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Legión y El Alma del Emperador – Brandon Sanderson

LEGIÓN Stephen Leeds tiene una mente tan poderosa que roza lo sobrehumano y le permite repartirse entre una multitud de personalidades, entes imaginarias que solo él ve, que despliegan una diversidad de habilidades especializadas. Cuando contratan sus servicios para recuperar un objeto robado, Leeds se lanza a la búsqueda del inventor, desaparecido en condiciones sospechosas. El artefacto codiciado es una cámara fotográfica capaz de captar imágenes del pasado, cuyas propiedades podrían cambiar nuestra forma de entender la historia de la humanidad. La investigación sumirá a Leeds en un conflicto que lo llevará desde Estados Unidos hasta la antigua ciudad de Jerusalén. Esta intensa aventura detectivesca aborda temas como la naturaleza del tiempo, los usos potenciales de la tecnología y la complicada relación entre la política y la fe. EL ALMA DEL EMPERADOR Shai, una maga Falsificadora, ha sido condenada a muerte; pero el consejo le ofrece su libertad a cambio de la mayor falsificación que pueda emprenderse: la del alma del emperador, en estado catatónico tras un atentado. Al adivinar las motivaciones de sus captores, Shai deduce que no sobrevivirá ni siquiera si logra cumplir el cometido. Así pues, trama formas de escapar del palacio a la vez que que se esfuerza en comprender hasta el límite de lo posible los entresijos de la personalidad del emperador. Aunque asume la necesidad de huir, a Shai le atrae poderosamente la idea de crear la falsificación más extraordinaria del mundo… ¿Es posible crear una copia de un alma tan convincente que supere al original?


 

Me llamo Stephen Leeds, y estoy completamente cuerdo. Mis alucinaciones, sin embargo, están todas bastante locas. Los disparos procedentes de la habitación de J. C. estallaban como fuegos artificiales. Renegando para mis adentros, cogí los protectores para los oídos que colgaban de su puerta (había aprendido a dejarlos allí) y entré. J. C. llevaba puestos sus propios protectores, sostenía la pistola con las dos manos y apuntaba a una foto de Osama bin Laden que había en la pared. Sonaba Beethoven. Muy alto. —¡Estaba intentando mantener una conversación! —le grité. J. C. no me oyó. Vació un cargador en la cara de Bin Laden y dejó la pared llena de agujeros. No me atreví a acercarme.


Podía dispararme accidentalmente si lo sorprendía. No sabía qué sucedería si una de mis alucinaciones me pegaba un tiro. ¿Cómo lo interpretaría mi mente? Sin duda, había una docena de psicólogos que querrían escribir un ensayo al respecto. Yo no tenía muchas ganas de darles la oportunidad. —¡J. C.! —grité cuando se detuvo a recargar. Él me miró; luego sonrió y se quitó los protectores. Las sonrisas de J. C. parecen muecas, pero hacía tiempo que había aprendido a no dejar que me intimidara. —Eh, flacucho —dijo, y me entregó el arma—. ¿Te apetece vaciar un cargador o dos? Te vendría bien practicar. Cogí la pistola. —Instalamos un campo de tiro en la mansión para algo, J. C. Utilízalo. —Los terroristas no suelen encontrarme en los campos de tiro. Bueno, ocurrió una vez. Pura coincidencia. Suspiré, cogí el mando a distancia de la mesa del fondo y bajé el volumen de la música. J. C. extendió el brazo, apuntó al aire el cañón de la pistola y luego apartó mi dedo del gatillo. —La seguridad lo primero, chaval.

—En cualquier caso, es una pistola imaginaria —dije, y se la devolví. —Sí, ya. J. C. no se cree que sea una alucinación, lo cual no es muy usual. La may oría de ellas lo aceptan, de un modo u otro. Pero J. C. no. Grande sin ser corpulento, de rostro cuadrado pero no llamativo, tenía los ojos de un asesino. O eso decía. Quizá los guardaba en el bolsillo. Insertó un nuevo cargador en la pistola y a continuación apuntó a la fotografía de Bin Laden. —No lo hagas —le advertí. —Pero… —Ya está muerto. Se lo cargaron hace años. —Esa es la historia que le contamos a la opinión pública, flacucho. —J. C. enfundó la pistola—. Te lo explicaría, pero no dispones de autorización. —¿Stephen? —preguntó una voz desde la puerta. Me volví. Tobias es otra alucinación (o « aspecto» , como las llamo en ocasiones). Larguirucho y de piel de ébano, tenía pecas oscuras en sus mejillas arrugadas por la edad.

