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Las Luces de Septiembre – Carlos Ruiz Zafón

Un misterioso fabricante de juguetes vive recluido en una mansión gigantesca poblada de seres mecánicos y sombras del pasado. Un enigma en torno a las extrañas luces que brillan entre la niebla que rodea el islote del faro. Una criatura de pesadilla que se oculta en la profundidad del bosque. Estos y otros elementos tejen la trama del misterio que unirá a Irene e Ismael para siempre durante un mágico verano en Bahía Azul.


 

Q 1. EL CIELO SOBRE PARÍS París, 1936 uienes recuerdan la noche en que murió Armand Sauvelle juran que un destello púrpura atravesó la bóveda del cielo, trazando un rastro de cenizas encendidas que se perdía en el horizonte; un destello que su hija Irene jamás pudo ver, pero que embrujaría sus sueños por muchos años. Era un frío amanecer de invierno, y los cristales de la sala número catorce del hospital Saint George estaban teñidos por una fina película de hielo que dibujaba unas acuarelas fantasmales de la ciudad en la tiniebla dorada del alba. La llama de Armand Sauvelle se apagó en silencio, sin apenas un suspiro. Su esposa Simone y su hija Irene alzaron la mirada cuando los primeros destellos que quebraban la línea de la noche trazaron agujas de luz a lo largo de la sala del hospital. Dorian, su hijo menor, descansaba dormido sobre una de las sillas. Un silencio sobrecogedor invadió la sala. No fue necesario cruzar ninguna palabra para comprender lo que había sucedido. Tras seis meses de sufrimiento, el fantasma negro de una enfermedad cuyo nombre jamás fue capaz de pronunciar había arrancado la vida a Armand Sauvelle. Sin más. Ése fue el principio del peor año que recordaría la familia Sauvelle. * * * Armand Sauvelle se llevó a la tumba su magia y su risa contagiosa, pero sus numerosas deudas no lo acompañaron en el último viaje. Pronto, una cohorte de acreedores y toda suerte de criaturas carroñeras con levita y título honorífico tomaron por costumbre dejarse caer por la vivienda de los Sauvelle, en el bulevar Haussmann. Las frías visitas de cortesía legal dieron paso a las amenazas veladas. Y éstas, con el tiempo, a los embargos. Colegios de prestigio y ropas de impecable acabado fueron sustituidos por empleos a tiempo parcial y atuendos más modestos para Irene y Dorian. Era el inicio del vertiginoso descenso de los Sauvelle al mundo real. La peor parte del viaje, sin embargo, cayó sobre Simone. Retomar su empleo como maestra no bastaba para hacer frente al torrente de deudas que devoraban sus escasos recursos. En cada rincón aparecía un nuevo documento que Armand había firmado, una nueva suscripción de deuda impagada, un nuevo agujero negro sin fondo… Fue por entonces cuando el pequeño Dorian empezó a sospechar que la mitad de la población de París la componían abogados y contables, una clase de ratas que habitaban en la superficie. Fue también entonces cuando Irene, sin que su madre tuviese conocimiento de ello, aceptó un empleo en un salón de baile.


