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La verdad de Anna Guirao – Lorena Franco

Durante los mejores trece meses de mi vida que, al mismo tiempo, también fueron los más amargos, había temido el momento que estaba a punto de llegar. Parecía un mal sueño. El timbre de mi casa, que no era mi casa en realidad, sonó con insistencia. A través de la ventana de la cocina, mientras preparaba el almuerzo del hijo que no salió de mis entrañas pero que había cuidado como tal, observé a dos agentes vestidos de paisano, un hombre y una mujer, fuertes como robles, que contemplaban el lujo que los rodeaba con curiosidad, mientras esperaban pacientes a que alguien les abriera la puerta. Temblé. No podían verme así. —¡Ya voy! —exclamó Adrián desde la planta de arriba. Adrián bajó las escaleras con la calma que lo caracterizaba. Fue lo primero que me enamoró de él. Su calma. También su poder, era obvio en una mujer de mi clase. Yo no era nadie hasta que el destino se compadeció de mí y lo cruzó en mi camino. Se trata de tener suerte. De estar en el lugar correcto en el momento oportuno. Las voces de los agentes se me antojaron difusas. Quería creer que estaba dentro de una de mis pesadillas recurrentes, que nada de eso era real, pero me di de bruces cuando pude escuchar con claridad cómo el hombre dijo: —Su mujer ha aparecido. Un nudo en la garganta se apoderó de mí. «Su mujer ha aparecido». «No puede haber aparecido —me ofusqué—. Se trata de una confusión. Anna tiene que estar muerta. Muerta y enterrada. No puede aparecer después de un año como si nada». Deshaciéndome del miedo paralizante, fui hasta la entrada. Me situé detrás de Adrián, tan confundido como yo, y miré fijamente a los dos policías.


—Su mujer soy yo —les dije. No era verdad. Muy a mi pesar, legalmente Adrián seguía casado con Anna. —Nos referimos a su primera mujer —aclaró la policía mirándome con severidad. Inés Miércoles 24 de abril de 2019 Cinco días desaparecida Cinco días sin saber nada de Anna, mi jefa. Ni una sola pista de lo que pudo ocurrirle cuando el viernes, al llegar a casa, me despachó a mí y a Ágata, la mujer de la limpieza. Nos dijo, en el tono autoritario que usaba siempre con nosotras, que podíamos irnos a casa, que quería estar sola. Le encantaba estar sola. Fumar, beber una copa de vino, bañarse en la piscina incluso cuando hacía frío… Las primeras alarmas se dispararon por la colilla deshecha inundada en el fondo de la piscina y la copa de vino tirada en el césped. Alguien se había llevado a Anna, pero para cuando Adrián se dio cuenta, transcurrieron demasiadas horas. Cuarenta y ocho, para ser exactos. Dos días enteros. Sospecharon de él. —Si se enteran de lo nuestro será aún peor —le dije con miedo. —Mi abogado lo tiene todo controlado, Inés. ¿Te das cuenta de la liberación que supone que Anna no esté? Asentí sin dejar de temblar. —Cuando esto pase, cuando dejen de hacer preguntas y den a Anna por muerta, me casaré contigo. Su frialdad me dejó paralizada, pero esa promesa me hizo feliz. En ese instante, mirándome fijamente a los ojos, dejó constancia de que solo me quería a mí. Anna Era como un fantasma sin memoria. Un fantasma sucio vestido con ropa de muerta, hambriento y resentido, con llagas en la piel y veinte kilos menos. El tiempo dejó de existir el día en que me encerró bajo tierra. Ni siquiera recordaba cómo era que el sol, brillante y poderoso, resplandeciente en un cielo azul y limpio, alumbrase mi cara. Cerré los párpados con fuerza. Había caminado a tientas durante horas, como un invidente con miedo a tropezar por la molestia que supuso la claridad que regalaba la libertad.

Era un fantasma ensangrentado que hedía a podrido, a muerte, pero estaba tan acostumbrada a mi propia peste, que ya no la percibía. Desorientada, corrí descalza por un bosque frondoso; la tierra húmeda mojaba mis pies descalzos. Aunque el calor todavía no remitía debía de faltar poco porque el aire estaba quieto y cuajado, cerniéndose sobre mí como un ave de presa a punto de atacar. Había ese olor a hierba húmeda que se percibe poco antes del alba. La resina de los pinos. Las hojas. «¿Cuánto tiempo ha transcurrido?». No lo sabía con exactitud. Atravesé un riachuelo y seguí corriendo por el sendero con la esperanza de llegar a algún pueblo; no podía permitir que me alcanzase. Que me volviera a encerrar. Que me matase. —La próxima vez que lo intentes, te rajo el cuello —amenazó un día, al principio, con esa voz mecánica, como un eco lejano y terrorífico que me ponía los pelos de punta. Temblaba. No era solo de frío. Temblaba de miedo. Demasiado tiempo disimulando el pánico que sentía cuando mi raptor estaba cerca. También lloré. No había parado de llorar, no sabía durante cuánto tiempo. «No mires atrás», me dije envalentonada, sintiendo una brisa agradable haciéndome cosquillas en la piel. Todo cuanto podía percibir eran las lágrimas saladas corriendo por mis mejillas y la respiración agitada entremezclándose con el canto de un pajarillo que ubiqué en lo alto de la rama de un árbol envuelto en hiedra. «Olvídalo todo. Vuelve a empezar», me ordené, en el momento en que las piernas empezaron a flaquear. Quería moverme, pero me sentía demasiado débil para continuar. Tras un agudo pinchazo en la sien, me dejé caer. Me rechinaban los dientes e intenté gritar, pero tenía la mandíbula bloqueada como si estuviera dentro de un mal sueño del que era incapaz de despertar.

