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La Tierra larga – Terry Pratchett

En un claro de un bosque: El canto de los pájaros despertó al soldado Percy. Hacía mucho que no oía cantar a los pájaros; los cañones se ocupaban de eso. Durante un rato se conformó con seguir tumbado donde estaba, disfrutando de la bendita calma. Aun así, le preocupaba un poco, dentro de su aturdimiento, estar tendido sobre un lecho de hierba húmeda aunque fragante, en vez de en su saco de dormir. Ah, sí, hierba fragante; ¡el sitio donde estaba hacía un momento no destacaba por su fragancia! Cordita, aceite caliente, carne quemada y peste a humanidad sin lavar, a eso era a lo que estaba acostumbrado. Se preguntó si estaría muerto. Al fin y al cabo, había sido un bombardeo espantoso. Bueno, si estaba muerto no podía quejarse de ese cielo, después del infierno del ruido, los gritos y el barro. Y si no era el cielo, su sargento en cualquier momento le arrearía una patada, lo levantaría de un tirón, lo miraría de arriba abajo y lo mandaría a la cantina a tomarse una taza de té y un bollo. Pero no hubo sargento, ni otro sonido que no fuese el canto de los pájaros en los árboles. Y entonces, mientras las luces del alba empezaban a teñir el cielo, se preguntó: «¿Cómo que árboles?». ¿Cuándo fue la última vez que vio un árbol que conservara, aunque fuese vagamente, su forma, por no hablar ya de todas sus hojas, un árbol que los obuses no hubieran reducido a astillas? Y aun así allí había árboles, montones de árboles, un bosque de árboles. El soldado Percy era un joven práctico y metódico, y en consecuencia decidió, mientras durara ese sueño, no preocuparse por los árboles, que al fin y al cabo nunca habían intentado matarle. Se estiró y debió de adormilarse durante un rato, porque cuando volvió a abrir los ojos ya era pleno día y tenía sed. Pleno día, pero ¿dónde? Bueno, Francia. Tenía que ser Francia. El obús que le había dejado inconsciente no podía haberle hecho volar muy lejos; aquello tenía que seguir siendo Francia, pero estaba en un bosque donde no debería haberlo. Además, faltaban los sonidos tradicionales de Francia, como el atronar de los cañones y los gritos de los hombres. Era todo un enigma. Y Percy estaba muerto de sed. De modo que lio sus preocupaciones en lo que quedaba de su viejo petate, rodeado de aquel silencio etéreo y poblado de pájaros, y estimó que la canción no iba desencaminada: ¿para qué servía preocuparse, en verdad? [1] Bien pensado, no valía la pena, no cuando uno acababa de ver evaporarse a sus compañeros como el rocío de la mañana. Sin embargo, al levantarse sintió ese familiar dolor en la pierna izquierda que le llegaba hasta el hueso, el legado de una herida que no había bastado para enviarlo a casa pero que le había procurado un destino más clemente, junto a los chicos que se ocupaban del camuflaje, y una abollada caja de pinturas que llevaba en el macuto. ¡Si la pierna aún le dolía, aquello no era un sueño! Pero no estaba donde antes, de eso no cabía duda. Mientras se abría paso entre los árboles en la dirección que parecía más despejada de árboles que las demás, no podía quitarse de la cabeza un pensamiento acerado y resplandeciente: «¿Por qué cantábamos? ¿Estábamos locos? ¿Qué demonios pensábamos que hacíamos? ¡Brazos y piernas por todos lados, hombres que de golpe se convertían en una llovizna de carne y hueso! ¡Y nosotros, cantando!». «¡Hay que ser tonto de remate!».


