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La Ultima Princesa del Pacífico – Virginia Yagüe

La última princesa del Pacífico narra el camino hacia la madurez de Carlota Díaz de la Fuente, de origen español aunque crecida en la colonia más lejana y olvidada por todos: Filipinas. El destino quiere que Carlota cumpla su mayoría de edad y formalice su matrimonio en 1896, cuando las alarmas de una posible revolución comienzan a despuntar y el movimiento de insurgencia pugna por la independencia de la metrópoli española. Durante los dos años siguientes, Carlota vivirá un proceso de revelación que la llevará a ser consciente de la realidad política y social que le rodea, los cambios de un siglo agonizante y su propia insatisfacción como mujer. Un recorrido que culminará con el encuentro de un amor inesperado y una pérdida tan dolorosa como definitiva que tendrá como colofón el dramático asedio que vivirá Manila y que concluirá con la pérdida definitiva de la colonia, que será entregada a Estados Unidos. Evocadora, de prosa sugerente y repleta de emociones llevadas al límite, La última princesa del Pacífico está llamada a ser el nuevo éxito de la narrativa colonial española. También se incluye Filipinas, la colonia olvidada, de Ángel Yagüe. Filipinas, la colonia olvidada nos descubre la fascinante historia de la colonia española más lejana y exótica. Un singular recorrido histórico que saca a la luz un episodio olvidado de nuestra historia y que complementa la lectura de la evocadora La última princesa del Pacífico.


 

Comenzaba a clarear cuando salí de casa con cuidado de que nadie me viera y enfilé hacia San Juan de Letrán con la firme decisión de llegar al revellín de la muralla. Quería aprovechar las primeras luces de la mañana para hacer desde allí unas fotografías del paseo de Magallanes con el Pasig de fondo. Conseguir el permiso de mi madre para hacerlo hubiera resultado inútil, así que había decidido ponerme en pie cuando todos en la casa aún dormían. Me hubiera gustado tener los fuertes brazos de nuestro criado Basilio para transportar la caja donde guardaba mi cámara fotográfica y el trípode que siempre la acompañaba, pero, a pesar de contar con la fidelidad del servicio de mi casa, no quise involucrarlos en mis planes. Sabía que los soldados que hacían guardia en la muralla eran hombres curtidos y tendría que desplegar una buena batería de justificaciones para conseguir que me dejaran acceder al revellín. Lo había previsto y, por si mi empeño no fuera suficiente, llevaba preparados en los bolsillos de la chaqueta unos dulces y unas cuantas monedas para sobornarlos. Casi había llegado a mi destino cuando una mano aferró mi hombro y me detuvo en seco. El inesperado tirón hizo que mi peso se descompensara hacia atrás y el trípode estuvo a punto de caer al suelo. No tardé demasiado en equilibrarme y, asustada, me di la vuelta de inmediato. Frente a mí se encontraba un soldado alto y corpulento que al ver mi cara sonrió mostrándome una dentadura sucia y desafortunadamente despoblada. —Eres más guapa que las otras. Su aliento apestaba a alcohol y resultaba evidente que estaba borracho. Comenzó a acercarse hacia mí tambaleándose. Retrocedí, incapaz de articular palabra. Nunca antes había sentido aquel miedo atenazante, que parecía recorrerme de pies a cabeza y me impedía gritar. Pensé que sería incapaz de moverme, pero no tardé en notar cómo mi cuerpo reaccionaba, haciéndome girar y salir corriendo por la calle. El peso que arrastraba ralentizaba mi huida y al soldado no le costó darme alcance, acorralándome contra una de las paredes de la muralla.


