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La Torre de la Golondrina – Andrzej Sapkowski

Penúltimo volumen de la saga que ha convulsionado la fantasía. Ciri, convertida en bandolera, se enfrenta al implacable asesino enviado tras ella por el emperador de Nilfgaard. La pequeña bruja es cada vez más mortífera y despiadada… pero tal vez no lo suficiente. Mientras tanto, la compañía de Geralt se interna en el sur, y Yennefer rastrea el océano en busca del escondite del mago traidor Vilgefortz, que puede estar relacionado con la muerte de los padres de Ciri.


 

Como todo el mundo sabe, el universo, como la vida, es un círculo. Un círculo en cuyo discurrir se han señalado ocho puntos mágicos que cubren todo el arco, es decir, el ciclo anual. Estos puntos, que están situados en el anillo en pares dispuestos exactamente los unos frente a los otros, son: Imbaelk —o sea, Germinación—, Lammas —o sea, Madurez—, Belletey n —Floración— y Saovine —Expiración—. Hay marcados también en el círculo dos solsticios, es decir, climax, uno el de invierno, llamado Midinvaerne, y otro Midaëte, el de estío. Hay también dos equinoccios, es decir, noches iguales: Birke, en primavera, y Velen, en otoño. Estas fechas dividen el círculo en ocho partes y así se divide también en ocho partes el año en el calendario de los elfos. Cuando desembarcaron en las play as cercanas a la desembocadura del Yaruga y el Pontar, los humanos trajeron consigo un calendario propio, de origen lunar, que dividía el año en doce meses, lo que cubría el ciclo anual completo de trabajo en el campo: desde el principio, desde los que se realizan en enero, hasta el final, cuando las heladas transforman la tierra en terrones congelados. Pero aunque los humanos dividían el año y establecían las fechas de otra manera, aceptaron el ciclo de los elfos y los ocho puntos en su discurrir. Las fiestas que provenían del calendario de los elfos, Imbaelk y Lammas, Saovine y Belleteyn, ambos solsticios y equinoccios, también se convirtieron en fiestas importantes para los humanos. Resaltaban tanto entre las otras fechas como resalta un árbol entre los arbustos. Estas fechas se diferencian de las otras por la magia. No era ni es un secreto que estas ocho fechas son días y noches durante los que el aura mágica se intensifica extraordinariamente. A nadie le extrañan ya los fenómenos mágicos ni los acontecimientos enigmáticos que acompañan a esas ocho fechas, en especial a los equinoccios y solsticios. Todo el mundo se ha acostumbrado ya a estos fenómenos y pocas veces causan grande sensación. Pero aquel año fue distinto. Aquel año los humanos celebraron el equinoccio de otoño como solían, con una cena familiar de gala durante la que sobre la mesa tenía que haber el mayor número de frutos posible de la cosecha anual, aunque no fuera más que un poquito de cada. Así lo exigía la costumbre. Una vez que hubieron tomado la cena y hubieron agradecido a la diosa Melitele la cosecha del año, los humanos se dispusieron a descansar. Y entonces comenzó el horror. Justo antes de la medianoche se alzó una ventisca tremenda, sopló un torbellino infernal, se podían escuchar unos aullidos, unos gritos y unos quejidos verdaderamente espectrales por encima del ruido de los árboles casi derribados en tierra, de los graznidos de los cuervos y del golpear de los postigos. Las nubes que discurrían a toda velocidad por el cielo adoptaron perfiles fantásticos entre los cuales los que más se repetían eran las siluetas de caballos y unicornios al galope.