Media hora más tarde el soldado Percy bajó por una pendiente que llevaba a un valle estrecho recorrido por un arroyo. El agua era un poco salobre, pero en ese momento hubiera bebido de un abrevadero de caballo, y con el caballo al lado. Siguió el arroyo hasta que desaguó en un río, que tampoco era muy ancho todavía, pero el soldado Percy era un chico de campo y sabía que encontraría cangrejos cerca de la orilla. Y al cabo de media hora esos cangrejos se cocinaban que daba gusto verlos; ¡nunca los había pescado tan grandes! ¡Y tantos! ¡Y tan sabrosos! Comió hasta no poder más, girando sus capturas ensartadas en una ramita verde sobre el fuego que había encendido deprisa y corriendo, para después partirlas con las manos. Entonces pensó: «A lo mejor sí que estoy muerto y en el cielo. Y yo encantado, porque Dios sabe que he visto suficiente infierno». Esa noche se acostó en un claro cercano al río, con su petate como almohada. Y cuando salieron las estrellas en el cielo, más brillantes de lo que las había visto nunca, Percy empezó a cantar «Pack Up Your Troubles In Your Old Kit Bag ». No llegó a terminar la canción, y durmió el sueño de los justos. Cuando el sol volvió a tocarle la cara, Percy despertó, refrescado, se incorporó… y se quedó paralizado, inmóvil como una estatua, bajo la tranquila mirada de una docena de tipos que lo observaban con atención. ¿Quiénes eran? ¿Qué eran? Tenían cierto aspecto de osos, pero no eran barbudos y cierto aspecto de monos, pero más gordos. Lo único que hacían era mirarlo plácidamente. No podían ser franceses, ¿verdad? Probó de todas formas: —Parle bufan se? Lo miraron inexpresivos. Impulsado por el silencio y la sensación de que se esperaba algo más de él, Percy carraspeó y se arrancó con «Pack Up Your Troubles». Los sujetos le escucharon embelesados hasta que terminó. Después se miraron entre ellos. Al cabo de un rato, como si hubiesen llegado a un acuerdo, uno de ellos se adelantó y repitió la canción para Percy, perfectamente entonada. El soldado lo escuchó estupefacto. Y un siglo más tarde: La pradera era llana, verde y fértil, con grupos dispersos de robles. El cielo era azul, como mandaban los cánones. En el horizonte se divisaba un movimiento, como la sombra de una nube: una manada inmensa de animales en marcha. Sonó una especie de suspiro, una bocanada. Un observador situado lo bastante cerca podría haber sentido un susurro de brisa en la piel. Y había una mujer tumbada en la hierba. Se llamaba Maria Valienté.

Llevaba su jersey de angora rosa favorito. Solo tenía quince años, pero estaba embarazada, y el bebé ya llegaba. El dolor de las contracciones recorrió su cuerpo escuálido. Un momento antes estaba dudando si le daba más miedo el parto o la ira de la hermana Stephanie, que le había quitado su pulsera de monos, el único recuerdo de su madre que tenía, diciendo que era un abalorio pecaminoso. Y, de repente, aquello. Un cielo abierto donde debería haber un techo de yeso manchado de nicotina. Hierba y árboles en vez de moqueta gastada. Nada encajaba. ¿Dónde estaba? ¿Aquello seguía siendo Madison, siquiera? ¿Cómo era posible que estuviese allí? Sin embargo, eso no importaba. El dolor la recorrió de nuevo, y sintió que llegaba el bebé. No había nadie para ayudarla, ni siquiera la hermana Stephanie. Cerró los ojos, gritó y empujó. El bebé cayó sobre la hierba. Maria sabía por lo menos que debía esperar a la placenta. Cuando acabó, había una masa viscosa y cálida entre sus piernas, y un bebé cubierto de una sustancia pegajosa y ensangrentada. La criatura, un niño, abrió los ojos y emitió un débil berrido. Se oyó un sonido atronador, a lo lejos. Un rugido como los que se oían en el zoo. Como el de un león. ¿Un león? Maria gritó otra vez, pero en esa ocasión, de miedo… El grito se detuvo, como si alguien hubiera pulsado un interruptor. Maria había desaparecido. El bebé estaba solo. Solo, salvo por el universo. Que se le echó encima y le habló con una infinidad de voces. Y detrás de todo, un inmenso Silencio.