Danzaba con los soldados, apenas unos adolescentes asustados, por unas monedas (monedas que, de madrugada, introducía en la caja que Simone guardaba bajo el fregadero de la cocina). Del mismo modo, los Sauvelle descubrieron que la lista de quienes se declaraban sus amigos y benefactores se reducía como la escarcha al amanecer. Con todo, llegado el verano, Henri Leconte, un antiguo amigo de Armand Sauvelle, ofreció a la familia la posibilidad de instalarse en el pequeño apartamento situado sobre la tienda de artículos de dibujo que regentaba en Montparnasse. El precio del alquiler lo dejaba a cuenta de futuras bonanzas y a cambio de que Dorian lo ay udase como chico de los recados, porque sus rodillas y a no eran lo que habían sido de joven. Simone nunca tuvo palabras suficientes para agradecer la bondad del viejo monsieur Leconte. El comerciante nunca las pidió. En un mundo de ratas, habían tropezado con un ángel. Cuando los primeros días del invierno se insinuaron sobre las calles, Irene cumplió catorce años, aunque a ella le pesaron como veinticuatro. Por un día, las monedas que ganó en el salón de baile las empleó en comprar un pastel para celebrar su cumpleaños con Simone y Dorian. La ausencia de Armand pendía sobre todos como una opresora sombra. Juntos apagaron las velas del pastel en el angosto salón del apartamento de Montparnasse, rogando que, con las llamas, se extinguiese el espectro de la mala fortuna que los había perseguido durante meses. Por una vez, su deseo no fue ignorado. No lo sabían aún, pero aquel año de sombras estaba llegando a su fin. * * * Semanas más tarde, una luz de esperanza se abrió inesperadamente en el horizonte de la familia Sauvelle. Gracias a las artes de monsieur Leconte y su red de conocidos, apareció la promesa de un buen empleo para su madre en un pequeño pueblo de la costa, Bahía Azul, lejos de la tiniebla grisácea de París, lejos de los tristes recuerdos de los últimos días de Armand Sauvelle. Al parecer, un adinerado inventor y fabricante de juguetes, llamado Lazarus Jann, necesitaba una ama de llaves que se hiciera cargo del cuidado de su palaciega residencia en el bosque de Cravenmoore. El inventor vivía en la inmensa mansión, contigua a su vieja fábrica de juguetes, y a cerrada, con la única compañía de su esposa Alexandra, gravemente enferma y postrada en una habitación de la gran casa desde hacía veinte años. La paga era generosa y, además, Lazarus Jann les ofrecía la posibilidad de instalarse en la Casa del Cabo, una modesta residencia construida sobre los acantilados en el vértice del cabo, al otro lado del bosque de Cravenmoore. A mediados de junio de 1937, monsieur Leconte despidió a la familia Sauvelle en el andén seis de la estación de Austerlitz. Simone y sus dos hijos subieron a bordo de un tren que habría de llevarlos rumbo a la costa de Normandía. Mientras el viejo Leconte observaba cómo se perdía el rastro del convoy, sonrió para sí y, por un instante, tuvo el presentimiento de que la historia de los Sauvelle, su verdadera historia, apenas había empezado. E 2. GEOGRAFÍA Y ANATOMÍA Normandía, verano de 1937 n su primer día en la Casa del Cabo, Irene y su madre trataron de poner algo de orden en el que habría de ser su nuevo hogar. Dorian, por su parte, descubrió mientras tanto su nueva pasión: la geografía o, más concretamente, dibujar mapas. Pertrechado con los lápices y un cuaderno que Henri Leconte le había regalado al partir, el hijo menor de Simone Sauvelle se retiró a un pequeño santuario entre los acantilados, una privilegiada atalaya desde la que gozaba de una vista espectacular.

El pueblo y su pequeño muelle de pescadores presidían el centro de la gran bahía. Hacia el este se extendía una playa infinita de arenas blancas, un desierto de perlas frente al mar, conocida como la Play a del Inglés. Más allá, la aguja del cabo se adentraba en el mar como una garra afilada. La nueva casa de los Sauvelle estaba construida sobre su extremo, que separaba Bahía Azul del amplio golfo que los lugareños denominaban Bahía Negra, por sus aguas oscuras y profundas. Mar adentro, alzándose entre la calima evanescente, Dorian divisaba el islote del faro, a media milla de la costa. La torre del faro se erguía oscura y misteriosa, fundiéndose en las brumas. Si volvía la vista a tierra, Dorian podía ver a su hermana Irene y a su madre en el porche de la Casa del Cabo. Su nueva morada era una construcción de dos pisos de madera blanca, enclavada sobre los acantilados: una terraza suspendida en el vacío. Tras la casa se levantaba la espesura del bosque y, alzándose sobre las copas de los árboles, se distinguía la majestuosa residencia de Lazarus Jann, Cravenmoore. Cravenmoore semejaba más bien un castillo, una invención catedralicia, producto de una imaginación extravagante y torturada. Un laberinto de arcos, arbotantes, torres y cúpulas sembraba su angulosa techumbre. La construcción respondía a una planta cruciforme de la que brotaban diferentes alas. Dorian observó atentamente la siniestra silueta de la morada de Lazarus Jann. Un ejército de gárgolas y ángeles esculpidos sobre la piedra guardaba el friso de la fachada cual bandada de espectros petrificados a la espera de la noche. Mientras cerraba su cuaderno y se disponía a regresar a la Casa del Cabo, Dorian se preguntó qué clase de persona elegiría un lugar como aquél para vivir. No tardaría en averiguarlo: aquella noche estaban invitados a cenar en Cravenmoore. Cortesía de su nuevo benefactor, Lazarus Jann. * * * La nueva habitación de Irene estaba orientada hacia el noroeste. Desde su ventana podía contemplar el islote del faro y las manchas de luz que el sol dibujaba sobre el océano, lagunas de plata encendida. Tras meses de encierro en el reducido piso de París, el disfrutar de una habitación para ella sola se le antojaba un lujo casi ofensivo. La posibilidad de cerrar la puerta y gozar de un espacio reservado a su intimidad era una sensación embriagadora. Mientras contemplaba cómo el sol poniente teñía de cobre el mar, Irene afrontó el dilema de qué indumentaria lucir para su primera cena con Lazarus Jann. Apenas conservaba una pequeña parte del que había sido un extenso vestuario. Ante la idea de ser recibidos en la gran casa de Cravenmoore, todos sus vestidos le parecían despojos harapientos y vergonzantes. Tras probarse los dos únicos atavíos que podrían reunir las condiciones para semejante ocasión, Irene se percató de la existencia de un nuevo problema con el que no había contado.

