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Las Confidentes – Elizabeth Subercaseaux

Wallingford, Pennsylvania, jueves 3 de abril 2008 Me pregunta cómo era mi vida en el momento de conocer a Joshua, ¿y quiere que le diga algo? Por trágico y patético que suene, mi vida no era tan distinta de la de ahora, para que vea… Levantarse a las siete para ir todos los días a un trabajo aburrido y mal pagado. Después, a un bar a tomar un par de copas, por si me encontraba con el hombre de mi vida, el príncipe azul, o simplemente para hablar con alguien. Vuelta a la casa a mirar la tele. A veces alquilaba una película en el Blockbuster de Media o veía Law and Order. Más o menos así era mi vida cuando conocí a Joshua. Lo único que me diferenciaba de Bridget Jones es que a mí no me gustan los helados y nunca he sido gorda, pero en todo lo demás nos parecíamos bastante, voy a decirle. Había días, sobre todo los fines de semana, en que me pasaba hasta tres o cuatro horas dándome vueltas por el mall de Springfield, sola o con alguna amiga tan dejada de lado como yo. Comíamos en algún Denny’s, una pizza en cualquier parte, o hasta un pretzel con mostaza, porque lo que es yo no me meto en la cocina. Además, ¿quién va a cocinar para sí misma? Era un pasar sin ton ni son, para qué estarnos con cuentos. Tenía veinticinco años y aunque había comprobado que una mujer podía llevar una vida perfectamente normal sin tener sexo, me hacía falta un compañero, una pareja, alguien con quien compartir. En eso estaba cuando conocí a Joshua. Fue en el mismo bar donde iba casi a diario a matar un par de horas antes de volver a mi casa. Él se me acercó y me preguntó si estaba sola. Depende de lo que entiendas por estar sola, le dije. ¿Ve? Sin ni pensarlo, ya estaba coqueteándole. Es que cuando una no tiene nada que perder, hace cualquier cosa, ¿sabe? Además, me pareció muy atractivo, porque lo era. ¿Nunca le he dicho que se parecía a Jeremy Irons? Quítele veinte años a Jeremy Irons, póngale un poco más de pelo, más oscuro y frondoso, y tiene a Joshua. Joshua me devolvió la pregunta: ¿qué entiendes tú por soledad? Estar sin amor, le dije sin pensarlo dos veces; en ese sentido estoy sola, ¿y tú? Yo también, dijo, aunque estoy casado. ¿Y eso? ¿Qué hace un hombre casado, solo en un bar, a las siete de la tarde? ¿No se supone que en este momento deberías estar llegando a tu casa, honey I’m home? Entonces fue la primera vez que me habló de Alexa, la muerte de la niñita y todo lo demás. Muy triste, ¿sabe? Súper triste, me dio no sé qué, lo vi como un ser angustiado, incómodo consigo mismo, así como acongojado, buen mozo a matarse, regio en todo el sentido de la palabra y, sin embargo, nada fresco, no parecía uno de esos patanes que se te acercan balanceando el cuerpo a lo John Wayne, aunque sean unos mequetrefes, a ver si te convencen de algo y logran meterte al saco. Nos quedamos conversando hasta la hora de cierre. Con decirle que el mesero empezó a mirarnos fijo. ¿Nos vamos?, dijo Joshua. Él conocía un motel en el Baltimore Pike donde podríamos tomar otra copa y seguir hablando sin que nadie nos mirara con cara de apuro. Y yo, que siempre he sido bien directa para mis cosas, le pregunté si era sexo lo que andaba buscando.


