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Libre de Promesas (Blackish Masters 2) – Nisha Scail

—Buenas noches, ¿en qué puedo ayudarte? Sophie sostuvo la mirada del hombre que se movía detrás del mostrador de la recepción del exclusivo y discreto club de BDSM de Chelsea, se lamió los labios y se inclinó hacia delante. —Estoy buscando a Alexander Brooks —le informó—. ¿Podrías decirme dónde puedo encontrarle? El recepcionista frunció el ceño y la miró entre intrigado y suspicaz al escuchar el nombre real del propietario del Blackish. No era alguien que pasase precisamente desapercibido con ese pelo blanco peinado de punta, unos profundos ojos azules e inquietantes y unos bíceps que parecían un par de troncos. Tenía los dedos largos, como los de un pianista y no pudo evitar preguntarse si sería capaz de tocar el cuerpo de una mujer con la misma destreza. Todo él exudaba masculinidad y una seguridad que solo poseían los dominantes. El hecho de que vistiese una camiseta negra con el logotipo del club no hacía más que afianzar su suposición. —El Amo Horus ya está dentro. —Hizo hincapié en la palabra «amo» sin quitarle la mirada de encima. Horus era el primer nombre de Alexander, si bien nunca había dejado que lo llamase por él—. Llegas por los pelos, estamos a punto de cerrar las puertas. ¿Cuál es tu nombre? Observó al tipo que se inclinó sobre el ordenador. —Sophie Joyce. Pareció introducir el nombre en el programa y, al no encontrarlo, levantó la mirada con suspicacia. —¿Tienes membresía en el club? No. De hecho, ese era el principal motivo por el que estaba allí, mirándole, y no había atravesado las puertas que había detrás para buscarle por sí misma. Sin embargo, esa no sería una respuesta adecuada, no frente a ese Dom. —No, señor —respondió con suave educación. Él enarcó una ceja, sin duda curioso ante su presencia y su abierta asunción de su lugar como sumisa. —Este es un club privado, princesa —le informó con tono firme aunque igual de amable que había utilizado hasta el momento—. No puedo dejarte entrar sino estás en la lista. Dejó que sus labios se curvaran en una lenta sonrisa que sabía llamaría su atención. —No le he pedido que me dejase entrar, señor —le recordó dulcemente —. Mi única intención es tener unas palabras con Alexander. Su respuesta le arrancó una inesperada carcajada.


Sus ojos brillaron de diversión y sus labios se estiraron. —Tienes una manera única de insultar a un dominante con esa dulce y educada voz —aseguró risueño—. Deberías tener cuidado de a quién diriges tus respuestas. Bajó los ojos lentamente. —Lo siento, señor —replicó sumisa—. Me he limitado a constatar un hecho. Él sacudió la cabeza, la miró de soslayo y se frotó la barbilla. —De acuerdo, Sophie, has despertado mi curiosidad —le dijo dando un golpecito al mostrador—. Quédate aquí. Iré a ver si Horus está libre para tener unas palabras contigo. Asintió y contuvo la excitación que aceleró su corazón. —Gracias… —preguntó sutilmente su nombre. —Amo Lucien, cariño —le guiñó un ojo. —Gracias, Amo Lucien. Él inclinó la cabeza, se giró y se acercó a la puerta, la abrió y asomó la cabeza unos momentos. —Oye. Rick. Necesito que te quedes en la recepción un par de minutos. Tengo que localizar al jefe. Una voz juvenil respondió al momento. —Sí, señor. Al momento un joven de aproximadamente su edad atravesó la puerta vistiendo unos pantalones de cuero rotos, y una camiseta de red bajo la que podían verse los piercings que tenía en ambos pezones. Su pelo negro estaba peinado de punta y llevaba los labios negros, al igual que la sombra de ojos. Le dedicó una mirada entre curiosa y apreciativa y ocupó su lugar tras el mostrador. —Hola —la saludó.

