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Las cenizas – Alberto Vazquez-Figueroa

¿Qué era lo que buscaba exactamente a la hora de enfrentarme a un hombre tan peligroso como parecía ser el tal «Martell»? ¿Qué ganaba con encontrarle, si es que conseguía localizarle? Si mi «lucha» venía motivada por mi resentimiento contra ETA —a la que directa o indirectamente culpaba de la muerte de Sebastián— a tenor de lo que «El Dibujante» había dejado escrito en su diario —quienquiera que fuese «Martell»— nada pintaba en aquel asunto. A veces me asalta la sospecha de que «Xangurro» se ha vendido a «Martell», pero ésa es una acusación tan grave, que tanto si fuera cierta como si fuera falsa, me costaría la vida. Si ETA y «Martell» no eran, según cabía interpretar de las palabras de «El Dibujante», aliados, sino en cierto modo rivales, lo lógico —si algo de cuanto he hecho a lo largo de mi vida estuviese dotado de una cierta lógica— hubiera sido que mis simpatías se inclinasen del lado de «Martell». Los enemigos de mis enemigos, son mis amigos. No obstante, estaba decidida a embarcarme en la incalificable aventura de localizar y destruir a alguien que nada tenía que ver conmigo, por el simple y ridículo placer de demostrarme a mí misma que era capaz de triunfar allí donde tantos habían fracasado. En cierto modo «Martell» era un mito. Pero un mito impreciso, a mitad de camino entre el terrorista internacional sin una ideología o una bandera concreta, y el vulgar delincuente que lo mismo atraca un banco, que trafica con armas o secuestra a un empresario. Y que, curiosamente, aborrecía a los narcotraficantes. Quizá fuera esta última faceta de su personalidad lo que había contribuido a crear tan confusa aureola mitológica, puesto que resulta cuanto menos desconcertante, que en los tiempos en que vivimos alguien implicado en el mundo de la delincuencia no se encuentre al propio tiempo ligado al mundo de las drogas. Al paso que vamos llegará un momento en que será el petróleo el que mueva las máquinas y la droga la que mueva a los hombres. Como una mancha de aceite el vicio se extiende sin que ni gobiernos ni particulares consigan detener su progresión, y alguna que otra vez me he preguntado qué ocurrirá cuando llegue el momento en que nadie sea capaz de tomar una determinación sin tener que recurrir de antemano a una esnifada. Confío en no vivir para verlo. Adoro sentirme dueña de mi voluntad pese a que admita que sea esa voluntad la que me arrastra a cometer tantísimos errores. Perseguir a «Martell» fue sin duda alguna el mayor de todos ellos. Y el que me obligaría a pagar por cuantos había cometido con anterioridad. El día que decidí volver a llamarle, «Xangurro» parecía estar aguardando al otro lado del hilo telefónico, puesto que de inmediato quiso saber si me encontraba en disposición de trasladarme a Montecarlo. —¿Montecarlo? —me sorprendí—. ¿Y por qué Montecarlo? —¿Y por qué no? —replicó—. Allí encontrará a la persona que busca. No me entusiasmaba la idea de regresar a una Costa Azul en la que había pasado demasiado tiempo y en la que había dejado un amargo sabor de boca a muchísima gente, pero llegué a la conclusión de que mi peor enemigo se encontraba siempre allí donde quiera que fuese, puesto que mi peor enemigo era evidentemente yo misma. —De acuerdo —admití de mala gana—. Le llamaré en cuanto me haya establecido en Montecarlo. Pasé toda una noche meditando sobre cómo pasar desapercibida en Montecarlo, y una vez más llegué a la conclusión de que la forma ideal de pasar desapercibida era llamar lo más posible la atención. Al día siguiente telefoneé a la mejor agencia de modelos francesa para rogarles que enviaran al Gran Hotel de París, en Mónaco, a quince muchachas de unos treinta años, morenas, de cabello largo, ojos oscuros y distintas nacionalidades con el fin de seleccionar a cuatro, ya que «un buen cliente» tenía la intención de filmar un sorprendente spot publicitario. Cada una de ellas recibiría cincuenta mil francos por las molestias, y las cuatro seleccionadas doscientos mil.