Llevaba el pelo canoso muy corto, y vestía un traje de chaqueta informal, sin corbata. —Solo me estaba preguntando cuánto tiempo vas a dejar esperando a ese pobre hombre —dijo Tobias. —Hasta que se marche —repliqué reuniéndome con él en el pasillo. Los dos empezamos a alejarnos de la habitación de J. C. —Ha sido muy educado —dijo Tobias. Detrás, J. C. empezó a disparar de nuevo. Gruñí. —Hablaré con J. C. —dijo Tobias con voz tranquilizadora—. Solo está intentando mantener al día sus habilidades. Quiere serte útil. —Vale, como prefieras. Dejé a Tobias y me dirigí hacia una de las esquinas de la lujosa mansión. Yo tenía cuarenta y siete habitaciones. Casi todas estaban ocupadas. Al fondo del pasillo, entré en una estancia pequeña decorada con una alfombra persa y recubierta con paneles de madera. Me tumbé en el diván de cuero negro que había en el centro. Ivy estaba sentada en su sillón, junto al diván. —¿Pretendes continuar con eso? —preguntó elevando el tono por encima del ruido de los disparos. —Tobias hablará con él. —Comprendo —dijo Ivy, y anotó algo en su libreta.

Llevaba un traje oscuro, con pantalones y chaqueta. Tenía el pelo rubio recogido en un moño. Contaba cuarenta y pocos años, y era uno de los aspectos que tenía desde hacía más tiempo. —¿Cómo te sientes al ver que tus proyecciones están empezando a desobedecerte? —me preguntó. —La mayoría me obedecen —respondí a la defensiva—. J. C. nunca ha hecho caso a lo que le digo. Eso no ha cambiado. —¿Niegas que está yendo a peor? No contesté. Ella hizo otra anotación. —Rechazaste otra petición ¿no? —preguntó Ivy—. Vinieron a pedirte ayuda. —Estoy ocupado. —¿Con qué? ¿Oyendo disparos? ¿Volviéndote más loco? —No me estoy volviendo más loco —protesté—. Estoy estabilizado. Soy prácticamente normal. Incluso mi psiquiatra no-alucinatorio lo reconoce. Ivy no dijo nada. En la distancia, los disparos cesaron por fin; suspiré aliviado y me llevé los dedos a las sienes. —La definición formal de locura es bastante amplia —sentencié—. Dos personas pueden padecer exactamente el mismo trastorno y la misma gravedad, pero una puede ser considerada cuerda según los baremos oficiales y la otra, en cambio, loca. Cruzas la línea de la locura cuando tu estado mental te impide funcionar, llevar una vida normal. Según esos baremos, no estoy nada loco. —¿Llamas a esto una vida normal? —preguntó ella.

—Me va bastante bien. Miré hacia un lado. Ivy había cubierto la papelera con una carpeta, como de costumbre. Tobias entró unos momentos después. —Ese posible cliente sigue aquí, Stephen. —¿Qué? —dijo Ivy, dirigiéndome una mirada de reproche—. ¿Estás haciendo esperar al pobre hombre? Han pasado cuatro horas. —¡Vale, está bien! —Salté del diván—. Haré que se vaya. Salí de la habitación y bajé las escaleras hasta la planta baja, hacia el majestuoso recibidor. Wilson, mi may ordomo (que es una persona real, no una alucinación), aguardaba ante la puerta cerrada de la sala de estar. Me miró por encima de sus bifocales. —¿Tú también? —pregunté. —¿Cuatro horas, señor? —Necesitaba estar bajo control, Wilson. —Le gusta utilizar esa excusa, señor Leeds. Me pregunto si momentos como este son cuestión de pereza más que de control. —No te pago para que me cuestiones ese tipo de cosas —dije. Él enarcó una ceja y me sentí avergonzado. Wilson no se merecía esa brusquedad; era un sirviente excelente, y una excelente persona. No resultaba fácil encontrar personal doméstico que soportara mis… particularidades. —Lo siento —me disculpé—. Últimamente me siento algo agotado. —Le traeré un poco de limonada, señor Leeds —dijo—. Para… —Para los tres —puntualicé, al tiempo que señalaba con la cabeza a Tobias e Ivy, a quienes, naturalmente, Wilson no podía ver—. Y también para el posible cliente.

