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La Tragedia de la Luna – Isaac Asimov

Asimov habla en esta obra de la Luna y de otros pequeños mundos que pueblan nuestro sistema solar; se ocupa del carbono, del descubrimiento del DNA, de la función de la glándula tiroidea, de los microorganismos y de la velocidad de la luz; reflexiona sobre cuestiones sociales tan importantes como el racismo y el futuro de los medios de comunicación.


 

Douglas W. Jerrold, un autor inglés del siglo XIX, oyó en cierta ocasión que un amigo suyo, escritor pronunciadamente mediocre, iba a dedicarle un libro. Una mirada de melancolía cruzó por su rostro. Sacudió la cabeza y dijo: « ¡Arma terrible la que tiene el hombre en sus manos!» . Con dedicatorias claramente inscritas en más de un centenar de libros míos, la triste observación de Jerrold me viene a veces al pensamiento y me enerva. Nunca pido permiso antes de estigmatizar a alguien o algo sobre la página de la dedicatoria, y a veces pienso con vergüenza que algún buen amigo mío podría no desear que le colocaran tan conspicuamente en la picota. (En cierta ocasión fui bendecido por una enérgica carta exigiendo la supresión de una dedicatoria, que fue suprimida en consecuencia; pero ésa es otra historia). Además, las dedicatorias suelen ser también harto escuetas y misteriosas. Dedicamos un libro « a fulanito de tal, por su ay uda» , y en seguida todos quieren saber cómo y cuándo ayudó y cuál era la dificultad a resolver. ¿Qué nos dio? ¿Dinero, una coartada, una palabra amable? Lo más probable es que uno no llegue nunca a saberlo. Permitidme, pues, que consagre algunas páginas a explicar la dedicatoria. I En 1971 me persuadieron, muy en contra de mi voluntad, para que asistiese a la Conferencia de Escritores de Bread Loaf, Vermont, y disertara ante los estudiantes reunidos sobre cómo escribir ensayo. Mis protestas, en el sentido de que no sabía cómo escribir esa clase de literatura, porque lo hacía instintivamente, fueron despachadas con desdén. Lo cierto es que, mal que bien, conseguí arreglármelas para dar unas cuantas conferencias y que me divertí a conciencia. Lo único que me cogió de sorpresa fue el hecho de que cada miembro del profesorado tenía que dar una de las conferencias vespertinas y, según iba asistiendo a ellas, descubrí que cada cual leía de sus propios trabajos. Yo no había llevado nada mío para leer, pero durante los primeros diez días había escrito un artículo sobre Ruth (la heroína del libro bíblico del mismo nombre) para los libros del Reader’s Digest y pensé que podría repetir el meollo del ensay o. Resultó, sin embargo, que me fui alejando del tema (me ocurre a menudo, pues mis charlas no las preparo de antemano), y al cabo de un rato me encontré soltando un solemne sermón, sin intención alguna, os lo aseguro. Tengo por costumbre no mirar nunca al público. Me fijo en el espacio que está sobre sus cabezas. Pero escucho, y por los sonidos que oigo guío la charla. Y lo que busco siempre con gran ansiedad, sin conseguirlo prácticamente jamás, es un silencio de muerte. Esta vez lo conseguí, y logré pronunciar la mejor (o, más bien, la más eficaz) conferencia de toda mi carrera. Al final coseché una prolongada ovación. Algo así no puedo dejar que se pierda.