El llanto del niño dio paso a un gorjeo. El Silencio era reconfortante. Sonó una especie de suspiro, una bocanada. Maria estaba de nuevo en la hierba, bajo el cielo azul. Se incorporó y miró a su alrededor, presa del pánico. Tenía la cara demacrada; estaba perdiendo mucha sangre. Pero su bebé estaba allí. Recogió al niño y la placenta —ni siquiera había cortado el cordón umbilical—, lo envolvió con su jersey de angora y lo acunó en sus brazos. Su carita reflejaba una extraña calma. Por un momento lo había dado por perdido. —Joshua —dijo—. Te llamas Joshua Valienté. Un suave estallido, y desaparecieron. En la llanura no quedó más que una mancha medio seca de sangre y fluidos corporales, y la hierba y el cielo. Pronto, sin embargo, el olor a sangre atraería la atención. Y hace mucho tiempo, en un mundo cercano como una sombra: Una versión muy distinta de Norteamérica bordeaba un enorme mar interior salino, que era un hervidero de vida microbiana. Toda esa vida servía a un único organismo formidable. Y en ese mundo, bajo un cielo nublado, la totalidad del mar turbio crepitó con un solo pensamiento. Yo… A ese pensamiento le siguió otro. ¿Con qué fin? 2 El banco, situado junto a una máquina expendedora de bebidas de aspecto moderno, era demasiado cómodo. Joshua Valienté no estaba acostumbrado a la blandura, de un tiempo a esa parte. No estaba acostumbrado a la esponjosa sensación de hallarse dentro de un edificio, donde los muebles y la moqueta imponen una especie de calma al mundo. Junto al lujoso banco había una pila de revistas satinadas, pero Joshua tampoco era muy partidario del papel brillante. ¿Libros? Los libros estaban bien. A Joshua le gustaban, sobre todo los de bolsillo: ligeros, fáciles de transportar y, si no querías releerlos, en fin, a un papel razonablemente fino siempre se le encontraba utilidad.

Por lo general, cuando no había nada que hacer, escuchaba el Silencio. El Silencio era muy tenue allí. Los sonidos del mundo cotidiano casi lo ahogaban. ¿Entendían los ocupantes de ese lujoso edificio lo ruidoso que era? El rugido de los aparatos de aire acondicionado y los ventiladores de ordenador, el susurro de muchas voces oídas pero indescifrables, el timbre amortiguado de los teléfonos seguido de las explicaciones de quienes no estaban allí en ese momento pero invitaban a dejar un nombre después de la señal, a lo que seguía la susodicha señal. Eran las oficinas del Instituto transEarth, una sección de la Corporación Black. La despersonalizada oficina, toda pladur y cromados, estaba dominada por un enorme logotipo, un caballo de ajedrez. Aquel no era el mundo de Joshua. Allí no había nada que fuese su mundo. Aunque, bien pensado, él no tenía un mundo: los tenía todos. Toda la Tierra Larga. Tierras, un sinfín de tierras. Más tierras de las que podían contarse, según algunos. Y lo único que hacía falta era cruzar a ellas como quien da un paso a un lado, una detrás de otra, en una cadena interminable. Eso irritaba inmensamente a expertos como el profesor Wotan Ulm de la Universidad de Oxford. «Todas esas tierras paralelas —declaró para la BBC— son idénticas salvo por algunos detalles. Solo que están vacías, eso sí. Bueno, en realidad están llenas, más que nada de bosques y pantanos. Unos bosques grandes, oscuros y silenciosos y unos pantanos profundos, fangosos y letales. Pero vacías de personas. La Tierra está abarrotada, pero la Tierra Larga está vacía. ¡Mala suerte para Adolf Hitler, que no ha tenido ocasión de ganar su guerra en ninguna parte! »A los científicos nos cuesta hasta hablar de la Tierra Larga sin delirar sobre variedades diferenciales de p-branas en la Teoría M y multiversos cuánticos. Mire, a lo mejor el universo se bifurca cada vez que cae una hoja y a cada instante surgen mil millones de ramas nuevas. Eso parece decirnos la física cuántica. A ver, no es que se puedan experimentar mil millones de realidades; los estados cuánticos se solapan, como armónicos de una única cuerda de violín. Pero tal vez hay ocasiones —cuando se activa un volcán, nos besa un cometa o se traiciona un amor verdadero— en que uno puede percibir una realidad experiencial separada, una trenza de hilos cuánticos.

Y a lo mejor esas trenzas luego se atraen por semejanza a través de alguna dimensión superior, y surge una cadena de mundos autoorganizada. ¡O lo que sea! Es posible que todo sea un sueño, una fantasía colectiva de la humanidad.

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