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La selva palida – Armando Cuevas

De pie, apoyado contra la pared, Raúl respiraba con dificultad. Tuvo que flexionar las piernas y poner las manos en las rodillas para mantener el equilibrio. El silencio era absoluto. Únicamente un débil siseo, proveniente del aire acondicionado filtrándose por las rejillas de ventilación, se escuchaba en el amplio corredor. Aún tardó unos minutos en tomar conciencia de lo que había visto, en comprender la magnitud de su descubrimiento. Cuando lo hizo, un escalofrío recorrió su cuerpo provocándole una tiritona incontrolable. Sospechaba que en aquel lugar sucedía algo extraño, pero jamás hubiera imaginado que se tratara de aquello. A duras penas logró llegar a su cuarto, al final del pasillo. Ni siquiera encendió la luz al entrar. A tientas fue hasta la cama, se tumbó y se hizo un cuatro, abrazado a sí mismo; una postura infantil que intentaba alejar los fantasmas de su mente. El calor sofocante del día había dejado paso a una noche despejada de nubes, con un cielo cuajado de estrellas y una leve brisa que suavizaba la temperatura hasta hacerla incluso agradable. La luna en cuarto creciente esparcía su luz sobre la vegetación, aportando reflejos blancos y matices aterciopelados al paisaje selvático. Un edificio sencillo de dos plantas se confundía con las rocas y el follaje. En la distancia parecía una masa oscura y silenciosa como un sarcófago. Ninguna luz exterior, ningún letrero, nada. Ésa era la idea, que pasara desapercibido, no llamar la atención. Pocos sabían de su existencia, y de esos pocos tan sólo un puñado sabría llegar hasta él sin perderse. En su interior, Raúl estaba tan excitado que no pudo permanecer mucho tiempo en la cama. Se incorporó, encendió la luz y fue directo a su armario. Se cambió de ropa, eligiendo unas botas, unos pantalones vaqueros y una camiseta, todo de color oscuro. Metió en su mochila una sudadera, una linterna, una botella de agua, un paquete de chocolatinas y un pequeño y potente ordenador. Echó un último vistazo a su cuarto por si olvidaba algo y salió, abriendo la puerta con cuidado para no hacer ruido. Miró su reloj: eran las tres y catorce de la mañana en la zona horaria de Guatemala. Recorrió el pasillo mientras se colocaba la mochila a la espalda. Se encontraba en la Planta Primera, la destinada a los dormitorios, sala de descanso, comedor y cocina.


No tomó el ascensor y bajó las escaleras hasta la Planta Baja. Allí se encontraban los laboratorios técnicos, distribuidos en cubículos y separados por cristales que llegaban hasta el techo. Estaban completamente vacíos, todos dormían. A través de los amplios ventanales enrejados se filtraba una tenue luz de luna que arrancaba destellos en los innumerables cristales, ayudándole a orientarse en aquella oscuridad casi absoluta. Necesitaba llegar al extremo más alejado, donde se encontraba el que había sido durante las últimas semanas su lugar de trabajo: un pequeño despacho de tres por tres, sin ventanas y con una decoración deprimente. Con cuidado de no tirar nada sorteó mesas, sillas y delicados aparatos médicos. A punto estuvo de derribar unos tubos de ensayo que titilaron y se balancearon peligrosamente, amenazando con caer al suelo y hacerse añicos. El edificio, de forma perfectamente rectangular, medía setenta y cinco metros de largo por cuarenta de ancho y tenía ventanas en tres de sus paredes, ya que la cuarta se apoyaba en la roca, integrándose de tal forma que parecía una excrecencia de ella. La seguridad en esa parte del edificio era mínima, bien lo sabía él; muy distinto era en la otra zona. Por fin llegó hasta la puerta de su despacho, tecleó la clave en el panel de la pared y ésta se abrió con un clic metálico. Ya estaba dentro. Cerró con alivio y se dirigió a su mesa sin perder tiempo. Su ordenador siempre estaba encendido y sólo tuvo que pulsar una tecla para que la pantalla se iluminara, inundando de una luz azulada el pequeño cuarto. Dejó la mochila en el suelo, se sentó y, entornando los ojos, se volcó sobre el teclado. Entonces se detuvo. Abría y cerraba las manos sin decidirse, siendo consciente de pronto de que una vez empezara ya no habría vuelta atrás. Estaba preparado para ello. Lo había estado desde el mismo instante en que llegó a los laboratorios, sin embargo nunca imaginó que se encontraría con algo tan grande, algo que podría cambiar su vida para siempre… y la del resto de la humanidad. Por eso dudaba. Por eso y porque sabía el peligro que corría. Suspiró profundamente, cerró los ojos y comenzó a teclear. Lo hizo durante unos minutos, no necesitó más. Cuando salió de su despacho parecía un hombre nuevo, más decidido, más valiente… Aunque en realidad estaba siendo un imprudente, incapaz de pensar que su decisión le ponía la soga al cuello. Desanduvo el camino, el mismo que ya había recorrido dos veces aquella noche, y se dirigió al ascensor, el acceso más rápido para llegar a las plantas inferiores. Se necesitaba un código para usarlo pero él lo conocía, por supuesto.