—Hola —respondió a su vez. —No te había visto antes por aquí —continuó echándole un buen vistazo de arriba abajo. —Estoy segura de ello —asintió manteniendo sus respuestas cortas por temor a que su voz vacilase. Estaba muy nerviosa y sabía que eso la llevaría a tartamudear. La respuesta pareció sorprenderle pero acabó por reírse. —De acuerdo, sé cuando hablo de más —aceptó risueño, se echó hacia atrás y se sentó en el taburete sin insistir en la conversación. Suspiró interiormente. Sabía que le había dado la impresión de borde, pero necesitaba de todas sus fuerzas para seguir adelante con esa visita. No has pasado por todo esto para rendirte ahora, Sophie. Coraje. Se lamió los labios con nerviosismo y se entretuvo mirando a su alrededor, sus ojos cayeron sobre un tablón de anuncios y se aproximó a leer el contenido. Apenas había tomado nota de algunas cosas cuando la puerta volvió a abrirse y escuchó una conocida voz junto a la del Amo Lucien. —…rizos de color negro, ojos verde esmeralda y unos labios de lo más besables. —Escuchó el resumen del recepcionista—. Llegó preguntando por ti. Se giró de inmediato hacia la puerta para ver a ambos hombres, aunque sus ojos se detuvieron sobre el más alto. —Sophie. —La sorpresa bailó unos instantes en los ojos azul oscuro antes de desaparecer y adquirir un brillo de especulación—. ¿Qué haces aquí? Las palabras se hundieron en su estómago como si fuesen de plomo. ¿Eso era todo lo que tenía que decirle después de cuatro años sin verse? Alzó la barbilla y se obligó a respirar profundamente para lograr que las siguientes palabras no temblasen en sus labios. —Vengo a pedirte algo —respondió encontrando su mirada y sosteniéndola, algo que siempre le había resultado difícil. Esos ojos parecían poder ver a través de ella. Él enarcó una ceja, abandonó el umbral y caminó hacia ella. —¿De qué se trata? Se lamió los labios una última vez y respondió directa. —Quiero que me acojas bajo tu tutela en el Blackish.

CAPÍTULO 1 —No puedes decirme que no, así, sin más. Una frase demasiado contundente para una mujer tan menuda, pensó Horus recorriéndola con la mirada. Sentada frente a su escritorio parecía una pequeña hada vestida de forma escandalosa, lo suficiente escandalosa para que encajase con el ambiente de esa noche en el club. Pero ella no iba a entrar, no había luchado consigo mismo tanto tiempo para echarlo ahora todo a perder. Contempló disimuladamente su curvilínea figura, el negro pelo rizado cayéndole sobre los hombros y esos bonitos ojos verdes brillando de irritación. Tenía las mejillas sonrojadas, sus labios se movían con rítmico erotismo provocándole unas irrefrenables ganas de mordisquearlos. ¿Había tenido que pasar cuatro años sin verla para encontrarla jodidamente deseable? Estaba enfermo. Debía haber recibido más golpes en el ring de los que pensaba y alguno de ellos había impactado directamente en su cabeza. —Acabo de hacerlo, querida —replicó a su vez, cruzando las manos con gesto aburrido sobre el estómago—. No voy a tutelarte en el Blackish y tampoco voy a darte una membresía. La manera en que apretó los labios formando un pequeño mohín irritado lo conocía demasiado bien. Conocía cada una de sus tretas, cada una de las expresiones de esa pequeña y díscola hembra; la misma con la que había compartido seis años de su vida. Una actuación demasiado larga, una promesa hecha a su mejor amigo y que trajo consigo un tiempo más allá de la simple complicación. Sophie Joyce había sido su esposa. Casarse con ella fue su forma de mantenerla a salvo, de cumplir con la promesa hecha a Robert, su hermano, y alejarla de las garras del hijo de puta que se tiraba a su madre. «Ella no moverá un dedo, ni siquiera es capaz de permanecer sobria, Alex, ¿qué le pasará cuando yo no esté? ¿A quién crees que le darán la custodia esos hijos de puta? La justicia, a menudo, se olvida de los más débiles». La justicia era una auténtica hija de puta, había dejado de confiar en ella cuando tenía trece años y fue internado en un reformatorio a petición de sus propios padres. «Es un chico difícil, violento, temo que cualquier día se vuelva contra nosotros y se produzca una desgracia». Sí, tanto su vida como la de Sophie no habían sido precisamente un camino de rosas, sus respectivos progenitores eran los únicos culpables de que sus destinos se hubiesen cruzado y ella hubiese terminado a su cuidado. —No puedes hacerlo —insistió ella modulando cada palabra, concentrándose en no tartamudear—. No puedes decidir por mí. Hace tiempo que perdiste ese derecho. Enarcó una ceja y suspiró. —Empiezo a preguntarme si lo tuve alguna vez —replicó con palpable sarcasmo—. Lo que sí puedo asegurarte es que mi respuesta a tu pregunta sigue siendo la misma: No.

