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La vieja familia – Eva Garcia Saenz

Me despertó la sensación angustiosa del agua saturando mis fosas nasales, colonizándome la boca e inundando la garganta, camino de los pulmones. El suelo blanco resbaló a mis pies, y me agarré desesperado a los bordes de la tina para salir a la superficie. Aire. Por suerte el aire vino a salvarme y tosí como lo haría un anciano. Después me alcé y quedé de pie, desnudo, con el agua que por poco acaba conmigo chorreando por mi espalda. Serénate, me ordené. Paseé la mirada a mi alrededor, buscando referencias. Solo encontré unos papeles esparcidos por el suelo y tras el ventanal abierto, gaviotas ociosas y navíos de vela triangular. Al fondo, un amanecer en estado de gracia dibujaba el perfil brumoso de una ciudad. La escena parecía apacible y eso me inquietó aún más, ¿quién se fía de la calma? Me había quedado dormido en una maldita bañera cuando mi memoria huyó de aquella habitación. Entonces escuché una melodía y salté de la tina, con menos cuidado del que debía, en busca del origen de la música. Sobre el lecho de un amplio dormitorio que no reconocí, un pequeño artefacto negro y brillante se movía solo. Lo cogí y lo manoseé, sin saber muy bien qué hacer con él. Había pictogramas grabados, uno rojo, otro verde. Experimenté, no parecía peligroso. El rojo silenciaba la música. El verde, pues, pensé. —Hijo, ¿cómo fue todo? —dijo una voz, apenas audible. —Te reconozco —contesté, acercándome el aparato a la oreja en un gesto mecánico que me sorprendió. —Maldita sea, ha vuelto a pasar —susurró—. Escucha, hijo, es importante que retengas los datos que te voy a dar. Has tenido una crisis de amnesia y ahora mismo estás solo, imagino que en un hotel de San Francisco, al otro lado del océano. —¿Tú eres mi padre, entonces? —Sí, soy tu padre. Tu nombre es Urko, pero te será más útil recordar que ahora eres Iago del Castillo. Nacimos cerca de Santander, en la actual España, hace varios milenios, en una época que hoy llaman la Prehistoria.


Nos referimos a nosotros mismos como longevos porque ni tú, ni yo, ni tus dos hermanos hemos envejecido nunca más allá de los treinta años, pero somos los únicos a quienes les ocurre, así que cambiamos periódicamente de lugar y de identidad para no ser descubiertos. No soy un hombre crédulo, más bien todo lo contrario, pero mi cabeza, mis instintos y mis tripas registraron sus palabras como verdaderas. Él hizo una pausa para asegurarse de que le seguía y luego continuó. —Ojo: somos longevos, no inmortales. Si te pegan un tiro, te vas al cajón, como todo hijo de vecino. —No sé lo que es un tiro, no entiendo lo del cajón y no recuerdo a nuestros vecinos, ni siquiera si tenían hijos. ¿Qué estoy haciendo en San Francisco? —Es peor de lo que pensaba —murmuró, impotente—. Estabas intentando conseguir material confidencial para una investigación. —¿Para quién trabajo? —quise saber, mientras recorría la habitación en busca de mis pertenencias. —Para nosotros mismos, estamos tratando de aislar el gen que nos hace longevos, creemos que se trata de una mutación muy poco común, aunque esto ahora no te diga mucho. Tus hermanos, Lyra y Nagorno, están obsesionados con tener hijos que no envejezcan, aunque tú y yo no estamos de acuerdo. Nosotros, a diferencia de ellos, sí que hemos tenido alguna vez hijos longevos, no muchos, somos una rareza de la evolución, pero acabaron muriendo por sus propios errores, así que sabemos del dolor que acompaña a esas pérdidas. Ellos todavía no lo entienden. —¿Y por qué estamos tú y yo metidos en esto, entonces? —No te confundas, son nuestra familia y daríamos un brazo por ellos, es solo que están equivocados. Los dos han pasado por sus propios traumas y aún tienen que reponerse. Entrarán en razón… algún día —dijo, con esa voz de quien trata de convencerse a sí mismo—. De momento, confían en tu cerebro, y tú en hacer cambiar de opinión a Lyra. Su última familia murió hace unos años en un accidente, y ella ya no quería volver a pasar por ese trance, de hecho, ni siquiera quería vivir. Estás ganando tiempo para convencerla y mientras, boicoteamos la investigación. Lo de tu hermano Nagorno… —suspiró—. Bueno, él es otra historia, siempre insisto en que me lo dejes a mí. Solo espero que me hagas caso. —Mi cerebro —repetí sin comprender. Me había quedado en ese punto de la conversación. El resto era una niebla espesa para mí.

