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La Verdad – Terry Pratchett

Acaba de nacer el Ankh-Morpork Times y la fiebre por la prensa se adueña de la caótica metrópolis del Mundodisco. La novela número 25 de la saga «Mundodisco» es una entretenida sátira sobre el mundo de la prensa y todo lo que le rodea. El poder del periodismo, la infuencia de la política sobre las noticias, las manipulaciones sobre el periodista, la necesidad de un respaldo económico, la prensa amarilla, la creación de opinión pública… Todos estos temas y mucho más dentro de una trama divertidísima y fresca en el más puro estilo Terry Pratchett. Una de las pocas novelas independientes de esta serie que se puede leer sin conocer las anteriores.


 

En ocasiones un autor de fantasía debe señalar lo extraña que es la realidad. La forma en que Ankh-Morpork lidió con sus problemas de inundaciones (véase la página 279 y siguientes) guarda un curioso parecido con la que adoptó la ciudad de Seattle, Washington, hacia finales del siglo XIX. De verdad. Podéis ir a comprobarlo. Probad la sopa de almejas mientras estéis allí. El rumor se propagó por la ciudad como un fuego desatado (algo que se propagaba bastante a menudo por Ankh-Morpork desde que sus ciudadanos aprendieron las palabras « seguro contra incendios» ). Los enanos pueden convertir el plomo en oro… Circuló por entre el aire fétido del barrio de los Alquimistas, donde llevaban siglos intentando hacer precisamente eso sin éxito, aunque estaban seguros de que les saldría mañana, o como muy tarde el próximo martes, o a final de mes para ir sobre seguro. Fue motivo de controversia entre los magos de la Universidad Invisible, donde sabían que ciertamente se podía convertir un elemento en otro, siempre y cuando no importara que volviese a su estado original al día siguiente, ¿y de qué servía aquello? Además, la mayoría de los elementos ya estaban contentos como estaban. Se infiltró en las orejas llenas de cicatrices, hinchadas y a veces totalmente ausentes del Gremio de Ladrones, cuyos miembros sacaron filo a sus palancas. ¿A quién le importaba de dónde viniera el oro? Los enanos pueden convertir el plomo en oro… Llegó a los fríos pero increíblemente agudos oídos del patricio, y lo hizo bastante deprisa, porque no se podía durar mucho tiempo como gobernante de Ankh-Morpork sin ser el primero en enterarse de todo. El patricio suspiró, tomó nota del asunto y la añadió a un montón de notas que ya tenía. Los enanos pueden convertir el plomo en oro… Llegó a las orejas puntiagudas de los enanos. —¿Podemos? —Y y o qué demonios sé. Yo no puedo. —Vale, pero si pudieras, no lo dirías. Yo no lo diría, si pudiera. —¿Tú puedes? —¡No! —¡Aja! * * * Llegó a oídos del turno de noche de la Guardia de la Ciudad, que estaba de servicio en las puertas a las diez en punto de una noche gélida. Las guardias en las puertas de Ankh-Morpork no eran muy duras. Consistían principalmente en indicar con la mano que pasara todo lo que quisiera pasar, aunque en la oscuridad y con aquella niebla helada el tráfico era mínimo. Estaban encogidos al resguardo del arco de la puerta, compartiendo un cigarrillo húmedo. —No se puede convertir una cosa en otra —dijo el cabo Nobbs—.


