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Las lentes fragmentadas – Brandon Sanderson

Soy idiota. Eso ya deberíais saberlo si habéis leído los tres volúmenes anteriores de mi autobiografía. Si, por casualidad, no lo habéis hecho, no os preocupéis, que ya captaréis la idea. Al fin y al cabo, este libro no tendrá ningún sentido para vosotros. Os desconcertará la diferencia entre los Reinos Libres y las Tierras Silenciadas. Os preguntaréis por qué finjo que mis gafas son mágicas. Os extrañarán todos estos personajes demenciales. En realidad, es probable que también os preguntéis todo eso si habéis leído la serie desde el principio. Ya sabéis que estos libros no tienen demasiado sentido, en general. Intentad vivir uno de ellos alguna vez, y ya veréis lo que es estar desconcertado de verdad. En fin, como decía, que si no habéis leído los otros tres libros, no os molestéis. Así este volumen será incluso más desquiciante, y eso es justo lo que deseo. A modo de introducción, permitidme tan solo añadir una cosa: me llamo Alcatraz Smedry, mi Talento es romper cosas y soy estópido. Estópido de verdad. Tan estópido que no sé ni cómo escribir la palabra «estúpido». Esta es mi historia. O, bueno, la cuarta parte de la misma, también conocida como: «La parte en que todo sale mal y después Alcatraz se come un sándwich de queso.» Que la disfrutéis. A Capítulo 1 sí que allí estaba yo, con un oso de peluche de color rosa en la mano. Tenía un lazo rojo y una linda sonrisa de osezno. Además, hacía tictac. —¿Y ahora qué? —pregunté. —¡Ahora lo tiras, idiota! —exclamó Bastille para meterme prisa. Fruncí el ceño y tiré el oso a un lado, a través de la ventana abierta, en dirección al cuartito lleno de arena. Un segundo después, la onda expansiva del estallido atravesó la ventana y me lanzó por los aires.


Salí disparado de espaldas y me golpeé contra la pared. Tras dejar escapar un jadeo de dolor, me deslicé por la pared hasta quedar sentado en el suelo. Parpadeé, veía borroso. Escamitas de yeso —de ese que ponen en los techos solo para que pueda desprenderse y caer al suelo en forma de teatral lluvia blanca cuando hay una explosión— se desprendieron del techo y cayeron al suelo en forma de teatral lluvia blanca. Una de ellas me dio en la frente. —Ay —dije. Me quedé allí tirado, mirando arriba, mientras recuperaba la respiración—. Bastille, ¿ese osito de peluche acaba de estallar? —Sí —respondió mientras se acercaba para mirarme. Tenía puesto un uniforme azul grisáceo de estilo militar y llevaba suelta la melena lisa plateada. De la cintura le colgaba una pequeña vaina con una gran empuñadura asomando de ella. Allí se escondía su espada crístina; aunque la vaina solo medía unos treinta centímetros, si sacaba el arma tendría la longitud de una espada normal. —Vale. De acuerdo. ¿Por qué acaba de estallar ese osito de peluche? —Porque has tirado del pasador, estúpido. ¿Qué otra cosa esperabas que hiciera? Gruñí y me senté. La habitación que nos rodeaba, dentro de las Reales Instalaciones de Pruebas Armamentísticas de Nalhalla, era blanca y anodina. La pared junto a la que antes estábamos de pie tenía una ventana abierta que daba al campo de tiro, que era un cuarto lleno de arena. No había más ventanas, ni tampoco muebles, salvo por un juego de armarios a nuestra derecha. —¿Que qué esperaba que hiciera? No sé, ¿que sonara música? ¿Que dijera: «Mamá»? De donde yo vengo, los osos de peluche no tienen la costumbre de estallar. —De donde tú vienes hacen muchas cosas al revés —repuso Bastille—. Seguro que vuestros caniches tampoco estallan. —Pues no. —Qué pena. —En realidad, sería genial tener caniches explosivos, pero ¿ositos de peluche explosivos? ¡Eso es peligroso! —Pues claro. —Pero Bastille, ¡son para los niños! —Exacto.

