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La simpatica pero dramatica historia de Laura Maria Garcia Rodriguez – G. Z. Escribano

La historia de Laura María García Rodríguez podría calificarse como simpática, como dramática, como agridulce, como tragicómica…o cómo se quiera. De lo que no cabe duda, es de que se trata de una historia que merece la pena contarse por lo variopinto de sus vivencias: tiene episodios tan peculiares como una inoportuna primera menstruación; un cómico incidente con un quinceañero en calzoncillos; o volar por los aires en un ring de boxeo. La muchacha nació una fría mañana de finales de verano —que hasta para eso fue peculiar— y desde el día de su nacimiento estuvo marcada por infinidad de avatares. Mejor dicho, desde el segundo día, que fue cuando su progenitor, el señor García, fue a inscribirla en el Registro Civil de su pequeña ciudad de provincias. El deseo de su madre era que se llamara Laura; un nombre nuevo en una familia donde hasta ese momento predominaban denominativos más clásicos como María, Carmen, Antonia o incluso Isidra. Laura, como nombre, no es que fuera toda una revolución, pero a su madre le pareció cándido y novedoso. En cambio, a su santo padre se le metió en la sesera que sería un nombre muy soso y demasiado moderno. Por ello decidió añadirle como segundo apelativo el de su bendita madre, el de la abuela paterna de la criatura, vaya. —Laura María García Rodríguez. Fue lo que el padre dijo al funcionario del registro, y así se quedó la muchacha. Nombre que solo sirvió para que la llamaran de decenas de maneras a lo largo de toda su vida: Laura, María, Marila, Lauma, LauraMari, etc. Y eso que ella siempre insistía en un simple Laura. Por lo que respecta a su infancia, puede decirse que fue relativamente feliz. No obstante estuvo salpicada por los agravios que su padre cometía contra su madre. No es que el señor García maltratara a la señora Rodríguez, al menos físicamente. Sin embargo, su escaso sentido del amor dinamitó el ideal de familia que la madre esperaba. Él trabajaba en la fábrica de embutidos más grande de toda la provincia, y una de las más grandes del país. Todo un orgullo para su pequeña ciudad. Y cuando terminaba de trabajar las diez horas reglamentarias, prefería irse al bar antes que pasar tiempo con ellas dos. A la señora Rodríguez le hubiera gustado darle un hermano o hermana a Laura, pero el señor García no estuvo muy por la labor. «—A no ser que quieras que coman siempre morcilla, no podremos alimentarlos bien». El interés por compartir sábanas con su mujer se diluyó con el tiempo, y Laura se quedó como hija única. Esto y que el señor García estaba más tiempo fuera de casa que dentro, hicieron que Laura y la señora Rodríguez tuvieran una relación muy próxima. Al menos hasta que la niña llegó a la preadolescencia. Era una muchacha bastante solitaria.


Aunque tenía amigas/compañeras en el colegio, apenas quedaba con ellas fuera de las horas lectivas. A su casa acudieron como mucho dos compañeras, Amalia y Anabel, a realizar alguna que otra tarea colectiva. Y todo esto ya con diez años. Precisamente estos diez años supusieron un punto de inflexión en su vida. Un chiquillo del colegio, Agustín, empezó a interesarse por ella. Todo lo que un niño de diez años puede interesarse por otra niña. Se sentaban juntos en pupitres contiguos en el aula, y él se las ingeniaba para pasarle notitas de ¿amor? En una excursión a un bosque a las afueras de la ciudad, Agustín se las arregló para quedarse rezagado y poco a poco fue tirando de las manos de Laura que, curiosa, se dejó llevar. Acabaron bajo un enorme alcornoque con Laura recostada sobre el muchacho. Él intentó besarla y ella al principio rehusó. «—No por favor, ¿qué haces?» Agustín no se dio por vencido y a regañadientes Laura se dejó besar. Si es que a eso se le podía llamar besos, porque más que nada eran como cabezazos con los morros. El silbato y los gritos de los profesores los sacaron de su «idilio». Agustín insistió en quedar con Laura fuera del colegio. «—Los viernes por la tarde, por favor. » Pero Laura no se mostró dispuesta. No es que le asqueara el contacto humano, pero el mínimo intercambio de saliva con el chico no fue de su agrado. Y además estaba la catequesis, donde se hablaba del matrimonio como único elemento válido para el amor, y por ende, para el amor carnal entre hombres y mujeres. Pasadas dos semanas de esos besuqueos/cabezazos tocaba confesarse para tomar la primera comunión. Ese sacramento en el que tanta vehemencia había puesto su padre que recibiera. Bajo la madera del confesionario, tenía una cita con don Ángel, el párroco de su barrio. Un señor que se pasaba muy de vez en cuando por las clases de catequesis y que era casi un desconocido para los futuros comulgantes. Cuando le contó al cura el incidente con Agustín, este puso un interés inusitado en los detalles. —¿Te tocó los pechos hija mía? —No padre, no. —¿Te tocó el trasero? —No por favor, no me pregunte eso. Al sacerdote parece ser que se le olvidó el voto de castidad: deslizó sus ásperas manos sobre el muslo de la muchacha, bastante más arriba de la rodilla, hasta casi llegar a su entrepierna.

