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Lady Barberina – Henry James

Es bien sabido que existen pocas vistas en el mundo más grandiosas que las avenidas principales de Hyde Park en una bonita tarde de junio. En eso se encontraban completamente de acuerdo dos personas que, un hermoso día de comienzos de ese mes, hace ahora cuatro años, se habían situado bajo los grandes árboles en un par de sillas de hierro (esas grandes con brazos por las que, si no me equivoco, hay que pagar dos peniques) y permanecían allí sentados, dejando a su espalda la lenta procesión del Drive y volviendo el rostro hacia el Row, que estaba mucho más animado [1] . Estaban perdidos entre la multitud de observadores, y pertenecían, al menos aparentemente, a esa clase de personas que, donde quiera que se hallen, tienden a encontrarse más entre los observadores que entre los observados. Eran tranquilos, sencillos, de edad avanzada y de aspecto neutro; resultaban agradables a todo aquel al que no le pasaran completamente desapercibidos. Y sin embargo, de entre toda aquella brillante concurrencia, es en ellos, por oscuros que parezcan, en quienes vamos a fijar nuestra atención. Le ruego al lector que tenga un poco de confianza; no que realice excesivas concesiones. En el rostro de nuestros amigos había algo que indicaba que estaban envejeciendo juntos, y que gustaban de su mutua compañía lo bastante para no poner objeciones. El lector habrá adivinado que eran marido y mujer; y puede que también, al mismo tiempo, haya adivinado que pertenecían a esa nacionalidad que tanto abunda en Hyde Park en el apogeo de la temporada. Eran extraños familiares, por decirlo de alguna manera; y personas que resultaran tan enteradas y al mismo tiempo tan alejadas, solo podían ser americanas. Naturalmente, esta reflexión uno solo podía hacerla al cabo de un rato, pues hay que admitir que ostentaban escasos signos patrióticos. Tenían una mente americana, pero eso era muy sutil; y podían dar la impresión, si uno se molestaba en fijarse, de que eran de familia inglesa, o incluso continental. Era como si les fuera bien resultar insulsos: todo el sabor lo llevaban en su conversación. No eran en absoluto llamativos; eran más bien grises, de tonalidad desvaída. Si estaban interesados en los jinetes, en los caballos, en los paseantes, en la gran exhibición de salud, riqueza, belleza, lujo y ociosidad ingleses, era porque todo esto remitía a otras impresiones, porque tenían la clave de casi todo lo que necesitaba una respuesta, porque, en una palabra, estaban en condiciones de comparar. No habían llegado, solo habían vuelto; y su tranquila mirada expresaba mucho más el reconocimiento que la sorpresa. Puede también decirse categóricamente que Dexter Freer y su esposa pertenecían a esa clase de americanos que están constantemente “de paso” por Londres. Poseedores de una fortuna cuyos límites, desde cualquier punto que se mirara, resultaban claramente visibles, no podían permitirse el que constituye el más desenfrenado de los lujos: residir en su propio país. Les resultaba mucho más fácil hacer economías en Dresde o en Florencia que en Buffalo o Minneapolis. Al final el gasto realizado era el mismo, y la inspiración obtenida era mucho mayor. Desde Florencia o Dresde, además, hacían constantes excursiones que no habrían sido posibles en las otras ciudades; y hasta es de temer que tuvieran algunos métodos de ahorro bastante caros: iban a Londres a comprar los baúles de viaje, los cepillos de dientes, el papel de escribir; en ocasiones hasta cruzaban el Atlántico para asegurarse de que los precios allí seguían siendo los mismos. Eran en gran medida una pareja de hábitos sociales, interesadas en especial en las personas. Su mirada se enfocaba tan claramente en el aspecto humano que pasaban por ser aficionados al cotilleo; y desde luego estaban muy al tanto de los asuntos de los demás. Tenían amigos en todos los países, en todas las ciudades; y no era culpa suya que la gente les contara sus secretos. Dexter Freer era un hombre alto y delgado, de ojos atentos y una nariz que, más alzada que caída, resultaba ante todo prominente. Se cepillaba el cabello, que estaba surcado de blanco, hacia delante, por encima de las orejas, con esos mechones que aparecen en los retratos de caballeros bien afeitados de hace cincuenta años, y llevaba corbata y polainas anticuadas.