—La mía sin hielo, por favor —dijo Tobias. —Yo tomaré un vaso de agua —añadió Ivy. —Sin hielo para Tobias —dije mientras abría la puerta distraídamente—. Agua para Ivy. Wilson asintió y se marchó a cumplir sus órdenes. Era un buen mayordomo. Sin él, creo que me volvería loco. Un joven con polo de manga corta y pantalones anchos esperaba en la sala de estar. Se puso en pie de un salto. —¿Señor Legión? Di un respingo al escuchar el apodo. Lo había elegido un psicólogo particularmente dotado. Dotado para el drama, quiero decir. No tanto en el campo de la psicología. —Llámeme Stephen —dije manteniendo la puerta abierta para dejar paso a Ivy y Tobias—. ¿Qué podemos hacer por usted? —¿Podemos? —preguntó el muchacho. —Es una forma de hablar —respondí; entré en la sala y ocupé uno de los sillones frente al joven. —Yo… esto… he oído decir que ayuda usted a la gente, cuando nadie más quiere hacerlo. —El chico tragó saliva—. He traído dos mil. En metálico. Dejó sobre la mesa un sobre con mi nombre y dirección. —Con eso podrá pagar asesoramiento —dije, abriéndolo y haciendo un rápido recuento. Tobias me miró con mala cara. Odia que le cobre a la gente, pero trabajando gratis no se mantiene una mansión con suficientes habitaciones para albergar a todas tus alucinaciones. Además, a juzgar por sus ropas, el chico podía permitírselo.

—¿Cuál es el problema? —pregunté. —Mi prometida —respondió el joven, y se sacó algo del bolsillo—. Me ha estado engañando. —Lo siento en el alma —dije—. Pero no somos investigadores privados. No vigilamos a nadie. Ivy caminó por la sala, sin sentarse. Rodeó el asiento del joven, inspeccionándolo. —Lo sé —dijo el muchacho rápidamente—. Es que… bueno, ha desaparecido ¿sabe? Tobias se irguió. Le encanta un buen misterio. —No nos lo está contando todo —dijo Ivy, los brazos cruzados, dando golpecitos con un dedo en el otro brazo. —¿Seguro? —pregunté. —Oh, sí —afirmó el muchacho, asumiendo que hablaba con él—. Ha desaparecido, aunque dejó esta nota. La desplegó y la depositó encima de la mesa. —Lo realmente extraño es que pienso que puede haber un mensaje cifrado en ella. Mire estas palabras. No tienen sentido. Recogí el papel y analicé las palabras. Estaban en el dorso de la hoja, garabateadas con prisa, como si fueran una lista de notas. El mismo papel había sido utilizado más tarde como carta de despedida de la prometida. Se lo enseñé a Tobias. —Esto es Platón —dijo, señalando las notas del dorso—. Cada nota es una cita del Fedro.