Para mí (y, con certeza, para cualquiera que escriba tanto como y o) es regla cardinal que nada se eche a perder. Así que escribí una versión de la conferencia con el título de « Perdido en la no traducción» (cap. 13), y luego un tratamiento exhaustivo que se publicó como libro para jóvenes, La historia de Rut (Doubleday, 1972). Pero no puedo dedicar el libro al escenario de los hechos, con exclusión de todo lo demás. El poeta John Ciardi, que dirigió la conferencia de escritores durante muchos años, es un viejo amigo mío y causa de mi presencia allí. Alto y grande, con una orgullosa nariz de dimensiones aristocráticas y una tronante voz de bajo que podría hacer sonar la guía telefónica como gran literatura, presidió las veladas nocturnas con ingenio y buen humor. « Adiós, oh poeta menor» , declamé grandilocuentemente al término de la conferencia. « Adiós, oh pelmazo may or» , respondió sin perder compás y sepultándome bajo una avalancha de risas. Todo discurrió lo bastante bien como para que en 1972 volviera a repetir, ocasión que menciono en los primeros párrafos de « A través del microcristal» (cap. 9). II El Instituto del Hombre y la Ciencia, en Rensselaerville, Nueva York, es el « seminario al norte de Nueva York» mencionado en los primeros párrafos de « Lo antiguo y lo último» (cap. 14). Estuve allí en la primera semana de julio de 1972. Evité cautamente identificarlo de modo más preciso, porque pensé que los organizadores quizá no desearan ver mezclado su nombre con el tipo de ensayos informales que escribo. Me equivocaba. Hace justamente una semana (mientras escribo esto) el Instituto escribió al Magazine of Fantasy and Science Fiction identificándose como el lugar de marras y pidiendo permiso para preparar sesenta ejemplares de « Lo antiguo y lo último» para uso propio. Pero hay más, y es que en una carta personal dirigida a mí, el director fue tan amable de decir que en aquella ocasión había subestimado yo la excelencia de mi charla. (Gracias a Dios, no soy modesto, porque si lo fuera, os privaría de interesantes retazos de información como éste). Una vez más, lo pasé inesperadamente bien. La señorita Duncan MacDonald (una bella mujer, a pesar de su nombre) fue quien me invitó a asistir, quien se encargó de organizar las sesiones semanales, y quien me pidió que diese la charla con escasísima antelación. Y fue Beardsley Graham quien dio la charla sobre video-cassettes que inspiró la mía. Estoy agradecido a ambos. III El S. S. Statendam es el barco donde hice el crucero descrito con perfecta exactitud (suprimiendo unos pocos vuelos retóricos) en « El crucero y yo» (cap.

16). El buque era lujoso, y los oficiales y la tripulación no pudieron ser más cooperativos y amables. Los reporteros de a bordo no parece que se divirtieran, pero ése era su problema. Yo lo pasé en grande, y lo mismo sucedió —a mi entender al menos— con todos los demás participantes en los seminarios, a título de ponentes u oyentes. La organización general fue sin duda bastante pobre, pero todos disfrutamos, y eso hay que agradecérselo a Richard C. Hoagland, quien (como se dice en el capítulo) me embarcó en el asunto. IV Mi estancia en el University Hospital, tal como se describe en los párrafos primeros de « Cirujano, cirujano, la garganta córtame» (cap. 12), fue completamente involuntaria. Estuve allí durante una semana exactamente e, innecesario es decirlo, el placer de mi estancia fue limitado. Sin embargo, tenía que ser; y salí bien del asunto. Mi gratitud se dirige al Dr. Paul R. Esserman, el internista que detectó la enfermedad; al Dr. Manfred Blum, el endocrinólogo que la analizó, y al Dr. Carl A. Smith, el cirujano que la subsanó. Y, por supuesto, a todas las enfermeras y demás personal del hospital, pues hicieron cuanto estuvo en su mano para que todo fuese sobre ruedas; y especialmente a Renée Vales, una bella enfermera haitiana, que me cogió la mano durante toda esa primera y larga noche post-operatoria, cuando no podía ni dormir ni (cosa aún peor), escribir a máquina. A) SOBRE LA LUNA 1. La tragedia de la Luna Había luna llena en el cielo esta mañana. Me desperté cuando el amanecer iluminaba el cielo de un azul pizarra (como es mi costumbre, porque soy madrugador) y al mirar por la ventana que da al oeste la vi: un ancho disco amarillo sobre un fondo azul pizarra uniforme, colgando, inmóvil, sobre una ciudad que aún soñaba al amanecer. Por lo general no me afectan fácilmente los estímulos visuales, porque soy relativamente insensible a cuanto acontece fuera del interior de mi cráneo, pero esta escena penetró. Me encontré maravillándome de la buena suerte de la Tierra por tener una luna tan grande y tan hermosa. Supongamos, pensé, que la Luna girase alrededor de la hermana gemela de la Tierra, Venus; supongamos que no fuese Venus, sino la Tierra, la que careciera de un satélite. ¡Cuánta belleza habríamos perdido! Y cuán inútil hubiera sido perderla en beneficio de Venus, cuya capa de nubes ocultaría para siempre a la Luna, aunque hubiera sobre el planeta seres inteligentes capaces de observarla. Pero luego, mientras desay unaba, seguí pensando… La belleza, a fin de cuentas, no lo es todo.

