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Las Corrientes del Espacio – Isaac Asimov

Las corrientes del espacio es una novela escrita en 1952 por el autor estadounidense de ciencia ficción Isaac Asimov. Es el segundo libro del Tríptico del Imperio Galáctico, que a su vez es la segunda parte de la Saga de la Fundación. El Tríptico del Imperio está ubicado en la época de la Segunda Oleada de Colonización, que avanzó más allá de los Mundos Espaciales, colonizando numerosos planetas de la Vía Láctea. Cada uno de los 3 libros del Tríptico está conectado a los otros libros, que están separados por un intervalo bastante grande de siglos.


 

El hombre de Tierra tomó una decisión. Había sido lento en tomarla y desarrollarla, pero por fin llegó. Habían transcurrido ya semanas desde que sintió por última vez la reconfortante cubierta de su nave y el frío y negro manto del espacio que la envolvía. Inicialmente había tenido intención de hacer un rápido informe a la oficina central del Centro Analítico del Espacio Interestelar y retirarse rápidamente al espacio, pero había sido retenido allá. Era casi como una prisión. Se sirvió el té y miró al hombre que tenía delante por encima de la mesa. —No voy a quedarme más tiempo —dijo. El otro tomó también su decisión. Había sido lento en tomarla y desarrollarla, pero por fin llegó. Necesitaría tiempo, mucho más tiempo. La respuesta a las primeras cartas había sido nula. Por el resultado obtenido lo mismo hubieran podido caer en una estrella. No dieron ni mejor ni peor resultado del que esperaba, pero era sólo el primer movimiento. Era indudable que mientras se produjesen los siguientes no podía permitir que el hombre de Tierra se pusiese fuera de su alcance. Acarició la regla negra que llevaba en el bolsillo. —No aprecias lo delicado del problema —dijo. —¿Qué delicadeza puede haber en la destrucción de un planeta? —dijo el hombre de Tierra—. Quiero que radies los detalles de todo esto a Sark; a todo el mundo del planeta. —No podemos hacer eso. Ya sabes que significaría el pánico. —Al principio dijiste que lo harías.


—Lo he pensado mejor y no es práctico. —El representante del CAEI no ha llegado —dijo el hombre de Tierra volviendo a su segunda preocupación. —Lo sé. Están preparando el procedimiento indicado para estos momentos críticos. Un día o dos. —¡Otro día o dos! ¡Siempre un día o dos! ¿Tan ocupados están que no pueden dedicarme un momento? ¡Ni siquiera han visto mis cálculos! —Me he ofrecido a llevárselos y no quieres. —Sigo sin querer. O vienen ellos a mí o voy y o a ellos. ¡Me parece que no me crees! —añadió violentamente—. ¿No crees que Florina será destruida? —Te creo. —No. Sé que no. Veo que no. Me estás adulando. No puedes comprender mis datos. No eres un analista espacial. No creo que seas siquiera lo que dices ser. ¿Quién eres? —Te estás excitando. —Sí, es verdad. ¿Es acaso sorprendente? ¿O es que estás pensando: « Pobre hombre, el espacio ha podido con él…» ? Crees que estoy loco. —¡Qué tontería! —¡Seguro, lo crees! Por eso quiero ver a los del CAEI. Sabrán si estoy loco o no. Lo sabrán… El otro le recordó su decisión. —Ahora no te sientes bien —le dijo—. Voy a ayudarte.