Ah, Platón. Un hombre notable ¿no es cierto? Poca gente sabe que fue esclavo en una época, que lo vendió en el mercado un tirano que estaba en desacuerdo con su política… por eso y porque convirtió en discípulo suyo al hermano del tirano. Por fortuna, Platón fue comprado por alguien familiarizado con su obra, digamos que un admirador, y lo liberó. Merece la pena tener fans cariñosos, incluso en la antigua Grecia… Tobias siguió hablando. Tenía una voz grave y reconfortante que me gustaba escuchar. Examiné la nota y luego miré a Ivy, que se encogió de hombros. La puerta se abrió, y Wilson entró con la limonada y el agua de Ivy. En el umbral vi a J. C. con la pistola en la mano, mientras se asomaba a la sala e inspeccionaba al joven. Sus ojos se entornaron. —Wilson —dije cogiendo mi limonada—, ¿puedes por favor decirle a Audrey que venga? —Naturalmente, señor —respondió el mayordomo. Yo sabía, en lo más profundo, que en realidad no había traído vasos para Ivy y Tobias, aunque hizo la pantomima de ofrecer algo a los sillones vacíos. Mi mente creó el resto, imaginando bebidas, imaginando a Ivy aproximándose para coger la suya de la mano de Wilson, mientras este hacía ademán de acercársela a donde pensaba que estaba sentada. Ivy le sonrió afectuosamente. Wilson se marchó. —¿Y bien? —preguntó el joven—. ¿Puede usted…? Se calló cuando levanté un dedo. Wilson no podía ver mis proy ecciones, pero conocía sus habitaciones. Teníamos que confiar en que Audrey estuviera en la suy a. Audrey acostumbraba a visitar a su hermana en Springfield. Por fortuna, entró en la sala pocos minutos después. Sin embargo, llevaba puesto un albornoz. —Supongo que será importante —dijo mientras se secaba el pelo con una toalla. Alcé la nota, y luego el sobre con el dinero.

Audrey se agachó. Era una mujer morena, un poquito pasada de peso. Se había unido a nosotros hacía unos años, cuando yo trabajaba en un caso de falsificación. Murmuró para sí durante un par de minutos, sacó una lupa (me divirtió que tuviera una en su albornoz, pero así era Audrey ), y comenzó a mirar de la nota al sobre y viceversa. Se suponía que la nota la había escrito la prometida y el sobre, el joven. Audrey asintió. —Decididamente, es la misma letra. —No es una muestra muy grande —dije. —¿No es qué? —preguntó el muchacho. —En este caso es suficiente —adujo Audrey—. El sobre tiene su nombre y dirección completos. La línea un poco inclinada, el espaciado de las palabras, la forma de las letras… Todo lleva a la misma conclusión. Tiene también una « e» muy característica. Si usamos la muestra más grande como control, la muestra del sobre puede determinarse como auténtica (según mi valoración), con más de un noventa por ciento de fiabilidad. —Gracias —dije. —Me vendría bien un perro nuevo —respondió ella mientras se marchaba. —No voy a imaginar un cachorrito para ti, Audrey. ¡J. C. ya arma suficiente alboroto! No quiero a un perro corriendo y ladrando por aquí. —Oh, venga y a —dijo ella, volviéndose en la puerta—. Lo alimentaré con comida falsa, le daré agua falsa y lo llevaré a dar paseos falsos. Todo lo que un cachorro falso pueda querer. —Lárgate —dije, aunque estaba sonriendo. Audrey bromeaba.

Es bueno tener algunos aspectos a los que no les importa ser alucinaciones. El joven me miró con expresión de aturdimiento. —Puede dejar de fingir —le sugerí. —¿Fingir? —Eso de fingir que le sorprende lo « raro» que soy. Esto ha sido más bien un intento de aficionado. Es universitario ¿no? Sus ojos mostraron una expresión de pánico. —La próxima vez, que un compañero de piso le escriba la nota —dije, arrojándosela—. Maldita sea, no tengo tiempo para esto. Me levanté. —Podrías concederle unos minutos —dijo Tobias. —¿Después de haberme mentido? —repliqué. —Por favor —suplicó el muchacho, poniéndose en pie—. Mi novia… —Antes comentó que era su prometida —dije al volverme—. Ha venido aquí a intentar que me hiciera cargo de un « caso» , durante el cual me guiará a su antojo mientras toma notas en secreto sobre mi estado. Su verdadero propósito es escribir una tesina o algo por el estilo. El desánimo invadió su rostro. Ivy permaneció de pie tras él, moviendo la cabeza con desdén. —¿Cree que es el primero al que se le ocurre una cosa así? —pregunté. Él sonrió con tristeza. —No le puede echar la culpa al novato por intentarlo. —Puedo y lo hago —repliqué—. A menudo. ¡Wilson! ¡Vamos a precisar de seguridad! —No es necesario —dijo el muchacho mientras recogía sus cosas. Con las prisas, una grabadora en miniatura se le cay ó del bolsillo del polo y resonó contra la mesa. Enarqué una ceja mientras él se ruborizaba, recogía la grabadora y salía pitando de la sala de estar.