—Sí, eres el cerebro de la familia. Y en parte, es tu maldición. Si no fuera por él, no te estaría pasando esto. —¿Y qué es exactamente lo que me está ocurriendo? —Tu cerebro se ha reseteado. —No comprendo ese concepto. —Lo sé, lo sé. Tu cabeza guarda demasiados datos, no dejas de adquirir nuevos conocimientos, y te dedicas a coleccionar carreras universitarias. Siempre te estoy advirtiendo del peligro que eso conlleva, pero tú no me haces caso. Estos últimos siglos los apagones te están sucediendo con más frecuencia, por eso intento que pasemos el mayor tiempo posible conviviendo como una familia normal. Es más difícil si estás solo y un error puede llevarte a la muerte, o a descubrir nuestra naturaleza delante del mundo. Tú tienes tus propios sistemas, crees manejarte bien solo. Siempre fuiste así, desde que formabas parte de tu primer clan, tan independiente y autosuficiente. Cuando vuelvas a Santander… —De acuerdo —le corté—, creo que tengo bastante. Ahora dame los detalles prácticos. —Bien, empiezas a sonar como Iago. —Padre… —le atajé impaciente, ¿siempre divagaba tanto? —Está bien, ya voy. Y llámame Héctor, es mi último nombre. Estamos en el siglo XXI de la era cristiana, a 10 310 ciclos solares de tu alumbramiento. El idioma es el inglés y la moneda, el dólar. Deberías de tener una bolsa de cuero con plásticos y documentos donde aparezca tu rostro. No los tires. Entrega cualquiera de los plásticos cada vez que necesites comer o pagar el alojamiento, imita el garabato que ves tras tu imagen y luego espera a que te lo devuelvan. Le escuché en silencio mientras abría el armario y me ponía la primera prenda que encontré. —Mira, debería ir a buscarte por seguridad, pero supondrían casi veinticuatro horas de vuelo hasta que llegase. Voy a hablar con tu hermano y desde aquí vamos a adelantarte el billete.

No es seguro que pases unos días allí solo, pero antes necesito que te reubiques, suenas demasiado anacrónico. Quiero que busques un aparato llamado televisión, es como un gran cuadro oscuro sin imagen. Puede que esté clavado en la pared o sobre un mueble. —Sí, lo veo. ¿Qué debo hacer con él? —Es un contador de historias, él te pondrá al día acerca del presente, pero para ello debes acceder a él. —¿Hay alguna clave, debo decir alguna frase, recitar algún mantra? —No, debes pulsar el mando, cuanto antes te hagas con la jerga de este siglo, mejor. El mando es un aparato similar al móvil desde el que te estoy hablando. —Lo tengo, estaba junto a la teravisión. —Televisión —corrigió. —Televisión —memoricé—. ¿Y ahora qué? —Haz presión con el dedo sobre el botón donde pone Power. Así hice, y la superficie negra se trasformó en un campo de hierba rasurada. Unos guerreros con los hombros desmesurados y cascos blancos corrían y se golpeaban los unos contra los otros. Pero era extraño, porque las armas estaban escondidas. Aun así, la lucha parecía dura, y perseguían un objeto ovalado a lo largo del campo de batalla, posiblemente la cabeza del líder. Le expliqué la escena lo mejor que pude a mi padre. —Estás viendo fútbol americano en un canal de deportes. Es folclore, una representación tribal. Cambia de canal. —¿Qué? —Pulsa un número, cualquiera. Le fui describiendo todas las escenas, una y otra vez. Mi padre parecía ser un hombre paciente, aunque tuvo que cortar la comunicación para continuar con sus quehaceres. Después de pasarme toda la mañana viendo la televisión, la música que anunciaba la llegada de mi padre volvió a sonar y le puse al tanto. —¿Cómo consigo comida? He visto algunos restos en la habitación y los he tomado, pero si no me alimento de algo más me voy a debilitar en un par de días. —No va a ser necesario.

