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La Utopia Larga – Terry Pratchett

Febrero de 2052, en un lejano lugar de la Tierra Larga: En otro mundo, bajo un cielo diferente —en otro universo, cuya distancia al Datum, la Tierra de la humanidad, se contaba pese a todo con una unidad de medida tan mundana como los cruces—, Joshua Valienté yacía junto a su propia hoguera. Abajo, en el fondo del valle, gruñían y resoplaban las fieras que habían salido de caza. La noche, de un violeta aterciopelado, estaba plagada de insectos: pulgas invisibles y jejenes kamikazes que se lanzaban en picado contra cada centímetro de piel que Joshua hubiera dejado a la vista. Ya llevaba dos semanas allí y no reconocía ni a una sola de las malditas fieras con las que compartía aquel mundo. En realidad, no estaba muy seguro de dónde estaba, ni en términos geográficos ni en cuanto a distancia del Datum; no se había molestado en contar las Tierras que iba atravesando. Cuando uno se tomaba una temporada sabática, la gracia era no saber exactamente dónde se encontraba. Incluso después de más de tres décadas recorriendo la Tierra Larga, para Joshua era evidente que no había agotado aún sus maravillas. Lo cual le estaba dando que pensar. Joshua iba a cumplir los cincuenta ese mismo año. Los aniversarios de esa clase sacaban la parte reflexiva de un hombre. —¿Por qué ha tenido que ser todo tan extraño? —preguntó en voz alta. Estaba solo en el planeta, así que ¿por qué carajo no hablar alto?—. Todos esos mundos paralelos y demás. ¿Qué fin tiene todo? ¿Y por qué me ha tenido que pasar todo a mí? ¿Y por qué empezaba a dolerle otra vez la cabeza? En realidad, las respuestas a algunas de esas preguntas estaban ahí fuera, tanto en la extraña geografía paralela de la Tierra Larga como enterradas en lo más hondo del pasado del propio Joshua. En concreto, una respuesta parcial sobre la verdadera naturaleza de la Tierra Larga había empezado a desvelarse en una fecha tan temprana como julio del año 2036, en los Altos Megas: Mientras vivieron en la casa de Nuevo Springfield, que al final fue solo unos pocos años, Cassie Poulson siempre hizo todo lo posible por olvidar lo que había descubierto al cavar la bodega de la parte de atrás en el verano del 36. A Cassie no le había convencido mucho su nuevo mundo cuando lo había pisado por primera vez, apenas un año antes de aquello. No dudaba sobre su propia capacidad para construir una casa o sacar adelante una familia, aunque fuese allí, en los parajes apenas explorados de la Tierra Larga. Tampoco le preocupaban la relación que tenía con Jeb, tan fuerte y fiable como los clavos de hierro que él ya estaba produciendo en su forja, ni las personas con las que habían caminado hasta allí, en una travesía épica de más de un millón de cruces a partir del Datum, en busca de un nuevo hogar, en uno de los infinitos mundos revelados apenas unos años antes por el pionero viaje de exploración de Joshua Valienté a bordo de uno de los primeros dirigibles de la Tierra Larga. No, era el mundo en sí lo que la inquietaba, por lo menos al principio. La Tierra Oeste 1.217.756 estaba cubierta de bosque, y nada más que bosque. Era algo completamente marciano para una chica que se había criado casi toda la vida en Miami Oeste 4, por aquel entonces poco más que un barrio dormitorio de su metrópolis en el Datum. Sin embargo, sus sensaciones habían mejorado a medida que terminaba el primer año. Cassie había descubierto, con gran alegría, que allí no había estaciones propiamente dichas: ni los veranos que convertían Miami Oeste 4 en un horno abrasador ni inviernos dignos de tal nombre.


