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Leon dorado – Wilbur Smith

Ya no eran hombres. Eran desechos de guerra arrojados por el océano Índico a las rojas arenas del continente africano. La mayor parte de sus cuerpos estaban destrozados por los proyectiles o despedazados por el agudo filo de las armas de sus adversarios. Otros se habían ahogado, y el gas en sus barrigas hinchadas al pudrirse los había llevado a la superficie otra vez, como tapones de corcho. Allí las aves carroñeras y los tiburones se habían dado un banquete con ellos. Por último, algunos pocos habían sido arrastrados por el oleaje hasta las playas, donde los predadores humanos los esperaban para recogerlos otra vez. Dos muchachitos corrían adelante de su madre y de su abuela siguiendo la línea del agua, gritando de entusiasmo cada vez que descubrían algo arrojado allí por el mar, cualquiera fuera su importancia o valor. —Allí hay otro —exclamó el mayor en lengua somalí. Señaló hacia adelante, al lugar de la costa donde había sido llevado el mástil de madera de un barco que arrastraba un largo trozo de lona rota. Estaba unido al cuerpo de un hombre blanco que se había atado al mástil con un pedazo de soga de cáñamo mientras todavía vivía. Luego los dos muchachos comenzaron a reírse parados junto a ese cadáver. —Las aves le comieron un ojo —gritó el mayor de los jóvenes. —Y los peces le comieron un brazo —se regodeó su hermano menor, para no ser menos. Un trozo de lona de la vela rasgada, obviamente colocada por el mismo hombre todavía con vida, estaba atado alrededor del muñón de su brazo amputado como un torniquete, y su ropa estaba medio consumida por el fuego. Las hilachas colgaban de su cuerpo cadavérico. —¡Mira! —gritó el mayor de los muchachos—. Mira la hebilla en el cinturón que sostiene la espada. Debe ser de oro o plata. Vamos a ser ricos. —Se arrodilló junto al cuerpo y tiró de la hebilla de metal. Eso hizo que el muerto dejara escapar un gruñido sordo y girara la cabeza para mirar a los muchachos con su ojo sano. Ambos jovencitos gritaron horrorizados y el mayor soltó el cinturón de la espada para ponerse de pie de un salto. Corrieron hasta donde estaba la madre y se agarraron de la falda de la mujer, sollozando y gritando aterrorizados. La madre corrió a examinar el botín, arrastrando con ella a los niños colgados de su falda. La abuela iba rengueando detrás de ellos.


Su hija se dejó caer de rodillas al lado del cuerpo y golpeó con fuerza la cara del hombre. Este gimió de nuevo. —Zinky tiene razón. Este blanco todavía está vivo. —Metió la mano en el bolsillo de su falda y sacó la hoz con la que cortaba el pasto para alimentar a sus pollos. —¿Qué vas a hacer? —preguntó la madre, que jadeaba después de haber corrido. —Lo voy a degollar, por supuesto. —La mujer tomó un mechón del cabello empapado del hombre y le tiró la cabeza hacia atrás para dejar expuesto el cuello—. No quiero tener que discutir con él acerca de quién es el dueño del cinturón y la hebilla. —Puso la hoja curva sobre un lado del cuello, y el hombre tosió débilmente, pero no se resistió. —¡Espera! —ordenó la abuela bruscamente—. He visto esa hebilla antes, cuando estaba en Yibuti con tu padre. Este blanco es un gran señor. Es dueño de su propio barco. Es un hombre muy rico. Si le salvamos la vida quedará agradecido y podría darnos una moneda de oro, ¡o incluso dos! Su hija se mostró dudosa y consideró la propuesta por un momento, sin apartar la hoja de la hoz del cuello del hombre. —¿Y qué pasa con su hermosa hebilla de metal de gran valor? —La conservamos, por supuesto. —Su madre se exasperaba ante la falta de agudeza de su hija—. Si alguna vez él pregunta por ella, le diremos que nunca la vimos. —Su hija retiró la cuchilla curvada de la garganta del hombre. —¿Y ahora qué hacemos con él? —Lo llevamos al médico del pueblo. —¿Cómo? —Lo acostamos en esta tira de lembu. —Señaló la tira de lona que estaba envuelta alrededor del mástil—. Y tú y yo lo arrastramos. —Se volvió para mirar a sus nietos con severidad—.

