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Latido del corazon – Marian Herrera

—¡Adiós, mamá! —¡Ve con Dios, Sebastián! ¡Anda con cuidado! Cerré la puerta y corrí por la acera. ¿Dónde era que quedaba la parada del autobús? ¡Ah! ¡Mami me la enseñó! Al lado de la panadería de don Roberto. ¡Ya me acordé! Corrí aún más rápido, solo pensaba en que necesitaba alcanzar el autobús antes de que se marchara. Miré a ambos lados de la calle antes de cruzar, tal y como dijo mi mamá. Luego seguí corriendo y le pedí disculpas a la señora con la que me tropecé. Estaba muy emocionado. Era la primera vez que me dejaban tomar el autobús solo. Mami me recordó mil veces dónde estaba la parada, dónde debía bajarme, cuál era la calle de la escuela y que no debía hablar con nadie extraño. Estaba preparado. Había cumplido diez años y era tiempo de convertirme en un hombre. Corrí cuando vi que faltaban pocas personas de montarse al autobús. ¡Justo a tiempo! Me detuve mientras una señora con bastón pagaba al chófer, apoyé las manos en mis rodillas, me incliné y tomé aire. Fue una gran carrera, estaba cansado, así que luego de entregar un puñado de monedas al chófer fui al segundo par de asientos de la fila de la derecha y arrojé mi mochila de los Power Rangers al suelo. El autobús comenzó a llenarse y tuve que ceder el asiento a mi lado y conformarme con el del pasillo. Ya no podía mirar las casas pasar por la ventana y eso me puso un poco triste. Permanecí observando el cabello gris de la señora sentada delante de mí. Era gracioso. Quería tocarlo. ¿Se enojaría? El autobús se detuvo en otra parada y subió aún más gente. ¿Por qué subían si estaba lleno? Las personas estaban de pie, sujetas a los asientos o a las barras del techo. Parecen sardinas, me reí pensando en ello. Estaban tan aplastados unos contra otros que parecían ondear al mismo tiempo. Volví la vista al frente y encontré a una niña pagándole al chófer. ¡Ella vestía mi uniforme! ¡Teníamos el mismo uniforme! ¿Íbamos a la misma escuela? Nunca la había visto antes. La miré durante un momento y traté de recordar; ella tenía el cabello cubierto por la luz del sol y parecía de oro.


¿Sería de oro? ¡No, no! Ya soy grande, no puedo creer en esas cosas. Aunque ella parecía un ángel… Un ángel sí podría tener el cabello de oro, así que yo podría tener razón. Y definitivamente no la había visto en la escuela antes. Ella miró la línea de personas apretadas unas contra otras en medio de los asientos. Vi su cara arrugarse de una manera graciosa. Entonces se me ocurrió que no estaría bien que estuviera allí de pie todo el viaje si ella realmente era un ángel. Dios podría molestarse, y mami siempre dice que eso no es bueno. Aún no había comprobado si ella era la criatura que yo sospechaba, pero por las dudas tomé mi mochila amarilla y me levanté del asiento, diciéndole cuando estuvo a mi lado: —Siéntate aquí. Ella miró el asiento y luego a mí, mientras el autobús retomaba su marcha. Ambos tuvimos que sujetarnos para no caer. Su cabello se veía aún más bonito y brillante de cerca. —No, ahí vas tú —su voz me recordaba al tintineo de esa campana con la que jugaba cada Navidad. —Yo puedo estar aquí de pie, ¿ves? —Me apretujé contra el resto de las sardinas y me sostuve con fuerza del asiento—. Cumplí diez años el domingo. Ya soy grande, no necesito sentarme. Ella se sentó, sosteniendo un bolso rosa de princesas entre sus brazos. Se giró y me miró. Me gustó que se viera tan impresionada. —¡Qué genial! Yo todavía tengo nueve años. —Volvió a arrugar la cara de esa manera graciosa—. Cuando tenga diez años, ¿podré estar allí de pie sin caerme igual que tú? —Depende —la miré con concentración, tratando de descubrir si me diría la verdad—, ¿eres un ángel? Ella volvió a arrugar la cara. —¡No! ¡Eso no existe! —Antes creía que no, pero cuando te vi pensé que eras uno. Me sentí avergonzado al admitir aquello y evité mirarla. Ella se iba a burlar de mí. ¿Qué hombre de diez años creía en esas cosas? Eso era de niños.