—¡No! —exclamó el hombre de Tierra histéricamente—. ¡Porque voy a marcharme! Si quieres detenerme, mátame. Pero no te atreverás. La sangre de la población de un mundo entero caería sobre tus manos si me matases. El otro empezó a gritar también para hacerse oír. —¡No te mataré! ¡Escúchame, no te mataré! ¡No hay necesidad de matarte! —¿Me vas a atar? —preguntó el hombre de Tierra—. ¿Me vas a mantener aquí? ¿Es esto lo que piensas? ¿Y qué harán cuando el CAEI empiece a buscarme? Tengo que mandar informes regularmente, ya lo sabes. —El Centro sabe que conmigo están seguros. —¿Sí? No sé si saben siquiera que he llegado al planeta. ¡Habrán recibido mi mensaje original! El hombre de Tierra estaba agitado. Sentía sus miembros rígidos. El otro se levantó. Veía claramente que ya era hora de tomar su decisión. Avanzó lentamente hacia la larga mesa donde estaba sentado el hombre de Tierra. Sacó su negra regla del bolsillo y con voz suave, dijo: —Será por tu propio bien. —Es una prueba psíquica —graznó el hombre de Tierra con voz turbada. Trató de levantarse pero sus brazos y piernas apenas temblaban. —¡Drogado! —dijo entre sus dientes, que castañeaban. —¡Drogado! —asintió el otro—. Ahora escucha. No te haré daño. Te es difícil entender la verdadera delicadeza del asunto mientras estás tan excitado. Te quitaré sólo la excitación. Sólo la excitación. El hombre de Tierra no podía ya hablar.

Permanecía sentado allí. Sólo podía pensar de una manera turbia, Gran Espacio, me han drogado… Quería gritar, chillar, correr, pero no podía. El otro estaba delante de él, mirándole. El hombre de Tierra levantó la vista. Sus ojos podían moverse todavía. La prueba psíquica era de autocontención. Los alambres tenían que quedar simplemente fijados en los lugares apropiados del cráneo. El hombre de Tierra miraba, presa de pánico, hasta que los músculos de sus ojos se helaron. No sintió el pinchazo cuando las delgadas agujas atravesaron piel y carne para ponerse en contacto con las suturas de los huesos de su cráneo. En el silencio de su cerebro gritaba, gritaba… ¡No, no puedes comprenderlo! Es un planeta lleno de gente. No puedes correr riesgos con centenares de millones de seres vivos… Las palabras de su interlocutor llegaban a él tenues y lejanas, como oídas a través de un túnel azotado por el viento. —No te haré daño. Dentro de una hora te encontrarás bien, realmente bien. Te reirás de todo esto conmigo. El hombre de Tierra sintió una tenue vibración en su cráneo, y después también eso se desvaneció. La oscuridad se espesó a su alrededor. Una parte de ella no volvió a levantarse jamás. Incluso las partes más leves necesitaron un año para recuperarse. 1 El expósito Rik dejó a un lado su alimentador y se puso en pie de un salto. Temblaba con tanta fuerza que tuvo que apoy arse contra la desnuda pared de un blanco de leche. —¡Recuerdo! —gritó. Todos le miraron y el confuso murmullo de los hombres comiendo se desvaneció. Los ojos de todos los rostros diferentemente afeitados o indiferentemente imberbes se fijaron en los suyos bajo la imperfecta luz blanca de las paredes. Los ojos no reflejaban mucho interés, sino sólo la atención refleja atraída por el inesperado grito. —¡Recuerdo mi trabajo! ¡Tengo un trabajo! —gritó Riknuevamente.