Una vez en su interior miró de reojo la cámara de la esquina y esbozó una sonrisa nerviosa. —Estoy aquí pero no me veis —musitó. Lo que había descubierto era mucho más terrible de lo que jamás hubiera podido imaginar. Más siniestro de lo que nadie, ni el más radical de los «conspiranoicos», pudiera siquiera soñar en la peor de sus pesadillas. Y él lo había visto con sus propios ojos. Pero eso no bastaba, lo sabía, necesitaba pruebas y estaba dispuesto a conseguirlas. Raúl era extremadamente inteligente. Un genio de veintiún años para el que los arcanos de la informática eran cosas de niños y, sin embargo, estaba a punto de cometer un error infantil al dejarse llevar por el entusiasmo y la precipitación. Si hubiera reflexionado el tiempo suficiente y se lo hubiese tomado con más calma, habría encontrado una manera menos arriesgada de obtener lo que quería; pero no, ése no era su carácter. El ascensor se detuvo en el Sótano 2, lo más profundo de aquel lugar, donde muy pocos tenían acceso. La puerta se abrió a un corredor de paredes de hormigón, escasamente iluminado por unos apliques que salpicaban el techo a intervalos de tres metros, alimentados por unos cables vistos que colgaban junto a tubos oxidados. Sabía que nadie podía verlo, aunque sí oírlo si no tenía cuidado, por eso recorrió la distancia que lo separaba de la Sala de Servidores procurando no hacer ruido. —De nuevo aquí —se dijo. No pudo evitar tragar saliva al caminar junto a la puerta que daba paso al lugar de las pesadillas. Se maldijo por no haberse decidido antes, por tener que volver allí abajo dos veces en una noche. Era demasiado arriesgado, y en ese momento empezaba a ser consciente de ello. Miró su reloj. Conocía la rutina de los guardias. Aún faltaban diez minutos para que realizaran la ronda, esperaba que fuera suficiente para conseguir lo que necesitaba. Tenía los datos desde hacía dos días, pero la confirmación la obtuvo aquella noche viéndolo con sus propios ojos, tomando conciencia de hasta qué punto podía llegar la locura de los hombres. Y vaya si lo hizo. Ahora era preciso sacar esa información, y ésta era la parte más complicada. El Complejo, como lo llamaban los que allí trabajaban, estaba totalmente aislado del mundo. Funcionaba con motores diesel que suministraban la energía necesaria, y no disponía de teléfono ni de internet. Contaba con un sistema interno de comunicación y un teléfono vía satélite que únicamente utilizaba el Dr.