Al final, conseguí zafarme de las cadenas imaginarias que había dejado atrás y emití un sonido que estaba entre el grito, el aullido y el suspiro; no obstante, el miedo que ya no me esforzaba en disimular seguía teniéndome bloqueada. Estaba en shock; oía sus pasos corriendo detrás de mí, esperando el momento en el que desfalleciera para volverme a atrapar. —Mi hijo. Mi hijo —balbuceé. A lo lejos, vi a mi hijo como si volviera a tener tres años, con su cabello rubio despeinado cayéndole sobre la frente y sus ojos grandes e inmensos de color azul. Sabía que solo se trataba de un espejismo, pero me dio fuerza. Me devolvió a la vida. Lo había visto en numerosas ocasiones desde que mi raptor me encerró como quien, sediento pero esperanzado, alcanza a ver un oasis ilusorio en el desierto. Todos los días había pensado en él. «¿Cuántos años debe tener ahora? —me pregunté desorientada. De veras no sabía cuánto tiempo había estado encerrada. Días, meses, años—. ¿Estará bien? ¿Estará a salvo? ¿Se acordará de mí?». De un impulso, me arrastré. Ya no corría, caminaba, pero avanzaba. Poco a poco… Poco a poco… Me veía a mí misma como una tortuga lenta y fatigada obligada a llevar a cuestas su pesado caparazón. Sentía en mi piel arañazos, sangre, heridas. Eran zarzas que me desafiaban, inofensivas si las comparaba con las enormes manos de mi raptor. «No mires atrás», me repetí, cuando oí unos pasos y, seguidamente, una voz. Dios mío, esa voz. «Corre, corre. No te detengas. ¡Corre!». Lara Esa mañana la redacción ardía, algo que solo ocurre cuando hay algo importante. Percibí el ambiente tenso, quizá excesivamente animado, no lo diferencié con claridad.

O se habían vuelto locos de remate, que podía ser, o había una noticia espectacular de última hora. Si era eso último, maldije el momento en que decidí quedarme en el bar hasta las tantas de la madrugada bebiendo tequila como si no existiera un mañana. Joder, parecía que tenía un taladro en la cabeza; el repiqueteo constante de las teclas, las voces, el timbrazo de los teléfonos y el zumbido de los fluorescentes no ayudaban a que la resaca se largara. «Necesito estar despierta. Un café. Urge café en vena». —Lara, puedes venir un momento, ¿por favor? —Era Pol, el jefe, asomando la cabeza por la puerta acristalada de su despacho. —Ahora voy —contesté con desgana. Metida en mi cubículo, donde hubiera estado escondida toda la mañana, miré a mi alrededor con el ceño fruncido. No iba a tardar en enterarme de lo que había ocurrido. Cuando pasé por delante de algunos compañeros para entrar en el despacho de Pol, a escasos metros de mi mesa, los que se percataron de mi presencia se callaron de golpe. Las miradas huyeron hacia los fluorescentes o se concentraron en las uñas, en los ordenadores, en los zapatos, cualquier cosa que les permitiera huir de mí. La noticia que estaba a punto de recibir cambiaría mi vida por completo. —Buenos días. Sé que llego un poco tarde, pero… —Lara, es sobre tu hermana —apremió el jefe con voz ronca. —¿Mi hermana? —Ha aparecido. Los nervios se aposentaron en mi estómago jugándome una mala pasada. Apareció una arcada que me desestabilizó empujando mi cuerpo hacia delante, dejándole la moqueta al jefe hecha un cristo por culpa de mi vómito. Descompuesta, sin poder articular palabra, pedí perdón, pero no pareció escucharme. Tampoco le importó que un montón de líquido marrón del tequila de anoche estuviera esparcido sobre la moqueta. Con calma, colocó la mano en mi hombro, se agachó para quedar a la altura de mis ojos y, con una sonrisa que se me antojó triunfal, alivió el dolor. —Ha aparecido viva, Lara. Anna está viva.

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