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Las complicaciones del corazon – Fernando Alberca

1.NUESTRA PROPIA HISTORIA DE EMOCIONES: LA IMPORTANCIA DE NUESTRA INFANCIA Todos aprendemos a sentir y qué sentir de nuestras madres en el primer año de vida. Desde el nacimiento —antes incluso, mediante lo que oímos a través de nuestra madre—comienza nuestra educación afectiva. Al año y medio de nuestra vida, en el interior del cerebro se conectan nuestras estructuras corticales con las estructuras profundas, lo que permite nuestra afectividad inteligente. El afecto en gran medida nos hace aprender, nos permite apartarnos, explorar, vencer los miedos a muy temprana edad, y soportar los problemas. Cuando somos niños afrontamos con seguridad sobre las rodillas de nuestra abuela las historias de monstruos que devoran o de bosques donde nos perdemos. Cuando esto no lo aprendemos arropados por el amor de una abuela o una madre u otro ser querido, y por el contrario lo hacemos por ejemplo ante un ordenador a solas o ante una pantalla de cine, de televisión, o un videojuego, entonces aprendemos a sufrir solos el temor y adquirimos inseguridad irremediablemente. Si aprendemos de niños que somos queridos, sin condiciones, por el hecho de existir simplemente, con independencia de nuestro comportamiento y de nuestros resultados, entonces aprendemos a sentirnos seguros. Nuestra personalidad se forja con las experiencias de afecto en nuestra infancia. Luego, durante la adolescencia, la juventud y la madurez adulta, nos damos cuenta de nuestros límites y de mayores peligros, y entonces nuestra memoria nos recordará los momentos claves de nuestra vida, los mejores, los más felices, necesarios para nuestra seguridad, madurez y progreso emocionalmente equilibrado. Cuando comenzamos a andar, hablar y a relacionarnos más, nuestro campo de aprendizaje se extiende; buscamos más adherirnos a los sentimientos de nuestra madre principalmente, porque buscamos la seguridad que necesitamos. Tras nuestra madre, los de nuestro padre también. Luego —pero antes de los dos años— adquieren protagonismo las miradas de los ajenos, los halagos, la confirmación de cuanto hacemos bien y mal, el reconocimiento de todo lo que hacemos, pensamos y sentimos, que tanto necesitamos. Más tarde, cercanos a los 6-7 años, nuestra libertad es la protagonista, nuestra libertad y nuestro juicio. A los 7 años otorgamos mayor importancia a lo que opinen los demás de nosotros, y como combinación del desarrollo de nuestro juicio y el qué dirán, crece nuestra falta de dominio, nuestra vergüenza, nuestro orgullo, nuestra timidez, nuestra inseguridad, nuestros complejos y nuestra tozudez. Nos hacemos conscientes de nuestros sentimientos contradictorios. De lo difícil que nos resulta controlar nuestros impulsos. Primero deseamos tener una lista de valores en nuestra vida; pero luego nos damos cuenta de que vivirlos —ser virtuoso— es mucho más difícil que desear vivirlos. Todo lo bueno que sentimos desde pequeños se convierte a los 7 años en nuestros pilares emocionales. Las últimas investigaciones aseguran que entre los 4 y 8 años de vida configuramos en nuestro interior nuestro mapa amoroso, a través del perfil que nos hacemos de nuestra madre —o de su ausencia. Aprendemos en esa etapa de nuestra vida tan temprana cómo es el amor de verdad, ese que sentimos que nos llena. Si no hay anomalías afectivas, aprendemos de nuestros seres más queridos (madre y padre corrientemente) el perfil que luego buscaremos en nuestra relación de adultos. Imprimimos en nuestra memoria desde nuestra infancia el modelo de la persona que luego buscaremos para amar y sentirnos amados. Una persona que nos pueda amar con las características del que consideramos un amor satisfactorio. Un amor que ya sentimos especialmente en esos cinco primeros años de nuestra infancia.