Desde que había cumplido los trece años, su cuerpo parecía empeñado en adquirir volumen en determinados lugares y perderlo en otros. Ahora, al borde de los quince y enfrentándose al espejo, los caprichos de la naturaleza se hacían más evidentes que nunca para Irene. Su nuevo perfil curvilíneo no casaba con el severo corte de su polvoriento guardarropía. Una guirnalda de reflejos escarlatas se extendía sobre Bahía Azul cuando, poco antes del anochecer, Simone Sauvelle llamó suavemente a su puerta. —Adelante. Su madre cerró la puerta a sus espaldas y realizó una rápida radiografía de la situación. Todos los vestidos de Irene estaban tendidos sobre el lecho. Su hija, ataviada con una simple camiseta blanca, contemplaba desde la ventana las luces lejanas de los barcos en el canal. Simone observó el esbelto cuerpo de Irene y sonrió para sí. —El tiempo pasa y no nos damos cuenta, ¿eh? —No me entra ni uno solo. Lo siento —repuso Irene—. Y lo he intentado. Simone se acercó hasta la ventana y se arrodilló junto a su hija. Las luces del pueblo en el centro de la bahía dibujaban acuarelas de luz sobre las aguas. Por un instante, ambas contemplaron el espectáculo sobrecogedor del crepúsculo sobre Bahía Azul. Simone acarició el rostro de su hija y sonrió. —Creo que este sitio nos va a gustar. ¿Tú qué dices? —preguntó. —¿Y nosotros? ¿Vamos a gustarle nosotros a él? —¿A Lazarus? Irene asintió. —Somos una familia encantadora. Nos adorará —respondió Simone. —¿Estás segura? —Más nos vale, jovencita. Irene señaló su vestuario. —Ponte uno de los míos —sonrió Simone—. Me parece que te sentarán mejor que a mí.

Irene se sonrojó ligeramente. —Exagerada —le recriminó a su madre. —Tiempo al tiempo. * * * La mirada que Dorian dedicó a su hermana cuando la vio aparecer al pie de la escalera, envuelta en un vestido de Simone, hubiera ganado concursos. Irene clavó sus ojos verdes en Dorian y, alzando un dedo índice amenazador, le dirigió una velada advertencia: —Ni una palabra. Dorian, mudo, asintió, incapaz de despegar los ojos de aquella desconocida que hablaba con la misma voz que su hermana Irene y lucía su mismo rostro. Simone advirtió su semblante y reprimió una sonrisa. Luego, con solemne seriedad, colocó una mano sobre el hombro del muchacho y se arrodilló frente a él para arreglar su pajarita morada, herencia de su padre. —Vives rodeado de mujeres, hijo. Ve acostumbrándote. Dorian asintió de nuevo, entre la resignación y el asombro. Cuando el reloj de la pared anunció las ocho de la noche, todos estaban listos para la gran cita y enfundados en sus mejores galas. Por lo demás, muertos de miedo. * * * Una tenue brisa soplaba desde el mar y agitaba la espesura en el bosque que rodeaba Cravenmoore. El siseo invisible de las hojas acompañaba el eco de los pasos de Simone y sus hijos en la senda que atravesaba la arboleda, un verdadero túnel tallado entre una jungla oscura e insondable. La pálida tez de la luna pugnaba por atravesar el sudario de sombras que cubría el bosque. Las voces invisibles de los pájaros que anidaban en las copas de aquellos gigantes centenarios formaban una inquietante letanía. —Este sitio me da escalofríos —apuntó Irene. —Tonterías —se apresuró a atajar su madre—. Es simplemente un bosque. Andando. Dorian contemplaba en silencio las sombras de la floresta desde su posición de retaguardia. La oscuridad creaba siniestras siluetas y catapultaba su imaginación a dilucidar docenas de criaturas diabólicas al acecho. —A la luz del día todo esto no son más que matojos y árboles —matizó Simone Sauvelle, pulverizando el hechizo fugaz con que Dorian se estaba deleitando. Unos minutos más tarde, tras una travesía nocturna que a Irene se le antojó interminable, la imponente y angulosa silueta de Cravenmoore se alzó frente a ellos como un castillo de ley enda que emergía en la niebla.

