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Leibniz en 90 minutos – Paul Strathern

Leibniz fue la caricatura del genio arquetípico. Vivió una vida rica en incidentes absurdos, de cuya naturaleza fue rara vez consciente. Lo supo todo acerca de todo, pero no fue capaz de comprender cómo piensa y se comporta la gente común. Dicho esto, ciertamente fue uno de los filósofos más presentables (aunque es posible que esto diga más acerca de los filósofos que de Leibniz). Estuvo en las cortes de toda Europa, donde la realeza y los aristócratas llegaron incluso a tomarle en serio (aunque es posible que esto diga más acerca de la realeza y los aristócratas que…). Durante casi toda su vida adulta, Leibniz estuvo empleado en la corte de Hannover y en muchas otras cortes simultáneamente. Siempre aceptó tantos nombramientos como pudo, e insistió en que se le pagara en todos ellos el salario completo. Se indignaba mucho si dejaba de recibir la paga porque había llegado a oídos de su patrón que estaba fuera trabajando en algún otro sitio. La lista de los logros de Leibniz lo presenta como la parodia exagerada del genio. De hecho, es imposible enumerar todas sus ideas y descubrimientos, muchos de los cuales preservó en montones de papeles que aguardan todavía a ser publicados en su totalidad. Afortunadamente, Leibniz nos interesa aquí sobre todo como filósofo. Pero, incluso en esto, el cuadro sigue estando oscuro. Bertrand Russell, que escribió uno de los mejores trabajos críticos sobre la filosofía de Leibniz, opinaba que Leibniz había escrito dos filosofías. La primera era una filosofía sencilla para el consumo público, una metafísica superficial y optimista para deleite de princesas. Guardó en el baúl las otras ideas menos optimistas. Formaban parte de un sistema más complejo, lógico y profundo, que sólo podría ser comprendido con dificultad por mentes del calibre de Leibniz (y de Russell, naturalmente). Es un hecho característico que las dos filosofías quedaron inacabadas, si es que son realmente dos filosofías separadas. La mayor parte de los otros comentaristas, al no tener mentes iguales a las de Leibniz o Russell, afirman que la filosofía simple y la compleja son en realidad partes y trozos de una sola cosa, que no es ni tan simple ni tan compleja como sus dos partes respectivas. Una vez que han sido aclarados estos puntos, podemos proceder con la vida de Leibniz. Vida y obra de Leibniz Su vida comenzó, con toda seriedad, en Leipzig el 1 de julio de 1646. Tres años después tocaba a su fin la Guerra de los Treinta Años, que había asolado Europa y dejado Alemania devastada. Esta catástrofe había de proyectar durante décadas sus sombras sobre la escena política europea, de la misma manera que las sombras de la Segunda Guerra Mundial han comenzado sólo recientemente a desaparecer de Europa oriental. El padre de Leibniz, Friedrich Leibnütz, era profesor de filosofía moral en la Universidad de Leipzig. Su madre, Catherina, de soltera Schmuck, fue la tercera esposa de Friedrich. Su hijo fue bautizado Gottfried Wilhelm Leibnütz (modificaría su apellido a la edad de veinte años).