Para que puedan defenderse, evidentemente. Puso los ojos en blanco y se acercó de nuevo a la ventana que daba a la habitación llena de arena. No me preguntó si me había hecho daño; veía que seguía respirando y, en términos generales, con eso le bastaba. Además, quizás os hayáis percatado de que esto es el capítulo dos. Puede que os preguntéis qué ha pasado con el capítulo uno. Resulta que, como soy estópido, lo he perdido. No os preocupéis, de todos modos era bastante aburrido. Bueno, salvo por las llamas que hablaban. Me puse de pie. —Por si te lo estabas preguntando… —Pues no. —… estoy bien. —Genial. Fruncí el ceño y me acerqué a Bastille. —¿Te molesta algo, Bastille? —¿Aparte de tú? —Yo siempre te molesto —respondí—. Y tú siempre estás un poco gruñona. Pero hoy estás siendo simplemente mala. Bastille me miró con los brazos cruzados. Entonces vi que se le ablandaba un poco el gesto. —Sí. Arqueé una ceja. —Es que no me gusta perder —añadió. —¿Perder? Bastille, has recuperado tu puesto entre los caballeros, has dejado al descubierto a un traidor a tu orden y has evitado que los Bibliotecarios secuestraran o mataran al Consejo de los Reyes. Si eso es perder, tu definición de la palabra es un poco rara. —¿Más rara que tu cara? —Bastille —la reprendí. Ella suspiró y se inclinó para apoyar los brazos en el alféizar de la ventana.

—La Que No Puede Ser Nombrada huyó, tu madre escapó con un libro irreemplazable escrito en el idioma olvidado y, ahora que ya no se esconden tras la farsa del tratado, los Bibliotecarios están atacando Mokia con todas sus fuerzas. —Has hecho lo que has podido. Yo he hecho lo que he podido. Ha llegado el momento de dejar que los demás se ocupen. No parecía muy contenta al respecto. —Vale. Sigamos con tu entrenamiento con explosivos. Quería que estuviera bien preparado por si la guerra llegaba a Nalhalla. No era probable, pero mi ignorancia de cómo funcionan las cosas —como los ositos de peluche explosivos— siempre la ha frustrado. Ahora bien, me doy cuenta de que muchos de vosotros sois tan ignorantes como yo. Por eso he preparado una guía práctica que explica todo lo que necesitáis saber y recordar sobre mi autobiografía de tal modo que este libro no os confunda. Metí la guía en el capítulo uno. Si alguna vez os liáis, podéis consultarla allí. Soy un tío majo. Tonto, pero majo. Bastille abrió uno de los armarios de la pared lateral, sacó otro osito de peluche rosa y me lo dio mientras me acercaba a ella. Tenía una etiquetita en el costado que, con letras adorables, decía: «¡Tira de mí!» Lo cogí, nervioso. —Responde con sinceridad: ¿por qué fabricáis granadas que parecen ositos de peluche? No es para proteger a los niños. —Bueno, ¿cómo te sientes cuando lo miras? Me encogí de hombros. —Es mono. De un modo mortífero y destructivo. —«Más o menos como Bastille», pensé—. Me entran ganas de sonreír. Después me entran ganas de salir corriendo entre gritos, porque ahora sé que en realidad es una granada. —Exacto —respondió Bastille mientras me quitaba el oso y tiraba de la etiqueta (bueno, del pasador).

Después lo lanzó por la ventana—. Si fabricas armas que parecen armas, ¡todo el mundo huye de ellas! Sin embargo, de este modo desconcertamos a los Bibliotecarios. —Eso es enfermizo —dije—. ¿No debería agacharme o algo? —No te pasará nada. «Ah —pensé—, este debe de estar defectuoso o ser falso.» En aquel preciso instante, la granada estalló al otro lado de la ventana, y la onda expansiva me lanzó hacia atrás de nuevo. Me golpeé de espaldas contra la pared, solté un gruñido y otro fragmento de yeso me cayó en la cabeza. Sin embargo, esta vez conseguí aterrizar de rodillas. Curiosamente, me sentía bastante ileso, teniendo en cuenta que acababa de salir volando por culpa de la explosión. De hecho, ninguna de las dos explosiones parecía haberme herido de gravedad. —Los de color rosa —explicó Bastille— son granadas de onda expansiva. Lanzan lejos a personas y objetos, pero no hacen daño a nadie. —¿En serio? —pregunté, acercándome—. ¿Cómo funciona? —¿Tengo pinta de experta en explosivos? Vacilé. Con aquellos ojos de mirada feroz y la expresión peligrosa… —La respuesta es no, Smedry —añadió ella, sin más, mientras cruzaba los brazos—. No sé cómo funcionan estas cosas. No soy más que una soldado. Después cogió un osito de peluche azul, tiró de la etiqueta y lo lanzó por la ventana. Me preparé y me agarré al alféizar. Sin embargo, esta vez la granada de oso dejó escapar un ruido sordo. La arena del otro cuarto empezó a amontonarse de un modo extraño; de repente, algo tiró de mí a través de la ventana y me lanzó a la otra habitación

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