Haces de luz dorada parpadeaban tras los grandes ventanales de la inmensa residencia de Lazarus Jann. Un bosque de gárgolas se recortaba contra el cielo. Más allá podía distinguirse la fábrica de juguetes, un anexo de la mansión. Rebasado el umbral de la floresta, Simone y sus hijos se detuvieron a contemplar la sobrecogedora inmensidad de la residencia del fabricante de juguetes. En ese momento, un pájaro semejante a un cuervo emergió de la maleza, aleteando, y trazó una curiosa tray ectoria sobre el jardín que rodeaba Cravenmoore. El ave voló en círculos sobre una de las fuentes de piedra y fue a posarse a los pies de Dorian. Al cesar el batir de sus alas, el cuervo se tendió sobre uno de sus costados y se abandonó a un lento balanceo hasta quedar inerte. El muchacho se arrodilló y aproximó lentamente su mano derecha al animal. —Ten cuidado —le advirtió Irene. Dorian, ajeno a su consejo, acarició el plumaje del cuervo. El pájaro no dio señales de vida. El chico lo tomó en sus manos y desplegó sus alas. Un gesto de perplejidad oscureció su rostro. Segundos después, se volvió hacia Irene y Simone: —Es de madera —murmuró—. Es una máquina. Los tres intercambiaron una mirada en silencio. Simone suspiró e invitó a sus hijos: —Vamos a causar una buena impresión. ¿De acuerdo? Ellos asintieron. Dorian devolvió el pájaro de madera al suelo. Simone Sauvelle sonrió débilmente y, a su señal de asentimiento, los tres enfilaron la escalinata de mármol blanco que serpenteaba hacia el gran portón de bronce, tras el cual se ocultaba el mundo secreto de Lazarus Jann. Las puertas de Cravenmoore se abrieron ante ellos sin necesidad de utilizar el extraño llamador forjado en bronce a imagen y semejanza del rostro de un ángel. Un intenso halo de luz áurea emanaba del interior de la casa. Una silueta inmóvil aparecía recortada en el haz de claridad. La figura cobró vida súbitamente ladeando la cabeza, al tiempo que se oía un ligero traqueteo mecánico. El rostro afloró a la luz.

Ojos sin vida, simples esferas de cristal, enclaustrados en una máscara sin más expresión que una escalofriante sonrisa, los contemplaban. Dorian tragó saliva. Irene y su madre, más impresionables, dieron un paso atrás. La figura tendió una mano hacia ellos y permaneció inmóvil de nuevo. —Confío en que Christian no los haya asustado. Es una creación antigua y torpe. Los Sauvelle se volvieron hacia la voz que les hablaba desde el pie de la escalinata. Un rostro amable, de camino a una afortunada madurez, les sonreía no sin cierta picardía. Los ojos del hombre eran azules y brillaban bajo una espesa mata de cabellos plateados y cuidadosamente peinados. El hombre, pulcramente trajeado, con un bastón de ébano policromado, se acercó a ellos y les dedicó una respetuosa reverencia. —Mi nombre es Lazarus Jann, y creo que les debo una disculpa —dijo. Su voz era cálida, confortante, una de esas voces dotadas de un poder tranquilizador y una rara serenidad. Sus grandes ojos azules observaron detenidamente a cada uno de los miembros de la familia y, finalmente, se posaron en el rostro de Simone. —Estaba dando mi habitual paseo nocturno por el bosque y me he retrasado. Madame Sauvelle, si no me equivoco… —Es un placer, señor. —Por favor, llámeme Lazarus. Simone asintió. —Ésta es mi hija Irene. Y éste es Dorian, el benjamín de la familia. Lazarus Jann estrechó cuidadosamente las manos de ambos. Su tacto era firme y agradable; su sonrisa, contagiosa. —Bien. Respecto a Christian, no deben temerlo en absoluto. Lo mantengo como un recuerdo de mi primera época. Es torpe y su aspecto dista de ser amigable, lo sé.