Su padre murió cuando él contaba solamente cinco años, dejándoles, a él y a su hermana, al cuidado de su madre. Según todo lo que se sabe, Catherina era una gran creyente en la paz y en la armonía y nunca habló mal de nadie. Normalmente, esto nos parecería un trozo de la mitología acostumbrada, pero en este caso ha debido de ser verdad. Leibniz recibió una honda huella de su madre y retuvo este rasgo característico de ella hasta el final de sus días. A pesar de todo lo que hizo (y este todo fue en verdad mucho), la vida de Leibniz fue profundamente armoniosa. Eckhart, su secretario de muchos años, no recordó haberle oído nunca hablar mal de nadie. También la filosofía de Leibniz está penetrada de un hondo sentido de la armonía, y los empeños políticos de toda su vida fueron invariablemente motivados por el intento de llevar concordia a la escena europea. Aunque Leibniz fue a la escuela, dijo que recibió la mayor parte de su educación en el hogar, leyendo en la biblioteca de su padre. Leyó de muchacho de manera obsesiva, dejándose llevar por sus pensamientos según le iban viniendo, hasta que todo el suelo de la biblioteca y todas las mesas y sillas quedaban cubiertas de libros abiertos. El muchacho es muy reconocible en el hombre. De adulto, Leibniz era capaz de incubar media docena de extraños y brillantes esquemas en una semana —ninguno de los cuales se completaría nunca—, que podían ir desde un submarino hasta una forma totalmente nueva de reloj, desde una linterna revolucionaria hasta un coche tan rápido como un automóvil moderno (cuando las carreteras no eran más que caminos llenos de baches), desde un molino de viento horizontal hasta una máquina para medir el bien y el mal. ¡Consúmete de celos, Leonardo! A los catorce años, Leibniz estuvo listo para ingresar en la Universidad de Leipzig. Allí estudió leyes, ampliando pronto sus estudios hasta incluir las leyes de la física, las leyes de la filosofía, las leyes de las matemáticas y casi todo el concepto político y la historia de la ley. Leibniz conoció durante ese periodo los escritos de abogados tan célebres como Galileo, Descartes y Hobbes, que estaban revolucionando entonces el pensamiento científico, el filosófico y el político. Obedeciendo a un rasgo característico suyo, Leibniz concibió pronto la idea de armonizar todos estos pensamientos radicales con el escolasticismo, al cual estaban a punto de reemplazar. Leibniz se convirtió en sus ratos libres en un asiduo estudioso de la alquimia (con el objeto de reconciliarla con la química), y escribió un artículo que sentó las bases teóricas del ordenador (casi trescientos años antes de la seminal obra de Turing sobre el tema). Para cuando hubo completado todo esto, Leibniz ya tenía casi veinte años, pero, al solicitar el grado, la Universidad le informó de que era demasiado joven. Deficiente en el único sistema de numeración que no era capaz de dominar, Leibniz abandonó Leipzig para no volver nunca más. Fue a Altdorf, la villa universitaria de la ciudad libre de Nuremberg, donde inmediatamente le concedieron el título de doctor y le ofrecieron una cátedra, la cual rehusó diciendo que tenía «cosas muy distintas en mente». Leibniz era ambicioso y quería llegar a ser un poder que contara en el mundo. Por fortuna para el mundo, nunca lo logró, al menos de la manera que esperaba. (Pero ¿qué esperaba? ¿Qué podía esperar dadas las circunstancias de la época? ¿Un cargo político importante? ¿Deberíamos imaginarnos una de las mentes más grandes de todos los tiempos trabajando como ministro consejero principal en un principado alemán del tamaño de Rhode Island? Goethe ocupó una posición semejante en Weimar un siglo después, pero eso no fue sino material para el molino de la literatura. Leibniz habría desempeñado sin duda un papel más activo. Apenas podemos imaginar cómo habrían sido, con Leibniz a su cargo, los nuevos sistemas de drenaje, los carruajes expresos, los molinos de viento revolucionarios, el Gremio Armonioso de Alquimistas y las cortes de justicia presididas por máquinas calculadoras. Por no hablar de los efectos en la salud mental de los ciudadanos).