Llama al servicio de habitaciones, ahora te explico cómo, y pide que te suban lo mismo que ayer. Pero antes ponte la ropa que encuentres. Apuesto a que estás todavía desnudo. Tú y tu manía de ponerte en cueros en cuanto estás solo. —Casi, tengo un calzón con un símbolo sobre mis partes, ¿significa eso que pertenezco a alguna hermandad? —No, significa que eres pijo, un grupo social, y que estás en una posición lo bastante privilegiada como para comprar ropa interior a cien dólares la pieza. —Gracias por el dato, ¿debería hacérselo saber a las damas? —Las damas se darán cuenta antes de que te bajes los pantalones, créeme. Pero yo no me dedicaría a los placeres hasta que vuelvas aquí y te ubiques del todo. —¿Tengo esposa en Santander? —No has tenido ninguna desde principios del siglo pasado. La última que tomaste imagino que habrá fallecido ya. —¿Algún hijo? —Cientos, aunque todos muertos. Como te dije, tuviste un hijo longevo una vez, Gunnarr. Nació en el año 800 de esta era, en el seno de la cultura vikinga, pero cayó en la batalla de Kinsale hace cuatrocientos años. Desde entonces, por lo que yo sé, te has negado a tener ninguno más. —Entonces, ¿soy un asceta? —No, eres lo que hoy llaman un alérgico al compromiso. —Alérgico al compromiso —repetí—, ¿es otro grupo social? —Sí, bastante numeroso, pero no os soléis autoproclamar como tal. No te preocupes ahora por eso. Evita relacionarte con nadie en esos términos hasta que cojas ese avión y llegues a casa. Pasé el resto de la jornada poniéndome al día con la televisión y saliendo a veces a la atalaya desde la que observaba la vida de mi extraño presente. Cuando se hizo la noche, me aventuré a bajar al restaurante, siempre bajo la tutela telefónica de mi padre, para tomarle el primer pulso a la vida cotidiana del siglo XXI. —Pide agua para beber, y evita el bar del hotel. —¿Qué bar? —La taberna. —¿Por qué, no me vendrá bien seguir practicando algo de esta jerga? —Así es, pero aléjate de toda botella que tenga graduación, sobre todo si es whiskey irlandés. —¿Hay algo que debería saber al respecto? —Ya entraremos en detalles cuando vuelvas, si es que no has recordado por ti mismo. Tan solo prométeme que lo evitarás. —Así lo haré —asentí, no sin cierta incomodidad.

No ser amo y señor de mi propio pasado era una sensación molesta. Sé que desperté tarde a la mañana siguiente porque el vacío de mi estómago se encargó de recordarme que era hora de comer algo. Entonces escuché el golpeteo rítmico de unos nudillos en la puerta. Creí que sería alguno de los sirvientes del hotel, así que cuando el joven pulcramente vestido al que abrí la puerta me saludó, repetí la comanda del día anterior: —Tráigame un desayuno continental, si es tan amable. El individuo elevó la comisura de los labios hasta convertirla en una sonrisa despectiva, y el latigazo de su voz ronca abrió la brecha de mis peores recuerdos. —Hola, hermano. Puede que ahora no lo recuerdes, pero tú eras el esclavo cuando yo nací —me saludó. Aquellas palabras derribaron las compuertas de mi memoria, y odié a aquel hombre y todo lo que me hizo con la rabia ciega de los primeros días. Reprimí una arcada, y el sentido común me salvó de sujetarlo por el cráneo y aplastarlo contra la aséptica pared blanca del pasillo del hotel. Ahora sé que probablemente yo también habría muerto: Nagorno, aquel maldito jinete de las estepas, se mantenía invicto después de casi tres mil años de existencia. Era, simple y llanamente, letal. Tampoco en aquella ocasión habría conseguido acabar con él. —¿Dices que eres mi hermano? —le pregunté con cautela en la voz, sin dejarle aún pasar. —Así es —dijo, colándose a través del estrecho hueco que dejé entre mi cuerpo y el marco de la puerta.

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