No, dijo, en realidad no, sólo conversar un rato. Me ha gustado mucho hablar contigo. Entonces lo invité a mi casa. Ahí estaremos mucho más cómodos, le dije, tengo una botella de vino y unas cervezas. Nos fuimos a mi casa y aunque parezca increíble –para mí por lo menos lo era– realmente no era sexo lo que andaba buscando, sino hablar. Y eso fue todo lo que hicimos. Hablar. El sexo empezó después. Nadie va a negar que la nuestra terminó siendo una relación donde el sexo era súper importante, cómo no iba a serlo, acuérdese que yo tenía veinticinco años y si una no quiere sexo a esa edad, dígame usted cuándo. Pero ahí también hubo amor, no fue que nos viéramos, nos dijéramos «hi, nice to meet you» y saltáramos a la cama, no. Hubo mucho amor, yo al menos lo sentí así. ¿Después? ¿Después qué? Ah, sí, sí, claro, yo no lo niego, el sexo FUE importante, ya le he dicho que tirábamos con un desenfreno de locos en el motelito del Baltimore Pike. Yo nunca había tenido sexo así. Joshua era un hombre experimentado, bastante más que los chicos con los cuales había estado saliendo, el último era uno de esos que te tumban, acaban en un par de minutos y después se quedan dormidos, y andaba siempre pasado de cerveza. No, con Joshua fue otra cosa, muy distinto, yo me enamoré profundamente de él y por un tiempo creí que él también se había enamorado de mí. Después me llegó el balde de agua fría y me sentí estafada, traicionada, usada, engañada, póngale todos los sinónimos que quiera a embaucar a una mujer haciéndola creer que va a pasar una cosa cuando lo que realmente va a pasar es precisamente lo contrario, y él lo sabía desde el principio. Yo, en cambio, no. Joshua me tenía absolutamente convencida de que íbamos a casarnos, reconozco que yo lo presionaba, lo empujaba, abusaba de su paciencia y no había día en que no le preguntara cómo iban los trámites de su divorcio. ¿Que si hizo los trámites? No me haga reír. Seguro que nunca llegó a hablar con Alexa en esos términos, y no es que me lo haya dicho él. Es que yo lo sé. Si hubiera tenido el menor interés en seguir conmigo, no digo casarse, simplemente seguir juntos, ¿se habría esfumado de la faz de la tierra como si se lo hubiera tragado un terremoto? No, pues. Ya son las ocho. Es increíble cómo se me ha volado el tiempo. ¿Nos vemos, entonces, el próximo jueves? Prudencia Santiago, Chile, viernes 15 de octubre 1999 El despertador sonó a las cuatro y media, como todos los días, pero esta vez Prudencia despertó asustada.

Había soñado que un rayo partía la casita en dos y al abrir los ojos se dio cuenta de que afuera llovía a cántaros y el cielo parecía derrumbarse con los truenos y relámpagos. Hizo la señal de la cruz paseando sus dedos cortos y finos por la frente, la nariz y el mentón, y luego se persignó. Presionó el botón del despertador para que dejara de sonar. Saltó de la cama y se hincó frente al pequeño altar improvisado sobre la cómoda. Tardó cinco minutos en rezar los padrenuestros de la manda y volvió a su cama. Pero ya no pudo dormir. Abrió la Biblia y detuvo la mirada en la fotografía de Nahuel que guardaba allí como se guarda el hueso de un santo. La foto había sido tomada poco después de la boda de Elisa y Nahuel en la plaza de Viña, adonde las dos parejas habían ido a pasar un fin de semana. En la foto aparecían ella, Elisa y Nahuel: Nahuel al medio, abrazado a las dos. Después recortó a Elisa y quedaron ella y Nahuel. Ahora lo miró con la misma fijeza de todos los días y, como siempre, el recuerdo de esa noche volvió a atormentarla. Habían pasado diez años desde aquella locura. Porque fue una locura de la cual se arrepentiría el resto de su vida. Volvió a clavar los ojos en sus muslos largos y lampiños; Dios te salve, María, una verdadera locura, un desenfreno que le pesaba como si hubiese ocurrido ayer. Ese día había cenado en la casa de Elisa. Tarde en la noche, Nahuel fue a dejarla a su casa y cuando detuvo el auto frente a la reja, ella lo besó en los labios. Así, tal cual. Fue un impulso completamente descontrolado, uno de esos actos que no tienen explicación, mucho menos si provienen de una mujer decente como ella. ¿Cómo pudo suceder? ¿Qué diablos pudo haber pasado por su cabeza en ese momento? Se había vuelto loca. Punto. Loca de remate. Era la única explicación posible. Loca por él; Virgen Santísima, Santa María, Madre de Dios… Ante su sorpresa, porque ella fue la primera sorprendida, Nahuel respondió con un ardor inusitado y cinco minutos después de acariciarse y darse besos apasionados, besos mojados y locos, como si hubieran estado toda la vida esperando este momento, bajaron del auto, él soltándose el cinturón, ella desabrochándose los botones de la blusa, y entraron en la casita y lo hicieron ahí mismo, en el suelo del living; Dios te salve, reina y madre, madre de misericordia. El solo recuerdo de lo que pasó en esa alfombra la hacía sonrojarse. Mientras Nahuel la penetraba, se aferró a su cuerpo largo y una descarga eléctrica la sacudió como si fuera de papel.