La gente podía tomarse el tiempo atmosférico con calma; nunca molestaba. Entretanto, aparte del repertorio habitual de mosquitos y demás insectos con aguijón, en aquel bosque no había nada que pudiera hacer daño a una persona. Nada peor que un mordisquillo en el dedo por parte de una bola de pelo asustada. Nada siempre que una se mantuviera alejada de los ríos donde acechaban los cocodrilos y de los nidos de los pajarracos. Y la cosa fue a mejor cuando ella y Jeb hubieron desbrozado terreno suficiente para plantar sus primeras cosechas, de trigo, patatas, lechugas y remolachas; cuando las gallinas, las cabras y los cerdos empezaron a tener crías; cuando ella y Jeb hubieron levantado, a base de martillazos, los comienzos de su propio hogar. Sí, todo iba bien, hasta el día en que Jeb decretó que necesitaban una bodega. Todo el mundo sabía que excavar una bodega era una precaución sensata, tanto para almacenar víveres como a modo de refugio ante peligros como los tornados y los bandidos equipados con cajas cruzadoras. Aunque Jeb y sus vecinos no preveían ningún peligro, en fin, más valía prevenir, y sería reconfortante tener un sótano antes de empezar una familia. De modo que ahí estaba Cassie, cavando en la tierra con la pala de bronce que se había llevado a cuestas desde Miami Oeste 4, mientras Jeb andaba de batida con un grupo que trataba una vez más de cazar un pajarraco. No era un trabajo muy duro. La tierra ya estaba despejada de árboles y habían arrancado las raíces, y ella era fuerte, porque la vida de excursionista y pionera la había endurecido. Para primera hora de la tarde, Cassie, sucia y sudada, cavaba en un hoyo que ya era más profundo que ella alta. Momento en el cual su pala, de pronto, se clavó en el aire vacío y ella cayó hacia delante. Amortiguó la caída con las manos, retrocedió un poco, tomó aire y miró mejor. Había atravesado la pared de la incipiente bodega. Al otro lado había una intensa negrura, como una cueva. Cassie no conocía a ningún animal capaz de excavar una madriguera tan grande y profunda como aparentaba ser aquella; en el planeta había bolas de pelo que vivían bajo tierra, pero nadie había visto ninguna que fuese mucho más grande que un gato. No obstante, que nadie hubiera visto nunca un bicho así no significaba que no pudiera existir… y era muy probable que no le gustase que lo molestaran. Le convenía salir de allí. Pero era un día tranquilo. Un par de sus vecinas charlaban mientras tomaban limonada a apenas unos metros de ella. Se sentía a salvo. Y le picaba la curiosidad. Aquello era algo nuevo en el verano infinito e inmutable de Nuevo Springfield. Se agachó para asomarse por el agujero de la pared.

Solo para encontrar una cara que le devolvía la mirada. Era de tamaño humano, pero no humana. Tenía más de insecto, pensó: una especie de escultura negra brillante, con un ojo múltiple como un racimo de uva. Y la mitad estaba cubierta de metal plateado, una máscara. Cassie apreció todo esto en el segundo que el susto tardó en recorrer su sistema. Entonces chilló y retrocedió a rastras. Cuando volvió a mirar, la cara enmascarada había desaparecido. Josephine Barrow, una de sus vecinas, se acercó caminando y miró desde arriba. —¿Estás bien, cielo? ¿Te has clavado la pala en el pie? —¿Me ayudas a salir? —Levantó los brazos. Cuando Cassie estuvo en la superficie, Josephine dijo: —Parece que hayas visto un fantasma. Bueno, había visto… algo. Cassie miró hacia su casa, a la que estaban casi a punto de ponerle el tejado permanente, y hacia los campos que habían desbrozado para sembrar, y hacia el agujero que ya habían cavado para hacer el arenero donde algún día jugaría su hijo… Miró todo el trabajo que habían empeñado en aquel lugar, todo el amor. No quería abandonarlo. Pero tampoco quería vérselas con lo que fuera que había en aquel agujero. —Tenemos que cubrir esto —anunció entonces. Josephine arrugó el entrecejo. —¿Después de todo lo que has trabajado? Cassie pensó deprisa. —He encontrado agua. Aquí no puede hacerse una bodega; algún día cavaremos un pozo. — Había un montón de madera cortada toscamente apoyada contra la pared de atrás de la casa—. Ayúdame. —Empezó a tender los tablones por encima del agujero. Josephine la miró de arriba abajo. —¿Por qué no lo rellenamos y listos? Porque tardarían demasiado. Porque quería esconder aquello para siempre, antes de que volviera Jeb.

—Más adelante lo rellenaré. De momento ayúdame, ¿de acuerdo? Josephine la miraba con cara rara. Pero aun así la ayudó y, para cuando Jeb llegó a casa, Cassie había echado tierra y porquería del suelo del bosque por encima de la madera, de modo que nadie podía saber que allí había un agujero, y hasta había empezado a escarbar el principio de una segunda bodega en el otro lado de la casa. Y para cuando se sentaron a cenar aquella noche en el porche de su casa, Cassie Poulson ya había iniciado el proceso de olvidar que alguna vez había visto aquella cara enmascarada. Y unos años más tarde, en marzo de 2040, en Miami, Tierra Oeste 4: Fue pura coincidencia, convendrían más adelante los historiadores, que Stan Berg naciera en Miami Oeste 4, la misma ciudad huella en la misma Tierra Baja en la que se había criado Cassie Poulson. La misma Cassie Poulson en cuyos terrenos situados en los Altos Megas se había localizado la anomalía de engarce primaria; una anomalía que, al final, sería determinante para la corta vida de Stan Berg y para muchos sucesos más. Raro, pero pura coincidencia.

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