—¿Es una máquina? —se apresuró a preguntar Dorian, fascinado. La mirada de censura de Simone llegó tarde. Lazarus sonrió al muchacho. —Podríamos llamarlo así. Técnicamente, Christian es lo que denominamos un autómata. —¿Lo construy ó usted, señor? —Dorian —recriminó su madre. Lazarus sonrió de nuevo. Evidentemente, la curiosidad del muchacho no le molestaba en absoluto. —Sí. A él y a otros muchos. Ése es, mejor dicho, ése era mi trabajo. Pero creo que la cena nos espera. ¿Qué tal si discutimos todo esto frente a un buen plato y así nos vamos conociendo mejor? El aroma de un delicioso asado llegó hasta ellos como un elixir encantado. Incluso una piedra les hubiese leído el pensamiento. * * * Ni el sorprendente recibimiento del autómata ni el sobrecogedor aspecto del exterior de Cravenmoore podían presagiar el impacto que el interior de la mansión de Lazarus Jann causó en los Sauvelle. Tan pronto rebasaron el umbral de sus puertas, los tres se vieron sumergidos en un mundo fantástico que iba mucho más allá de lo que sus tres imaginaciones juntas podían llegar a concebir. Una suntuosa escalera parecía ascender en espiral hacia el infinito. Alzando la vista, los Sauvelle contemplaron una fuga que conducía a la torre central de Cravenmoore, coronada por una linterna mágica que bañaba la atmósfera interna de la casa con una luz espectral y evanescente. Bajo ese manto de claridad fantasmal se descubría una interminable galería de criaturas mecánicas. Un gran reloj de pared, dotado de ojos y una mueca caricaturesca, sonreía a los visitantes. Una bailarina envuelta en un velo transparente giraba sobre sí misma en el centro de una sala ovalada, donde cada objeto, cada detalle, formaba parte de la fauna creada por Lazarus Jann. Los pomos de las puertas eran rostros risueños que guiñaban sus ojos al girar. Un gran búho de magnífico plumaje dilataba sus pupilas de cristal y aleteaba lentamente en las brumas. Decenas o quizá cientos de miniaturas y juguetes ocupaban una inmensidad de muros y vitrinas que hubiera llevado toda una vida explorar. Un pequeño y juguetón cachorro mecánico movía la cola y ladraba al paso de un ratoncillo de metal.