—¡Cállate! —gritó alguien. Y alguien más añadió: —¡Siéntate! Los rostros se apartaron y el murmullo de las conversaciones se reanudó. Rik miró sin expresión hacia la mesa y oyó la observación: « Rik está loco» , y vio los hombros encogerse. Vio un dedo dibujar una espiral en la sien de uno de ellos. Pero todo aquello no quería decir nada para él. Nada llegó a su cerebro. Volvió a sentarse lentamente. De nuevo cogió su alimentador, una especie de cuchara de bordes agudos y pequeñas puntas que se proyectaban desde la curva delantera del fondo y que podía, por lo tanto, con la misma perfección cortar, vaciar o pinchar. Para un obrero de los molinos bastaba. Le dio media vuelta y miró sin verlo el número grabado en el mango. No tenía por qué mirarlo. Lo sabía de memoria. Todos los demás tenían número de registro, como él, pero los demás tenían nombre además. Él no. Le llamaban Rik porque recordaba el ruido que producían los molinos, y a menudo le llamaban también « Rik el Loco» . Pero quizás ahora iría recordando más y más. Era la primera vez desde que había venido al molino que había recordado algo anterior al principio. ¡Si pensase con fuerza…! ¡Si pensase con todo su pensamiento! Al principio no tenía apetito; no tenía el menor apetito. Con un gesto arrojó su tenedor al montón de carne gelatinosa y legumbres que tenía delante, apartó el plato y ocultó sus ojos en la palma de las manos. Sus dedos se hundieron en la cabellera y trató dolorosamente de seguir el rastro de su pensamiento en el pozo del cual había extraído una sola idea; una idea fangosa, indescifrable. Después rompió en lágrimas, en el momento en que la campana anunciaba el final de la rápida comida. Cuando aquella tarde salió del molino vio a Valona March delante de él. Al principio apenas sí la advirtió, por lo menos individualmente. Sólo se dio cuenta cuando oyó unos pasos acompasándose con los suyos. Se detuvo y la miró.

Su cabello era entre rubio y castaño y lo llevaba peinado en dos grandes trenzas que sujetaba con agujas consistentes en pequeñas piedras verdes magnetizadas. Eran agujas baratas y tenían un aspecto bastante deteriorado. Llevaba un simple traje de algodón que era todo lo que necesitaba en aquel clima suave, como Rik no necesitaba tampoco más que una camisa abierta y sin mangas y unos pantalones de algodón. —He oído decir que había pasado algo durante el almuerzo —dijo ella. Tenía la voz vibrante y campesina que era de esperar en ella. La voz de Rik era ligeramente nasal y acentuaba las vocales. Se reían de él por este defecto y trataban de imitarlo, pero Valona le decía que aquello era debido a la ignorancia general. —No ha pasado nada, Valona —murmuró Rik. —He oído decir que habías dicho que recordabas algo —insistió ella—. ¿Es verdad, Rik? También ella le llamaba Rik. No había otra manera de llamarle. Él mismo no podía recordar su verdadero nombre. Bastante lo había intentado desesperadamente, ayudado por Valona. Un día Valona había encontrado una vieja lista de teléfonos y le había leído los primeros nombres. Ninguno le había parecido conocido. La miró fijamente a la cara y dijo: —Tendré que dejar el molino. Valona frunció el ceño y su rostro ancho y protuberante en los pómulos pareció turbado. —No creo que puedas. No estaría bien. —Tengo que averiguar algo más. —No creo que lo consigas —dijo Valona lamiéndose los labios. Rik se volvió. Conocía la preocupación de Valona por ser sincera. Le había conseguido el empleo en el molino, en primer lugar. No tenía ninguna experiencia en la maquinaria de un molino; o quizá la tenía, pero no la recordaba.

En todo caso, Lona había insistido en que era demasiado pequeño para un trabajo manual y habían aceptado darle un empleo técnico sin cargo. Antes, durante los días de pesadilla en que apenas podía producir sonidos y no sabía siquiera para qué era la comida, ella le había cuidado y alimentado. Le había mantenido en vida. —Tengo que hacerlo —insistió él. —¿Otra vez las jaquecas, Rik? —No; recuerdo realmente algo. Recuerdo cuál era mi oficio antes. ¡Antes! No estaba muy seguro de querérselo decir. Miró a lo lejos. El cálido y agradable sol estaba bastante por encima del horizonte. Las monótonas hileras de cubículos de los obreros que se extendían alrededor de los molinos eran desagradables de ver, pero Riksabía que en cuanto llegasen a lo alto de la loma el campo se extendería delante de ellos con toda su belleza de oro y escarlata. Le gustaba ver los campos. Desde la primera vez aquella visión le había gustado y calmado. Aun antes de que supiese que los colores eran oro y escarlata, antes de que supiese que existían unas cosas que se llamaban colores, antes de que pudiese expresar su placer de una forma superior a un vago mugido, sus jaquecas se desvanecían en la distancia de los campos. En aquellos días Valona solía alquilar un scooter diamagnético y lo sacaba del pueblo cada día que tenían libre. Así se alejaban a un pie del suelo, meciéndose en la acolchonada suavidad del campo antimagnético, hasta que se encontraban a millas y millas de toda habitación humana y sólo sentían el viento contra su rostro embalsamado con el perfume de las flores silvestres. Entonces se sentaban al lado del camino, rodeados de color y perfume, colocando entre ellos un paquete de comida mientras el sol iba bajando y llegaba la hora de regresar. Rik se sintió impresionado por el recuerdo. —Vamos a los campos, Lona —dijo. —Es tarde. —Por favor, sólo salir de la población. Buscó en el pequeño portamonedas que llevaba dentro del cinturón de cuero azul, único lujo vestimentario que se permitía. —Vamos a pie —dijo Rikcogiéndola del brazo. En media hora dejaron el camino principal para seguir otro ondulado y sin polvo, cubierto de arena. Entre ellos reinaba un pesado silencio y Valona sentía un cierto temor ya conocido apoderándose de ella. No tenía palabras para expresarle sus sentimientos hacia él, de manera que no lo había intentado nunca.