Tobias se puso en pie y se acercó a mí, con las manos a la espalda. —Pobre chaval. Puede que incluso tenga que regresar a casa andando. Bajo la lluvia. —¿Está lloviendo? —Stan dice que lloverá pronto —respondió Tobias—. ¿Has pensado que no intentarían este tipo de cosas tan a menudo si accedieras a una entrevista de vez en cuando? —Estoy harto de que me citen en casos de estudio —dije, agitando molesto una mano—. Estoy harto de que me pinchen y me analicen. Estoy harto de ser especial. —¿Qué? —exclamó Ivy, divertida—. ¿Preferirías ir a trabajar a una oficina todos los días? ¿Renunciar a esta espaciosa mansión? —No estoy diciendo que no haya ventajas —dije mientras Wilson volvía a entrar y se giraba para ver cómo huía el joven por la puerta principal—. Asegúrate de que se ha ido de verdad ¿quieres, Wilson? —Naturalmente, señor. Me entregó una bandeja con el correo del día y luego se marchó. Eché un vistazo a las cartas. Wilson ya había retirado las facturas y la publicidad. Eso dejaba una carta de mi psicólogo humano, que ignoré, y un anodino sobre blanco, tamaño grande. Fruncí el ceño, lo cogí y lo abrí por la parte superior. Saqué el contenido. Solo había una cosa dentro del sobre. Una fotografía, de quince por veinticinco, en blanco y negro. Enarqué una ceja. Era una foto de una costa rocosa donde un par de arbolitos se aferraban a una roca que se internaba en el océano. —No hay nada escrito detrás —dije mientras Tobias e Ivy se asomaban por encima de mi hombro—. No hay nada más en el sobre. —Apuesto que es de alguien intentando conseguir una entrevista —señaló Ivy —. Lo hacen mejor que el chico.

—No parece nada especial —observó J. C., abriéndose paso junto a Ivy, que le dio un puñetazo en el hombro—. Rocas. Árboles. Menudo aburrimiento. —No sé… —murmuré—. Tiene algo. ¿Tobias? Tobias cogió la fotografía. Al menos, eso es lo que vi. Lo más probable es que yo tuviera todavía la foto en la mano, pero no podía sentirla allí, ahora que percibía que Tobias la había cogido. Qué curioso, la forma en que la mente puede cambiar la percepción. Tobias estudió la instantánea un buen rato. J. C. empezó a quitar y a poner el seguro de su pistola. —¿No eres tú quien siempre está hablando de la seguridad de las armas? —le reprendió Ivy. —Estoy siendo prudente —repuso él—. El cañón no está apuntando a nadie. Además, tengo un agudo y férreo control sobre todos los músculos de mi cuerpo. Podría… —Callaos los dos —intervino Tobias. Acercó más la fotografía—. Dios mío… —Por favor, no uses el nombre del Señor en vano —dijo Ivy. J. C.

resopló. —Stephen —dijo Tobias—. El ordenador. Me reuní con él frente al ordenador de la sala de estar; luego me senté, mientras Tobias se asomaba por encima de mi hombro. —Busca el Ciprés Solitario. Así lo hice, y encontré una serie de imágenes. Un par de docenas de fotografías de la misma roca aparecieron en la pantalla, pero en todas ellas había un árbol grande en medio. El árbol parecía completamente crecido; de hecho, parecía antiguo. —Vale, magnífico —dijo J. C.—. Árboles quietos. Rocas quietas. Todo quieto y aburrido. —Eso es el Ciprés Solitario, J. C. —informó Tobias—. Es famoso, y se cree que tiene como mínimo doscientos cincuenta años. —¿Y…? —preguntó Ivy. Sostuve en alto la fotografía que me había llegado por correo. —Aquí no tendrá más de… ¿cuánto? ¿Diez? —Puede que menos —respondió Tobias. —Entonces, para que esta foto sea real —dije—, tendrían que haberla tomado hacia mediados del siglo XVIII. Décadas antes de que se inventara la fotografía. —Mirad, obviamente es una falsificación —dijo Ivy—. No comprendo por qué os preocupa tanto a los dos.