Supongamos que la Tierra careciese de luna. ¿Qué pasaría? Para empezar, la Tierra sólo tendría mareas solares, mucho menores que las actuales. Tendría un día más corto, porque la fricción de la marea no la habría desacelerado tanto. Quizá se habría formado, durante las convulsiones de parto del sistema solar, de un modo algo distinto al faltar un núcleo secundario que se estuviera formando al mismo tiempo (si es que la cosa fue así). O bien la vida podría haber evolucionado de modo distinto sin la captura de un gran satélite hace 600 000 años (si eso fue lo que sucedió). Pero ignoremos esto. Supongamos que la Tierra se formó tal y como se ha formado, que la vida evolucionó tal y como ha evolucionado, que el día sigue siendo lo que es y que la menor intensidad de las mareas no tiene una importancia crucial. Y ahora supongamos que el hombre primitivo (¿hace 25 000 años?) levantó su mirada interrogante al cielo… ¡Y no encontró Luna alguna! ¿Qué habría sucedido? Voy a proponer la tesis de que, de no haber habido Luna, la historia de la humanidad hubiera sido muy, muy distinta, y para bien; especialmente si esa luna hubiera estado circundando a Venus. El hecho de que la Tierra tenga, efectivamente, una Luna y Venus, no, puede ser la causa de que la humanidad quizá esté acercándose al fin de sus días en tanto que sociedad tecnológica. No estoy bromeando. Sed indulgentes conmigo… Dejemos por ahora la Luna donde está, e intentemos imaginar qué pensaba el hombre primitivo que hacían los objetos en el cielo. Para empezar, debe de haber sido consciente de que el Sol salía, se movía a lo largo del cielo, se ponía y luego se elevaba a la mañana siguiente, repitiendo de modo indefinido el proceso. La única explicación racional posible de lo que veía era suponer que el Sol giraba alrededor de la Tierra una vez al día. De noche aparecían las estrellas y la observación revelaría que ellas también giraban alrededor de la Tierra una vez por día, aunque manteniendo fijas sus posiciones relativas. El hombre podría haber argumentado también que el cielo permanece quieto y que la Tierra gira sobre su eje. Pero ¿por qué iba a hacerlo? La hipótesis de la rotación terrestre no habría explicado ni tanto así mejor las observaciones. Al contrario, habría suscitado la cuestión de por qué la Tierra parece inmóvil cuando en realidad estaba moviéndose, cuestión imposible de contestar para cualquier hombre prehistórico [1] . Observaciones cuidadosas mostrarían que, en realidad, el Sol no se mueve alrededor de la Tierra en exacta correlación con las estrellas. El Sol tarda cada día cuatro minutos más en completar el círculo, lo cual significa que el Sol deriva de Oeste a Este sobre el fondo de estrellas cada día y que describe una circunferencia completa alrededor del cielo en 365 1/4 días. Si ignoráis la rotación diaria del Sol y consideráis las estrellas como una especie de fondo fijo (lo cual es matemáticamente equivalente a suponer que la Tierra está en rotación), podríais decir que el Sol gira alrededor de la Tierra en 365 1/4 días. En realidad podríais explicar el movimiento del Sol frente a las estrellas igual de bien suponiendo que la Tierra gira alrededor del Sol en 365 1/4 días. Digo igual de bien, pero no mejor. Y, una vez más, necesitaríais explicar por qué la Tierra permanece inmóvil si, de hecho, está girando alrededor del Sol. ¿Dónde entra la Luna? La Luna es un objeto que salta a la vista casi tanto como el Sol. También sale y se pone a diario; y también se rezaga en relación con las estrellas: en realidad, mucho más que el Sol.