Para demostrar que hablaba en serio les transfería en ese mismo momento un millón de francos. La fe mueve montañas. Pero el dinero culos. Y en esta ocasión culos preciosos. La agencia francesa se puso en contacto con sus corresponsales de varios países, y lo cierto es que me enviaron un «material» de primerísima clase. Previamente había reservado dieciséis habitaciones, por lo que cuando me presenté en el hotel ya se encontraban en él más de la mitad de las «candidatas», con lo que tanto el personal como los clientes se encontraban encantados y casi alborotados. Las instrucciones que había dado eran muy claras: las muchachas debían circular de un lado a otro, comer, tomar copas y mostrarse amables con los clientes, pero sin prestarse a ningún tipo de intimidad ni permitir que las fotografiasen, y sobre todo debían procurar ser muy naturales si deseaban llegar a convertirse en una de las elegidas para la prueba final. Precisamente, la «gracia» de nuestro spot se centraba en dicha naturalidad. «Una manzana entre manzanas no es más que una manzana». Me mezclé entre ellas, sin que nadie me preguntara de dónde provenía, y debo admitir que me divirtió enormemente advertir como rivalizaban a la hora de ser a cual más «simpática» y «natural» a pesar de que no tenían ni la más remota idea de quién diablos era el encargado de seleccionarlas. ¡Me encanta derrochar el dinero en ese tipo de cosas! Disfruto con ello, sobre todo cuando se trata del dinero de unos canallas que se morderían los puños si llegasen a imaginar que quince inaccesibles bellezas se dedicaban a vivir a su costa en uno de los mejores hoteles del mundo. Una vez convencida de que todo funcionaba a la perfección telefoneé a «Xangurro» y le comuniqué que me encontraba en Montecarlo, pero le advertí muy seriamente que como se le ocurriera la estúpida idea de venir personalmente con intención de reconocerme se rompería el trato y nuestro común amigo se quedaría sin su dinero. Para confirmar que no se movía de Lyon le llamaría de tanto en tanto y cuando menos se lo esperara. Si al astuto «Martell» se le había pasado por la cabeza la idea de que no le resultaría en absoluto difícil localizar a una espectacular morena recién llegada a Mónaco acertó de lleno. Tenía dieciséis donde elegir. El propio «Xangurro» lo admitió dos días más tarde. —Es usted muy lista —señaló—. Condenadamente lista. Nuestro amigo no sabe con cuál de las chicas quedarse. —Eso quiere decir que ya se ha dado una vuelta por el hotel. —Supongo. —En ese caso le voy a dar el número de mi móvil para que me llame. Ya es hora de que nos pongamos a trabajar en serio. A la mañana siguiente repicó el teléfono, y una voz evidentemente distorsionada inquirió: —¿Cómo puedo estar seguro de que tiene algo que me pertenece? —Porque su cuenta secreta acababa en tres, siete, cinco —señalé distorsionando de igual modo mi tono de voz—. Y si ahora usted me dice cuáles eran los dos primeros números, sabré que estoy hablando con la persona indicada.

Se hizo un corto silencio y tras lo que pareció una razonable duda, el desconocido replicó: —Cuatro y siete. —Exacto. Creo que llegaremos a entendernos. —¿Cuándo sabré cuál de esas chicas es usted? —En el mismo momento en que yo sepa quién es usted. —Difícil me lo pone. —Se trata de su dinero, y si desea recuperarlo tendrá que aceptar ciertas reglas —le hice notar —. Como comprenderá no estoy dispuesta a arriesgarme. —De acuerdo —admitió al fin—. Mañana al mediodía la recogerá un coche que la conducirá a un lugar en el que podremos hablar sin que ninguno de los dos corra peligro. Medité unos instantes y por último señalé: —Me parece bien. Pero tenga en cuenta que tal vez a esa primera cita no acuda yo, sino cualquiera de las chicas. Y que si a las tres horas no está de regreso en el hotel se habrán roto definitivamente las negociaciones. —Veo que le gusta complicar las cosas —dijo. —Gracias a ello continúo con vida. —Hasta mañana entonces. —¡Quizá! A las doce en punto de la mañana siguiente una inmensa limusina me aguardaba en la entrada del hotel y un impecable y ceremonioso chofer uniformado me abrió la puerta, se colocó al volante y me condujo en silencio a través de una serie de callejuelas hasta la parte más alta de la ciudad, donde se detuvo ante un restaurante desde cuya amplia terraza se dominaba toda la bahía. Me acomodé en una mesa apartada, pedí un martini y aguardé. Tal como suponía, a los pocos minutos mi teléfono móvil comenzó a repiquetear dentro del bolso, pero como le había colocado el volumen al mínimo y tan sólo yo podía oírlo, ni siquiera hice ademán de tocarlo y continué contemplando el paisaje con absoluta impasibilidad. Si contestaba al teléfono, quienquiera que me estuviese observando no abrigaría la más mínima duda sobre mi auténtica personalidad, y en cierto modo me ofendió que me menospreciaran al imaginar que iba a caer en una trampa tan burda. Por fin dejó de sonar. Pero al poco insistió con idéntico resultado. Yo «navegaba con bandera de pendejo» limitándome a admirar el paisaje con aire de supremo aburrimiento. Al cabo de un rato abrí el bolso, desconecté el aparato y saqué un cigarrillo que encendí mientras hacía un gesto al camarero al que supliqué que fuera a buscar al chofer que aguardaba en el exterior. Cuando éste se presentó ante mí, gorra en mano, le espeté sin más preámbulos: —¿Y ahora qué se supone que tengo que hacer? Me observó estupefacto. —¿Perdón? —inquirió.

