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La tormenta – Robert Jordan

En noviembre de 2007 recibí una llamada telefónica que cambiaría mi vida para siempre. Harriet McDougal, esposa y editora de texto del fallecido Robert Jordan, me llamó para preguntarme si querría completar el último libro de La Rueda del Tiempo. Para aquellos que no sabían que el señor Jordan murió, me entristece ser el que les da la noticia. Recuerdo cómo me sentí cuando, echando una ojeada a Internet el 16 de septiembre de 2007, descubrí que había fallecido. Me quedé conmocionado, estupefacto, abatido. Aquel hombre maravilloso, un héroe para mí en mi carrera como escritor, se había ido. De pronto, el mundo se volvió un lugar diferente. Tuve El Ojo del Mundo en mis manos por primera vez en 1990, siendo un adolescente adicto a la fantasía que entró a echar un vistazo a la librería de la esquina. De inmediato me convertí en un seguidor de la serie y esperé con ansiedad la publicación de La Gran Cacería. A lo largo de los años leí los libros muchas veces, a menudo releyendo toda la serie cuando iba a salir un libro nuevo. Pasó el tiempo y decidí convertirme en autor de fantasía, influenciado en gran parte por lo mucho que me gustaba La Rueda del Tiempo. Y, sin embargo, jamás imaginé que algún día recibiría esa llamada de teléfono de Harriet. Me pilló del todo por sorpresa. No había pedido, ni solicitado, ni osado soñar con esta oportunidad, si bien cuando se me propuso mi respuesta fue inmediata. Tengo a esta saga más cariño que a ninguna otra y los personajes son para mí como viejos y queridos amigos de la adolescencia. No puedo reemplazar a Robert Jordan. Nadie podría escribir este libro tan bien como lo habría hecho él. Es la simple realidad. Por suerte, dejó muchas anotaciones, borradores, escenas completas, y dictó explicaciones a su esposa y a sus ayudantes. Antes de morir, le pidió a Harriet que buscara a alguien que completara la serie para sus fieles lectores. Os quería mucho a todos y dedicó sus últimas semanas de vida a dictar escenas para el último volumen, que llevaría por título A Memory of Light. Dieciocho meses más tarde, aquí estamos. El señor Jordan prometió que el último libro sería grande, pero el manuscrito no tardó en hacerse tan sumamente extenso que hacía inviable el proyecto; sería tres veces más grande que uno de los libros normales de La Rueda del Tiempo, así que Harriet y Tor tomaron la decisión de dividir en tres partes A Memory of Light. Había varios puntos muy a propósito en los que interrumpir la narración, de tal modo que cada una de esas tres partes constituyera una novela completa. Podéis pensar en La tormenta y los dos siguientes libros como tres volúmenes de A Memory of Light o como los últimos tres libros de La Rueda del Tiempo.


Ambas cosas son correctas. En cuanto a escribirlos, estoy a mitad de camino con la segunda de las tres partes. Trabajamos todo lo deprisa que es posible y no queremos teneros demasiado tiempo esperando ese final que se nos prometió hace casi veinte años. (El señor Jordan escribió dicho final antes de morir y lo he leído. Es fantástico). No he intentado imitar el estilo del señor Jordan, sino que he adecuado mi estilo para que encaje en La Rueda del Tiempo. Mi principal objetivo era ser fiel al espíritu de los personajes. La trama es, en gran parte, de Robert Jordan, aunque muchas palabras sean mías. Imaginaos este libro como el producto de un director de cine nuevo que trabaja en algunas escenas de una película, pero conservando el mismo elenco de actores y el mismo guión. Pero éste es un gran proyecto y llevará tiempo terminarlo. Os pido paciencia mientras pasamos los próximos años culminando esta saga. Tenemos en nuestras manos el final de la obra de fantasía épica más grande de nuestro tiempo y me propongo lograr que se haga bien. Mi intención es permanecer fiel a los deseos y las anotaciones del señor Jordan; mi integridad como profesional y mi cariño hacia estos libros no me permitirían hacer menos. A fin de cuentas, dejaré que las palabras aquí contenidas hablen por sí mismas y sean la mejor argumentación de lo que estamos haciendo. Éste no es mi libro. Es el libro del señor Jordan y, en menor grado, es vuestro libro. Gracias por leerlo. Brandon Sanderson Junio de 2009 Para Maria Simons y Alan Romanczuk. Sin ellos, escribir este libro habría sido imposible Nubes y nieblas. Ratas. Grajos y cuervos. Podredumbre e insectos. Fenómenos raros y extraños sucesos. Lo normal, deforme y excepcional. ¡Portentos! Los muertos echan a andar.