—¿Te tocó aquí? Laura pegó tal brinco que se golpeó en la cabeza con el techo de madera del confesionario. ¿Resultado? Un buen chichón y un manantial de lágrimas con el que llegó a casa. Su padre —como no podía ser de otra manera— no la creyó, pero su madre intercedió por ella. —¿Pero cómo se va a inventar la niña esto, hombre de Dios? —Yo que sé, no querrá hacer la comunión. ¿No ves que está siempre en su mundo? —Haz el favor de apoyar a la única hija que tienes y ve a pedirle explicaciones al cura ese. —¿Yo? No quiero problemas con la Iglesia que luego nos ponen una cruz en todos lados. ¡Pues qué no haga la comunión, eso que nos ahorramos! Así que no hubo comunión que valiese, pero tampoco hubo convite ni viaje a la capital a conocer el Parque de Atracciones. Ni la propia comunión ni la fiesta es que le hicieran especial ilusión a Laura, pero sí quería viajar en tren a la capital y montarse en las atracciones que había visto por televisión. El berrinche fue apocalíptico. Además el «iluminao» de Agustín fue contando mentiras por todo el colegio, que se sumaron a los rumores procedentes de la parroquia. No la crucificaron, pero como había anticipado su padre, sí que le pusieron la cruz. Sus ¿amigas? empezaron a cuchichear y a darle la espalda. Con esa edad ella no es que fuera del todo consciente de lo que la rodeaba, pero sí lo suficiente para volverse aún más introvertida. Pasó el verano enfrascada en lecturas de poemas. Acababa de descubrir a Bécquer y Espronceda, y eso mitigó su soledad, ya que su madre se distanció de ella, o ella de su madre. Nunca lo supo. Lo que le ocurrió al siguiente curso, al poco de cumplir los once años, fue algo que jamás se le borraría de la memoria. Su paso de niña a mujer. La no deseada le llegó quizá en uno de los peores momentos posibles. Corrían las once de la mañana de un frío día de invierno y Laura recitaba entusiasmada un poema de Lorca. Una tarea encomendada por Arturo, su amado profesor de Lengua, que ella realizaba con devoción, vestida con su falda reglamentaria. ¡Qué no quiero verla! Dile a la luna que venga, que no quiero ver la sangre De Ignacio sobre la arena ¡Que no quiero verla! La luna de par en par… No fue la sangre del tal Ignacio la que vio, sino la de su primera menstruación entre sus zapatos, sobre el suelo del altillo de la clase. La carcajada y burla por parte de sus compañeros fue excesiva. El hecho de coincidir con la declamación sobre la sangre que Lorca escribió en la poesía, contribuyó a ello. Agustín fue uno de los que más se cebó.

Aunque incluso las que habían sido sus amigas hasta hacía poco tiempo, se rieron de ella. Laura no pudo articular palabra. Ni siquiera derramó una lágrima. Tan solo apoyó su espalda sobre la pizarra y trató de cruzar las piernas —ilusa— para intentar disimular la catástrofe. Su amado profesor fue el único que mostró algo de empatía. Y solo algo porque en lugar de pedir a los demás que detuvieran la burla, se limitó a decir que se podía marchar a casa. Laura ni siquiera paró a recoger su mochila y su abrigo. Ni tampoco cayó en pasarse por el baño del colegio a intentar disimular el estropicio. Recorrió las gélidas calles de la ciudad humillada ante las atónitas miradas de los transeúntes, que parecían ver a un extraterrestre en lugar de a una niña indefensa. Porque al fin y al cabo seguía siendo una niña. Cuando llegó a casa estuvo más de una hora en la bañera sin parar de enjabonarse con una áspera esponja. El rozar del rugoso tejido sobre su epidermis hacía el intento de limpiar la vergüenza y la humillación que sentía. Su madre trató de consolarla sin éxito. —Así tienes una anécdota que contar a tus nietas, mujer. No es que fuera algo agradable para contar a tu descendencia, pero la señora Rodríguez tampoco era una experta terapeuta, ni una buena amiga tampoco. No acudió a clase el resto de la semana. Una de sus compañeras, Amalia —la que menos se rio—, le llevó la mochila y las tareas a casa los dos días siguientes; días en los que a Laura le costó levantar un pie de la cama. Cuando Amalia le dio los libros a Laura, esta se lo agradeció con la cabeza gacha y Amalia tampoco hizo mucho por empatizar con ella. El incidente hizo que se convirtiera en más introvertida si cabe. Aunque quizá marcó lo que fue su futuro, ya que se refugió, aun más, en los libros.

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