Los alquimistas llevan años intentándolo. —Pues suele dárseles bien convertir una casa en un agujero en el suelo — dijo el sargento Colon. —Eso digo —respondió el cabo Nobbs—. Que es imposible. Es un problema de… elementos. Me lo dijo un alquimista. Todo está hecho de elementos, ¿vale? La tierra, el agua, el aire, el fuego, y… no sé qué más. Lo sabe todo el mundo. Todas las cosas los tienen como mezclados en su justa medida. Pisoteó el suelo en un intento de calentarse un poco los pies. —Si fuera posible convertir el plomo en oro, lo haría todo el mundo —dijo. —Los magos podrían —añadió el sargento. —Ah, bueno, magia —dijo Nobby en tono despectivo. Un carromato grande salió con estruendo de la niebla amarilla y se adentró bajo el arco, salpicando a Colon al pasar bamboleándose por uno de los charcos que eran un rasgo tan distintivo de las carreteras de Ankh-Morpork. —Putos enanos —masculló mientras el carromato continuaba hacia la ciudad. Pero no lo dijo muy alto. —Había muchos empujando ese carromato —agregó el cabo Nobbs, pensativo. El vehículo dobló un recodo dando tumbos y se perdió de vista. —Será por todo ese oro —dijo Colon. —Ja. Sí. Eso va a ser. * * * Y el rumor llegó a oídos de William de Worde, y en cierto sentido se detuvo allí, porque él lo escribió aplicadamente. Era su trabajo. Lady Margolotta de Uberwald le mandaba cinco dólares al mes para que lo hiciera.

La duquesa viuda de Quirm también le mandaba cinco dólares. Igual que el rey Verence de Lancre y algunos otros notables de las Montañas del Carnero. Igual que el serif de Al-Khali, aunque en su caso el pago era media carreta de higos dos veces al año. En general, reflexionó, había encontrado un buen trabajo. Lo único que tenía que hacer era escribir una carta a modo de boletín con mucho cuidado, calcarla del revés en un trozo de madera de boj que le proporcionaba el señor Cripslock, el grabador de la calle de los Artesanos Habilidosos, y luego pagarle al señor Cripslock veinte dólares para que tallara minuciosamente la madera que no eran las letras e hiciera cinco impresiones en hojas de papel. Por supuesto, se tenía que hacer con meticulosidad, dejando por ejemplo un espacio después de « A Mi Noble Cliente» para rellenarlo él más tarde, pero aun después de deducir gastos le quedaban casi treinta dólares por poco más de un día de trabajo al mes. Un joven sin demasiadas responsabilidades podía vivir humildemente en Ankh-Morpork con treinta o cuarenta dólares al mes. Y él siempre vendía los higos, porque aunque era posible alimentarse únicamente a base de higos, se tardaba poco en desear no haberlo hecho. Y siempre se iban cobrando sumas adicionales aquí y allá. El mundo de las cartas era un libro cerr… un misterioso objeto de papel para muchos de los ciudadanos de Ankh-Morpork, pero alguna vez necesitaban poner cosas por escrito, bastantes de ellos subían la escalera chirriante que había detrás del letrero « William de Worde: Se Escriben Cosas» . Los enanos, por ejemplo. Los enanos siempre estaban llegando a la ciudad en busca de trabajo, y lo primero que hacían era mandar una carta a casa para contar lo bien que les iba todo. Se trataba de un acontecimiento tan predecible, aun si el enano en cuestión estaba tan en las últimas que se había visto obligado a comerse su casco, que William había encargado al señor Cripslockque produjera varias docenas de cartas modelo en las que solamente había que rellenar unos cuantos espacios para que resultaran perfectamente aceptables. Los orgullosos padres enanos de todas las montañas guardaban como un tesoro cartas que se parecían a la siguiente: Querid[os papá & mamá]: Bueno, he llegado bien y estoy alojado, en la [calle Cockbill 109 Las Sombras Ankh-Morpork]. Todo va bien. Tengo un güen trabajo a las órdenes de [Sr. Y.V.A.L.R. Escurridizo, Comerciante Emprendedor] y dentro de muy poco boi a estar ganando montones de dinero. Me acuerdo de todos vuestros vuenos consejos y no estoy bebyendo, en los bares ni mesclándome con Trolls. Bueno eso es todo por ahora me tengo que ir, con muchas ganas de bolver a veros a vosotros y a [Emelia], os quiere vuestro hijo, [Tomas Cejarrota] … quien por lo general se estaba tambaleando mientras la dictaba. Era una manera fácil de ganarse veinte peniques, y como servicio adicional William adaptaba meticulosamente la ortografía al cliente y le permitía elegir su propia puntuación.