Unos los ven, y no los ven otros. Pero, más y más, la noche nos asusta a todos. Así han sido nuestros tiempos. Bajo un cielo muerto cae la lluvia. Nos aplasta con su furia hasta hacernos suplicar: «¡Que dé comienzo!». Diario de un erudito desconocido Anotación de la Fiesta de Freia, 1000 NE R PRÓLOGO EL SIGNIFICADO DE LA TORMENTA enald Fanwar se encontraba sentado en el porche —calentando la recia mecedora de roble negro que su nieto le había hecho hacía dos años— y miraba con fijeza hacia el norte. A la masa de nubes negras y plateadas. No había visto en toda su vida nubes como ésas; cubrían todo el horizonte septentrional y llegaban muy alto en el cielo. No eran grises, sino negras y plateadas. Nubes tormentosas y atronadoras, oscuras como una húmeda y fresca bodega a medianoche. Espectaculares relámpagos plateados —destellos de rayos que no hacían ruido—saltaban de unas a otras. El aire estaba… denso, cargado de aromas a polvo, a tierra, a hojas secas y a lluvia que se resistía a caer. Ya era primavera y sin embargo los cultivos no crecían; ni un solo brote se había atrevido a asomar a través de la tierra. El granjero se levantó despacio de la mecedora, que crujió y se balanceó a su espalda, y caminó hasta el borde del porche; chupó la pipa aunque estaba apagada, pero no quiso molestarse en encenderla otra vez. Las nubes lo tenían paralizado; eran tan negras… Como el humo de un fuego en la maleza, sólo que el humo de un incendio nunca llegaba tan alto en el aire. ¿Y qué pensar de las nubes plateadas? Hinchadas, resaltaban entre las negras como brillantes piezas de acero bruñido entre metal encostrado de hollín. Renald, que había desviado la vista hacia el patio, se frotó la mejilla. Una valla encalada cercaba un pequeño espacio salpicado de hierba y arbustos. Éstos se habían muerto, del primero al último; no habían aguantado el largo invierno. Tendría que arrancarlos dentro de poco. En cuanto a la hierba… En fin, seguía siendo paja reseca. No apuntaba ni una sola brizna verde. El retumbo de un trueno sacudió al granjero, un sonido puro, penetrante, como un gran choque de metal contra metal. Las ventanas de la casa traquetearon, los tablones del porche temblaron y el hombre tuvo incluso la impresión de que los huesos le vibraban. Reculó de un brinco.

Ése había caído cerca, tal vez en su propiedad. Lo asaltó el deseo apremiante de comprobar los daños, porque el fuego de un rayo podía destruir a un hombre, abrasarle la tierra hasta dejarlo en la ruina. Allí arriba, en la Tierras Fronterizas, había muchas cosas que eran yesca involuntaria: hierba seca, tablillas secas, semillas secas… Pero las nubes aún estaban lejos; era imposible que ese rayo hubiera caído en su propiedad; la masa de nubes negras y plateadas bullía y avanzaba, alimentándose y consumiéndose a sí misma. El granjero cerró los ojos para calmarse e hizo una profunda respiración. ¿Se habría imaginado lo del rayo? ¿Acaso la cabeza le hacía agua, como bromeaba siempre Gaffin? Abrió los ojos. Y allí estaban los nubarrones, justo encima de su casa. Era como si hubieran avanzado de golpe, en un intento de atacar mientras desviaba la vista. Ahora dominaban el cielo y se extendían en todas direcciones, enormes, sobrecogedores. Casi se notaba su peso, que parecía estrujar el aire en derredor. Renald hizo una profunda inspiración e inhaló ese aire que de repente estaba cargado de humedad; la frente le escocía con el sudor. Esas nubes tormentosas, negro intenso y plata, se agitaban sacudidas por blancas explosiones. De pronto se desbordaron hacia abajo como la manga oscura de un tornado que se lanzaba sobre él. El granjero gritó y levantó una mano como haría para protegerse de una luz intensa. Esa oscuridad. Esa infinita, sofocante negrura, se lo llevaría. Sabía que se lo llevaría… Y, de repente, las nubes ya no estaban. La pipa sonó al caer en las tablas del porche con un quedo tintineo, y el tabaco quemado se esparció por los escalones. Renald ni siquiera era consciente de haberla dejado caer; confuso, echando un vistazo al cielo azul, comprendió que se encogía acobardado por nada. La masa de nubes volvía a encontrarse lejos, en el horizonte, a unas cuarenta leguas de distancia, y retumbaba sin hacer apenas ruido. Recogió la pipa con mano temblorosa, salpicada de manchas de la edad, curtida por los años pasados al sol. «No ha sido más que una mala pasada que te ha jugado la mente, Renald —se reprendió a sí mismo—. La cabeza te hace agua, tan cierto como que un huevo es un huevo». Estaba preocupado por los cultivos; eso era lo que lo tenía con los nervios de punta. Y aunque a los chicos les hablaba con optimismo, aquello no era normal, no era natural. A esas alturas tendría que haber brotado algo; ¡llevaba cuarenta años labrando esa tierra! La cebada no tardaba tanto en germinar; pero no retoñaba, así lo abrasara la Luz.

¿Qué le pasaba al mundo? Ya no se podía contar con que las plantas germinaran y las nubes se quedaran donde deberían. Se acercó con pesadez a la mecedora para sentarse porque las piernas le temblaban. «Me hago viejo, eso es lo que pasa», pensó. Toda la vida había trabajado en una granja, y en las Tierras Fronterizas no era un trabajo fácil, pero si uno se esforzaba podía ganarse bien la vida si conseguía cultivos resistentes. Un hombre tiene tanta suerte como semillas en el labrantío, solía decir su padre. Bien, pues, Renald era uno de los granjeros con más éxito en la comarca; lo había hecho tan bien como para comprar otras dos granjas aparte de la suya, y cada otoño llevaba al mercado treinta carretas cargadas con sus productos. En la actualidad tenía trabajando para él a seis buenos hombres que araban los campos y recorrían los cercados para repararlos y mantenerlos en buen estado. Eso no quería decir que él no se metiera en el barro a diario para enseñarles lo que era hacer un buen trabajo en el campo; uno no debía permitir que un pequeño éxito lo echara a perder. Sí, había trabajado la tierra; o la había vivido, como siempre decía su padre. Sabía del tiempo todo lo que podía saber un hombre, y esas nubes no eran normales. Retumbaban con un ruido sordo, quedo, como cuando un animal gruñe en una noche oscura. A la espera. Acechando en el bosque aledaño

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