Los muchachos nos van a ayudar, por supuesto. En su cabeza, el hombre estaba gritando. Pero sus cuerdas vocales estaban tan resecas, lastimadas y devastadas por el humo y las llamas que el único sonido que surgió fue un aflautado y trémulo silbido, tan lamentable como el aire que escapa de un par de fuelles rotos. En otros tiempos, apenas un mes o dos atrás, él ponía la cara contra la tormenta y sonreía con alegría salvaje mientras el viento y la espuma del mar se lanzaban contra su curtido semblante. Pero en ese momento, la brisa cálida, perfumada de jazmines que apenas entraba en la habitación por las ventanas abiertas, le parecía que eran espinas arrastradas por entre los terribles jirones de su piel. Estaba consumido por el dolor, doblegado por él, y aunque el médico que estaba levantando las vendas de su cara hacía todo lo posible por trabajar con la mayor delicadeza profesional, cada centímetro adicional que quedaba expuesto lo apuñalaba con otro estilete agudo como una aguja de puro sufrimiento concentrado. Y con cada contacto, llegaba un nuevo y no deseado recuerdo de la batalla: el calor abrasador y el destello de las llamas; el rugido ensordecedor de los disparos y la madera que ardía; el aplastante impacto de la madera contra sus huesos. —Lo siento, pero no hay nada más que se pueda hacer —murmuró el médico, aunque el hombre a quien le hablaba no entendía mucho el árabe. La barba del médico era rala y plateada, y tenía profundas arrugas y bolsas pálidas por debajo de sus ojos. Había practicado su oficio durante casi cincuenta años y había adquirido un aire venerable de sabiduría que calmaba y daba seguridad a la mayoría de los pacientes que atendía. Pero este hombre era diferente. Sus heridas eran tan graves que ni siquiera debería estar vivo, y mucho menos estar prácticamente en posición vertical en la cama. Su brazo había sido amputado, sólo Alá el misericordioso sabía cómo. Su caja torácica en ese mismo lado de su cuerpo parecía el lado de un barril hundido con un hacha de combate. Gran parte de su piel todavía estaba quemada y con ampollas, y el aroma de las flores que crecían en abundancia debajo de la ventana abierta se perdía en medio del olor a carne de cerdo asada, el olor de su carne quemada y el repugnante hedor de pus y putrefacción que ya emanaba de su cuerpo. El fuego se había ensañado con sus extremidades. Dos de los dedos en su mano restante habían quedado reducidos a muñones de huesos ennegrecidos que el médico también había serruchado, junto con seis de los diez dedos de los pies del hombre. Había perdido su ojo izquierdo, arrancado por predadores marinos. El párpado del otro ojo había sido quemado casi por completo, de modo que el hombre quedó mirando al mundo con una intensidad fría y sin pestañeos. Pero la vista no era la peor de sus pérdidas; la virilidad del paciente había quedado reducida a poco más que un resto carbonizado y brillante de pálido tejido de cicatriz. Cuando —o más probablemente si es que—alguna vez se levantara de su lecho de enfermo, iba a tener que ponerse en cuclillas como una mujer para orinar. Si deseaba satisfacer a una amante, el único medio disponible para él sería su boca, pero las posibilidades de que alguien estuviera dispuesto a dejar que esa particular abertura estuviera cerca de su cuerpo, aunque se le pagara por ello, eran de verdad muy remotas. Sólo podía ser por la voluntad de Dios que el hombre habría sobrevivido. El médico suspiró para sí y sacudió la cabeza mientras observaba la devastación revelada cuando se retiraron los vendajes. No, semejante atrocidad no podía ser la obra de Alá, el todopoderoso y muy misericordioso.

Esta debía ser la obra de Shaitan, el mismo diablo, y el monstruo que tenía delante seguramente no era mejor que un demonio con forma humana. Sólo sería cuestión de un momento para que el médico eliminara a este ser satánico que alguna vez había sido un hombre y, al hacerlo, impediría los horrores que seguramente iba a perpetrar si se lo dejaba para que vagara libre por el mundo. Su medicina contenía una dulce y almibarada tintura que aliviaría el dolor que claramente atormentaba al hombre antes de enviarlo a dormir para luego, con la suavidad de una caricia de mujer, detener su corazón para siempre. Pero el marajá Sadiq Khan Jahan mismo había enviado mensajes por toda Etiopía que ordenaban que este hombre en particular debía ser enviado a su residencia personal en Zanzíbar y allí tratado con especial cuidado. Fue sin duda, Jahan había señalado, un acto de la divina Providencia que alguien hubiera sobrevivido a ser quemado por el fuego, a la amputación de un brazo, a la pérdida de un ojo, a casi ahogarse en el agua y a ser asado por el sol durante horas o días antes de haber sido encontrado por unos niños del lugar, tirado en la playa. La supervivencia de su paciente, se le había informado al médico, sería recompensada con una generosidad sin límites, pero su muerte sería castigada con una severidad igualmente grande. Había habido muchas ocasiones en su larga carrera en las que el médico había puesto fin discretamente a los sufrimientos de algún paciente, pero este con toda seguridad no iba a ser uno de ellos. El hombre iba a vivir. El médico se iba a asegurar absolutamente de que así fuera. El hombre apenas podía ver una tenue luz, y con cada vuelta de la mano del doctor a la cabeza, con cada capa de vendaje que retiraba, la luz se fue haciendo menos tenue. Luego se dio cuenta de que el resplandor parecía estar llegándole sólo a través de su ojo derecho. El de la izquierda estaba ciego, aunque podía sentirlo porque le picaba de una manera atroz. Trató de parpadear, pero sólo su párpado derecho respondió. Levantó la mano izquierda para frotarse el ojo, pero su mano no estaba allí. Por un segundo, olvidó que el brazo izquierdo hacía tiempo lo había perdido. Al recordarlo, se dio cuenta de que el muñón también le picaba. Levantó el brazo derecho, pero su mano quedó atrapada en un fuerte y firme agarre óseo. De nuevo oyó la voz del médico. No podía entender una palabra de lo que decía, pero el significado general era suficientemente claro: ni siquiera pensar en eso. Sintió que le ponían una compresa fría en sus ojos, lo que de alguna manera calmó la picazón. Cuando la retiraron, lentamente, poco a poco, recuperó la visión. Vio una ventana y más allá, el azul del cielo. Un anciano árabe con blancas vestiduras y turbante estaba inclinado sobre él, desenrollando el vendaje con una mano y juntándolo con la otra. Dos manos, diez dedos: qué extraño era mirarlos con tanta envidia. Había alguien más en la habitación, un hombre mucho más joven, estaba de pie más allá del médico.