Tobias y yo recorríamos el pasillo de la mansión. Habían pasado dos días. Yo seguía sin poder quitarme la imagen de la cabeza. Llevaba la foto en el bolsillo de mi chaqueta. —Un timo sería la explicación más racional, Stephen —opinó Tobias. —Armando cree que es real —repliqué. —Armando está como un cencerro —respondió Ivy, que ese día vestía un traje de chaqueta gris. —Es verdad —dije, y me llevé de nuevo la mano al bolsillo. Alterar la foto no habría sido demasiado complicado. ¿Qué dificultad tenía manipular una foto, hoy en día? Prácticamente cualquier chaval podía crear falsificaciones realistas usando Photoshop. Armando la había revisado con algunos programas avanzados, comprobando niveles y haciendo un montón de cosas que eran demasiado técnicas para que y o las entendiera, pero admitió que eso no significaba nada. Un artista con talento podía engañar a las pruebas. Entonces ¿por qué me preocupaba tanto esa foto? —Me huele a que alguien intenta demostrar algo —dije—. Hay muchos árboles más antiguos que el Ciprés Solitario, pero pocos tienen un emplazamiento tan peculiar. Lo que se pretende con esta fotografía es descartarla al instante por imposible, al menos por aquellos que poseen un buen conocimiento de la historia. —Así pues, lo más probable es que sea un timo, ¿no te parece? —sugirió Ivy. —Tal vez. Comencé a andar en la otra dirección, mientras mis aspectos guardaban silencio. Por fin, oí la puerta cerrarse abajo. Corrí al rellano. —¿Señor? —dijo Wilson mientras subía las escaleras. —¡Wilson! ¿Ha llegado el correo? Se detuvo en el rellano sosteniendo una bandeja de plata. Megan, del personal de limpieza (real, naturalmente), nos adelantó a pasos veloces y se escabulló detrás de él con la mirada gacha. —Renunciará pronto —advirtió Ivy—. La verdad es que tendrías que intentar ser menos raro.

—Eso es mucho pedir, Ivy —murmuré mientras examinaba el correo—. Con vosotros a mi alrededor. ¡Allí estaba! Otro sobre, idéntico al primero. Lo abrí ansiosamente y saqué otra fotografía. Esta era más borrosa. Se veía un hombre de pie ante un lavabo, con una toalla al cuello. El entorno parecía anticuado. También se trataba de una foto en blanco y negro. Se la pasé a Tobias, que la cogió, la alzó y la examinó con los ojos entornados. —¿Y bien? —preguntó Ivy. —Él me resulta familiar —dije—. Es como si lo conociera. —George Washington —reveló Tobias—. Afeitándose una mañana, según parece. Me sorprende que no lo hiciera un criado. —Era soldado —repuse, y recuperé la foto—. Probablemente estaba acostumbrado a hacer las cosas él solito. Pasé los dedos por la brillante instantánea. El primer daguerrotipo (las primeras fotografías) se remontaba a mediados de la década de 1830. Antes de esa fecha, nadie había logrado crear imágenes permanentes de esta naturaleza. Washington murió en 1799. —Fijaos, obviamente se trata de una falsificación —dijo Ivy—. ¿Una foto de George Washington? ¿Acaso hemos de dar por sentado que alguien retrocedió en el tiempo y lo único que se le ocurrió hacer fue sacar una fotografía a hurtadillas de George en el cuarto de baño? Nos la están jugando, Steve. —Tal vez —admití. —Se parece muchísimo a él —intervino Tobias.

