muy utilizada la red subterránea del metro para ir de un sector a otro. El ascensor se paró en la planta del departamento donde trabajaba su madre. Se abrieron las puertas y Atena salió dirigiéndose hacia la puerta tras la cual debía encontrarse. En cuanto entró, pudo distinguirla enseguida junto a dos mujeres más mirando una pantalla de ordenador de entre la docena de pantallas que estaban distribuidas por esa sala y que pertenecían a sendos ordenadores. Las tres mujeres oyeron el ruido de la puerta al abrirse y levantaron la cabeza mirando en dirección hacia Atena. Cuando vieron quién entraba en la sala, una amplia sonrisa se dibujó en la cara de dos de las tres mujeres. —¡Atena! ¡Cuánto tiempo! —exclamó Janette, compañera de trabajo de su madre desde hacía varios años.

Era una mujer bajita, muy menudita, con rostro con rasgos pequeñitos pero simpáticos. A Atena siempre le había caído muy bien. Todo lo contrario de la otra compañera de su madre que completaba el trío. Era una mujer de cuerpo alto y excesivamente delgado y con un rostro enjuto que proclamaba a los cuatro vientos la sequedad de su carácter. —Hola, Janette. ¿Qué tal, señora Hopkins? —dijo dirigiendo sus pasos hacia ellas.

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