Aquella velada en concreto, mientras el aguanieve gorgoteaba por los bajantes exteriores de su local de alquiler, William estaba sentado en su pequeño despacho situado encima del Gremio de Prestidigitadores y se dedicaba con afán a escribir, escuchando a medias el catecismo inútil pero concienzudo de los ilusionistas en prácticas que hacían su clase vespertina en la habitación de abajo. —…prestad atención. ¿Listos? Bien. Huevo. Vaso… —Huevo. Vaso —murmuraba la clase con desgana. —… Vaso. Huevo… —Vaso. Huevo… —… Palabra mágica… —Palabra mágica… —Fazammm. Ya está. Jajajajajá… —Fazammm. Ya está. Ja-ja-ja-ja-ja… William se hizo con otra hoja de papel, afiló una pluma nueva, se quedó mirando un momento la pared y por fin escribió lo siguiente: Y por último, en un Tono más Alegre, se comenta que los Enanos Pueden Convertir el Plomo en Oro, aunque nadie sabe de dónde procede el rumor, y a los enanos que se dedican a sus asuntos legítimos en la Ciudad la gente les grita cosas como, p.ej., « ¡eh, pequeñajo, a ver cómo haces un cacho de oro!» , aunque esto solamente lo hacen los Recién Llegados, porque aquí todo el mundo sabe lo que pasa cuando llamas « pequeñajo» a un enano, a saber, que estás Muerto. Su Obediente Siervo, William de Worde Siempre le gustaba terminar sus cartas con un detalle alegre. Cogió una lámina de madera de boj, encendió otra vela y colocó la carta boca abajo sobre la madera. Un rápido frotamiento con el dorso de una cuchara trasladó la tinta, haciendo que treinta dólares y los bastantes higos como para darle una buena indigestión y a estuvieran prácticamente en el banco. La dejaría aquella misma noche en casa del señor Cripslock, recogería las copias al día siguiente después de un almuerzo relajado y con un poco de suerte las tendría todas mandadas para mediados de semana. William se puso el abrigo, envolvió con cuidado la plancha de madera en papel encerado y salió a la noche gélida. * * * El mundo se compone de cuatro elementos: Tierra, Aire, Fuego y Agua. Esto es algo que hasta el cabo Nobbs sabe muy bien. Y sin embargo, es falso. Hay un quinto elemento, al que por lo general se le llama Sorpresa. Por ejemplo, los enanos descubrieron cómo convertir plomo en oro haciéndolo de la manera difícil.

La diferencia entre esta y la manera fácil es que la difícil funciona. * * * Los enanos movían a pulso su carromato sobrecargado y chirriante por la calle, escrutando la niebla de más adelante. El hielo se iba formando sobre su carromato y les colgaba de las barbas. Lo único que hacía falta era un solo charco helado. La buena Dama Fortuna. Siempre se podía confiar en ella. * * * La niebla descendió, convirtiendo las luces en tenues resplandores y amortiguando todos los sonidos. El sargento Colon y el cabo Nobbs tenían claro que ninguna horda de bárbaros iba a incluir la invasión de Ankh-Morpork en sus planes de viaje para aquella noche. A los guardias no les extrañaba. Cerraron los portones de la ciudad. Aquella no era la actividad ominosa que podía parecer, ya que hacía mucho tiempo que se habían perdido las llaves, y la gente que llegaba tarde se limitaba a tirar piedrecitas a las ventanas de las casas construidas encima de la muralla hasta que encontraban a un amigo que les desatrancara la puerta. Se daba por sentado que los invasores extranjeros no sabrían a qué ventanas tirar piedrecitas. Luego los dos guardias se abrieron paso por el lodo y la nieve sucia hasta la Puerta del Agua, a través de la cual el río Ankh tenía la buena fortuna de entrar en la ciudad. El agua resultaba invisible en la oscuridad, pero de vez en cuando la silueta fantasmagórica de un témpano de hielo pasaba flotando por debajo del parapeto. —Espera —dijo Nobby, mientras ponían las manos en el cabrestante del rastrillo—. Ahí abajo hay alguien. —¿En el río? —se sorprendió Colon. Escuchó. Se oy ó el crujido de un remo, muy por debajo de ellos. El sargento Colon hizo bocina con las manos y lanzó el tradicional grito de desafío de los policías: —¡Eh! ¡Tú! Por un momento no se oy ó nada más que el viento y el gorgoteo del agua. Entonces una voz dijo: —¿Sí? —¿Vas a invadir la ciudad o qué? Hubo otra pausa. Y después: —¿Qué? —¿Qué de qué? —dijo Colon, subiendo la apuesta. —¿Cuáles eran las otras opciones? —No me andes con líos… ¿Tú, el de ahí abajo en la barca, vas a invadir esta ciudad? —No. —Bueno, pues —dijo Colon, que en una noche como aquella estaba contento de aceptar la palabra de cualquiera—. Muévete, anda, que vamos a bajar la compuerta.

