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Leonor (Las feas también los enamoran 4) – Elizabeth Urian

—¡COMIDA! Por undécima vez desde que habían salido a pasear por los jardines de Stanbury Manor, Georgette, el guacamayo de Jonathan, elevó su estridente voz para hacerse oír por Leonor; como si acaso fuera posible ignorarlo. Con sus casi dos libras y medio aposentadas en su hombro derecho, el vistoso y extravagante pajarraco azul parecía considerar que se estaban desatendiendo sus necesidades más básicas. —Como vuelva a oírla de nuevo, me veré obligada a tomar medidas drásticas. La duquesa viuda miró al animal, que en ese preciso instante la ignoraba con total deliberación. —¿Cómo cuáles? —no pudo evitar preguntar Leonor. De hecho, era quizás la única, a excepción de su dueño, a la que no le molestaban las constantes exigencias del pájaro ni sus salidas de tono. —No estoy muy segura, pero con lo que ingiere tiene suficiente carne en su cuerpo como para dar gusto a un buen estofado. El comentario, tal y como pretendía, fue acogido con todo tipo de aspavientos por el animal alado. —¡CRIMINALES! ¡BELLACOS! —Todo su cuerpo se erizó y batió las alas para volar lejos de la duquesa, aunque sin perder de vista a las dos mujeres. Margaret, la duquesa viuda, rio en voz alta, complacida. Leonor se limitó a esbozar una sonrisa contenida. —Te digo que Jonathan la mima demasiado. Leonor se encogió ante la clara mención del hombre, propietario del animal. No quería pensar en él; no más de lo necesario. Quería olvidar esos ojos verdes en particular, el pelo ondulado en mechones no demasiado largos y sus ademanes alegres y cautivadores. Quizás si olvidaba que lo había conocido, su vida seguiría tan plácida y ausente de complicaciones como los últimos tres años al servicio de la duquesa viuda en calidad de respetable dama de compañía. El pasado más lejano, mejor olvidarlo también. —Le dan demasiada importancia. Al fin y al cabo, es lo que Georgette más ansía. —Aparte de la comida, querrás decir —replicó Margaret con matizada ironía. Lo cierto era que el animal no la fastidiaba tanto como deseaba aparentar; solo lo justo e indispensable para tener de qué hablar. Leonor asintió, dándole la razón a su empleadora. Aunque el animal no le molestaba, opinaba que esta —porque según su dueño se trataba de una hembra— era demasiado inteligente para su propio bien y el de las personas que la rodeaban. La mayoría del tiempo parecía que les entendía y eso era tan absurdo como antinatural. —Creo que en el fondo le cae usted bien.


—Leonor siguió hablando del guacamayo —. Simplemente que su actitud se debe a un intento por llamar la atención. —No sé si quiero caerle bien. Lo único que sé con seguridad es que su estancia en esta casa se está alargando demasiado. Un mes con ella en la casa es exagerado. Al menos sin Jonathan. No sé en qué pensaba al aceptar dejarla contigo. Una creería que estaba feliz de alejarse por fin de ella. Pero ambas mujeres sabían que esa afirmación no era cierta. Georgette le acompañaba allí donde fuera. Quienes invitaban al caballero en cuestión debían aceptar esa particular excentricidad o se quedaban sin su apreciada presencia. Y lo cierto es que Leonor todavía se preguntaba por qué Jonathan había consentido ese caprichoso comportamiento al animal, que se había empeñado en aferrarse a ella como si la sola idea de marcharse a Londres en compañía de Isobel la enfermara. Isobel. Un nombre que había aplastado unas nacientes ilusiones. La mujer que Jonathan amaba. Una preciosa y elegante morena que se lo había llevado de su lado. «¿Pero lo tuviste alguna vez?». Una triste y desesperante cuestión. Leonor consideraba que, a cierta edad, una mujer que supiera conocerse, valorar las cualidades y defectos que la caracterizan y aceptar con entereza aquello que no puede cambiarse, era muy afortunada. Así la vida no tendría demasiadas oportunidades de golpearla y las sorpresas no serían tan desagradables. Ella, a la nada desdeñable edad de veintisiete años, podía alardear de eso mismo. Tenía muchas virtudes, pero su defecto más evidente era, cómo no, su aspecto. Para decirlo simple y llanamente: era fea. Así, tal cual. A temprana edad ya había asumido que un pelo abundante, sedoso y dorado junto con una figura proporcionada, no servía de nada si el rostro desmerecía el resto del conjunto.