Traté de zafarme golpeándole con el trípode, pero su corpulencia se impuso sin dejarme opciones. Una vez que me tuvo completamente inmóvil, acercó su cara a la mía mientras su sonrisa se acompañaba de aquel aliento pestilente. —Ya está bien de juegos. Tú eres para mí. A la humedad de su lengua en mi cuello le siguió una profunda náusea que supuso la inmediata liberación de mi garganta. Mis gritos no tardaron en auparse por encima del repicar de las campanas de San Juan de Letrán. Asustado por el jaleo, el soldado se separó de mí y salió corriendo lo más rápido que pudo. Noté cómo mi cuerpo perdía la fuerza y mis sentidos se fijaban en detalles sin importancia como el repiqueteo de las suelas en el adoquinado del grupo de dominicos que vino a atenderme. Mientras trataban de incorporarme alcancé a ver cómo un par de soldados detenían a mi perseguidor. Sus gritos, maldiciendo aquella tierra y su mísera fortuna, es lo último que recuerdo. Cuando me desperté en mi cama pregunté por la suerte de mi cámara Merveilleux, que afortunadamente resultó ilesa. Después de aquello, mi madre no me dirigió la palabra en tres semanas y del soldado no volví a tener noticia. A partir de ese momento todo empezó a cambiar. No quería culpar al soldado de lo sucedido. Ningún español recién llegado a las islas sabía lo que significaba el tag-ulan, pero cuando comenzaba a llover con aquella virulencia, sin un minuto de pausa, llenando la selva y la vida entera de los que vivíamos en aquellas islas, todo comenzaba a percibirse de otra manera. Durante años, con la llegada constante de reemplazos de funcionarios y militares, había observado cómo aquellas miradas nuevas se dirigían al cielo, pasmadas por la tibieza del agua y aquel bochorno que la lluvia no aplacaba. Los recién llegados trataban de teñirlo todo de una agradecida sorpresa aunque no pasaban demasiados días hasta que ese esfuerzo era evidente y la inicial simpatía se convertía en una pesada carga. Confirmar que la lluvia seguiría siendo torrencial durante meses significaba entender que y a nada sería igual. Enfrentados a aquella realidad, había visto a hombres fornidos llorando como niños o caminando borrachos junto a las murallas, intentando adaptarse a aquella inesperada vida que les había tocado en suerte y que, como aquel soldado que se me había echado encima, les sumía en la angustia de saberse cercados, aislados al otro lado del mundo, en la perdida y última colonia de Oriente. Desde que tenía recuerdo la lluvia ocupaba Manila la mayor parte del año y con cada gota se había ido acumulando un sedimento de consciencia que había terminado por hacerme más filipina que española. Solía imaginar a muy distinta gente entregándose al mismo ritual, a la necesidad tantas veces olvidada de algo tan primario como oler. La misma que llevaba a las mujeres a acercarse hasta la piel de su recién nacido como si reconocieran un exclusivo perfume o la que generaba la repulsa de los indígenas al considerar malolientes a los peninsulares y que me recordaba los insultos recibidos durante mis juegos de infancia —« Marumi kastila! Marumi kastila!» —. Tras los gritos, yo me refugiaba en los brazos de mi padre hasta que mi baba-babae, mi niñera querida, me llevaba a mi cuarto y me metía en la cama mientras yo lloraba con desconsuelo. Bernardita tuvo que lidiar conmigo en varias ocasiones de desesperación, como esa ocasión en que el arrebato me llevó a cortarme la melena. —¿Por qué has hecho algo así? —me preguntó, una vez que la furia de mi madre se hubo aplacado—.

¿No ves que no servirá de nada? El pelo volverá a crecer y volverá a ser como siempre fue. —No quiero ser como soy. —Lloraba inconsolable—. Quiero ser como tú. Como las mujeres de la cordillera. La ternura y paciencia de Bernardita eran infinitas. Me acarició el pelo corto mientras el tono de su voz aterciopelada me envolvía. —Tonterías, niña. Cada uno nacemos para algo. —¿Y yo? ¿Para qué he nacido, Bernardita? ¿Para que los demás se rían de mí? —No, princesa… Recordaba cómo su mano se había deslizado en busca de mi barbilla, obligándome a incorporarme y mirarla fijamente. —La vida entera se trata de eso. Averiguar para qué estamos en este mundo. ¿Y sabes una cosa? —Hizo una pausa mientras yo dejaba de llorar y ensanchaba mis ojos de niña—. El que no se atreve a vivirla nunca resuelve el misterio. A pesar de haber dejado hace tiempo de ser una niña, mi habitación, situada en la segunda planta de la casa, todavía mantenía aquellas paredes azules decoradas con cenefas florales y querubines mofletudos que remataban el artesonado de madera. Solo se tenía la sensación de estar en el cuarto de una joven de diecisiete años cuando se reparaba en el vestidor de pie junto al armario de dos lunas, traído ex profeso apenas un año antes cuando el volumen de mis vestidos necesitó may or espacio para su almacenaje, o el pequeño pero exclusivo tocador con las tenacillas para domar el pelo y los juegos de peine y cepillo de plata que habían sido regalo de mis diecisiete. Nuestra casa estaba situada en la calle Legazpi y, como casi todas las casas de españoles, se encontraba dentro de la ciudad murada. Solía escucharse el ajetreo del exterior, cercana como estaba la casa a la siempre agitada y comercial Puerta del Parian, con el río Pasig a la izquierda y de camino, una vez atravesado el paseo de Magallanes y el puente de España, hacia el movido barrio de Binondo. Todo ese trajín de las calles quedaba sumido en un extraño limbo durante la hora de la siesta. Nada reseñable podía ocurrir en ese tiempo de encierro obligado que yo aprovechaba para escapar al sótano, el lugar que años después marcaría mi vida por motivos muy distintos, y que en aquellos días escogía para revelar las imágenes que quedaban capturadas en las placas de mi cámara. La oscuridad del sótano lo convertía en el lugar perfecto para el proceso de revelado que, tras años de práctica, había conseguido dominar con soltura. Había adaptado aquel espacio y me gustaba disfrutar de aquellos momentos de soledad donde, en casi total oscuridad, pasaba las placas del chasis de la cámara al tanque de revelado. Era un proceso pulcro, que exigía concentración y movimientos eficaces para sujetar las placas dentro del tanque y después introducir los distintos líquidos químicos del revelado. Aquella cámara había sido el regalo de un amigo francés de la familia. Consciente de mi carácter curioso, mi padre me alentó a estudiar y practicar la fotografía, regalándome material y permitiendo que le acompañara en sus viajes para tomar distintas imágenes de las islas.