El vendaval no cedió hasta pasar más de una hora y en el repentino silencio que siguió la noche se animó con los trinos y los aleteos de cientos de chotacabras, esos pájaros misteriosos que según las creencias populares se agrupan para cantarle un réquiem demoníaco a los agonizantes. Esta vez el coro de chotacabras era tan enorme y tan ruidoso que parecía como si el mundo entero fuera a morir. Los chotacabras cantaban con trinos salvajes su canción de difuntos mientras que el horizonte se estaba cubriendo de nubes que apagaban los restos de la luz de la luna. Entonces aulló de pronto la terrible beann’shie, heraldo de la muerte súbita y violenta, y a través del cielo negro galopó la Persecución Salvaje, un cortejo de fantasmas con los ojos en llamas que cabalgaban a lomos de esqueletos de caballos, agitando los jirones de sus ropas y estandartes. Como cada cierto tiempo, la Persecución Salvaje hizo su cosecha, pero desde hacía decenios no había sido ésta tan terrible. Sólo en Novigrado se contaban doscientas personas desaparecidas sin dejar huella. Cuando la Persecución se alejó y las nubes se disolvieron, se pudo ver la luna, una luna menguante, como suele suceder en tiempo de equinoccio. Pero aquella noche la luna tenía el color de la sangre. El pueblo llano tenía muchas explicaciones para los fenómenos equinocciales, que diferían significativamente según la demonología específica de la región. Los astrólogos, druidas y hechiceros tenían también sus explicaciones, pero eran en su may oría erróneas y exageradas. Pocos, muy, muy pocos eran capaces de relacionar aquellos sucesos con hechos reales. En las islas de Skellige, por ejemplo, unos pocos supersticiosos vieron en aquellos curiosos hechos las profecías de Tedd Deireádh, el fin del mundo, precedido por la batalla de Ragh nar Roog, la lucha final entre la Luz y la Oscuridad. Los supersticiosos consideraron que la violenta tormenta que en la noche del equinoccio de otoño agitó las islas era una ola empujada por el pico del monstruoso Naglfar de Morhög, que conducía un ejército de fantasmas y demonios en un drakkar de bordas construidas con uñas de cadáveres. Las personas de más luces o mejor informadas, por su parte, pusieron en relación la locura del mar y el cielo con la persona de la malvada hechicera Yennefer y su terrible muerte. Y aun otras personas —todavía mejor informadas— vieron en el mar revuelto la señal de que estaba agonizando alguien por cuyas venas corría la sangre de los reyes de Skellige y Cintra. Desde que el mundo es mundo, la noche del equinoccio de otoño es también la noche de los espectros, las pesadillas y las apariciones, la noche de los despertares repentinos, con el ahogo y el pálpito causados por el miedo, entre sábanas retorcidas y húmedas de transpiración. Las apariciones y los despertares no perdonaban ni a las cabezas más claras; en Nilfgaard, en las Torres de Oro, se despertó gritando el propio emperador, Emhy r var Emreis. En el norte, en Lan Exeter, el rey Esterad Thyssen se irguió bruscamente en la cama, despertando a su cóny uge, la reina Zuley ka. En Tretogor se incorporó y echó mano a su estilete el archiespía Dijkstra, despertando a la cónyuge del ministro de finanzas. En el palacete de Montecalvo se incorporó entre sábanas de damasquino la hechicera Filippa Eilhart, sin despertar a la mujer del conde de Noailles. Se despertaron — con may or o menor brusquedad— el enano Yarpen Zigrin de Mahakam, el viejo brujo Vesemir en la fortaleza de las montañas de Kaer Morhen, el empleado de banco Fabio Sachs en la ciudad de Gors Velen, el Jarl Crach an Craite sobre la cubierta del drakkar Ringhorn. Se despertó la hechicera Fringilla Vigo en el castillo de Beauclair, se despertó la sacerdotisa Sigrdrifa en el santuario de la diosa Frey a en la isla de Hindarsfjall. Se despertó Daniel Etcheverry, conde de Garramone, en la fortaleza sitiada de Maribor. Zy vik, decurión de los Coraceros Grises en el fuerte de Ban Gleann. El mercader Dominik Bombastus Houvenaghel en la ciudad de Claremont.