—Con la salvedad de que no tenemos ninguna foto suya —advirtió Ivy—. Así que no hay forma de demostrarlo. Verás, todo lo que habría que hacer es contratar a un actor que se le parezca, posar para la foto, y zas. Ni siquiera tendrían que editarla. —Veamos qué opina Armando —dije, dándole la vuelta a la fotografía. En el dorso había un número de teléfono—. Que alguien vaya a buscar primero a Audrey. —Podéis acercaros a Su Majestad —dijo Armando. Estaba de pie ante su ventana, que era triangular, pues ocupaba una de las buhardillas de la mansión. Había exigido ese emplazamiento. —¿Puedo dispararle? —me preguntó J. C. en voz baja—. Ya sabes, en un punto que no sea vital. Un pie, tal vez. —Su Majestad ha oído eso —dijo Armando con su suave acento español; ahora nos estaba mirando muy serio—. Stephen Leeds. ¿Has cumplido la promesa que me hiciste? Debo recuperar mi trono. —Estoy trabajando en ello, Armando —respondí, tendiéndole la fotografía—. Tenemos otra. Armando suspiró y cogió la foto de entre mis dedos. Era un hombre alto de pelo negro que mantenía engominado hacia atrás. —Armando benévolamente accede a considerar tu súplica. Alzó la fotografía. —¿Sabes, Steve? —dijo Ivy, curioseando por la habitación—.

Si vas a crear alucinaciones, deberías procurar que fueran menos irritantes. —Silencio, mujer —espetó Armando—. ¿Has considerado la petición de Su Majestad? —No voy a casarme contigo, Armando. —¡Serías reina! —No tienes ningún trono. Y la última vez que lo comprobé, en México gobernaba un presidente, no un emperador. —Los capos de la droga amenazan a mi pueblo —dijo Armando mientras examinaba la instantánea—. Pasan hambre, y están forzados a doblegarse ante los caprichos de las potencias extranjeras. Es una desgracia. En cuanto a esta fotografía, es auténtica. Me la devolvió. —¿Eso es todo? —pregunté—. ¿No necesitas hacer ninguna prueba con el ordenador? —¿Acaso no soy el experto en fotografía? ¿No has acudido a mí con una lastimosa súplica? He hablado. Es real. No hay truco. El fotógrafo, sin embargo, es un pelanas. No sabe nada del arte de su oficio. Esta foto me ofende por su absoluta naturaleza pedestre. Nos dio la espalda y se puso a mirar de nuevo por la ventana. —¿Puedo dispararle ahora? —insistió J. C. —Me siento tentado a permitírtelo —dije y o, dándole la vuelta a la foto. Audrey había examinado la letra del dorso, y no había podido identificarla con ninguno de los catedráticos, psicólogos y demás grupos que seguían empeñados en estudiarme. Me encogí de hombros; luego saqué mi teléfono. El número era local. Sonó una vez antes de que descolgaran.

—¿Hola? —dije. —¿Puedo ir a visitarlo, señor Leeds? Una voz de mujer, con un leve acento sureño. —¿Quién es usted? —La persona que le ha estado enviando acertijos. —Bueno, eso y a lo he deducido. —¿Puedo ir a visitarlo? —Yo… bueno, supongo. ¿Dónde está usted? —En la puerta de su mansión. El teléfono chasqueó. Al poco, sonó el timbre de la puerta principal. Miré a los demás. J. C. se acercó a la ventana, pistola en mano, y echó un vistazo al camino de acceso. Armando lo observó con el ceño fruncido. Ivy y y o salimos de las habitaciones de Armando y nos dirigimos a la escalera. —¿Vas armado? —preguntó J. C., corriendo para unirse a nosotros. —La gente normal no va por su casa con una pistola al cinto, J. C. —Lo hacen si quieren vivir. Ve a por tu pistola. Vacilé; luego suspiré. —¡Hazla pasar, Wilson! —exclamé, pero regresé a mis habitaciones (las más grandes de la propiedad) y cogí el revólver de mi mesilla de noche. Me lo enfundé bajo el brazo y volví a ponerme la chaqueta. Ir armado me reconfortaba, aunque soy un tirador malísimo.

Para cuando bajé las escaleras en dirección al vestíbulo de entrada, Wilson ya había atendido la puerta. Una mujer de piel oscura, de treinta y tantos años, estaba de pie en el umbral, con un gabán negro, un traje de chaqueta y rizos cortos. Se quitó las gafas de sol y me saludó con la cabeza. —A la sala de estar, Wilson —dije cuando llegué al rellano.

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