Describe una circunferencia sobre el fondo estelar en sólo 27 1/3 días. El movimiento de la Luna puede describirse igual de bien, pero no mejor, si imaginamos que la Tierra gira alrededor de ella en 27 1/3 días. Olvidemos ahora el escaso poder de persuasión de que la Tierra se mueve sin que nadie se percate de ello. Supongamos que pudiera suceder (como de hecho sucede) y preguntemos simplemente esto: si imaginamos que la Tierra gira alrededor del Sol para explicar los movimientos solares, y que gira alrededor de la Luna para explicar los movimientos lunares, ¿qué movimiento describe realmente? Porque ambos no puede describirlos a la vez, ¿no es cierto? Pero entonces supongamos que un loco primitivo, con la imaginación de un novelista de ciencia ficción, sugiriera que la Luna gira alrededor de la Tierra en 27 1/3 días, mientras que la Tierra y la Luna, esta última girando todavía de un modo uniforme, dan juntas una vuelta en torno al Sol en 365 1/4 días. Esto explicaría limpiamente el movimiento aparente y las fases de la Luna, y también el movimiento aparente del Sol. Pero ¿imagináis que alguno de sus oyentes aceptaría un sistema tan complicado sobre la base de lo conocido en tiempos prehistóricos? ¿Por qué iban a existir dos centros en el universo? ¿A santo de qué iban a girar unos objetos en torno a la Tierra y otros en torno al Sol? Era posible explicar el movimiento y las fases de la Luna además del movimiento del Sol, suponiendo que éste y aquélla se movían independientemente, a velocidades distintas, en torno a un centro común: la Tierra. Y eso no era fácil si uno suponía que la Tierra y la Luna se movían en órbitas independientes alrededor del Sol, o que la Tierra y el Sol lo hacían en órbitas independientes alrededor de la Luna. Sólo la Tierra se prestaba fácilmente a hacer las veces de centro común para ambos cuerpos; lo cual, junto con su evidente inmovilidad, debió de fijar la noción geocéntrica (« centrado en la Tierra» ) en la mente de cualquier astrónomo capaz de elucubrar sobre tales cosas. Para el observador ordinario, la obvia inmovilidad de la Tierra debía de ser suficiente. Mucho después de que fueran cuidadosamente estudiados los movimientos del Sol y de la Luna en relación con las estrellas [2] , se estudiaron y analizaron los movimientos de los planetas Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Puede que estos estudios no se hicieran, en detalle, hasta la aparición de la primera gran civilización (basada en la escritura): la sumeria. Se descubrió que los planetas se movían frente a las estrellas de un modo mucho más complicado que el Sol y la Luna. Pensad en Marte, Júpiter y Saturno. Cada cual hace un recorrido completo del cielo, pero más lentamente que el Sol. Marte emplea algo menos de dos años en completar el circuito, Júpiter, algo menos de doce y Saturno, algo menos de treinta. Pero en vez de moverse lentamente a lo largo del cielo estrellado en una dirección fija Oeste-Este, como hacen el Sol y la Luna, cada uno de los tres planetas cambia periódicamente de dirección y se mueve de Este a Oeste contra el fondo de estrellas durante un periodo relativamente breve. Estos movimientos retrógrados se producen a intervalos aproximadamente anuales (tiempo terrestre) para cada planeta. Los sumerios y sus sucesores en Babilonia se contentaron con descubrir los movimientos sin explicarlos. Cuando los griegos empezaron a interesarse en la astronomía, en el siglo V a. C., no podían dejar que la cuestión muriera allí. Se rompieron la cabeza intentando elaborar sistemas que permitiesen a Marte, Júpiter y Saturno girar en torno a la Tierra, pero explicando al mismo tiempo el cambio periódico de dirección. Surgieron así esquemas más y más elaborados que culminaron en el de Ptolomeo, durante el siglo II de nuestra Era. Tratábase por fin de un caso donde la hipótesis de que la Tierra y los demás planetas giraban alrededor del Sol suponía una diferencia. Una Tierra móvil explicaría el movimiento retrógrado de Marte, Júpiter y Saturno de modo mucho más simple y lógico que una Tierra estacionaria.