Y muchos, muchos otros. Pocos hubo, sin embargo, que fueran capaces de relacionar estos fenómenos con un hecho concreto y real. Y con una persona real. El azar hizo que tres de aquellas personas pasaran la noche del equinoccio de otoño bajo el mismo techo. En el santuario de la diosa Melitele en Ellander. —Chotacabras… —gimió el escribanillo Jarre, al tiempo que contemplaba las tinieblas que anegaban el parque del santuario—. Creo que hay miles de ellos, toda una bandada… Gritan por la muerte de alguien… Por la muerte de ella… Está muriéndose… —¡No digas tonterías! —Triss Merigold se volvió con brusquedad, alzó el puño apretado, durante un instante pareció que iba a empujar o a golpear al muchacho en el pecho—. ¿Es que crees en supersticiones estúpidas? Se acaba septiembre, los pájaros se agrupan para emigrar. ¡Es algo totalmente natural! —Ella está muriéndose… —¡Nadie se muere! —gritó la hechicera, palideciendo de rabia—. Nadie, ¿lo entiendes? ¡Deja de desbarrar! En el pasillo de la biblioteca aparecieron algunas adeptas a las que les había despertado la alarma nocturna. Sus rostros estaban serios y pálidos. —Jarre. —Triss se tranquilizó, le puso la mano al muchacho en el hombro, apretó con fuerza—. Eres el único hombre en el santuario. Todos te estamos mirando, buscamos en ti apoyo y ay uda. No te está permitido tener miedo, no te está permitido dejarte llevar por el pánico. No nos defraudes. Jarre aspiró profundamente, intentó controlar los temblores de sus manos y labios. —No es el miedo… —susurró, evitando la mirada de la hechicera—. ¡Yo no tengo miedo, solamente me preocupo! Por ella. La vi en mi sueño… —Yo también la vi. —Triss apretó los labios—. Hemos tenido el mismo sueño, tú, y o y Nenneke. Pero ni una palabra acerca de ello. —La sangre en su rostro… Tanta sangre… —Te he pedido que te callaras.

Viene Nenneke. La suma sacerdotisa se acercó a ellos. Tenía el rostro cansado. A la muda pregunta de Triss contestó negando con la cabeza. Al advertir que Jarre abría la boca, se apresuró a hablar: —Por desgracia, nada. La Persecución Salvaje revoloteó sobre el santuario, despertó a casi todas, pero ninguna ha tenido visiones. Ni siquiera tan nebulosa como la nuestra. Ve a dormir, muchacho, nada hay aquí para ti. ¡Chicas, volved al dormitorio! Se restregó el rostro y los ojos con las dos manos. —Eh… ¡Equinoccio! Maldita noche… Acuéstate, Triss. No podemos hacer nada. —Esta impotencia me vuelve loca. —La hechicera apretó los puños—. Sólo de pensar que ella está sufriendo, que sangra, que la amenaza un… ¡Maldita sea, si supiera qué hacer! Nenneke, la suma sacerdotisa del santuario de Melitele, se dio la vuelta. —¿Y no has probado a rezar? Al sur, allá al otro lado de los Montes de Amell, en Ebbing, en el país llamado Pereplut, en los extensos cenagales formados por la intersección de los ríos Velda, Lete y Arete, en un lugar a unas ochocientas millas a vuelo de cuervo de la ciudad de Ellander y del santuario de Melitele, al alba, una pesadilla despertó con brusquedad al anciano eremita llamado Vy sogota. Una vez despierto, Vy sogota no pudo recordar de ninguna manera el contenido de lo soñado, pero una extraña desazón le impidió conciliar de nuevo el sueño. —Frío, frío, brrr —dijo para sí Vysogota, mientras caminaba por un sendero entre los arbustos—. Frío, frío, brrr. La trampa siguiente estaba vacía. Ni una sola rata almizclera. Un día de caza sin suerte. Vy sogota limpió el barro y las escamas de helechos que cubrían la trampa, mientras mascullaba una maldición y sorbía los mocos por su helada nariz. —Frío, brrr, ay, ay —dijo, andando en dirección al pantano—. ¡Y todavía no es más que septiembre! ¡Si no han pasado más que cuatro días después del equinoccio! Ja, no recuerdo unos fríos así en todo el tiempo de mi vida. ¡Y llevo vivo mucho tiempo! La siguiente trampa, la penúltima, también estaba vacía.