Suspendido del techo invisible, un carrusel de hadas, dragones y estrellas danzaba en el vacío, en torno a un castillo que flotaba entre nubes de algodón al son del tintineo distante de una caja de música… Dondequiera que dirigieran su mirada, los Sauvelle descubrían nuevos prodigios, nuevos artefactos imposibles que desafiaban todo lo que habían visto antes. Bajo la divertida mirada de Lazarus, los tres permanecieron así, presos de aquel estado de absoluto encantamiento, durante minutos. —¡Es… es maravilloso! —dijo Irene, incapaz de creer cuanto sus ojos le transmitían. —Bien, esto es sólo el vestíbulo. Pero celebro que les guste —asintió Lazarus, guiándolos hacia el gran comedor de Cravenmoore. Dorian, desprovisto de palabras, lo contemplaba todo con unos ojos como platos. Simone e Irene, no menos impresionadas, hacían lo posible por no caer en el hipnótico estado de ensueño que la casa producía. La sala donde se servía la cena estaba a la altura de lo que el vestíbulo auguraba. Desde las copas hasta los cubiertos, los platos o las lujosas alfombras que cubrían el suelo, todo llevaba el sello de Lazarus Jann. Ni un solo objeto en la casa parecía pertenecer al mundo real, gris y aborreciblemente normal que habían dejado atrás al internarse en aquella vivienda. Con todo, a los ojos de Irene no escapó el inmenso retrato que reposaba sobre la chimenea, cuy as llamas brotaban de las fauces de unos dragones. Una dama de belleza deslumbrante lucía un vestido blanco. El poder de su mirada había rebasado la frontera entre la realidad y los pinceles del artista. Por unos segundos, Irene se perdió en aquella mirada mágica y embriagadora. —Mi esposa, Alexandra… Cuando todavía gozaba de buena salud. Días maravillosos, aquéllos —dijo la voz de Lazarus a sus espaldas, envuelta en un halo de melancolía y resignación. * * * La cena transcurrió agradablemente a la luz de las llamas. Lazarus Jann se reveló como un excelente anfitrión que pronto supo ganarse las simpatías de Dorian e Irene con bromas y narraciones sorprendentes. En el curso de la velada les explicó que los deliciosos platos que estaban degustando eran obra de Hannah, una muchacha de la edad de Irene que trabajaba para él como cocinera y doncella. A los pocos minutos, la tirantez inicial desapareció y todos se sumaron a la distendida conversación que el fabricante de juguetes sabía tejer con una habilidad imperceptible. Cuando empezaron a degustar el segundo plato, el asado de pavo especialidad de Hannah, los Sauvelle se sentían en la presencia de un viejo conocido. Para su tranquilidad, Simone advirtió que la corriente de simpatía entre sus hijos y Lazarus era mutua, y que ella misma no era ajena a su encanto. Entre anécdota y anécdota, Lazarus les facilitó cumplidas explicaciones acerca de la casa y la naturaleza de las obligaciones a las que su nuevo empleo los comprometía. El viernes era la noche libre de Hannah y la pasaba con su humilde familia en Bahía Azul. Pero Lazarus les informó de que tendrían oportunidad de conocerla tan pronto se incorporase de nuevo a su labor.

Hannah era la única persona, sin contar a Lazarus y a su esposa, que vivía en Cravenmoore. Ella los ay udaría a aclimatarse y solventaría cuantas dudas tuviesen en relación con la casa. Llegados los postres, una irresistible tarta de frambuesas, Lazarus pasó a explicar lo que esperaba de ellos. Pese a estar y a retirado, seguía trabajando ocasionalmente en el taller de juguetes, localizado en una ala contigua a Cravenmoore. Tanto la fábrica como las habitaciones de los pisos superiores estaban vedadas a su paso. No debían entrar en ellas bajo ningún concepto. Sobre todo en el ala oeste de la casa, que albergaba las habitaciones de su esposa. Alexandra Jann padecía, desde hacía más de veinte años, una extraña e incurable enfermedad que la obligaba a guardar reposo absoluto en cama. La esposa de Lazarus vivía retirada en su habitación del tercer piso en el ala oeste, donde sólo su marido entraba para atenderla y proporcionarle cuantos cuidados precisaba en su precario estado. El fabricante de juguetes les contó cómo su esposa, por entonces una joven llena de vitalidad y belleza, contrajo la misteriosa enfermedad en un viaje que realizaron por tierras centroeuropeas. El virus, al parecer incurable, fue apoderándose de ella poco a poco. Pronto, casi ni podía caminar o sostener un objeto en las manos. En el plazo de seis meses, su estado empeoró hasta convertirla en una inválida, un triste reflejo de la persona con quien se había casado tan sólo unos años antes. Al año de contraer la enfermedad, la memoria de la enferma empezó a desvanecerse, y en cuestión de semanas apenas era capaz de reconocer a su propio esposo. Desde entonces dejó de hablar y su mirada se convirtió en un pozo sin fondo. Alexandra Jann tenía entonces veintiséis años. Desde ese día jamás había vuelto a salir de Cravenmoore. Los Sauvelle escucharon el triste relato de Lazarus en respetuoso silencio. El fabricante, obviamente consternado por el recuerdo y por dos décadas de vida en soledad y dolor, quiso quitar importancia al hecho derivando la conversación hacia la exquisita tarta de Hannah. La triste amargura de su mirada, sin embargo, no pasó desapercibida para Irene. No le costaba imaginar la huida a ninguna parte de Lazarus Jann. Desprovisto de aquello que más amaba, Lazarus se había refugiado en su mundo de fantasía y había creado cientos de seres y objetos con los que llenar la profunda soledad que lo rodeaba.

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  1. Extraordinario escritor, lo lleva a uno a vivir cada relato suyo, a mi me embriago leerlo.

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