Si la Tierra y Júpiter, pongamos por caso, giraban ambos alrededor del Sol, la Tierra debería completar un círculo en un año, mientras Júpiter lo hacía en doce. La Tierra se movería más rápidamente. Cuando la Tierra estuviese en el mismo lado del Sol que Júpiter, lo adelantaría, y Júpiter parecería moverse hacia atrás en los cielos. Desgraciadamente, la hipótesis de que cada uno de los planetas gira alrededor del Sol en órbitas independientes deja fuera de juego a la Luna. La Luna debe girar alrededor de la Tierra, lo cual exigiría dos centros para el universo. Los planetas podrían todos ellos circundar al Sol en órbitas independientes excepto la Luna. Todos los planetas, incluida la Luna, podrían girar alrededor de la Tierra en órbitas independientes. Si yo hubiese sido un griego, habría votado por un universo geocéntrico y no heliocéntrico (« centrado en el Sol» ). El geocéntrico me hubiera parecido más sencillo. No sé si este argumento en relación con la Luna influy ó efectivamente sobre los griegos. Jamás lo he visto escrito en parte alguna. Sin embargo estoy convencido de que tuvo que surtir su efecto [3] . Con que hubiera algún objeto en el cielo que girase claramente alrededor de otro tal y como gira la Luna alrededor de la Tierra, los hombres tendrían que aceptar forzosamente la noción de dos o más centros para el universo, sin ver nada anómalo en aceptar un universo heliocéntrico donde la Luna permanece geocéntrica. En realidad hay tal objeto; dos para ser más exactos. Los planetas Venus y Mercurio nunca abandonan las proximidades del Sol. En lo cual, contrastan agudamente con los otros planetas. La Luna, Marte, Júpiter y Saturno se mueven todos sobre el fondo estelar de tal suerte que, en un momento u otro, pueden estar a cualquier distancia dada del Sol, incluso en un punto del cielo exactamente opuesto a la posición del astro rey. (Lo anterior vale para la Luna, por ejemplo en cada fase de plenilunio, como cuando la vi esta mañana). No así en el caso de Venus y Mercurio. Venus, por ejemplo, se aleja más y más del Sol hasta separarse 47º (la mitad de la distancia entre horizonte y cenit), pero eso es todo. Tras haber alcanzado esa separación de 47º comienza a acercarse otra vez al Sol. Por último se mezcla con el brillo solar y posteriormente, tras unas semanas, puede verse al otro lado del Sol. Vuelve después a alejarse hasta una separación máxima de 47º para iniciar a continuación el retroceso. Y así, una y otra vez. Cuando Venus está a un lado del Sol es el lucero vespertino.

Puesto que nunca está a más de 47º, jamás brilla más de tres horas después del crepúsculo. Para entonces, o antes, se ha puesto. Estando en el otro lado del Sol es el lucero del alba, que jamás sale antes de tres horas previas al amanecer. En cuanto a Mercurio, permanece incluso más próximo al Sol, sin alejarse nunca más de la mitad que Venus, sin ponerse nunca después que una hora y media terminado el crepúsculo, cuando es una estrella vespertina, y sin salir más de hora y media antes de que aparezca el Sol cuando es estrella matutina. Sería bien lógico suponer que tanto Venus como Mercurio giran alrededor del Sol, pues eso explicaría simultáneamente y sin dificultad sus movimientos con todo detalle.

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