Vysogota ya no tenía ganas ni de blasfemar. —Es a todas luces cierto —chocheaba mientras iba caminando— que el clima se enfría de año en año. Y ahora parece que el efecto del enfriamiento comienza a acelerarse como una avalancha. Ja, los elfos lo habían previsto hace y a mucho, pero, ¿quién creía en las predicciones de los elfos? Unas alitas se agitaron de nuevo por encima de la cabeza del anciano, cruzaron unas siluetas grises e increíblemente rápidas. La niebla sobre los cenagales resonó de nuevo con el chillido repentino y salvaje de los chotacabras, con el rápido palmoteo de las alas. Vysogota no prestó atención a los pájaros. No era supersticioso y siempre había muchos chotacabras en el pantano, sobre todo al amanecer, cuando volaban en grupos tan cerrados que daba hasta miedo de que se chocaran con la cabeza de uno. Bueno, puede que no siempre hubiera tantos como aquel día, puede que no siempre gritaran de forma tan tétrica… Pero en fin, en los últimos tiempos la naturaleza hacía extravagantes travesuras y los fenómenos extraños se sucedían unos a otros, cada uno aún más extraño que el anterior. Estaba sacando del agua la última trampa, también vacía, cuando escuchó el relincho de un caballo. Los chotacabras quebraron su canto de inmediato, como a una orden. En los cenagales de Pereplut había sotos secos, situados en lugares más altos, cubiertos de abedules negros, de alisos, de sangüeños, de cornejos y endrinos. La may or parte de los sotos estaban rodeados de tal modo por los tremedales que era completamente imposible que caballo alguno o jinete que no conociera las sendas consiguiera llegar hasta ellos. Y sin embargo los relinchos —Vy sogota los escuchó de nuevo— llegaban precisamente desde uno de aquellos sotos. La curiosidad venció a la prudencia. Vy sogota no entendía mucho de caballos y sus razas, pero era un esteta y sabía reconocer y apreciar la belleza. Y el caballo moro de pelaje brillante como la antracita que contempló perfilándose contra los troncos de abedules era extraordinariamente hermoso. Era la verdadera quintaesencia de la belleza. Era tan hermoso que parecía irreal. Pero era real. Y también era real la forma en que estaba atrapado en una trampa, enredado con las cinchas y la cabezada en el abrazo rojo sangre de las ramas de sangüeño. Cuando Vy sogota se acercó más, el caballo alzó las orejas, pateó de tal modo que el suelo tembló, meneó la graciosa cabeza, se dio la vuelta. Ahora se veía que era una y egua. También se veía otra cosa. Una cosa que hizo que el corazón de Vysogota comenzara a latir como si se hubiera vuelto loco y que unas invisibles pinzas de adrenalina le apretaran la garganta. Detrás del caballo, en un agujero poco profundo, y acía un cadáver.