Al cabo de un momento se reanudó el chapoteo de los remos y fue desapareciendo río abajo. —¿A ti te parece que ya basta con preguntarles? —dijo Nobby. —Bueno, si alguien lo sabe son ellos —respondió Colon. —Sí, pero… —Era un botecito de remos, Nobby. Claro que si quieres bajar hasta abajo del todo por esos escalones helados tan bonitos del embarcadero… —No, sargento. —Pues volvamos a la Casa de la Guardia, ¿de acuerdo? * * * William se subió el cuello del abrigo mientras corría hacía la casa de Cripslock el grabador. Las calles normalmente concurridas ahora estaban desiertas. Solamente estaba fuera de casa la gente que tenía cosas muy urgentes que hacer. Estaba resultando ser un invierno muy, muy malo, un gazpacho de niebla helada, nieve y la omnipresente y siempre agitada nube de polución de Ankh-Morpork. Una pequeña mancha de luz junto al Gremio de Relojeros le llamó la atención. En el resplandor se perfilaba una figura pequeña y encorvada. William se acercó. Una vocecilla dijo sin muchas esperanzas: —¿Salchichas calientes? ¿En panecillo? —¿Señor Escurridizo? —dijo William. Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, el hombre de negocios más emprendedoramente fracasado de Ankh-Morpork, observó a William por encima de su parrilla de salchichas portátil. Los copos de nieve siseaban al caer sobre la grasa a medio solidificar. William suspiró. —Trabaja usted hasta tarde, señor Escurridizo —dijo en tono cortés. —Ah, señor Worde. Es mala época para el negocio de las salchichas calientes —dijo Escurridizo. —El negocio está fiambre, ¿eh? —comentó William. No se habría mordido la lengua ni por cien dólares y un barco entero cargado de higos. —Está claro que estamos en un período de depresión del mercado alimentario —dijo Escurridizo, demasiado hundido en la melancolía para captar el chiste—. Últimamente no parece que haya nadie dispuesto a comprar una salchicha en panecillo. William examinó la parrilla. Si Y-Voy -A-La-Ruina Escurridizo estaba vendiendo salchichas calientes, era señal segura de que uno de sus proyectos más ambiciosos se había vuelto a ir a freír wahoonis.