¿Qué ocurriría si la dejaba? Era un pobre hombre no más alto que ella y que pesaba menos. Desde muchos puntos de vista era todavía como un muchacho indefenso. Pero antes de que sus ideas desaparecieran de su mente debía ser educado. Un hombre importante, muy educado. Valona no había tenido nunca más educación que leer y escribir y la tecnología escolar suficiente para hacer funcionar la maquinaria de los molinos, pero sabía lo suficiente para comprender que no todo el mundo tenía conocimientos tan limitados. Allí estaba el Edil, por ejemplo, cuy os vastos conocimientos eran tan útiles a todos. Algunas veces venían directivos a hacer alguna inspección. No los había visto nunca de cerca, pero una vez, durante unas vacaciones, visitó la ciudad y vio grupos de seres increíblemente bellos a distancia. Accidentalmente se permitía a los molineros escuchar cómo sonaba la gente educada. Hablaban de una manera diferente, más fluida, con palabras más largas y sonidos más suaves. Rik iba hablando así cada vez más a medida que su memoria renacía. Lona se había asustado al oír sus primeras palabras. Vinieron tan súbitamente después de tanto hablar de jaquecas… Cuando ella trató de corregirlo, no quiso cambiar. Incluso entonces tuvo miedo de que recordase demasiado y quisiera dejarla. No era más que Valona March. La llamaban la Gran Lona. No se había casado nunca. Ni se casaría. Una muchacha fuerte, de pies grandes y manos enrojecidas por el trabajo no podía dejar de mirar a los hombres con cierto resentimiento cuando no le hacían caso los días de descanso o cuando se celebraba algún festejo. Era demasiado grande para bromear y juguetear con ellos. No tendría nunca un chiquillo al cual mecer y mimar. Las demás muchachas los tenían, una tras otra, y a ella sólo le quedaba soñar algo rojizo y sin dientes, y unos ojos redondos y fijos, con los puños cerrados, una boca de goma… —¿Cuándo tendrás un hijo, Lona? No le quedaba otro camino que marcharse. Pero cuando conoció a Rik era como un chiquillo. Había que alimentarlo y cuidarlo, sacarlo al sol, acunarlo hasta dormirse cuando le daban las jaquecas. Los chiquillos corrían tras ella, riéndose.