Tenía el aspecto de los indios orientales en la delicadeza de su rostro y el tono de su piel, pero su camisa blanca de algodón era de corte estilo europeo y estaba metida en unos bermudas y tenía medias. Había sangre blanca allí, en alguna parte, también, pues el hombre que estaba en la cama pudo ver que el marrón asiático de la piel del joven estaba diluido por un ligero tinte rosa pálido. Entonces lo miró y trató de decir: —¿Hablas inglés? Sus palabras no se oyeron. Su voz era apenas un susurro. El hombre hizo un gesto con esa especie de garra rota que era su mano derecha para que el joven mestizo se acercara. Lo hizo, esforzándose, claramente, por contener una expresión de absoluta repulsión que se abría paso en su rostro a medida que se acercaba y la imagen se hacía más clara. —¿Hablas inglés? —repitió el hombre en la cama. —Sí, señor. Hablo inglés. —Entonces dile a este sarnoso árabe… —se detuvo para llevar algo de aire a su pecho, haciendo una mueca cuando raspó sus pulmones destrozados por el humo y la flema— … que deje ser tan tontamente pusilánime… con mis vendajes. —Hizo otra inspiración seguida por un corto y agudo gemido de dolor— … Y que arranque pronto esas malditas cosas. Las palabras fueron traducidas y el ritmo de retiro de las vendas aumentó de manera considerable. El tacto del médico se hizo más áspero al dejar de preocuparse por ser más delicado. Evidentemente la traducción había sido literal. El dolor simplemente aumentó, pero para entonces el hombre en la cama estaba empezando a sentir un perverso placer en su propio sufrimiento. Había decidido que se trataba de una fuerza —no diferente del viento o del mar— que podía dominar y manejar. Él no se iba a dejar derrotar por ella. Esperó hasta que el último trozo de tela fétida y nauseabunda, pegajosa de sangre y piel en carne viva, hubiera sido arrancado de su cabeza y luego dijo: —Dile que me consiga un espejo. Los ojos del joven se abrieron grandes. Le habló al médico, que sacudió la cabeza y comenzó a parlotear a un ritmo mucho más rápido y un tono más alto. El joven estaba claramente haciendo todo lo posible para hacerlo razonar. Al final, se encogió de hombros, movió las manos en un gesto exasperado de derrota y se volvió hacia la cama. —Dice que no lo hará, señor. —¿Cómo te llamas, muchacho? —le preguntó el hombre herido. —Althuda, señor.

—Bien, Althuda, dile a ese testarudo bastardo que soy un conocido personal… no, el hermano de armas de Ahmed El Grang, el rey de los omaníes, y también del marajá Sadiq Khan Jahan, hermano menor del propio Gran Mogol. Cuéntale que ambos hombres valoran el servicio que les he hecho y se sentirían gravemente ofendidos si supieran que un esmirriado viejo matasanos se niega a hacer lo que le pido. Entonces dile, por segunda vez, que me consiga un maldito espejo. El hombre se dejó caer sobre sus almohadas, agotado por su diatriba, y observó mientras sus palabras eran transmitidas al médico, cuya actitud en ese momento se había mágicamente transformado. Hizo una reverencia, cayó de rodillas, se agachó servil y luego atravesó corriendo la habitación con notable velocidad para alguien aparentemente tan anciano, y regresó, bastante más lentamente, con un gran espejo ovalado con un marco de mosaicos de brillantes colores. Era un objeto pesado y el médico requirió la asistencia de Althuda para mantenerlo sobre la cama en un ángulo adecuado para que el paciente pudiera observar su propio aspecto.

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