Su esposa, una persona pequeña, regordeta, lozana, con la cara blanca y el cabello aún completamente negro, sonreía todo el tiempo, pero no había vuelto a reír desde la muerte de un hijo al que había perdido a los diez años de casarse. Su esposo, sin embargo, aunque normalmente se mostraba muy serio, se permitía en ocasiones sonoros regocijos. Inspiraba en la gente menos confianza que su marido; pero eso importaba poco, puesto que ella tenía la suficiente confianza en sí misma. Su vestido, que era siempre negro o gris oscuro, resultaba tan agradable y sencillo que se notaba que se sentía a gusto con él; nunca resultaba elegante por casualidad. Hacía las cosas con una intención cargada de sensatez, y aunque se hallaba en perpetuo movimiento por el mundo, tenía siempre el aspecto de estar completamente inmóvil. Le elogiaban la rapidez con que daba a su salita en una fonda en la que tan solo iba a pasar una o dos noches la apariencia de un apartamento habitado desde hacía mucho tiempo. Merced a unos libros, unas flores, unas fotografías y unas telas rápidamente dispuestas (casi siempre conseguía contar hasta con un piano), el lugar casi parecía recibido en herencia. La pareja acababa de regresar de América, donde habían pasado tres meses, y se sentían capaces de afrontar el mundo con esa euforia que produce comprobar que todo está tal como se lo imaginaban. Habían encontrado su tierra natal absolutamente ruinosa. —¡Ahí está de nuevo! —dijo el señor Freer siguiendo con los ojos a un joven que pasaba por el Row, cabalgando lentamente—. ¡Qué hermoso pura sangre! La señora Freer tan solo hacía preguntas ociosas cuando quería ganar tiempo para pensar. En aquel momento, no tenía más que dirigir la mirada para ver a quién se refería su esposo. —El caballo es demasiado grande —comentó en un instante. —Quieres decir que el jinete es demasiado pequeño —replicó el marido—. Pero va montado en sus millones. —¿Millones? —Siete u ocho, según me han dicho. —¡Qué desagradable! —En esos términos solía hablar de las grandes fortunas del momento la señora Freer—. Me gustaría que nos viera —añadió. —Nos ve, pero no quiere mirarnos. Le da algo de apuro. No se encuentra cómodo. —¿Apuro por ese enorme caballo? —Sí, y por su gran fortuna. Se siente algo avergonzado de ella. —Entonces ha venido al lugar menos apropiado —dijo la señora Freer. —No estoy tan seguro.

Aquí encontrará gente más rica que él, y otros caballos grandes en abundancia, y eso lo animará. Puede también que esté buscando a esa chica. —¿Esa de la que nos han hablado? No puede ser tan idiota. —No es idiota —dijo Dexter Freer—. Si piensa en ella, tiene un buen motivo. —Me pregunto qué diría Mary Lemon. —Diría que le parece bien lo que él haga. Piensa que no puede equivocarse. Lo adora. —No estoy tan segura, si se lleva a casa a una esposa que la desprecia. —¿Y por qué tendría que despreciarla esa chica? Es una mujer encantadora. —La chica nunca lo sabrá. Y si lo supiera, daría igual: lo despreciará todo. —No lo creo, cariño. Algunas cosas le gustarán mucho. Todo el mundo la tratará muy bien. —Aún los despreciará más. Pero estamos hablando como si todo estuviera ya decidido. Y no lo creo en absoluto —comentó la señora Freer. —Bueno, seguro que algo así ocurrirá antes o después —replicó el marido, volviéndose ligeramente hacia el delta que se forma, cerca de la entrada al parque, en la bifurcación de los dos grandes paseos: el Drive y el Row. Nuestros amigos habían dado la espalda, como he mencionado, al solemne giro de las ruedas y a la espesa masa de espectadores que habían elegido ese lado del espectáculo. Esos espectadores se hallaban en aquel momento sacudidos por un impulso unánime: lo expresaban claramente el correr las sillas hacia atrás, el arrastre de pies, el susurro de telas y el creciente murmullo de voces. La familia real se aproximaba… la familia real estaba pasando… la familia real acababa de pasar. Freer volvió ligeramente la cabeza y los oídos. Pero no consiguió modificar más su posición, y su esposa no hizo ningún caso de la conmoción.

Habían visto pasar a las familias reales de toda Europa, y sabían que pasaban muy rápido. A veces regresaban, a veces no. En más de una ocasión las habían visto pasar por última vez. Eran turistas veteranos, y sabían perfectamente cuándo debían ponerse en pie y cuándo permanecer sentados. El señor Freer continuó con su argumentación: —Algún joven lo hará, seguro, y alguna de estas chicas asumirá el riesgo. Por aquí, cada vez más, tienen que ir asumiendo riesgos. —Las chicas estarán encantadas, no me cabe duda. Hasta el momento han tenido muy pocas oportunidades. Pero no quisiera que Jackson fuera el primero. —¿Pues sabes que yo sí? —dijo Dexter Freer—. Será muy divertido. —Para nosotros tal vez, pero no para él. Se arrepentirá y será desdichado. Es demasiado joven. —¡Desdichado, nunca! No tiene capacidad para la desdicha. Y por eso se puede permitir el riesgo. —Tendrá que hacer importantes concesiones —observó la señora Freer. —No hará ninguna. —Me gustaría verlo. —Admite, pues, que será divertido, que es lo que te estoy discutiendo. Pero, como dices, estamos hablando como si todo estuviera ya decidido, cuando probablemente no haya nada, nada en absoluto. Las mejores historias siempre resultan falsas. En este caso lo lamentaré.

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