Vy sogota tiró su saco al suelo. Y se avergonzó de su primer pensamiento, que había sido darse la vuelta y salir huyendo. Se acercó más, manteniendo la prudencia, porque la y egua negra pateaba el suelo, había bajado las orejas, regañaba los dientes por encima de la embocadura y sólo esperaba la ocasión adecuada para morderle o darle una coz. El cadáver era el cuerpo de un muchacho de menos de veinte años de edad. Estaba tendido con el rostro hacia la tierra, con una mano bajo el cuerpo y la otra extendida hacia un lado y con los dedos clavados en la tierra. El muchacho llevaba puesto un juboncillo de ante, unos ceñidos pantalones de cuero y unas botas élficas con hebillas que le llegaban hasta las rodillas. Vy sogota se inclinó y en aquel preciso momento el cadáver lanzó un fuerte gemido. La yegua mora dio un relincho agudo y golpeteó con los cascos en la tierra. El ermitaño se arrodilló, le dio la vuelta con cuidado al herido. Echó la cabeza para atrás en un movimiento automático y silbó al ver la terrible máscara de sangre coagulada y suciedad que el muchacho tenía en lugar de rostro. Apartó con delicadeza el musgo, las hojas y la arena de los labios cubiertos de mocos y babas, intentó arrancar la maraña de cabellos pegados con sangre a la mejilla. El herido gimió sordamente, se tensó. Y comenzó a tiritar. Vy sogota le retiró los cabellos del rostro. —Una muchacha —dijo en voz alta, sin poder creer lo que tenía delante—. Es una muchacha. Si aquel día después de caer la noche alguien se hubiera arrastrado furtivamente hasta aquella cabaña perdida entre los cenagales, con su hundido tejado de bálago cubierto de musgo, si alguien hubiera mirado a través de las rendijas de los postigos, habría visto en su interior, a la escasa luz de unas lamparillas de aceite, a una muchacha con la cabeza cubierta por gruesos vendajes que estaba descansando en una inmovilidad casi de cadáver sobre un camastro cubierto de pieles. Habría visto también a un viejecillo de barba gris en forma de cuña y largos cabellos blancos que le caían sobre los hombros y las espaldas desde los bordes de una gran calva que le alargaba la frente hasta más allá de la coronilla. Hubiera distinguido cómo el viejecillo encendía otra vez una vela de sebo, cómo colocaba sobre la mesa un reloj de arena, cómo afilaba la pluma, cómo se inclinaba sobre un pliego de pergamino. Y cómo se quedaba ensimismado y hablaba algo consigo mismo, meditabundo, sin levantar ojo de la muchacha que yacía sobre el camastro. Pero aquello no era posible. Nadie podía verlo. La choza del ermitaño Vy sogota estaba bien escondida entre las ciénagas. En un despoblado cubierto eternamente por la niebla, donde nadie se atrevía a penetrar. —Escribamos —Vysogota sumergió la pluma en la tinta— lo que sucede.

Hace tres horas del suceso. Reconocimiento: vulnus incisivum, herida de corte, realizada con mucha fuerza con una herramienta afilada desconocida, seguramente de hoja curva. Abarca la parte izquierda del rostro, comienza bajo la región malar, corre a través de la mejilla y alcanza hasta la región temporomasticular. La parte más profunda de la herida, que llega hasta el periostio, es al principio, bajo la órbita ocular, sobre el hueso malar. Tiempo estimado que transcurrió desde que las heridas fueron producidas hasta el momento de la primera cura: diez horas. La pluma chirriaba en el pergamino, pero el chirrido no duró más que unos instantes. Y unas líneas. Vysogota no consideraba digno de anotar todo lo que se decía a sí mismo. —Volviendo al tratamiento de las heridas —continuó al cabo el anciano con los ojos fijos en la palpitante y crepitante llama de la vela de sebo—, escribiremos lo siguiente. No seccioné los bordes de la lesión, me limité tan sólo a retirar unos cuantos desgarros que no estaban ensangrentados y por supuesto los coágulos. Limpié las heridas con un extracto de corteza de sauce. Retiré la suciedad y los cuerpos extraños. La cosí. Con hilo de cáñamo. Otro tipo de hilo, escribámoslo, no estaba a mi disposición. Dispuse una compresa de árnica de montaña y coloqué una muselina formando un vendaje. Un ratón correteó por el centro del cuarto. Vy sogota le echó un pedacito de pan. La muchacha en el jergón respiró intranquila, gimió en sueños. —Ocho horas después del incidente. El estado de la enferma: sin cambios. El estado del médico… o sea, el mío, mejoró, puesto que me reparé con un tanto de sueño… Puedo continuar con las notas. Conviene pues transcribir en estas hojas algo de información acerca de mi paciente. Para las generaciones futuras. Si acaso alguna generación futura fuera capaz de llegar hasta estos pantanos antes de que todo esto se pudra y se deshaga en cenizas.

