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Las joyas del Paraiso – Donna Leon

Caterina Pellegrini cerró la puerta, apoyó en ella la espalda y después la cabeza. Primero llegó un leve temblor de piernas a medida que la tensión muscular se aligeraba, seguido de varias bocanadas de aire que la ayudaron a aliviar la tirantez del pecho. El deseo de envolverse con los brazos como expresión de un regocijo alocado e incontrolable era prácticamente irresistible, pero lo combatió como había combatido otros muchos en la vida y se quedó de pie, con los brazos colgando a los costados, apoyada contra la puerta e invitándose a sí misma a relajarse. Había necesitado mucho tiempo y paciencia, pero lo había conseguido. Había aguantado a ese par de idiotas, había sonreído ante las manifestaciones de su codicia, los había tratado con una deferencia que era evidente que no merecían; y todo eso lo había hecho apañándoselas para que le dieran el puesto que ella quería y que solamente ellos podían otorgarle. Carecían de ingenio, pero tenían el poder de decidir; no tenían elegancia de espíritu, pero podían decir sí o no; apenas comprendían sus títulos universitarios y disimulaban muy mal el desprecio que sentían por sus conocimientos, pero ella necesitaba que la escogieran. Y así lo habían hecho, los dos; la habían elegido a ella, no a cualquiera de los demás candidatos, a quienes ella había considerado sus rivales sin dejar de ser irónicamente consciente de cuánto había afectado a su lenguaje el periodo histórico en el que llevaba sumida los últimos diez años de su vida profesional. Al ser la pequeña de cinco hermanas, Caterina tenía un sentido muy sano de la rivalidad. Como los personajes en una obra de Goldoni, las hermanas eran: Claudia, la guapa; Clara, la feliz; Cristina, la religiosa; Cinzia, la atleta; y la última en nacer: Caterina, la lista. Claudia y Clara se casaron al acabar los estudios: al cabo de un año Claudia se divorció y después subió de categoría al contraer matrimonio con un abogado a quien no parecía tener mucho aprecio, mientras que Clara seguía con su primer marido y era feliz. Cristina juró los votos y renunció al mundo, aunque después cursó un posgrado de historia de la teología. Cinzia ganó alguna medalla nacional de salto de trampolín, pero después se casó, tuvo dos hijos y engordó. Caterina, la hermana lista, estudió en el liceo donde el padre enseñaba historia y todos los años ganaba el premio de traducción de latín y griego, a la par que aprendía algo de ruso de su tía. A partir de ahí, pasó un año ignominioso como estudiante de canto en el conservatorio y, más tarde, dos años estudiando derecho en Padua, carrera que primero la decepcionó y más tarde la aburrió. Fue entonces cuando volvió a sentir la llamada de la música y escogió estudiar musicología en Florencia y después en Viena, donde el director de su tesis, al enterarse de que hablaba ruso con fluidez, le organizó una beca de investigación de dos años para que lo acompañara a San Petersburgo y lo ayudase en su investigación de las óperas rusas de Paisiello. Una vez concluida la beca, Caterina regresó a Viena y finalizó un doctorado en ópera barroca; el título y su posesión del mismo eran fuente de deleite y orgullo para la familia. Tan sólo necesitó buscar trabajo durante un año para que el doctorado le proporcionase una suerte de exilio interno al sur: un empleo como profesora de contrapunto en el Conservatorio de música Egidio Romualdo Duni de Matera. Egidio Romualdo Duni. ¿Qué estudioso de la ópera barroca no reconocería su nombre? Caterina siempre había pensado en él como Duni El Que También Compuso, el hombre que había compuesto óperas con títulos idénticos a las de compositores más famosos o más talentosos: Bajazet, Catone in Utica, Adriano in Siria. Duni había dejado tan poco rastro en la memoria de Caterina como en la producción operística actual. Un doctorado de la Universidad de Viena y después un trabajo dando clase de contrapunto a alumnos de primer año del conservatorio Duni. Había semanas enteras en las que pensaba que le hubiese dado igual dar clases de matemáticas, tan lejana le parecía la asignatura de la emoción mágica del canto. Aquella insatisfacción no era un buen augurio, cosa que supo prácticamente desde su llegada al lugar; aun así, le costó dos años decidirse a volver a salir de Italia y aceptar un puesto en Manchester, uno de los mejores centros de Europa para el estudio de la música barroca, donde pasó cuatro años como investigadora y profesora adjunta. Manchester la había horrorizado por su fealdad, pero en la universidad estaba lo suficientemente contenta investigando la música y —en menor medida— las vidas de un puñado de músicos italianos del siglo XVIII cuyas carreras habían prosperado en Alemania. Veracini, el gran rival de Haendel; Porpora, maestro de Farinelli; el prácticamente olvidado Sartorio; Lotti, un veneciano que al parecer había sido maestro de todo el mundo.


