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Las maquinas de Dios – Jack McDevitt

Deseo agradecer la ayuda técnica que me han brindado James H. Sharp y Geoff Chester, del Planetario Albert Einstein del Smithsonian Institute; David Steitz y Charles Redmond de la NASA; y George B. Hynds, Jr., de GBH Fabricating & Packaging. También deseo expresar mi gratitud al Dr. Charles Stanmer, que me ayudó a rellenar mis considerables lagunas de química; a Douglas Miles, por su obra The Great Waves (McGraw-Hill, 1985), que ha sido una fuente de información muy valiosa; a Patrick Delahunt, que siempre tuvo razón; a Bob Melvin y Brian Cole por su oportuna ayuda; y a Mark Van Name, por estar a mi lado siempre que le necesitaba. También a Ralph Vicinanza, Ginjer Buchanan y Carol Lowe, de Ace. Y finalmente a mis hijos, Merry, Scott y Chris, quienes debían tener la sensación de que su padre era Lamont Cranston, por el apoyo y la comprensión que me proporcionaron en todo momento. En la novela, las fechas aparecen en relación con la era cristiana, por respeto a la cordura de todo el mundo. Prólogo Iapeto. Domingo, 12 de febrero de 2197; 0845 GMT. El objeto, tallado en hielo y roca, se alzaba serenamente en aquella llanura desapacible y cubierta de nieve. Era una angustiosa figura de garras finamente curvadas, ojos surrealistas y una fluidez macilenta. Sus labios, contorneados y casi sexuales, estaban separados. Priscilla Hutchins no sabía por qué le resultaba tan inquietante. No se debía al aspecto carnívoro de la criatura, ni a sus largas y amenazadoras zarpas, ni al oscuro sigilo de sus extremidades inferiores. Tampoco se debía a su postura vagamente agresiva, ni al hecho de que estuviera situada en el centro de lo que de otro modo sería una llanura estéril bajo la luz de octubre de los anillos de Saturno. Más bien, parecía estar relacionado con el interés que mostraba por ese mundo eternamente helado y las pequeñas colinas y cerros que se extendían hacia el oeste. Y con sus gélidos rasgos, en los que se había tallado una expresión que sólo podía describirse como crueldad filosófica. —Me encanta regresar a este lugar —la voz de Richard resonó en sus auriculares. Parecía emocionado—. De todos los Monumentos, éste fue el primero y el principal. Estaban sobre una rampa que había sido construida para preservar las huellas de la expedición original. Aquí se detuvo Terri Chase; allí, Cathie Chung. Las profundas huellas que rodeaban a la figura pertenecían al propio Steinitz (lo sabía porque había visto las viejas cintas de vídeo infinidad de veces y recordaba a los astronautas avanzando pesadamente en sus trajes presurizados).


Este recuerdo le hizo sonreír. Se metió las manos en los bolsillos y observó a Richard Wald, con sus arrugados vaqueros grises y su sudadera blanca. Se había encasquetado su viejo sombrero irlandés, que apenas entraba en la burbuja de energía articulada que le permitía respirar. Al estar dentro del campo Flickinger, quedaba ligeramente fuera de su campo visual y le resultaba difícil verlo. Pero eso también sucedía en su vida normal. Richard era uno de los grandes nombres de la arqueología; sería recordado mientras las personas estuvieran interesadas en saber de dónde procedían, mientras continuaran enviando exploradores. Sin embargo, en esos momentos estaba tan aterrorizado como ella, como un niño pequeño, ante la presencia de ese objeto. A su alrededor, todo era silencio y desolación. A primera vista, Hutchins podría haber sido una de esas mujeres diminutas, de rasgos perfectamente cincelados y sonrisa seductora, más afín con los grandes salones que con ese desapacible paisaje lunar. Sus ojos, negros y amables, reflejaban una carencia de sociabilidad. Pero podían iluminarse. Su corto cabello moreno sobresalía ligeramente por debajo del sombrero de safari que llevaba. Quienes la conocían opinaban que su reducida estatura era lo que había alimentado sus diversas ambiciones: su éxito con los hombres, con su vida profesional y, finalmente, con las estrellas. Ella sabía que no era cierto o, por lo menos, pensaba que no lo era. La realidad era mucho más sencilla, aunque nunca se lo explicaría a nadie: cuando tenía ocho años, su padre la llevó a la Luna y pudo sentir la fuerza de la antigüedad de ese lugar. Este hecho había llenado sus sueños y sobrecogido sus horas de vigilia; entonces fue consciente de la transitoriedad de su alma. Vive mientras puedas, entrégate a tus pasiones. Intenta que valga la pena. Mientras observaba los gélidos rasgos de la criatura de hielo, volvió a sentirlo. Y volvió a recordarlo. Richard Wald cruzó los brazos con fuerza, como si sintiera frío dentro de su envoltura energética. Era un hombre alto que emanaba el tipo de dignidad que puede observarse en aquellas personas que han conseguido cierto prestigio pero nunca lo han aceptado. A pesar de tener sesenta años, era un hombre de gran vitalidad y exuberancia. Nunca rechazaba una buena bebida ni una buena fiesta. Aunque le encantaba la compañía de las mujeres, siempre había mantenido una conducta puramente profesional con Hutchins, su piloto.

Tenía algo de profeta del Antiguo Testamento, quizá por su bigote y su largo cabello plateado, sus altos pómulos y su intensa mirada azul. Sin embargo, su aspecto severo era simplemente una fachada; para Hutchins, era como un gatito. Richard ya había estado en este lugar. En cierto modo, era aquí donde había nacido. Este había sido el Primer Monumento, la primera forma de contacto que, doscientos años antes, alertó a la raza humana de que no estaba sola. Los exploradores habían encontrado otros trece, de diseños variados, entre las estrellas, aunque Richard pensaba que tenía que haber miles de ellos. Los Grandes Monumentos eran su pasión. Las paredes de su hogar de Maine estaban decoradas con imágenes de ellos: una pirámide envuelta en nubes dando vueltas en órbita a un rocoso y azulado planeta de Sirio; un grupo de esferas y conos de cristal en un campo nevado cerca del polo sur del estéril Armis V; y una cuña transparente girando en la órbita de Arturo (el micrófono de Hutchins era una reproducción genial de la Cuña de Arturo). La reliquia más espectacular era un objeto parecido a un pabellón circular, con columnas y peldaños, que había sido tallado en un lado de una montaña situada en un deforme asteroide del sistema Procyon (citando las palabras de Richard, «parecía que el pabellón estuviera esperando a que llegara la orquesta»). Hutchins nunca había estado en aquellos lugares mágicos, sólo había visto las imágenes, pero estaba segura de que algún día los visitaría. Algún día podría verlos con sus propios ojos y sentiría la presencia de sus creadores, cómo ahora. Por sí sola, le hubiera resultado muy difícil venir a este lugar, pues había demasiados pilotos y muy pocas misiones; Richard había encontrado en ella un espíritu afín y quería que viera los Monumentos, para poder revivir sus emociones. Además, era endiabladamente buena. De todos los Monumentos, sólo el de Iapeto se podía considerar un autorretrato. La criatura tenía las alas medio flexionadas y sus garras, de seis dedos, se extendían hacia Saturno. Sin duda alguna, era una hembra. Estaba ligeramente inclinada hacia delante, mirando con sus ojos ciegos hacia algo infinito, con los brazos abiertos y las piernas firmes. Casi resultaba erótica.

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