Nuestro amor ideal, por tanto, lo forjamos antes de la adolescencia, antes de los 9 años. Ante las dificultades solemos refugiarnos en la felicidad de nuestra infancia —o en lo feliz que la recordamos—, si la vivimos llena de afecto, cariño y entrega equilibrada por nuestros padres y seres más queridos. Nuestra infancia se convierte en nuestro refugio. Acudimos a ella en busca de la seguridad que nos falta, en busca de la confianza que a veces perdemos en nosotros mismos… y en los demás. Al llegar la adolescencia todo se nos tambalea. La seguridad se nos fractura. La cuestionamos. Nos invaden los más grandes ideales junto a las más tormentosas inquietudes, vértigos, desequilibrios, miedos; y a las grandezas, utopías, sueños, aspiraciones… Así, nuestra historia afectiva es la suma de la genética y de nuestra propia historia; pero ni la genética logrará determinarnos ni lo hará tampoco nuestra historia si aprendemos a utilizar con responsabilidad nuestra libertad. Una libertad que se hace fuerte sólo con el poder de nuestro esfuerzo, que nos empieza a exigir su protagonismo desde los 5-6 años, y de la que hablaremos más detenidamente en el capítulo «Protestar y ser más libres». 1.1. La necesidad del afecto Nos damos aún más cuenta de la importancia que para todos nosotros tienen las emociones y el sentirlas y expresarlas, cuando observamos las consecuencias que nos acarrea el no tenerlas. La gravedad de los efectos de esta falta de emociones depende del momento en que se produzca, cuánto tiempo persista, el tipo de emoción del que seamos privados y muchos otros factores. Por ejemplo, la falta de oportunidad de experimentar felicidad, mediante una razonable sensación de éxito es probable que embote la personalidad de un niño. Un niño criado en un hogar donde los padres creen que el elogio vuelve perezoso al niño, quedará privado del placer del reconocimiento de sus éxitos y desarrollará cierto resentimiento hacia quienes le critican. Estos resentimientos muchas veces se expresan en rendimientos inferiores no sólo en la escuela, sino en todas las áreas de la vida. Los efectos más graves y nocivos se producen cuando el niño es privado de ocasiones en las que experimentar afecto. El ser amado por los demás es una experiencia que nos satisface como ninguna. Esta experiencia tiene también un componente práctico. El amor influye sobre nuestras decisiones y acciones individuales; sobre las actuales y las del día de mañana. La privación de calor emocional hace que perdamos de niños interés por las personas. La cualidad y la cantidad del afecto, su adecuación a nuestro desarrollo y su continuidad o discontinuidad representan papeles importantes en nuestros afectos, nuestra conducta y nuestra personalidad de adolescentes y después de adultos. Antes incluso de nacer, dentro de nuestra madre, mostramos nuestras respuestas a lo que nos resulta agradable o desagradable. Antes de que cumplamos un año, nuestros padres podrán reconocer en nosotros expresiones emocionales semejantes a los estados emocionales de los adultos. Conforme crecemos, presentamos un repertorio cada vez mayor de respuestas emocionales: alegría, rabia, miedo, celos, felicidad, curiosidad, envidia y odio… Estas formas de expresar nuestra conducta emocional nos las provocan muy diversos estímulos, entre los que figuran personas, objetos y situaciones que, particularmente, van adquiriendo un papel protagonista en nuestra personal historia emocional.