—Que no entiendo nada. Me sacan del hotel, me traen hasta aquí, me piden que sea natural y amable con la gente, pero no encuentro a nadie con quien mostrarme ni amable, ni natural —lancé un amargo lamento—. ¡Y me muero de hambre! —concluí. —Pues vaya pidiendo algo de comer mientras espera. —¡Odio comer sola! —aseguré—. Me deprime. Me da la impresión de que soy tan poco interesante que ni siquiera he conseguido que alguien me acompañe —hice un gesto hacia la silla vecina—. ¡Siéntese! —rogué—. Le invito a almorzar. —¡Pero señorita! —protestó escandalizado—. ¿Cómo pretende que me siente con usted? Sólo soy el chofer. —¿Y eso qué tiene que ver? —Dije—. ¡Oh, vamos! Mi tío es chofer de un ministro y a mucha honra… —Le guiñé un ojo—. ¿O es que se imagina que nací en un palacio? No soy más que una pobre modelo a la que unos capullos le han pedido que se muestre amable con la gente. Pero si el cretino con el que me tengo que mostrar amable no aparece, estoy en mi derecho de mostrarme amable con quien me apetezca —bajé la voz—. Y aquí se debe comer de puta madre —volví a señalarle la silla—. ¡Por favor…! Dudó, le dio un sinfín de vueltas a la gorra, echó un vistazo a su alrededor y por último accedió a tomar asiento. Mientras almorzamos opíparamente le conté una sencilla historia sobre una muchachita chilena de clase media que intenta abrirse camino en el mundo de las pasarelas y las top-models internacionales, y a la que le vendrían de perlas doscientos mil francos si resultaba elegida para aquel trabajo. Por su parte me habló de su mujer y sus tres hijos. A la hora del café le supliqué que telefoneara al hotel preguntando si había algún mensaje para la habitación 245. Naturalmente no había ninguno, y a su regreso nos tomamos tranquilamente un coñac, charlamos otro rato, y como nadie hacía acto de presencia emprendimos el regreso al hotel. A mitad de camino le supliqué que me comprara un gran ramo de flores y una enorme caja de bombones puesto que una compañera cumplía años ese mismo día. También le pedí que me trajera revistas de modas. Mientras se encontraba en la floristería, realicé una llamada telefónica a la que nadie respondió. Poco después hice mi entrada triunfal en el hotel portando un enorme ramo de rosas y seguida por un impecable chofer uniformado.

No aceptó propinas. Era de esperar. En cuanto subí a mi habitación puse en marcha una grabadora que suelo llevar conmigo y en la que puedo reproducir una gran variedad de sonidos de ambiente. Era otra enseñanza de Hazihabdulatif. «Sonidos de ambiente» que obligan a pensar en una calle con mucho tráfico, un aeropuerto, un estadio o una fábrica con ruido de máquinas al fondo, y que ayudan a confundir a quien se encuentra al otro lado de la línea, especialmente si has llamado tú o te han llamado a un móvil. Y yo estaba esperando una llamada al móvil. No tardó ni diez minutos. —¿Cómo es que no ha acudido a la cita? —Fue lo primero que quiso saber la distorsionada voz del día anterior. —Consideré que no era prudente —repliqué en idéntico tono—. Y tenía que venir a recoger a un amigo al aeropuerto. —¿Aeropuerto…? —se sorprendió—. ¿Pretende hacerme creer que está en Niza? —¡Exactamente! ¿Qué tal la chica? —No lo sé —replicó en el acto—. Tampoco yo acudí a la cita. —Pues nos podemos pasar así la vida —hice una pausa para que pudiera percibir con toda claridad que de mi grabadora surgía una voz avisando que un vuelo de Air France estaba a punto de partir hacia Londres—. ¿Se le ocurre algo? —inquirí al fin. —¿Le parece bien mañana a la misma hora? —Es posible… —Le enviaré un coche. —De acuerdo. El mismo coche y el mismo chofer, que mostró evidente sorpresa al verme. —¿Y eso? —quiso saber. —¿Qué quiere que le diga? —repliqué—. ¿Vamos al mismo sitio? —Ésas son mis órdenes. —Por lo menos comeremos bien. No abrió la boca durante todo el trayecto, y cuando se disponía a dejarme en la puerta del restaurante le pedí que entrara conmigo. Tomamos asiento en la misma mesa, y tras observarle unos instantes, señalé:

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