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Legados de Nueve (no oficial) – Pittacus Lore

Hay reglas para esconderse a plena vista. La primera regla, o al menos la que Sandor me repite más a menudo, es: “No seas estúpido”. Estoy a punto de romper esa regla al quitarme los pantalones. La primavera es mi estación favorita en Chicago. Los inviernos son fríos y ventosos, los veranos calurosos y estridentes. Las primaveras son perfectas. Esta mañana está soleada, pero todavía hay un frío amenazante en el aire, un recuerdo del invierno. Llega un rocío helado desde el Lago Míchigan, haciendo que mis mejillas escozan y humedeciendo el pavimento bajo mis zapatillas. Troto por los veintiocho kilómetros del camino a la orilla del lago todas las mañanas, tomando descansos cada vez que puedo; no porque los necesite, sino para admirar las agitadas aguas gris azuladas del Lago Míchigan. Incluso cuando hace frío, siempre pienso en sumergirme; en nadar hasta el otro lado. Lucho contra el impulso tal cual lucho contra el impulso de mantener el ritmo de los ciclistas vestidos con spandex de neón que pasan como un rayo. Tengo que ir lento. Hay más de dos millones de personas en esta ciudad y soy más rápido que todos ellos. Aun así, tengo que trotar. A veces, hago el recorrido dos veces para sudar de verdad. Esa es otra de las reglas de Sandor para esconderse a plena vista: siempre parecer más débil de lo que soy en realidad. Nunca insisto. Es absurdo quejarse. Hemos estado en Chicago por cinco años gracias a las reglas de Sandor. Cinco años de paz y tranquilidad. Cinco años desde la última vez que los mogadorianos nos tuvieron de verdad en la mira. Cinco años de un aburrimiento cada vez mayor. Así que cuando una repentina vibración sacude el iPod atado bajo mi brazo, mi estómago cae en picado. Se supone que el aparato no reacciona a menos que los problemas estén cerca. Solo me toma un momento decidir qué hacer a continuación.


Sé que es un riesgo; sé que va contra todo lo que me han dicho que haga. Pero también sé que hay riesgos que vale la pena correr; sé que a veces tienes que ignorar tu entrenamiento. Así que troto hacia el lado del camino de los corredores, fingiendo que tengo un calambre. Cuando he terminado de estirar, desabrocho los pantalones de chándal para correr que he estado usando en cada trote desde que nos mudamos a Chicago, y los meto de cualquier forma en mi mochila. Por debajo estoy usando un par de mallas cortas, blancas con rojo como los de los Cardenales de San Luis, los colores enemigos aquí en Chicago. Pero los colores de los Cardenales en territorio de los Cachorros no son nada para preocuparse comparado con las tres cicatrices rodeando mi tobillo. Las rivalidades del béisbol y las sangrientas venganzas interplanetarias sencillamente no se comparan. Mis calcetines bajos y mis zapatillas hacen poco por esconder las cicatrices. Cualquier persona en las cercanías podría verlas, aunque dudo que mis compañeros corredores tengan el hábito de inspeccionarse los tobillos unos a otros. Sólo el corredor en concreto que hoy estoy intentando atraer lo notará en realidad. Cuando vuelvo a trotar otra vez, mi corazón está latiendo mucho más fuerte de lo normal. Emoción. Ha pasado un tiempo desde que sentí algo como esto. Estoy rompiendo la regla de Sandor y es estimulante. Sólo espero que no esté observándome a través de las cámaras que hay en la ciudad que hackeó de la policía. Eso sería malo. Mi iPod retumba otra vez. No es un iPod de verdad. No reproduce música y los auriculares sólo son para las apariencias. Es un aparato que Sandor armó en su laboratorio. Es mi detector de mogadorianos. Lo llamo iMog. El iMog tiene sus limitaciones. Capta los patrones genéticos de los mogadorianos en el área inmediata, pero solo tiene un radio de unas pocas cuadras y es propenso a interferencia. Está alimentado por el material genético de los mogadorianos, el cual tiene el hábito de deteriorarse rápidamente, así que no es sorpresa que el iMog pueda ponerse un poco extraño.