Con todo esto en la cabeza, Leibniz se fue situando socialmente en los escalones más elevados de la sociedad. En cierto momento, se le adjudicó un puesto menor en la corte del príncipe elector y arzobispo de Maguncia Johann Philipp von Schönborn. Los títulos de los príncipes alemanes de ese tiempo estaban, por lo general, en proporción inversa al tamaño del territorio que gobernaban y a su importancia. La cadena comparativamente modesta de títulos del príncipe indica que era un hombre con cierta garra en la escena política alemana. El mapa de la Europa de lengua alemana de la época semejaba un jarrón Ming que hubiera sido arrojado desde una gran altura y recompuesto por un surrealista. Este trozo de fantasía rococó fue llamado, con un toque igualmente surrealista, el Sacro Imperio Romano (el nombre no acertaba en ninguna de las tres palabras). La mayor parte de los principados, palatinados, electorados y demás entidades que componían este no-imperio vivían con bastante desahogo y casi independientes, y todo el conjunto era un lugar donde se podía vivir de forma tan peculiar y agradable como sugería el mapa. Las cosas estaban empezando a mejorar después de la Guerra de los Treinta Años, y la mayoría de la gente se sentía satisfecha viviendo en un Estado oscuramente provinciano gobernado por algún bobalicón anodino de larguísimo nombre. Por desgracia, las cosas eran diferentes al otro lado del Rin, en Francia, donde, en lugar de doscientos gobernantes y un solo queso digno del nombre, tenían entonces un solo gobernante y una gastronomía digna del Rey Sol en Versalles. Luis XIV estaba de humor expansivo; Francia era católica, y muchos de los diminutos Estados alemanes del otro lado del Rin eran protestantes (o católicos; en realidad, tanto daba). El arzobispo de Maguncia pensó que había que desviar a Luis de su expansión hacia Alemania. Discutió el asunto con el joven y brillante consejero que acababa de entrar a su servicio, y enseguida propuso Leibniz un plan ingenioso. ¿Por qué no trataba el arzobispo de interesar a Luis en una cruzada, en montar una gran expedición a la conquista de Egipto? Y si se podía convencer a otros países a unirse a la guerra santa contra el infiel, se lograría allanar el camino para una unificación armoniosa de las Iglesias católica y protestante. El arzobispo se rindió ante el atrevido plan, y Leibniz fue enseguida despachado hacia París para presentárselo a Luis, pero tropezó allí con algunas dificultades. No era fácil conseguir una audiencia con el Rey Sol en Versalles. Había que persuadir a sus ministros de que se trataba de una misión importante, y los ministros de Luis no parecían apreciar la seriedad del plan de Leibniz, que contenía un cúmulo de imponentes detalles, incluso mapas de la ruta, el tamaño del ejército necesario y diagramas de las ciudades que había que atacar primero. Todo esto había sido elaborado por un maestro estratega alemán cuya competencia militar, puramente teórica, y las vastas lecturas sobre el tema superaban con mucho las de un simple general. Sin embargo, los ministros de Luis insistían en hacer notar que Francia no había emprendido una cruzada desde la época de San Luis, más de cuatro siglos antes. Leibniz pasó los cuatro años siguientes en París, aunque enseguida menguó su entusiasmo por promover el proyecto egipcio. Tenía cosas mucho más importantes que hacer (a expensas del arzobispo). Por aquel tiempo, París era considerada por toda Europa como el centro cultural e intelectual más importante del mundo, situación en la que ha permanecido hasta el día de hoy en opinión de sus habitantes. Leibniz se puso rápidamente a deambular por los salones y a conocer a tantos intelectuales importantes como pudo. Aunque es posible que su temperamento fuera el de un profesor loco, a su edad se las apañaba bien para disimularlo. Embutido en sus mejores galas cortesanas, daba una imagen bastante elegante; en semejantes circunstancias, su apabullante brillantez mental podía fácilmente ser tomada por pura vitalidad juvenil. La duquesa de Orleáns, que parece haber pensado de los intelectuales lo mismo que pensamos hoy, se sintió particularmente impresionada por el joven erudito alemán: «Es tan raro que [un intelectual] se vista bien, que no huela, que comprenda los chistes».

La duquesa, que tenía además algo de intelectual ella misma, se hizo pronto amiga de Leibniz, una de las primeras de una serie de duquesas y princesas bien relacionadas con las que Leibniz estuvo en contacto durante el resto de su vida. A pesar de su vida social, Leibniz siguió siendo tan hiperactivo mentalmente como siempre. Una cornucopia de ideas brillantes fluía de su cerebro, algunas de importancia tan fundamental que una sola de ellas le habría procurado a su inventor la inmortalidad en su campo. Durante ese periodo inventó el cálculo diferencial e integral. Descubrió también la aritmética binaria, aunque supuso (erróneamente) que los chinos la habían descubierto antes que él, y entendió (correctamente) que estaba implícita en las teorías del Yin y el Yang del I Ching. (Semejante percepción es típica del vasto alcance de Leibniz). Mientras que el sistema decimal, más familiar, usa diez dígitos, la aritmética binaria usa sólo dos (0 y 1). Esto puede parecer prolijo: por ejemplo, 1=1, 2=10, 3=11, 4=100, 9=1001, 18=010010, y así sucesivamente. Pero Leibniz descubrió que cuando ciertas categorías de números binarios (los triples, por ejemplo) son listados uno debajo del otro, los 0 y los 1 de las columnas verticales se repiten a menudo en periodos regulares. Esto le indujo a confiar en que descubriría unas reglas matemáticas enteramente nuevas, aunque nunca llegó a alcanzar ese objetivo. Sí se apercibió, no obstante, de que lo binario es ideal para un sistema mecánico que trabaje según operaciones simples de marcha-parada o vacío-lleno. En retrospectiva es fácil ver que ése es el caso para un sistema movido por electricidad, con positivo y negativo. Esto ha conducido a la aritmética binaria usada en los ordenadores. Leibniz intentó explotar la ventaja mecánica de lo binario, y esbozó incluso una máquina calculadora que incorporaba su nueva matemática, pero se dio pronto cuenta de que una máquina semejante estaba por encima de la tecnología disponible.

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