Vysogota suspiró con fuerza, mojó la pluma y la limpió con el borde del tintero. —En lo tocante a la paciente —murmuró—, que quede anotado lo que sigue. La edad, por lo que aparenta, unos dieciséis años, alta, la constitución es más bien delgada, pero al menos no es débil, no muestra señales de desnutrición. Musculatura y constitución física son más bien típicas de las elfas jóvenes, pero no se advierte característica alguna de mestizaje… hasta cuarterona inclusive. Un porcentaje más bajo de sangre élfica puede, como es sabido, no dejar huella. Sólo entonces se dio cuenta Vy sogota de que no había escrito en la página ni una sola runa, ni una sola palabra. Apoyó la pluma en el papel pero la tinta se había secado. El viejecillo no se inmutó. —Que quede anotado también —continuó— que la muchacha nunca ha parido. Y también que en el cuerpo no tiene señal antigua alguna, cicatriz, alforza, rastro ninguno de los que depositan el trabajo duro, los accidentes, la vida arriesgada. Lo acentúo: hablo aquí de señales antiguas. Señales recientes no le faltan en todo el cuerpo. A la muchacha la golpearon. Una verdadera paliza y de ningún modo a manos de su padre. Seguramente le dieron de patadas también. » Encontré también en su cuerpo una señal bastante extraña… Humm, que quede esto escrito para bien de la ciencia… En la ingle, junto al monte de Venus, la muchacha tiene tatuada una rosa roja. Vysogota contempló absorto la punta afilada de la pluma, después de lo cual la sumergió en el tintero. Esta vez, sin embargo, no olvidó el objetivo con el que había hecho esto: comenzó a cubrir el papel con líneas regulares de escritura inclinada. Siguió escribiendo hasta que se secó la pluma. —Medio inconsciente, gritaba y hablaba —continuó—. Su acento y la forma de expresión, si descontamos las continuas expresiones intercaladas en el argot obsceno de los delincuentes, producen bastante confusión, son difíciles de ubicar, pero me arriesgaría a afirmar que proceden más bien del norte que del sur. Algunas palabras… De nuevo rasgó el pergamino con la pluma, no demasiado tiempo, mucho menos de lo necesario para poder escribir todo lo que había dicho un instante antes. Después de lo cual siguió con su monólogo, exactamente allí donde lo había interrumpido. —Algunas palabras, nombres y apelativos que la muchacha balbuceó en su fiebre son dignos de ser recordados. E investigados.

Todo apunta a que una persona muy, pero que muy poco corriente ha encontrado el camino hasta la varga del viejo Vysogota… Guardó silencio durante un rato, escuchando. —Ojalá —murmuró— que la varga del viejo Vysogota no se convierta en el final de su camino. Vy sogota se inclinó sobre el pergamino e incluso apoyó en él la pluma, pero no escribió nada, ni una sola runa. Arrojó la pluma sobre la mesa. Jadeó por un instante, murmuró con furia, se sonó los mocos. Miró al lecho, prestó atención a los sonidos que le llegaban desde allí. —Hay que advertir y apuntar —dijo con voz cansada— que está muy mal. Todos mis esfuerzos y tratamientos puedan resultar insuficientes y el celo puede resultar baldío. Mis temores eran bien fundados. La herida está infectada. La muchacha tiene una fiebre muy alta. Se han presentado y a tres de los cuatros síntomas principales de un fuerte estado inflamatorio. Rubor, calor y tumor son fáciles de advertir en este momento a ojo y tacto. Cuando pase el shock postaccidental aparecerá el cuarto: dolor. Que quede escrito que ha pasado y a cerca de medio siglo desde que me dedicara a la práctica de la medicina, percibo cómo estos años pesan sobre mi memoria y la agilidad de mis dedos. No sé hacer mucho, todavía menos puedo hacer. Apenas tengo remedios y medicamentos. Toda mi esperanza y ace en los mecanismos de defensa de un organismo joven… —Doce horas desde el incidente. Conforme a lo esperado, ha aparecido el cuarto síntoma principal de la inflamación: dolor. La enferma grita de dolor, la fiebre y los temblores se incrementan. No tengo nada, ningún medicamento que pueda darle. Dispongo de una pequeña cantidad de elixir de estramonio, pero la muchacha está demasiado débil para sobrevivir a su acción. Tengo también algo de acónito, pero el acónito la mataría al instante. —Quince horas desde el incidente. Amanece.