Otro sacudón de Nahuel y una nueva descarga la conectó con cada partícula de su cuerpo y sintió que se deshacía en medio de un placer infinito. Nunca había sentido nada parecido. Su vida sexual con Juan Enrique, amén de corta, no había sido de ninguna manera satisfactoria. Apretó a Nahuel contra su cuerpo y se quedó pegada a él anhelando que ese minuto fuera eterno. Después tuvo miedo. No se atrevía a mirarlo y se puso a llorar. Perdona, perdona, le decía Nahuel, arrodillado con los pantalones en los tobillos, perdóname, Prudencia, no sé qué me pasó, palabra. Y ella: no, no, por favor, fue mi culpa. Era la primera vez y sería la última en su vida que haría algo así. Sufrió amargamente y, aún ahora, el recuerdo de esa desventurada noche le apretaba la garganta. Su encuentro con Nahuel era un secreto profundo y un dolor, pues cada vez que miraba a Elisa de frente tendía a bajar los ojos. ¿Cómo pudo hacerle algo así a su mejor amiga? ¿Cómo pudo traicionar a la persona que la había ayudado en todo? Se sentía miserable. Ni la manda que llevaba años cumpliendo, sagradamente, todos los días a las cuatro de la mañana, ni sus confesiones con el padre Ian, ni un cordón con tachuelas que se había colocado durante tres días en la cintura, habían aliviado su malestar espiritual. Después de lo ocurrido, Nahuel insistió en ayudarla en todo lo que necesitara y ella se sintió muy mal, casi una prostituta, ¿quería pagarle para que no dijera nada? ¿Era eso? ¿Cómo podía pensar que ella iba a decir algo? ¿No se daba cuenta de que estaba lacerándose por dentro? Desesperada, le escribió una larga carta pidiéndole perdón por ese momento de debilidad, pero nunca la envió. Por aquel tiempo, más o menos, empezó su trabajo en el campo. Andaba escasa de fondos, Juan Enrique no le daba un peso, se había portado con ella como el peor de los sinvergüenzas, prácticamente estaba viviendo de la caridad de sus amigos y de unos pocos fondos heredados de su papá. Elisa, que la veía escasa de dinero, sin posibilidades de encontrar un buen trabajo, en parte porque no tenía estudios universitarios y en parte porque era floja, le propuso que diera clases de Biblia a los inquilinos de San Juan. Aunque a Nahuel no le pareció una buena idea –la religión no era algo que debiera metérsele a la gente a la fuerza, además era ateo y ninguna de las dos podía hacer nada para remediarlo–, Elisa lo convenció, la Biblia era un magnífico documento, no era necesario ser católico ni de ninguna otra religión para interesarse en ese tesoro histórico, le dijo, y ella misma le pagaría un sueldito por ese trabajo. Comenzó a la semana siguiente, y la verdad, se los agradecía. Su vida se había llenado con las clases, y no eran sólo clases de Biblia, también hacía apostolado y de cierta forma se estaba convirtiendo en guía espiritual de las campesinas. Aquella era la parte de su labor que más le gustaba. Poco a poco se había ido compenetrando con la forma como vivían, las relaciones con sus maridos y sus hijos. Si tenían dudas, ella se las aclaraba. Si a alguna de ellas le daba vergüenza desnudarse frente al esposo –y a ella le gustaba llamarlo esposo, como en su Biblia– le enseñaba a sacarse las prendas de modo de quedar siempre bien cubierta y protegida por las sábanas de la cama, y si el marido se ponía violento, como ocurrió con el caso de Enedina Cifuentes, ella lo citaba al día siguiente y le hablaba. Se sentía como una luz capaz de alumbrar las vidas de las inquilinas, protegerlas de tentaciones innecesarias tanto como del abuso de sus maridos, llevarles la palabra de Dios.