2. LA SEGURIDAD DE LA FAMILIA En la familia que se fundamenta en un amor verdadero, las personas somos tratadas como tales. En ella predomina el intento responsable y generoso de que todos seamos mejores y más felices, hoy y sobre todo mañana, con paciencia en tanto maduramos. La familia es donde se nos quiere tal y como somos, porque nuestra familia —aunque a veces no lo sintamos así— nos conoce mejor que nosotros mismos. La familia es el ámbito decisivo, insustituible, de cualquier persona, e inabarcable por su importancia e implicaciones en un capítulo corto como este. Pero también nuestra familia se convierte, al llegar a la adolescencia, en el primer grupo al que demostrar nuestra propia identidad. Pertenecemos a la familia, pero debemos demostrar al mundo entero, empezando por nuestra familia, nuestra diferencia, nuestra personalidad, la justificación de nuestra individualidad, esa identidad que nos valida como persona única, como ser humano, por tanto como inteligente, con voluntad, libre, que se escapa al determinismo de cualquier tipo de influencias, con criterio propio, pensante, que hace, quiere, ama y elige por sí mismo, reflexiva, intencionada, consciente y maduramente. Y esa demostración al mundo hemos de ensayarla primero en el ámbito seguro de nuestra familia. A la que indudablemente pertenecemos y que desde que somos pequeños, lleva eligiendo, pensando, queriendo, haciendo y amando en buena medida por nosotros hasta la adolescencia. Pasar de ser fulanito, miembro de tal familia, a fulanito, individuo y ciudadano independiente, emancipado, maduro, autónomo —en definitiva: uno mismo—, conlleva pasar por una adolescencia de contradicción con nosotros mismos, y como parte de nosotros, con la propia familia. Más en las formas que en el fondo. Mi madre lleva razón, pero no debe decírmelo así, me decía un amigo de dieciséis años, y podríamos decir cualquier adolescente y muchos adultos en muchas ocasiones. La mayoría de nuestros problemas con la propia familia, tiene como causa los modos de decir y de actuar, más que los contenidos en sí. Aunque a veces también los contenidos. Unos modos que chocan con nuestra necesidad de ser uno mismo: diferentes. Porque todo hijo somos una persona más distinta a nuestros padres que parecida. Aunque les cueste reconocerlo, después de tanto tiempo soportándonos, cuidándonos como hijos que dependíamos de ellos casi para todo… Después de tanto tiempo queriéndonos ya. Pero pese a cuantos enfrentamientos podamos tener con nuestras familias, las influencias familiares, su riqueza histórica y su pertenencia, nos acompañarán sin duda toda nuestra vida… y lo necesitamos. Sin duda, la familia es donde las personas aprendemos todo lo esencial para nuestro desarrollo y posible felicidad; y también por ello, donde se cimienta nuestra seguridad (o inseguridad, si no hemos sido queridos). Lo ineludible es que nos sentimos seguros cuando nos sentimos queridos. Sólo dentro de la familia es donde podemos recibir un amor incondicional, pese a las muchas tiranteces que suframos —que es lógico y bueno que existan—, y por tanto dentro de la familia es donde podemos sentir la seguridad que proviene de saber con certeza que, pase lo que pase, no nos ocurrirá nada irremediable porque tenemos lo más importante: una familia que nos quiere, aunque a veces no nos comprenda del todo. Una familia en donde encontrar todos los remedios para soportar cualquier desgracia. Aprendemos a afrontar los peores miedos, a sobreponernos ante los más terribles temores —reales o no— que la vida nos presenta, arropados por una familia que nos da la seguridad suficiente para afrontar con valentía, fuerza y equilibrio cualquier peligro. Sin esta seguridad del refugio amoroso que nos da gratuitamente nuestra familia, no podríamos encarar nuestros miedos y vencerlos. No estaríamos seguros de que obtendremos siempre consuelo y perdón, por mucho que hayamos fracasado o errado.

Por sentirnos queridos de verdad, podemos encontrar cómo y por qué superar los peores obstáculos de nuestra vida. Si no nos sentimos queridos de verdad, nuestra inseguridad alimenta los temores hasta hacerlos insufribles. Sólo sentirnos muy queridos tal y como somos, nos asegura poder vencer cualquier enemigo. Junto a los temores más extraordinarios, como la muerte de los seres más queridos y necesitados, la enfermedad, la propia muerte, ser secuestrado, dañado, herido, torturado, abandonado, despreciado, ignorado, etc., cada día también sentimos muchos otros temores y ataques más ordinarios. Debido a la pesadez de nuestros defectos, también a la envidia que generan nuestras virtudes, a la incomprensión de nuestro carácter, nuestra forma de ser, de pensar, de hacer, nuestros principios, creencias, nuestra historia personal y familiar… Por eso, cuando en medio de la batalla diaria nos sentimos más injustamente tratados, menospreciados, más utilizados y despersonalizados, entonces es momento de refugiarnos en la familia, buscar en ella la seguridad que nos falta, acudiendo a donde siempre seremos tratados como personas, como individuos, dignos y amables pese a todo, por el mero hecho de ser personas y miembros amados de esa familia que nos quiere, sin condicionamiento de utilidad, virtud, acierto o resultados. Pase lo que pase, tendremos la seguridad de poder acudir a ella. Cuando la familia está fundada en el vínculo amoroso, no puede existir ningún otro ambiente humano más extenso ni más profundo ni con mejor conocimiento de cómo apoyarnos, darnos equilibrio, seguridad y formación eficaz como personas. Galli decía que «la familia, con los ideales que le son propios, con el clima afectivo que le distingue específicamente, con la atmósfera de serenidad y cordialidad, con la presencia del padre y de la madre, es decir, con la tipología masculina y femenina, con los hábitos que determinan en gran parte por vía inconsciente y específica la atención amorosa de los padres, es ciertamente un ambiente insustituible». En palabras de Sears añadimos: «es la unidad social fundamental que determina la personalidad del niño como la del adulto», y Musen afirma que «las experiencias del niño en el ambiente familiar deben considerarse factores determinantes de la personalidad».

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