Vender salchichas calientes con la parrilla venía a ser el estado más bajo de la existencia de Escurridizo, del que constantemente intentaba salir y al que constantemente regresaba cuando su última aventura empresarial se iba al carajo. Lo cual era una lástima, porque Escurridizo era un vendedor de salchichas extremadamente bueno. No le quedaba más remedio, dada la naturaleza de sus salchichas. —Tendría que haber estudiado como usted —prosiguió Escurridizo en tono abatido—. Un buen trabajo de oficina sin tener que levantar pesos. Podría haber encontrado mi bicho, si me hubiera dado por los estudios. —¿Bicho? —Uno de los magos me habló del tema —dijo Escurridizo—. Todo el mundo tiene un bicho. Ya sabe. Donde tienen que estar. Para lo que están hechos, vamos. William asintió. Se le daban bien las palabras. —¿Nicho? —aventuró. —Uno de esos, sí. —Escurridizo asintió—. Se me pasó lo de las torres de señales. No lo vi venir. Y antes de darme cuenta todo el mundo tiene una empresa de clacs. Pasta gansa. Demasiado ricos para mi gusto. Me podría haber ido bien con el Fenj Chúi, sin embargo. Ahí sí que tuve una mala suerte de mierda. —Pues yo me he sentido mejor después de cambiar la silla de posición — dijo William. Había pagado dos dólares por aquel consejo, junto con el aviso de mantener cerrada la tapa del retrete para que el Dragón de la Infelicidad no le entrara volando por el trasero.

—Usted fue mi primer cliente y se lo agradezco —dijo Escurridizo—. Todo estaba montado, y o ya tenía las campanillas Escurridizo y los espejos Escurridizo, todo iba a ser pasta por un… quiero decir que todo estaba posicionado de cara a la máxima armonía, y de pronto… catapum. El mal karma me arrea otra castaña. —El señor Pasamás estuvo una semana sin poder caminar, no obstante — replicó William. El caso del segundo cliente de Escurridizo le había dado buen material para su boletín, lo cual le había compensado por los dos dólares. —Yo no podía saber que existe de verdad el Dragón de la Infelicidad —dijo Escurridizo. —No creo que existiera hasta que usted lo convenció de que sí —dijo William. Escurridizo se animó un poco. —Oh, bueno, diga lo que quiera, siempre se me ha dado bien vender ideas. ¿Puedo convencerlo de la idea de que una salchicha en panecillo es lo que usted desea ahora mismo? —La verdad es que tengo que llevar ahora esto a… —empezó William, y a continuación dijo—: ¿No acaba de oír gritar a alguien? —También tengo algunos pasteles de cerdo fríos en alguna parte —dijo Escurridizo, hurgando en su parrilla—. Le puedo hacer un precio de saldo bastante convincente por… —Estoy seguro de haber oído algo —comentó William. Escurridizo se echó una mano a la oreja. —¿Como algo que retumba? —preguntó. —Sí. Los dos se quedaron mirando la niebla de movimientos pesados que llenaba la Vía Ancha. Y que de repente se convirtió en un carromato gigantesco cubierto con una lona, que se movía de forma imparable y muy rápida… Y lo último que William recordaba, antes de que algo saliera volando de la noche y le diera un porrazo entre los ojos, fue que alguien gritaba: —¡Paren las máquinas! * * * El rumor, después de que la pluma de William lo clavara a la página igual que un alfiler sujeta una mariposa al corcho, no llego a oídos de cierta gente, puesto que esa gente tenía otras cosas más oscuras en mente. Su bote de remos se deslizaba por las aguas susurrantes del río Ankh, que se cerraba poco a poco detrás de él. Había dos hombres inclinados sobre los remos. El tercero estaba sentado en el extremo puntiagudo del bote. Y de vez en cuando hablaba. Y decía cosas como: —Me pica la nariz. —Vas a tener que esperar a que lleguemos —dijo uno de los que remaban. —Podríais soltarme otra vez. Pica de verdad. —Ya te soltamos cuando paramos a cenar.