En buenas cuentas, esa gente era de una ignorancia supina, casi ninguno de ellos había asistido a otra clase de religión que no fuera una preparación corta de catecismo, antes de hacer la primera comunión, y pare de contar. Estaba muy contenta con la manera como se fueron dando las cosas. Se sentía satisfecha y aunque su aporte no fuera más que un granito de arena, de algo servía, algo les quedaría, alguna lucecita se encendería en sus cabezas atiborradas de las cochinadas de la vida moderna, el sexo, la pornografía y toda esa mugre; Dios te salve, reina y madre, a ti clamamos, a ti suspiramos los desesperados hijos de Eva… En la mesilla, junto a la cama, estaba el cuaderno donde anotaba los chismes que le contaban los inquilinos, sus mujeres, mejor dicho, pues los hombres se mostraban reacios a hablar con ella, como si le tuvieran miedo. Se las había ido ganando de a poco. Sobre todo después del episodio de Filuca García, la encargada de la panadería del fundo. ¡Ay, Señor!, esa mujer… le había desordenado el gallinero. Esa mujer había sido un verdadero estorbo, y menos mal que la contuvo a tiempo. Mucho más letrada que las otras, se las daba de líder. Militante del Partido Comunista, era la clásica agitadora social, joven y agresiva, muy politizada. Gracias a Dios se la había sacado de encima antes de que alienara completamente a las otras. Entre sus objetivos estaba formar un sindicato, y un sindicato no era más que un foco de problemas. Cualquiera sabía eso. La gente le hacía caso, le tenían miedo, esa era la verdad, pero le hacían caso. Si no hubiera sido porque se puso firme y forzó a Elisa a firmar su despido, sabe Dios hasta qué punto habría encabritado a las campesinas con su ideología marxista y sus teorías feministas. Una vez que la expulsó del fundo tuvo que partir de cero y fue un trabajo arduo y complicado, pero logró recuperar la confianza de sus alumnas, incluso volvieron a llamarla «señorita Prude», y a ella le gustaba ese dejo de confianza y amistad. La idea de enseñarles a hacer flores de papel le abrió muchas puertas. A las mujeres les gustaba hablar y dárselas de saber cosas de los otros que los demás ignoraban. Filomena, la cocinera de la casa, era su mejor fuente de información. Conocía la vida y milagros de todos. Por ella se había enterado de que Lucrecia, la novia del jardinero, se había hecho un aborto. El chisme era que se acostaba con el jardinero, lo hacían en todas partes y los habían visto en un potrero desnudos de la cintura hacia abajo; Santa María, Madre de Dios, ¡a plena luz del día! Le había molestado sobremanera esta información. Hasta entonces sentía la perturbación que le había producido toda la historia, le parecía ver la imagen del jardinero y su novia, una desvergonzada de apenas diecisiete años, desnudos. Y claro, como era de esperar, la chiquilla se embarazó y lo primero que se le ocurrió fue asesinar a su bebé; Padre nuestro que estás en los cielos… ¿Acaso no se los había dicho en repetidas ocasiones? «El sexo debe practicarse solamente dentro del matrimonio, y aun dentro del matrimonio el exceso sexual es malsano, el sexo no es algo que deba practicarse separado de la necesidad de procrear y para procrear, con un par de veces al mes basta, sobre todo en el caso de ustedes que no cuentan con medios económicos como para tener tanto chiquillo. En cuanto al aborto, quisiera ser muy clara y definitiva y que se graben lo que voy a decirles: un aborto es un asesinato, y cualquier mujer que aborte, una asesina, ¿me escuchan bien?». Las alumnas asentían con la cabeza y no hacían preguntas, se limitaban a escucharla guardándose sus pensamientos y después comentaban entre ellas.

Esto la sacaba de quicio. ¿Para qué asistían si no eran capaces de discutir con ella lo que estaban pensando? Ilumíname, Dios mío, ¿cómo hacer para ganarse su confianza de una vez por todas? Hasta ahora la escuchaban, asentían tímidamente con la cabeza, le decían que sí a cualquier cosa que les pedía, pero en su fuero interno sabía muy bien que, una vez que ella se alejaba, hablaban mal, seguro, y quién sabía qué barbaridades no dirían. Había organizado una eficiente red de informantes que le permitía saber quiénes se emborrachaban, quiénes iban a misa los domingos, quiénes comulgaban, las cosas que decían –los instaba a suprimir las palabrotas, ser prudentes al expresarse–, la música que escuchaban y lo que hacían en las fiestas. Si la falta era grave se lo notificaba a Elisa, tal como había hecho hacía un par de semanas, cuando Filomena le contó que Nataly Moena, la viuda del tractorista, se había entrometido desvergonzadamente en el matrimonio de Luciano, el mozo de la casa ni más ni menos, y primo de Filomena. María, la mujer de Luciano, estaba desesperada. Luciano y la viuda andaban juntos a vista y paciencia de todo el mundo.

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