—No, no lo soy —dijo simplemente. Bajó la mirada a mi mochila, que se encontraba a mis pies—. ¿Te gustan los Power Rangers? —¡Me encantan! —admití con orgullo—. También tengo sus figuras de acción. —A mí también me gustan, aunque en mi antigua escuela se reían de mí por eso. Eso me confundió. ¿Por qué se burlaban? Los Power Rangers eran los más geniales. Esos niños no tenían idea de nada. —Son tontos —contesté con seguridad—, esos niños no saben nada. ¿Fue por eso que te cambiaste de escuela? Porque ahora estás en mi escuela, ¿verdad? En ese momento, ella se dio cuenta del parecido de nuestros uniformes y volvió a verse sorprendida. —¡Sí! No me había dado cuenta. Y me cambié de escuela porque nos mudamos de casa. —¿Tienes amigos aquí? —No. —Bajó la mirada. —Yo puedo ser tu amigo —dije rápidamente—. A los dos nos gustan los Power Rangers. Podemos ser amigos. —Luego dudé un poco—: Quieres ser mi amiga, ¿verdad? Sonrió de pronto y volví a pensar que me estaba engañando con lo de no ser un ángel. —¡Sí, sí, sí! Me llamo Ángela, ¿y tú? Ella definitivamente me estaba engañando, su nombre comprobaba todas mis sospechas. Siendo su amigo, ¿me diría la verdad? ¡Sería tan genial ser amigo de alguien que pudiera volar! Sonreí pensando en eso; yo haría que me contara su secreto, solo tenía que demostrarle que podía confiar en mí. —Soy Sebastián. Puedes decirme Sebas, todos mis amigos lo hacen. Capítulo 1 Viernes. 8:30am. 2012.

Me acomodé en el asiento de piedra frente a ella y coloqué una manzana entre nosotros. —Desayuna. —No tengo hambre —ni siquiera me miró. —¿Sigues enojada conmigo? El sol de la mañana molestaba mis iris y me obligaba a entrecerrar los párpados; Ángela parecía disfrutarlo, estirando el cuello y cerrando los ojos mientras absorbía cada rayo. Lo estaba haciendo adrede, pues ambos nos conocíamos lo suficientemente bien como para saber que no me gustaba estar bajo un sol tan fuerte y que ella lo había hecho específicamente para molestarme. Ni siquiera abría las cortinas de su cuarto durante el día, por amor de Dios. —Ángela, háblame —insistí, algo desesperado. Nunca me había gustado que me ignoraran. Ella siguió fingiendo que no existía. Me lancé hacia delante y tomé sus manos entre las mías. Ya no sabía qué hacer, así que comencé a suplicar. —No puedo pedirte perdón si no me dices qué te pasa. No soy un adivino. —Se deshizo de mi agarre y entrecerró los ojos hacia mí, sin embargo proseguí—: Dime qué sucede y déjame arreglarlo. —Ya deberías saberlo. —¡No leo mentes, Ángela! —Me puse de pie, haciendo aspavientos mientras expresaba mi frustración—. Ayer estábamos bien pero en la noche comenzaste a ignorar mis mensajes y luego mis llamadas. Hoy fingiste que no existía. ¡Y yo no hice nada! —¡Claro que sí! —Se puso en pie también y se acercó hasta encararme—. Lo que más enojo me da es que ni siquiera te has dado cuenta. Creí que eras mi mejor amigo. —Lo soy. Pero soy hombre, no mago. —Suspiré—. Por favor, dímelo.

Sabes lo distraído que soy y que hago muchas idioteces. No puedo evitarlo, pero conscientemente nunca haría nada para dañarte. —¡Eres un imbécil! Pasó a mi lado como un torbellino furioso e ingresó al liceo. Permanecí inmóvil ante su arrebato, pero un segundo después la vi salir por las puertas dando furiosas zancadas mientras se dirigía de regreso a mí. ¿Había olvidado gritarme algo más? Tomó la manzana de la mesa a mi lado y echó el brazo hacia atrás, tirándomela con fuerza en la cabeza. —¡Un imbécil! —chilló y volvió a irse. —¡Ángela, estás loca! —grité en respuesta mientras me frotaba el costado de mi cabeza que latía como un bombo. La vi sacarme su dedo medio, algo poco común en ella, antes de cerrar la puerta tras de sí. Estuve parado allí por varios segundos, repasando mentalmente cada cosa que dije o hice el día anterior, y seguía sin encontrar algo en específico que pudiera haberla incordiado. Aunque, pensándolo bien, cualquier cosa podría alterar a esa lunática.

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