—Entonces no me picaba. El otro remero dijo: —¿Quiere que le dé en toda la ‘ida cabeza con el ‘ido remo otra vez, señor Alfiler? —Buena idea, señor Tulipán. Se oy ó un golpe sordo en la oscuridad. —Au. —Y ahora no molestes más, colega, o el señor Tulipán va a perder los nervios. —Es la ‘ida verdad. —Luego hubo un ruido que se parecía a una bomba industrial. —Eh, vaya con cuidado con eso, ¿quiere? —’er, todavía no me ha matado, señor Alfiler. El bote se detuvo viscosamente al lado de un embarcadero diminuto y poco usado. La figura alta que hasta hacía poco había sido el centro de la atención del señor Alfiler fue despachada a tierra sin miramientos y llevada a empujones por un callejón. Un momento más tarde se oy ó el ruido de un carruaje que se alejaba rodando en la noche. Parecía bastante imposible que en una noche con tan mal tiempo alguien hubiera podido presenciar aquella escena. Pero alguien la había presenciado. El universo requiere que todo sea observado, no vay a a ser que deje de existir. Una figura salió arrastrando los pies de las sombras del callejón, muy cerca. A su lado había una figura más pequeña que se bamboleaba con incertidumbre. Los dos contemplaron el carruaje que partía y desaparecía bajo la nieve. La más pequeña de las dos figuras dijo: —Vay a, vay a, vaya. Qué cosas. Ese hombre estaba todo atado y con una capucha. Qué interesante, ¿no? La figura más alta asintió. Llevaba un abrigo viejo y gigantesco que le venía varias tallas grande, y un sombrero de fieltro que el tiempo y el clima habían modelado hasta convertirlo en un cono blando que sobresalía de la cabeza de su portador. —Quelezumben —dijo este—. Techo y pantalón, la voló el hombre sarnoso. Se lo dije.

Se lo dije. Mano de milenio y gamba. Quelejodan. Después de una pausa se metió la mano en el bolsillo, sacó una salchicha y la partió en dos trozos. Un trozo lo hizo desaparecer bajo el sombrero y el otro se lo echó a la figura más pequeña, que era la que más hablaba, o por lo menos la que hablaba de forma más coherente. —A mí me parece algo turbio —dijo la figura más pequeña, que tenía cuatro patas. La salchicha fue consumida en silencio. Entonces la pareja volvió a adentrarse en la noche. De la misma manera que una paloma no puede caminar sin mecer la cabeza, la figura más alta parecía incapaz de moverse sin una especie de balbuceo arbitrario por lo bajo: —Se lo dije. Se lo dije. Mano de milenio y gamba. Les dije, les dije, les dije. Oh, no. Pero ellos se fueron corriendo, se lo dije. Que les den por culo. Umbrales. Dije, dije, dije. Dientes. Cómo se llama la edad, les dije que les dije, no es culpa mía, nocabeduda, nocabeduda, es de sentido común… El rumor le llegaría a los oídos más adelante, pero para entonces él y a formaría parte del mismo. En cuanto al señor Alfiler y el señor Tulipán, lo único que hace falta saber en este punto es que eran de esa clase de gente que te llama « amigo» . Esa gente no es amigable. * * * William abrió los ojos. Me he quedado ciego, pensó. Luego movió la manta. Y entonces el dolor lo alcanzó.

Era un tipo de dolor agudo e insistente, centrado justo encima de los ojos. Levantó la mano con aprensión. Parecía haber un hematoma y algo que parecía ser una melladura en la carne, o quizá incluso en el hueso. Se incorporó hasta sentarse. Estaba en una sala con el techo inclinado. Había un poco de nieve sucia incrustada en la parte inferior de un ventanuco. Aparte de la cama, que no era más que un colchón con una manta, la sala no tenía mobiliario. Un estruendo sacudió el edificio. Cay ó una lluvia de polvo del techo. William se levantó, agarrándose la frente, y fue tambaleándose hasta la puerta. Esta daba a una sala mucho más grande o, para ser más precisos, a un taller. Otro estruendo le hizo rechinar los dientes. William intentó enfocar la vista. La sala estaba llena de enanos que trabajaban en un par de bancos muy largos. En el otro extremo de la sala, sin embargo, había varios de ellos apiñados alrededor de algo que parecía una máquina de tejer muy complicada. Que retumbó otra vez. William se frotó la cabeza. —¿Qué está pasando? —preguntó. El enano que estaba más cerca levantó la vista hacia él y le dio un codazo urgente a un colega suy o. El codazo fue pasando por las filas de enanos y pronto un silencio cauteloso llenó la sala de punta a punta. Una docena de caras solemnes de enanos contemplaban fijamente a William. Nadie puede mirar más fijamente que un enano. Tal vez es porque hay muy poca cantidad de cara entre el obligado casco redondo de hierro y la barba. Las expresiones de los enanos están más concentradas. —Hum —dijo él—.