No la quería allí. Bajo ningún concepto iba a dejar que esa mujer se pasease con menos ropa de la que llevaba puesta por las entrañas del club. Los ojos verdes brillaron con una punzada de dolor ante sus palabras, pero pronto ocupó sus pupilas la irritación que emanaba de cada poro de su cuerpo. —Ya no te-tengo dieciséis años. —La leve vacilación en su voz le indicó que estaba empezando a perder el temple y el tartamudeo que tanto odiaba volvería a entrar en escena. Sabía lo que eso significaba para ella, lo vulnerable que se sentía en esos momentos y, en circunstancias normales, habría hecho lo que fuese para tranquilizarla, pero ahora solo deseaba sacarla de su oficina y que no volviese a poner un pie allí. —Gracias a Dios —admitió con una mordaz carcajada—. Con sufrir una vez tu adolescencia, fue más que suficiente. Preferiría que me moliesen a golpes antes que tener que lidiar de nuevo con una mocosa hormonal. Cruzó los brazos sobre unos encantadores y llenos pechos. Sí, ya no quedaba nada de la adolescente que había estado a su cuidado, a la que había querido, quien despertaba el deseo en sus venas y a la que se había prohibido tocar. —¿Sigues siendo virgen? —Dejó caer la pregunta con gesto aburrido. Estaba decidido a herirla con sus palabras si con eso conseguía su objetivo; disuadirla—. Si estás buscando la manera de ponerle remedio… estás en el lugar equivocado. Su rostro enrojeció todavía más, esos ojos esmeraldas se entrecerraron hasta formar dos pequeñas rendijas. —No-o, des-desde que nos separamos me he ti-ti-tirado a todo tío que encontré por el camino, algo que ha siii-sido de lo más sa-saaa-satisfactorio —tartamudeó visiblemente afectada por sus palabras—. Tú no me quiquisiste. Por su-suerte el mundo está lleno de hombres menos… seee- selectivos que tú. Se obligó a morderse una réplica. No tienes la menor idea de nada, Kitty. Sí, se había casado con ella pero no la había tocado en los seis años que habían estado juntos. Su única intención al contraer matrimonio era evitar que quedase desprotegida. Robert se había encargado de obtener la custodia de su hermana pequeña después de que su madre dejase claro que no estaba preparada para cuidar de una cría. Y había sido con su bendición y permiso que la entonces menor, había terminado bajo su tutela por medio del matrimonio. «¿Qué será de ella si a mí me pasa algo? No la dejaré en manos de una hija de puta borracha y drogadicta que no ha sido capaz de evitar que a su hijo lo moliesen a palos y a su hija casi la violase uno de sus amantes».

Se estremeció interiormente al recordar aquellas duras palabras, el sentimiento de ira que había despertado en su fuero interno ante la indefensión de una niña y lo que podía pasarle si Robert no estuviese allí para protegerla. Debería haber sido una conversación condicional, un «y si…» totalmente lejano, pero Robert Joyce había hablado con conocimiento de causa, sabiendo lo que ocurría en su cabeza y que si seguía luchando, su vida estaría en peligro. Se habían conocido en las calles, Rob había evitado que terminase con la garganta abierta solo para llevarle a conocer al Reverendo John. El padre era un hombre de color robusto que creía que incluso los más idiotas se merecían una segunda oportunidad. Su necesidad de ayudar al prójimo lo había llevado a crear un lugar en el que los jóvenes con problemas de ira, actitud o que vivían en la calle podían aprender a controlarse y al mismo tiempo hacer deporte. El peculiar reverendo fue el único capaz de llegar a él después de que lo internasen en ese lugar. El hombre le escuchó sin juzgar y le dio la oportunidad de descargar su ira contra el mundo ofreciéndole un deporte que le aportó la disciplina y el control que a menudo le faltaba. Él fue también el único que tuvo el valor de decirle que no estaba preparado para tomar sobre sus hombros una responsabilidad tan grande como Sophie, pero fiel a su rebeldía y a la palabra dada, no le escuchó. ¿Cómo hacerlo cuando le debía a Robert su propia vida? Se sacudió los recuerdos y miró de nuevo a la mujer que tenía frente a él, la misma con la que se había casado a los veintisiete —teniendo ella solo dieciséis—, para separarse seis años después sin haberle tocado ni un pelo. ¿Acostarse con ella? Había sido impensable hacerlo, no con una niña y, cuando dejó de serlo, él ya se había internado en un mundo que no deseaba para ella

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