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Las pruebas – James Dashner

Resolver el laberinto se suponía que era el final. No más pruebas, no más huidas. Thomas creía que salir significaba que todos recobrarían sus vidas, pero ninguno sabía a qué clase de vida estaban volviendo.

Árida y carbonizada, gran parte de la tierra es un territorio inservible. El sol abrasa, los gobiernos han caído y una misteriosa enfermedad se ha ido apoderando poco a poco de la gente.

Sus causas son desconocidas; su resultado, la locura. En un lugar infestado de miseria y ruina, y por donde la gente ha enloquecido y deambula en busca de víctimas, Thomas conoce a una chica, Brenda, que asegura haber contraído la enfermedad y estar a punto de sucumbir a sus efectos. Entretanto,

Teresa ha desaparecido, la organización CRUEL les ha dejado un mensaje, un misterioso chico ha llegado y alguien ha tatuado unas palabras en los cuellos de los clarianos. La de Minho dice «el líder»; la de Thomas, «el que debe ser asesinado».


Le habló antes de que el mundo se desmoronara:
Eh, ¿aún estás despierto?
Thomas cambió de postura en la cama y sintió una oscuridad a su alrededor, como si el aire se volviera sólido y le apretara. Al principio le entró el pánico; los ojos se le abrieron de golpe cuando se imaginó de vuelta en la Caja, aquel horrible cubo de frío metal que le había llevado hasta el Claro y el Laberinto.

Pero había una luz tenue y unas oscuras sombras fueron apareciendo poco a poco en la enorme habitación. Literas. Cómodas. Las suaves respiraciones y los gorjeantes ronquidos de los chicos que dormían profundamente.

Una sensación de alivio le inundó. Ahora estaba a salvo en su dormitorio. Ya no había preocupaciones. Ya no había laceradores. Ya no había muerte.
¿Tom?
Sonó una voz en su cabeza, la de una chica. No era audible ni visible. Pero, aun así, la oía, aunque nunca podría haberle explicado a nadie cómo funcionaba.

Exhaló después de inspirar profundamente y se relajó sobre la almohada; sus nervios de punta se calmaron tras aquel momento de terror. Respondió, formando las palabras con sus pensamientos:
¿Teresa? ¿Qué hora es?

No tengo ni idea —contestó—, pero no puedo dormir.


Probablemente me haya echado una cabezada de una hora. Tal vez más. Esperaba que estuvieras despierto para hacerme compañía.
Thomas intentó no sonreír. Aunque no pudiera verle, seguiría siendo embarazoso.

No me has dejado muchas más opciones, ¿no? Es un poco difícil dormir cuando alguien te está hablando directamente dentro de tu cráneo.
Llorica. Vuelve a dormir, entonces.

No, estoy bien —se quedó mirando a los pies de la litera que había encima de él, sin ninguna característica especial y algo borrosa en la sombra, donde Minho respiraba como si tuviera la garganta llena de flemas—. ¿En qué has estado pensando?

¿Tú qué crees? —por alguna razón, proyectó un toque de cinismo en sus palabras—. Sigo viendo a los laceradores. Su repugnante piel y sus cuerpos grasientos con todos aquellos pinchos y brazos de metal. Estaban demasiado cerca para sentirme cómoda, Tom. ¿Cómo vamos a quitarnos algo así de la cabeza?

Thomas sabía lo que pensaba. Aquellas imágenes no se les borrarían nunca. A los clarianos les perseguirían el resto de sus vidas las cosas horribles que habían sucedido en el Laberinto. Se figuró que la mayoría, si no todos, tendría problemas psicológicos importantes. Quizás hasta se volvían tarados.

Y sobre todo, tenía una imagen grabada a fuego en su memoria como si se la hubieran marcado al rojo vivo. Su amigo Chuck, apuñalado en el pecho, sangrando y muriéndose mientras Thomas lo sostenía.

Sabía que nunca lo olvidaría, pero lo que le dijo a Teresa fue:
Se te pasará. Tan sólo necesitas un poco de tiempo, eso es todo.
Eso es una tontería —replicó ella.

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