Gritaban: « Lona tiene novio. La Gran Lona tiene un novio idiota» . Más tarde, cuando Rik pudo andar solo (Lona se había sentido tan orgullosa el día que dio el primer paso como si tuviese un año en lugar de tener más de treinta) y salió, sin ser acompañado, a las calles de la población. Los chiquillos corrieron en torno a él, chillando, gritándole y burlándose de él al ver a un hombre taparse los ojos de miedo y temblar, contestándoles sólo con aullidos. Docenas de veces Lona había salido de su casa para arremeter contra ellos, chillándoles, agitando sus grandes puños. Incluso los mayores temían aquellos puños. Una vez derribó a su jefe de sección de un solo puñetazo, la primera vez que trajo a Rik al molino, por una alusión indecente referente a ellos que había oído. El comité de trabajo le había impuesto una multa de una semana de trabajo y hubiera podido mandarla comparecer ante el tribunal de la Directiva a no ser por la intervención del jefe de talleres y el argumento de que había habido provocación. Quería, por lo tanto, detener el proceso del recuerdo de Rik. Sabía que no tenía nada que ofrecerle; era egoísmo por su parte querer que siguiese siendo incapaz y desmemoriado para siempre. Pero era porque había hasta entonces dependido de ella tan completamente. Es que temía volver a la soledad. —¿Estás seguro de que recuerdas, Rik? —le preguntó. —Sí. Se detuvieron allí, en los campos, con el sol añadiendo su rojizo resplandor a cuanto los rodeaba. La suave y perfumada brisa no tardaría en levantarse y los cuadros de la trama de los canales empezaban a enrojecer. —Puedo confiar en mis recuerdos a medida que vuelven a mí, Lona —dijo —. Ya lo sabes. No me enseñaste tú a hablar, por ejemplo. Recordé las palabras solo. ¿No es verdad? ¿No es verdad? —Sí —dijo ella con repugnancia. —Recuerdo incluso las veces que me llevabas al campo antes de que pudiese hablar. Iba recordando constantemente cosas. Ayer recordé que una vez cogiste una mariposa para mí. La mantuviste cerrada en tu mano y me hiciste poner el ojo entre tu pulgar y tu índice para que pudiese ver su abrigo anaranjado y púrpura en la oscuridad.

Yo me reí y traté de meter a la fuerza mi mano dentro de las tuy as para cogerla, de manera que voló y me quedé llorando. En aquel momento no sabía que fuese una mariposa. Yo no sabía nada acerca de ella, pero ahora lo veo todo muy claro. No me has hablado nunca de esto, ¿verdad, Lona? Lona movió la cabeza. —Pero ocurrió, ¿verdad? Recuerdo lo que ocurrió, ¿no es cierto? —Sí, Rik. —Y ahora recuerdo algo más de mí…, de antes. Tiene que haber habido un antes, Lona. Tenía que haberlo habido. Cuando pensaba en esto Lona sentía un peso en el corazón. Era un « antes» diferente, nada parecido al ahora que estaba viviendo. Tenía que haber sido en otro mundo. Lona lo sabía porque una palabra que no había recordado era Rik. Había tenido necesidad de enseñarle la palabra que indicaba la cosa más importante del mundo de Florina. —¿Qué es lo que recuerdas? —preguntó ella. Ante esta pregunta la excitación de Rik pareció desvanecerse súbitamente. Se echó atrás. —No tiene gran sentido, Lona. Es únicamente que sé que antes tenía un oficio y sé cuál era. Por lo menos, en cierto modo. —¿Qué era? —Analizaba. Nada. Lona se volvió rápidamente hacia él, mirándole a los ojos. Durante un momento le puso la palma de la mano sobre la frente hasta que él se apartó irritado. —¿No tienes jaqueca otra vez, verdad, Rik? —dijo Lona—. Hace semanas que no has tenido ninguna.