¿Hola? Uno de los enanos que estaban al frente de la máquina fue el primero en salir de su parálisis. —Venga, a trabajar, chavales —dijo. Luego se acercó a William y se quedó mirando su entrepierna—. ¿Se encuentra bien, excelencia? William hizo una mueca de dolor. —Hum… ¿qué ha pasado? —preguntó—. Me acuerdo, hum, de haber visto un carromato y luego algo me ha… —Se nos escapó —dijo el enano—. Y para colmo se soltó la carga. Lo siento. —¿Qué le ha pasado al señor Escurridizo? El enano inclinó la cabeza a un lado. —¿El hombre flaco de las salchichas? —preguntó. —Ese mismo. ¿Ha quedado herido? —Creo que no —dijo el enano con cautela—. Le vendió al joven Hachatronante una salchicha en panecillo, eso lo sé seguro. William pensó en aquello. Ankh-Morpork estaba lleno de trampas para el recién llegado incauto. —Bueno, en ese caso, ¿se encuentra bien el señor Hachatronante? —quiso saber. —Probablemente. Hace un momento ha gritado desde el otro lado de la puerta que ya se encontraba mucho mejor, pero que por ahora se iba a quedar donde estaba —respondió el enano. Metió la mano debajo de una mesa de trabajo y le entregó con solemnidad a William un rectángulo envuelto en papel mugriento—. Esto es suy o, creo. William desenvolvió su plancha de madera. Estaba partida justo donde una rueda del carro le había pasado por encima, y la escritura había quedado emborronada. Suspiró. —Perdone —dijo el enano—. Pero ¿qué se supone que es? —Es una plancha de madera lista para grabar —dijo William.

Se preguntó cómo podía explicarle la idea a un enano que venía de fuera de la ciudad—. ¿Sabe usted? ¿Un grabado? Una… una especie de forma casi, casi mágica de obtener muchas copias de un escrito… Me temo que ahora tendré que ir a hacer otra. El enano lo miró con expresión extraña y luego le cogió la plancha de las manos y le dio varias vueltas para mirarla por todos los lados. —Fíjese —dijo William—. El grabador recorta los trozos de… —¿Todavía conserva usted el original? —preguntó el enano. —¿Perdone? —El original —repitió el enano con paciencia. —Oh, sí. —William se metió la mano dentro de la chaqueta y lo sacó. —¿Me lo puede prestar un momento? —Bueno, vale, pero lo voy a necesitar luego para… El enano examinó un momento el boletín y luego se volvió y le dio al enano más cercano un golpe que arrancó un « boing» metálico de su casco. —Diez puntos a tres columnas —dijo. El enano golpeado asintió y movió la mano derecha a toda prisa por un estante lleno de cajoncitos, seleccionando cosas. —Tendría que marcharme para poder… —empezó a decir William. —Esto no tardará —dijo el jefe de los enanos—. Venga por aquí un momento, ¿quiere? Esto puede interesarle a un hombre de letras como usted. William lo siguió por el pasillo de enanos atareados hasta la máquina, que había estado retumbando sin parar. —Ah. Es una prensa de grabador —comentó William sin mucho interés. —Esta es un poco distinta —dijo el enano—. La hemos… modificado. — Cogió una hoja grande de papel de un montón que había junto a la prensa y se la dio a William, que la ley ó:

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