Como también sabía que, si en ese periodo de vida tan importante ningún hombre había mostrado el más mínimo interés por ella, las probabilidades disminuían con rapidez conforme pasaba el tiempo. La boda del duque de Dunham, nieto de la duquesa viuda, y Edith Bells un mes antes, no le dio más esperanzas en ese sentido. Una mujer inteligente debía ser capaz de asumir que, si bien era un hecho destacable la unión entre un par de la nobleza con buena apostura y una mujer muy parecida a ella misma en apariencia, era un suceso atípico y poco probable. Las ilusiones en ese aspecto solo servían para mantener la esperanza; una esperanza que tendía a desaparecer y arrastraba al desencanto. Y ahí había cometido Leonor su primer error. O quizás el segundo. Se había dejado arrastrar por las emociones que conllevaba una boda mientras su patrona se vanagloriaba ante quien quisiera escucharla que ella había sido la artífice del ardid para acercar a ese par de testarudos enamorados, que hasta hacía bien poco solo conseguían lanzarse palabras hirientes. Por supuesto, no olvidaba mencionar que para lograr tal cometido había sido necesaria la inestimable ayuda de Leonor y el eterno amigo del duque, Jonathan Wells. Sin embargo, ese día tan feliz, Leonor no lo había sido tanto como pretendía dar a entender. Sus pensamientos habían estado lejos de ser todo lo serenos que ella quisiera mientras no dejaba de rememorar esos meses antes del compromiso de los duques de Dunham. Tiempo en el que Leonor había tenido la oportunidad de conocer en más profundidad a Jonathan Wells… y quizás prendarse un poco. Tiempo en que esos ojos verdes la habían fascinado y hecho creer que podía ser como Edith, aunque la realidad había llegado demasiado deprisa y con ella la decepción. «La he querido desde que la conocí. Más de diez años codiciando su amor y me duele que no acepte…». Ahí había empezado todo. Lo había escuchado sin querer y se alegraba. Con esa frase, que hablaba de otra mujer, el sueño incipiente de Leonor se había esfumado de un plumazo. Leonor no había sabido que Jonathan amaba a otra, así que cuando se enteró, no tuvo más remedio que retraerse. No supo hacer nada más. Que el amigo del duque no se hubiera movido de Stanbury Manor ni en los meses del ardid ni en los previos al enlace había dificultado su labor de evitarle. No era demasiado difícil dar con ella teniendo en cuenta que su sitio siempre estaba al lado de la duquesa viuda procurando compañía. En honor a la verdad había que admitir que Jonathan se había esforzado. Se había mostrado divertido y encantador intentando que ella mostrara sus cartas, pero Leonor temía haber sido solo una distracción pasajera; aquellas a las que el duque se refería como una de las tantas cosas que acababan por hastiar a Jonathan. Por eso se había vuelto más reservada ante él. Y el día de la boda había cometido el segundo error.

Se había dejado abordar por Jonathan mientras ella fingía que nada de lo que ese hombre decía le importaba. Se había mostrado maleducada cuando jamás lo era, pero se había visto incapaz de alejarse cuando el dorso de la mano de este le rozó la suya de manera tan leve como un suave soplido, tan leve que el corazón de Leonor se había estremecido y casi la había hecho suspirar, incluso dejarse llevar. Había deseado tanto creer en sus palabras… Por suerte o desgracia apareció Isobel dispuesta a conquistarlo. Y con un simple nombre, el corazón y las esperanzas de Leonor murieron un poco más ese día. Lo que vino después era de esperarse. O todo, al menos. Jonathan decidió marcharse con Isobel —que por cierto, era su madrastra— a Londres. Para sorpresa de todo el mundo, Georgette se aferró a Leonor y montó un gran espectáculo para librarse así de soportar la presencia de Isobel —o así prefería pensarlo—. Y allí estaba, de nuevo a solas con su patrona, con su nieto y su esposa de luna de miel, y aguantando las ínfulas de un animal que no era suyo. —Quizás el señor Wells tenga cosas más importantes en las que pensar — respondió Leonor sin querer comprometerse. —¡Bah! Si te refieres a Isobel, debo decirte que no sé dónde tiene ese hombre la cabeza. —Si están enamorados… —¡Estupideces! —Echó una mirada de reojo a Leonor que ella fingió no ver—. Jonathan tendría que mostrarse más sensato y aceptar que se aferra a un sentimiento ridículo y totalmente inapropiado. Leonor prefirió no responder a eso. Al contrario que la duquesa viuda, no estaba de acuerdo. Había recordado la emoción con la que se refería al amor que le profesaba a Isobel esa vez que escuchó sin querer una conversación entre el duque y su amigo. No, debía de amarla, de lo contrario no hubiera tenido prisa por marcharse con ella. Bordearon el jardín del cisne dejando a su derecha el pequeño lago y traspasaron los arbustos que lo rodeaban casi por completo. Cuando la casa volvió a estar en su línea de visión, el guacamayo, que se había mantenido alejado y en silencio, voló de nuevo al hombro de Leonor sin decir nada. Ambas mujeres enfilaron hacia la casa, cada una sumida en sus pensamientos. *** El viaje, de por sí tedioso, había supuesto un alivio. Se podría decir que casi había disfrutado de él. Y no es que contemplar los campos de Surrey le transmitiera paz y pensamientos poéticos. A estas alturas, cualquier cosa era poco por lograr permanecer tranquilo y solo. Su casa, su espacio, los salones londinenses… Todos se habían visto ocupados por una sola presencia.

El único lugar al que no podía acceder era el club de caballeros, pero justo ese era el que menos frecuentaba y al que se había visto obligado a hacerse asiduo durante esas eternas y agonizantes últimas semanas. Por milésima vez se veía hastiado, pero ahora era por el acoso al que Isobel lo había sometido tan pronto pusieron los pies en la ciudad. Quién lo hubiera creído. Él, que se había pasado toda su madurez enamorado de la mujer que se casó con su ahora difunto padre, solo pensaba en rehuirla. No era culpa de ella, lo reconocía. Isobel seguía siendo igual de atrapante. Sus sonrisas eran tan sensuales como antaño y su apariencia era tan perfecta y elegante como solo ella sabía serlo. Pero nada era igual. —Oh, Isobel —musitó al carruaje. El señor Pickens, su eterno acompañante y que hacía las veces de secretario, lo miró de soslayo pero no dijo nada. No hacía falta.

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