Como Sandor lo explica, el aparato es algo que recibimos cuando llegamos de Lorien, de un humano amigo de los lorienses. Sandor pasó un tiempo considerable intentando modificarlo. Fue su idea ponerlo en una carcasa de iPod como una forma de no llamar la atención. No hay una lista de reproducción o carátula de álbum en la pantalla de mi iMog, sólo un solitario punto blanco contra un fondo negro. Ése soy yo; soy el punto blanco. La última vez que lo pusimos a punto fue después de la vez más reciente en que fuimos atacados, raspando la ceniza de los mogadorianos de nuestra ropa para que Sandor pudiera sintonizarlo o estabilizarlo o alguna cosa científica a la que sólo tomé atención a medias. Nuestra regla es que si el iMog vibra, nos ponemos en movimiento. Ha pasado tanto tiempo desde que se activó que me había empezado a preocupar de que la cosa estuviera muerta. Y entonces, durante mi carrera hace unos días atrás, se encendió. Un solitario punto rojo pasando frente al lago. Me apresuré en volver a casa ese día, pero no le conté a Sandor lo que había pasado. En el mejor de los casos, ya no podría correr frente al lago. En el peor, estaríamos empacando cajas. Y no quería que ninguna de esas dos cosas pasara. Tal vez fue ahí cuando rompí la regla de “no seas estúpido”, por primera vez. Cuando empecé a ocultarle cosas a mi cêpan. Ahora el aparato está vibrando y pitando debido a que el punto rojo se ha detenido a unos pocos metros detrás de mí. Vibrando y pitando en sintonía con mi acelerado latido del corazón. Un mogadoriano. Me aventuro a mirar sobre mi hombro y no tengo problema en descubrir cuál corredor es el mogadoriano. Es alto, con cabello negro rapado cerca de su cuero cabelludo y está usando una sudadera de segunda mano de los Osos y un par de gafas de sol envolventes. Podría pasar por humano si no fuera tan pálido; su rostro no muestra ningún color, incluso en este aire fresco. Acelero el paso pero no me molesto en tratar de escapar. ¿Por qué hacérselo fácil? Quiero ver si este mog puede mantener el ritmo. Para el momento en el que salgo del camino del lago y me dirijo a casa, me doy cuenta de que he estado siendo un poco gallito.

Él es bueno; mejor de lo que esperaba que fuera. Pero yo soy mejor. Aun así, mientras cojo velocidad, siento que mi corazón se acelera por el esfuerzo por primera vez en demasiado tiempo. Me está alcanzando, y mi respiración se está agitando. Estoy bien por ahora, pero no seré capaz de mantener este ritmo por siempre. Vuelvo a comprobar el iMog. Por suerte mi acosador no ha pedido refuerzos. Todavía sigue el solitario punto rojo. Solo nosotros. Apagando el ruido de la ciudad a nuestro alrededor (parejas jóvenes dirigiéndose a un desayuno tardío, familias de turistas felices haciendo bromas acerca del viento) me concentro en el mog, usando mi natural audición mejorada para escuchar su respiración. Se está quedando sin aliento también; su respiración es irregular ahora. Pero sus pasos todavía están en sintonía con los míos. Escucho, prestando atención a si está buscando un comunicador, listo para entrar en una carrera de velocidad si él envía una alerta. No lo hace. Puedo sentir sus ojos fijos en mi espalda. Cree que no me he dado cuenta de que me sigue. Presumido, cansado y tonto. Es justo lo que había estado esperando. El John Hancock Center se eleva sobre nosotros. El sol centellea sobre las mil ventanas del rascacielos. Cien pisos y, en lo alto, mi hogar. El mog vacila cuando entro campante por la puerta delantera, luego me sigue. Me alcanza mientras cruzo el vestíbulo. Incluso aunque he estado esperándolo, me pongo rígido cuando siento el frío cañón de una pequeña arma mogadoriana presionando entre mis omóplatos. ―Sigue caminando ―me sisea.

Aunque sé que no puede herirme mientras esté protegido por el hechizo loriense, le sigo la corriente. Le dejo pensar que tiene el control. Sonrío y saludo a los guardias de seguridad defendiendo la recepción. Con el mog pisándome los talones, nos subimos al elevador. Solos por fin. El mog mantiene su arma apuntando hacia mí mientras presiono el botón hacia el piso 100. Estoy más nervioso de lo que creí que estaría. Nunca antes había estado a solas con un mog. Me recuerdo que todo está yendo según lo planeado. Mientras el elevador inicia su ascenso, actúo tan casual como puedo. ―¿Disfrutaste el ejercicio? El mog me agarra por la garganta y me golpea contra la pared del elevador. Me preparo para quedarme sin aliento; en cambio, una sensación cálida me recorre la espalda y es el mog el que tropieza hacia atrás, jadeando. El hechizo loriense en funcionamiento. Siempre me sorprende lo bien que funciona. ―Entonces no eres el Número Cuatro ―comenta. ―Eres rápido. ―¿Cuál eres? ―Podría decirte. ―Me encojo de hombros―. No veo por qué importa, pero te dejaré adivinar. Él me mira, calibrándome, tratando de intimidarme. No sé cómo son los del resto de la garde, pero yo no me asusto así de fácil. Me saco el iMog, dejándolo suavemente en el suelo. Si el mog lo encuentra insólito, no lo demuestra. Me pregunto cuál es el premio por capturar a un garde. ―Puede que no sepa tu número, pero sé que puedes considerar para tu futuro una vida en cautiverio mientras matamos al resto de tus amigos.

No te preocupes —añade― no tardará mucho. ―Buena historia ―contesto, elevando la vista al panel del elevador. Estamos casi en la planta superior. Anoche soñé con este momento. De hecho, eso no es tan cierto. Anoche no pude dormir, demasiado emocionado por lo que estaba a punto de pasar. Fantaseé con este momento. Me aseguro de saborear mis palabras. ―Tenemos un problema ―le digo―. No saldrás vivo de aquí.

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