Supongo que por aquel entonces no era capaz de imaginar las dimensiones que alcanzaría aquella sugerencia que más pronto que tarde se convertiría en mi vida, llenaría mi tiempo y mis inquietudes y, sobre todo y para escándalo de mi madre, me serviría para escapar de la monotonía a la que se veía obligada una joven española en aquellas islas. Hasta medio año antes yo sabía que, escudada por el mar de China y la inmensa tierra de Asia, nada podía competir con la temporada de lluvias, donde el tiempo quedaba suspendido y solo importaba la subida del río, las inundaciones y, en especial, los poderosos tifones. Sin embargo, a mediados del año anterior todo había comenzado a cambiar. Mi despreocupación y libertad habían empezado a desvanecerse al tiempo que se acercaba mi may oría de edad y el incidente con el soldado fue la gota que colmó el vaso. Nunca se habló de forma expresa, pero supongo que fue aquella situación la que armó de razones a mi madre y supuso que mi padre se alejara de mí cediéndole a ella las riendas. El cambio fue gradual, casi inapreciable, con los primeros regalos de tocador, los vestidos largos que llegaban de Madrid, las negativas para acompañar a mi padre en sus viajes… Lo cierto es que, poco a poco, había dejado de hacer las cosas que antes solía hacer, y mis salidas y entradas eran mucho más escasas y siempre pasaban por una estricta supervisión. Conforme esto ocurría, una riada de pretendientes había comenzado a visitar mi casa a la hora de la merienda. Mi madre había sido clara al respecto. —Debes mostrarte radiante y educada en la antesala. Mientras yo espero con el chocolate, tú subirás por las escaleras dejando que la cola de los vestidos luzca. Y, sobre todo, Carlota, tienes que prestar especial atención a no decir ningún inconveniente. Eres demasiado impulsiva. Mil veces le dije a tu padre que no podía educarte para decir lo que piensas. Él no me escuchaba, y ahora tendremos que desandar lo andado. Mi misión era comprometerme y casarme. Era lo previsible si hubiera encajado dentro de los parámetros de lo corriente, pero como mi madre me recordaba sin parar, ese no era el caso. Sin embargo, pese a no ser una joven al uso, no podía evitar ponerme nerviosa cada vez que se acercaba la hora de la exhibición, presa de una sensación tan amarga como desesperanzadora. Entré en mi cuarto antes de que hubiera terminado el tiempo de la siesta, pero de nada me sirvió porque mi madre ya se encontraba allí, esperándome. —Vienes del sótano, sucia y sin haber descansado. ¿Cuántas veces te he dicho que la siesta es buena para la piel y la figura? —Me miró de arriba abajo, tajante, con ese aire de superioridad y decepción constante que parecía ya impreso en su rostro a la hora de dirigirse a mí—. Ahora tendrás mala cara. Y esta tarde tenemos que salir. —¿Salir? ¿Dónde? —Mi corazón comenzó a excitarse. Por lo menos había cierta variación sobre el plan esperado. —Una recepción en el Cabildo.