No tardó en empezar a apreciar las similitudes entre el destino de los compositores y el suyo propio: habían emigrado hacia el norte en busca del trabajo y la fama que no habían hallado en Italia. Como algunos de ellos, Caterina había encontrado empleo y, como la mayoría, añoraba su hogar y extrañaba el aire, la belleza y el júbilo que le ofrecía un país que hasta entonces no se había dado cuenta de que amaba. La salvación le había llegado, como tantas veces suele ocurrir, por casualidad. Todas las primaveras la esposa del jefe de departamento ofrecía una cena para los colegas de su marido, pero el jefe siempre dejaba claro que se trataba de un asunto informal: «Venid si estáis libres». Las mentes más viejas y sabias sabían que la invitación tenía el mismo peso que un ucase de, por ejemplo, Iván el Terrible. No ir significaba renunciar a toda esperanza de ascenso, aunque asistir implicaba sacrificar la noche a un aburrimiento tan envolvente que resultaba incluso mortal. Un acalorado intercambio de insultos y vituperios o incluso golpes hubiese sido fuente de gran placer; sin embargo, la conversación de la cena se veía rígidamente gobernada por la prudencia y una educación que los obligaba prácticamente a permanecer callados pero sin conseguir camuflar décadas de familiaridad rencorosa y celos profesionales. Caterina, consciente de su incapacidad de pasar desapercibida en una conversación, las evitó todas y se dedicó al estudio de las peculiaridades personales y sartoriales de sus compañeros. La mayoría de los comensales parecía llevar la ropa de algún amigo más alto y ancho. Los zapatos la horrorizaban. Y además estaba la cuestión de la comida. A pesar de que a veces hablaba de otros temas con los colegas italianos, ninguno de ellos tenía el valor de mencionar la comida. Su salvador fue un musicólogo rumano que, a juicio de Caterina, había pasado los últimos tres años sumido en un sopor etílico. No obstante, el hecho de que estuviese borracho por la mañana y borracho por la tarde no le impidió jamás sonreír amistosamente cuando se cruzaban por los pasillos o en la biblioteca, una sonrisa que ella siempre devolvía con mucho gusto. Durante las clases estaba sobrio, quizá, incuestionablemente brillante; su análisis de las metáforas de los libretos de Metastasio eran muy novedosas y su explicación de la correspondencia del poeta de la corte de Viena Apostolo Zeno acerca de la fundación de la Accademia degli Animosi no dejaba de maravillar a sus estudiantes. A menudo llevaba chaquetas de cachemira que le sentaban muy bien. La noche de su salvación, el rumano estaba sentado frente a ella en la cena del jefe de departamento y Caterina se encontró devolviéndole la sonrisa a ese par de ojos ahogados en vino, siquiera porque podían comunicarse en italiano con facilidad. La mayoría de los comensales había aprendido italiano para facilitar la lectura de libretos de ópera y, en consecuencia, eran pocos los colegas capaces de mantener una conversación en ese idioma sin pronunciar enloquecidas declaraciones de amor, terror, remordimiento y, en ocasiones, deseos de matar. Con ellos, Caterina prefería conversar en inglés. Mientras se planteaba el uso del lenguaje de los libretos de ópera como conversación posiblemente apta para la mesa, Caterina estudió a los invitados. La revelación tuvo lugar: una frase como «Io muoio, io manco» expresaba a la perfección lo que sentía en aquel momento. Además, «Traditore infame» no sería una descripción muy desacertada de muchos de sus compañeros de trabajo. ¿Acaso no era el propio jefe de departamento «un vil scellerato»? El rumano posó la copa —no se estaba molestando en comer, así que no tenía tenedor que posar — y rompió el silencio para preguntar en italiano: —¿Quieres salir de aquí? La mirada con la que contestó Caterina estaba cargada de curiosidad, al igual que su voz. —¿Te refieres a la cena o a la universidad? Él sonrió, cogió la copa y miró a su alrededor buscando otra botella. —A la universidad —dijo sonando completamente sobrio.

—Sí. Sorprendida por semejante reconocimiento y afectada por la fuerza de su afirmación, cogió su propia copa. —Un amigo me ha dicho que la Fondazione Musicale Italo-Tedesca busca un investigador. Dio un trago, sonrió. A ella le gustaba su sonrisa, pero sus dientes quizá no tanto. —La Fondazione Musicale Italo-Tedesca —repitió ella. Recordó que en casa había algo con un nombre similar, pero apenas sabía nada del tema. Diletantes, aficionados. Sin duda él hablaba de algo del mundo de habla germana. —¿La conoces? —He oído hablar —mintió usando el mismo tono que utilizaría si alguien le hubiese preguntado si había oído hablar de una plaga de chinches en los hoteles de Nueva York. Él se acabó el vino y levantó la copa. La miró y, para sorpresa de Caterina, dijo con malhumorada vehemencia: —Italia. ¿La copa era de Italia? ¿El vino, quizá? —Dinero: algo —añadió en un tono que ella creyó que pretendía ser seductor. Cuando se dio cuenta del limitado efecto que estaba teniendo sobre ella, volvió a sonreírle como si acabase de darle la razón en algo de lo que él estaba convencido desde hacía mucho tiempo. —Investigación. Documentación nueva. —Vio la impresión que le había causado y miró en dirección a la cabecera de la mesa, donde estaba sentado el jefe de departamento—. ¿Quieres acabar como él? En un tono que indicaba cierta posibilidad, ella sonrió y dijo:

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