La enferma está inconsciente. La fiebre sube con fuerza, los temblores se acrecientan. Aparte de esto aparece una fuerte contracción de los músculos del rostro. Si se trata del tétanos, la muchacha está perdida. Tengamos sin embargo la esperanza de que se trate tan sólo de los nervios faciales… O del trigémino. O de ambos… La muchacha quedará desfigurada… pero estará viva… Vysogota miró al pergamino en el que no había escrito ni una runa, ni una sola palabra. —A condición —dijo en voz baja— de que sobreviva a la infección. —Veinte horas desde el incidente. La fiebre crece. Rubor, calor, tumor y dolor alcanzan, me da la impresión, el punto culminante. Pero la muchacha no tiene posibilidades de vivir siquiera hasta alcanzar esas fronteras. Así que escribiré… Yo, Vy sogota de Corvo, no creo en la existencia de los dioses. Pero si por una casualidad existieran, pido que tomen bajo su protección a esta muchacha. Y que me perdonen a mí lo que he hecho… Si es que lo que he hecho resultara ser un error. Vysogota soltó la pluma, se restregó los párpados, que tenía hinchados y le picaban, apoy ó los puños en las sienes. —Le he dado una mezcla de estramonio y acónito —dijo con voz sorda—. Las próximas horas decidirán todo. No estaba durmiendo, tan sólo daba unas cabezadas, cuando un golpe y un estruendo, a los que acompañaba un gemido, lo sacaron del duermevela. Un gemido más bien de rabia que de dolor. En el exterior clareaba el día, las rendijas de las contraventanas dejaban apenas pasar unos débiles ray os de luz. La arena del reloj había caído del todo, y hacía mucho. Vy sogota, como de costumbre, había olvidado darle la vuelta. La lamparilla apenas temblaba, la llama de color rubí del hogar iluminaba levemente los rincones de la choza. El viejo se levantó, retiró el improvisado biombo de mantas que separaban el lecho del resto del cuarto para darle un poco de tranquilidad a la enferma. La enferma ya había conseguido levantarse del suelo sobre el que se había caído sólo un momento antes, estaba sentada enderezada en la orilla del camastro, intentaba rascarse el rostro bajo el vendaje.

Vysogota tosió. —Te pedí que no te levantaras. Estás demasiado débil. Si quieres algo, llámame. Siempre estoy cerca. —Pues yo lo que no quiero es que estés cerca —dijo bajito, a media voz, pero muy claro—. Quiero mear. Cuando él volvió a recoger el orinal, ella estaba tendida en el camastro, de espaldas, masajeándose el vendaje que apretaba la mejilla y cubría la frente y el cuello con cintas de vendas. Cuando al cabo de un rato regresó, ella no había cambiado de posición. —¿Cuatro jornadas? —preguntó, mientras miraba al techo. —Cinco. Ha pasado casi un día desde que hablamos por última vez. Has dormido una jornada entera. Eso está bien. Necesitas dormir.

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