—Estoy bien. No sigas molestándome. Ella apartó la vista y Rik añadió en el acto: —No es que me molestes, Lona. Es sólo que me siento bien y no quiero que te preocupes. —¿Qué quiere decir « analizar» , Rik? —dijo ella animándose. Rik sabía palabras que ella ignoraba. Se sentía muy humilde al pensar cuán educado debía haber sido en otro tiempo. —Quiere decir, quiere decir…, « separar aparte» . ¿Comprendes? Como tú separarías o pondrías aparte un seleccionador para saber por qué el rayo de alineación está fuera de la fila. —Sí, Rik, pero ¿cómo puede uno tener el oficio de « analizar Nada» ? ¡Con N may úscula! ¿No es lo mismo? —Ya se acercaba. Ya empezaba a parecerle estúpida. Pronto la echaría, cansado de ella. —No, desde luego, no —dijo Rik con un profundo suspiro—. Temo no podértelo explicar; sin embargo, es todo cuanto recuerdo de esto. Pero debía ser un oficio muy importante. Por lo menos así lo parece. Yo no podía haber sido un criminal. Valona le miró. Jamás le hubiera dicho esto. Se había dicho que sólo por su propia protección lo había convertido, pero ahora se daba cuenta de que lo había realmente mantenido estrechamente atado a ella. Fue cuando por primera vez empezó a hablar. Fue tan rápido que la había asustado. No se había atrevido siquiera a hablar de ello al Edil. El primer día que tuvo desocupado retiró cinco créditos de su libreta de seguro —no habría nunca ningún hombre que los reclamase como dote, de manera que no tenía importancia— y llevó a Rik a un médico de la ciudad. Tenía el nombre y dirección apuntados en un trozo de papel, pero aun así necesitó dos espantosas horas para encontrar el camino indicado a través de los inmensos pilares que sostenían Ciudad Alta al sol.

Lona insistió en asistir a la visita y el doctor hizo toda clase de cosas espantosas con extraños instrumentos. Cuando puso la cabeza de Rik entre dos objetos de metal y los hizo brillar como una mosca de luz de noche, Lona se puso de pie de un salto intentando hacerle parar. El doctor llamó a dos hombres que se la llevaron fuera a rastras, luchando denodadamente. Media hora después el doctor salió y se acercó a ella, frunciendo el ceño. Ella no se encontraba a gusto con él porque no era Señor, pese a que tuviese un despacho en Ciudad Baja, pero sus ojos eran suaves, incluso amables. Se estaba enjugando las manos con una toalla que arrojó a una cesta de ropa sucia, pese a que a ella le pareció completamente limpia. —¿Cuándo conoció usted a este hombre? —le preguntó. Ella le explicó las circunstancias cautelosamente, reduciéndolo todo a lo más esencial y apartando toda mención al Edil y los patrulleros. —¿Entonces no sabe usted nada de él? —Antes de esto, nada —dijo moviendo la cabeza. —Este hombre ha sido sometido a una prueba psíquica —dijo el doctor—. ¿Sabe usted lo que es esto? Al principio había movido nuevamente la cabeza, pero después, en un tenue susurro, dijo: —¿Es lo que se hace con la gente loca, doctor? —Y con los criminales. Se hace para cambiar la mentalidad por su propio bien. Da a los cerebros may or salud, o cambia la parte de ellos que les hace querer robar y matar. ¿Comprende? Comprendía. Se puso de color rojo ladrillo y dijo: —Rikno ha robado nunca ni ha hecho daño a nadie. —¿Le llama usted Rik? —Parecía hacerle gracia—. Ahora escuche; ¿cómo sabe usted lo que hacía antes de que usted lo encontrase? Por el estado actual de su cerebro es difícil decirlo. La prueba fue completa y brutal. Es imposible decir qué cantidad mental ha quedado permanentemente suprimida y cuál se ha perdido temporalmente a consecuencia del shock. Quiero decir que una parte de su inteligencia volverá a él, con el habla, con el transcurso del tiempo, pero no toda. Hay que mantenerle en observación. —No, no… Va a estar conmigo. Lo he estado cuidando ya muy bien, doctor. El doctor frunció el ceño y su voz se suavizó ligeramente. —En fin, pensaba en usted, muchacha.