Tu padre insiste en que vayamos y me parece un momento estupendo para que te dejes ver. Quiero que te pongas el vestido azul. Te sienta especialmente bien y resalta tu pelo. —Me pondré el negro. Miré a mi madre con un aire nuevo, copiando las maneras que ella misma utilizaba conmigo. Noté su sorpresa ante mi contestación. Sabía que en mi réplica había un desafío consciente y que esto la irritaría. Pero no me importaba. Era mi pequeña rebelión ante un destino trazado y la pérdida de mi libertad. Sabía que ella desaprobaría el gesto pero que finalmente transigiría, así que decidí apuntalar mi decisión. —Descuida. También resalta mi pelo —dije con una voz más grave de lo habitual. —Bernardita vendrá ahora mismo para ay udarte con el aseo y el vestido. Pero que no se te olvide. Te debes a tus apellidos. No hubo más réplica y cuando salió del cuarto me sentí aliviada aunque también algo culpable. No quería ser una mala hija aunque mi nombre completo resonaba en su voz como una pesada losa. Me negaba a convertirme en una mujer amarga como ella, pero ¿qué más podía hacer? ¿Qué otra opción me quedaba más allá de esas pequeñas respuestas? Pequeños momentos para hacer oír mi voz; en ningún caso la solución al problema. Me sentí tonta y enrabietada. ¿Por qué no podía darme todo igual? ¿Por qué no podía, simplemente, aceptar mi destino como todas las españolas solteras de las islas? ¿Por qué tenía yo que ser tan distinta? Me acerqué al tocador junto al jarrón de sampaguitas. Desde que tenía memoria, Bernardita siempre las colocaba sobre mi tocador. Las flores de Sampaga eran mis favoritas; pequeñas, modestas, blancas y parecidas al jazmín; habían estado presentes en mi vida desde que tenía recuerdo, como una educación exclusiva para mis sentidos. Según contaban las antiguas leyendas, las sampaguitas crecían al amparo de las hadas para invocar al amor verdadero, la única razón por la que se debía estar dispuesta a poner del revés la vida si fuera necesario, una versión que contrastaba con la opinión de mi madre, para quien el amor era algo completamente prescindible a la hora de pactar matrimonio. Me había acostumbrado a que el olor de aquellas flores llenara mi vida hasta sentir cómo me desprendía de lo que había heredado, de la educación que venía de España. Madrid quedaba aún más lejos de lo que los mapas indicaban.

La memoria de una niña de cinco años resulta inconcreta y desmedida a partes iguales y de esta manera recordaba y o la calle de Serrano, donde había venido al mundo, en la planta superior de un edificio en cuyo piso principal vivía mi abuelo, Aurelio de la Fuente; distinguido juez, miembro del Tribunal Supremo y afín al partido conservador, aunque en su historia figurara una amistad directa con el general Prim más allá de sus discrepancias respecto al papel que debían ocupar los Borbones en el futuro de una convulsa España. El abuelo era un célebre magistrado, partidario de la monarquía y del orden instituido; un hombre formado, teórico y vehemente en la discusión, hasta casi extremos insoportables según decían muchos. Existía en aquella casa un aire de respeto y cuentas pendientes del que nunca se hablaba, pero que se percibía sin demasiada complicación. Recordaba nítidamente la sensación de temor cada vez que bajaba la escalera que separaba la casa de mis padres de la de los abuelos, un tramo interminable de peldaños y que, sin variación, yo recorría de la mano de mi niñera. Solía ir ataviada con uno de aquellos vestidos de enaguas almidonadas, zapatos acharolados que por lo general atrofiaban mis pequeños dedos y los rizos sujetos por lazos de terciopelo. Este y no otro era el cauce necesario para salir al paseo diario. Mi abuela, como después haría mi madre, debía dar el visto bueno a mi peinado y vestido, reconvenir a la niñera sobre cualquier error cometido y advertirnos sobre la corrección que yo, su única nieta, debía mostrar en el paseo. En mi memoria aquella abuela, con su olor dulzón y llamativas anchuras, permanecía sentada en su butacón mientras pasaba revista a mi atuendo. Asunción de Urdaín y Azpirzu se había criado en una adinerada familia de la que había heredado una preocupación desmedida por la imagen que en mucho contrastaba con las hechuras de su propio cuerpo. Mantenía mi abuela una dura pugna con los nuevos estilos, donde habían empezado a valorarse demasiado, según leía en revistas de moda, las líneas verticales en contra de las formas horizontales. El polisón había comenzado a disminuir de los marcos de alambre a una pequeña almohadilla, y los vestidos de las señoras, que se habían hecho más largos por detrás, cargaban con mejor montaje sobre las caderas. Lo alto y delgado ganaba aprecio y las faldas se aferraban a la silueta con aquel amarre de piernas que causaba verdadero escándalo. Todavía podía escuchar las conversaciones de la abuela con otras señoras, su voz alzándose sobre las de sus invitadas para criticar de forma feroz los cambios que venían de Europa y, sobre todo, de París, lugar de referencia para los más bajos instintos. —Ni me apeo de mi entendimiento sobre esas licencias en las ropas ni me rebajaré jamás a pensar con tolerancia sobre esas costumbres por mucha moda que se nos diga que impera en medio mundo y parte del otro. Y mira que mi hija ve estas cosas de una manera mucho más relajada que y o, y hasta mi marido, que nunca se mete en estos asuntos, ha llegado a decirme que no le parece tan escandaloso lo de ceñir la falda de ese modo. Pero y a se lo tengo dicho. No hay razón alguna para asentir con una moda que no conviene, distrae y, sobre todo, confunde, disfrazando a las señoras de tiotas cualesquiera. No, señoras. ¡De ninguna forma! Hay un nombre que vigilar y cuidar y en este punto no cabe la relajación. Hay que estar bien atentas a esos aires nuevos que nos hacen llegar anunciando que son brisas cuando la única verdad es que son vendavales que arrasan con todo lo que encuentran. Las invitadas de la abuela Asunción asentían con reverencial respeto al tiempo que se zambullían en el chocolate de la tarde. Recuerdo mirarlas con atención pensando cómo serían sus vidas en medio de tribus perdidas, sin apenas ropa, como había visto en alguna estampa de las revistas de La ilustración española y americana que mi padre guardaba en su despacho. Tenía que andar con cuidado con aquellos pensamientos y contener la risa que me producían. Nunca había estado bien visto reír sin venir a cuento en aquella casa. La abuela lo atribuía a una falta de educación y, aún peor, a un desequilibrio propio de la locura.