No todo lo malo que pudiese haber en él tiene que haber desaparecido de su mente. No querrá usted que algún día le haga daño… En aquel momento una enfermera sacó a Rik. La enfermera iba haciendo pequeños ruiditos para tranquilizarle, como se hace con un chiquillo. Rik se llevó una mano a la cabeza y permaneció mirando en el vacío hasta que sus ojos se posaron sobre Valona; después, levantó las manos y débilmente dijo: —Lona… Ella saltó a su lado y apoyó su cabeza sobre el hombro, sosteniéndola con fuerza. —Jamás sería capaz de hacerme daño, doctor —dijo. —Es necesario dar cuenta de su caso, desde luego —dijo el doctor, pensativo —. No sé cómo pudo huir de las autoridades en el estado en que debía encontrarse. —¿Quiere decir que se lo va a llevar, doctor? —Así lo temo. —Por favor, doctor, no lo haga. —Retorcía el pañuelo en el cual guardaba las cinco monedas de sus economías—. Tome esto, doctor. Yo cuidaré muy bien de él. No le hará daño a nadie… —Es usted una obrera de los molinos, ¿no? —dijo el doctor mirando las monedas en su mano. Valona asintió. —¿Cuánto gana usted por semana? —Dos créditos punto ocho. El doctor volvió a poner las monedas en la palma de la mano de la muchacha y la mantuvo estrechamente cerrada. —Tome esto, muchacha. No vale nada. Valona las aceptó, extrañada. —¿No va a decirle nada a nadie, doctor? —Pero él respondió: —Temo tener que hacerlo; lo siento. Es la ley. Regresó al pueblo alocadamente, guiando a ciegas, agarrándose a Rik desesperadamente. La semana siguiente en la emisora de la hipervisión se dio la noticia de la muerte de un doctor en un accidente de giroscopio durante la corta avería de uno de los transmisores de energía de tránsito local. El nombre era conocido y aquella noche en su habitación Valona lo comparó con el que tenía escrito en un trozo de papel. Era el mismo.

Estaba apenada, porque había sido muy bueno. Le había dado su nombre otro obrero de los molinos como hombre de gran bondad con los obreros y los había salvado de casos graves. Y cuando el caso grave se había presentado fue bueno con ella también. Y sin embargo, su alegría ahogó su dolor. No había tenido tiempo de notificar el caso de Rik. Por lo menos nadie vendría al pueblo a hacer averiguaciones. Más tarde, cuando el entendimiento de Rikmejoró, le explicó lo que el doctor había dicho, de manera que podía seguir en el pueblo con toda seguridad. Rik la estaba sacudiendo y Valona abandonó sus sueños. —¿Es que no me oy es? —le decía—. No podía ser un criminal si tenía un cargo importante. —¿No puedes haber cometido algún crimen? —empezó ella vacilante—. Aunque hubieses sido un gran hombre, hubiera sido posible. Incluso… —Estoy seguro de que no. Pero ¿no comprendes que tengo que averiguarlo a fin de que los demás puedan estar seguros? No hay otro camino. Tengo que abandonar el molino, y el pueblo, y averiguar algo más acerca de mí. —¡Rik! —exclamó ella sintiendo crecer su pánico—. ¡Puede ser peligroso! ¿Para qué? Incluso si analizabas Nada… ¿Por qué es tan importante saber algo más acerca de eso? —A causa de lo otro que recuerdo. —¿Qué más recuerdas? —No quiero decírtelo… —susurró. —¡Tienes que decírselo a alguien! ¡Puedes olvidarlo de nuevo! —Tienes razón —dijo él cogiéndola del brazo—. No se lo dirás a nadie más, ¿verdad, Lona? ¿Serás sólo mi segunda memoria en caso de que lo olvidase? —Palabra, Rik. Rikmiró a su alrededor. El mundo era muy bello. Valona le había dicho que a algunas millas encima de Ciudad Alta había un enorme letrero brillante que decía: « De todos los Planetas de la Galaxia, Florina es el Más Bello» . Y cuando miraba a su alrededor le era fácil creerlo. —Es una cosa terrible de recordar, pero cuando lo recuerdo, lo recuerdo perfectamente.

Me ha ocurrido esta tarde. —¿Y…? Rik la estaba mirando horrorizado. —Todos los habitantes del mundo van a morir. Todos los habitantes de Florina.

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