Así era mi abuela, la casa de la calle Serrano y el apellido que años más tarde mi madre me recordaría que debía vigilar. De aquellos recuerdos de ese Madrid supongo que tomaría las primeras impresiones sobre la fotografía. Sentada sobre las piernas de mi abuelo, recuerdo haber guardado reverente atención al proceso de aquella primera toma de imagen familiar en la que todos parecíamos felices. Observaba al fotógrafo afanarse en darnos indicaciones antes de esconderse debajo de la tela que cubría las placas, por aquel entonces húmedas, y que con tanto cuidado debían preservarse de la luz. Recuerdo el nerviosismo de aquel hombre por tratar de realizar el proceso rápidamente y a mí misma fascinada con aquel armatoste, asentado en aquel trípode y lleno de una insondable sorpresa como si se tratara del mismísimo caballo de Troy a. De aquella época lejana recordaba a mis abuelos, la casa de Serrano y los paseos por Madrid. Salía siempre de la mano de la niñera, Vicenta Parra, una extremeña resuelta y alegre que parecía escuchar con devoción y respeto todas las indicaciones de la abuela para luego hacer lo que le venía en gana. Ya en la calle disfrutaba escuchando el movimiento de la gente, los carruajes y las voces estridentes, tardes de cielo azul y nubes rosadas donde las flores de los mantones de las mujeres parecían acompañar la decoración de acacias plantadas en las aceras y que, según me había contado mi abuelo, el marqués de Salamanca había hecho traer de Vista Alegre. De la mano de Vicenta, bajábamos Serrano hasta llegar a la plaza de la Independencia para luego ir a las tiendas de textiles y, si se terciaba, comprar alguna prenda para casa. Si no había recados que hacer, simplemente entrábamos en los paseos del Buen Retiro, donde las niñeras se encontraban y disfrutaban el momento con charlas e indiscreciones. Más de una vez había escuchado a mi padre hablar con familiaridad de las excelencias de Madrid, de sus veinte teatros, de las cátedras del Ateneo y de las discusiones en las sociedades científicas; de las asociaciones ilustradas que los abogados, los notarios, los procuradores y los agentes de negocios habían montado, igual que los comerciantes habían construido su Círculo y su Ateneo Mercantil. Y, por supuesto, siempre había escuchado hablar del Casino, donde cualquiera que quisiese alguna notoriedad tenía que ir y dejarse ver. Viejos, jóvenes, literatos, políticos, bolsistas, comerciantes, propietarios, empleados, representantes de todas las jerarquías sociales… Según mi padre, allí se sabía todo lo que se cocía en Madrid; los secretos de las grandes fortunas irreprochables ante la ley, pero quizá manchadas en conciencia; la miseria del que se paseaba en coche y debía todavía el carruaje que le llevaba; las críticas despiadadas al político que claudicaba ante una flaqueza, a la dama que tenía una debilidad o al potentado que protegía a los amigos de su mujer… Ese era el Madrid que yo recordaba y que había marcado a mis padres, don Fortunato Díaz e Isabel de la Fuente, poco antes de nuestro gran viaje a las islas Filipinas.

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