Sandler, el responsable de todo aquello. Pero Raúl había encontrado la manera de contactar con el exterior y, mientras abría la puerta que daba acceso a los servidores, se felicitaba por su ingenio sin percatarse de que el tiempo corría en su contra. Marcus, el jefe de seguridad, casi nunca dormía. No era muy alto ni muy fuerte, pero su profunda mirada y su carácter taciturno inspiraban respeto. Únicamente sus hombres sabían de su pasado como oficial implacable en el ejército soviético durante la guerra en Afganistán, por eso le temían mucho más que el resto. Miraba los monitores recostado en su silla, pasando de uno a otro con enfermiza intensidad. A su lado, Martín, un mulato guatemalteco grande como una montaña, jugaba haciendo girar un bolígrafo sobre la mesa. Marcus miró su reloj. —Aún faltan cinco minutos —dijo Martín, adivinando sus pensamientos. Y siguió jugando con el bolígrafo. El veterano jefe de seguridad era consciente de que la costumbre llevaba a la desidia, y que ésta a los errores y al caos. Había tenido muchos hombres a su cargo, y era capaz de distinguir los primeros síntomas de inmediato. —Vete a hacer la ronda. —Pero… No le dejó acabar la frase. No le gustaba demasiado, no era de sus hombres. Y él sólo confiaba en los suyos. Con un gesto de la cabeza señaló la enorme linterna que reposaba en el cargador y dio la conversación por terminada. Martín no rechistó. Levantó su corpulenta anatomía de la silla, se ajustó la pistolera, cogió la linterna y salió de la Sala de Control, situada en el Sótano 1. Una planta por debajo, Raúl, había conectado su portátil al servidor principal y tecleaba sin parar, dispuesto a saltarse todas las medidas de seguridad que encontrara. Sudaba, allí hacía un calor de mil demonios o eso le parecía. Estaba tardando más de lo que esperaba. Tenía que tranquilizarse, los nervios no son un buen compañero de trabajo, favorecen los errores y en aquellas circunstancias serían fatales. Por fin dio con lo que buscaba y apretó los puños en señal de triunfo. Sentado en el suelo, con el ordenador sobre sus rodillas, seleccionó los archivos que había logrado reunir y comenzó a descargarlos.

Comprobó la barra de progreso, iba demasiado lenta. Miró su reloj e hizo un rápido cálculo mental que le llevó a una fatal conclusión: no le daría tiempo. Canceló la descarga y eligió dos carpetas. La barra de progreso iba mucho más veloz, aunque no tanto como le hubiese gustado. Empezaba a tener un mal presentimiento. Martín comenzó la ronda recorriendo el Sótano 1 donde se encontraban, además de la Sala de Control, un par de almacenes, los dormitorios de los vigilantes y unos baños comunes. En los dos años que llevaba trabajando a las órdenes de Marcus jamás había habido un incidente. Nunca había pasado nada interesante. Al menos en el interior del Complejo. En el exterior era otra cosa. No es que le gustaran las partidas de captura, como las llamaba su jefe, pero gracias a ellas salía de la rutina y tomaba el aire. Sabía que había gato encerrado. Parecía evidente que lo que hacían no podía ser del todo legal. No había que ser muy listo para llegar a esa conclusión. Pero la paga era magnífica y él no era un hombre que se planteara demasiado las cosas. En un año más ahorraría lo suficiente como para poder abrir un taller en Ciudad de Guatemala, contratar a un par de mecánicos y vivir el resto de su vida sin preocupaciones. «Los escrúpulos son para los perdedores», se decía a menudo; algo con lo que sus compañeros de trabajo, todos exmilitares y tipos duros, estaban de acuerdo. Terminó de recorrer la planta y se dirigió al ascensor. El Sótano 2 era lo siguiente en revisar. Marcus se había levantado para servirse el enésimo café. Tomó un vaso de plástico y lo llenó hasta arriba. Echó media cucharilla de azúcar, lo removió con cuidado de no derramar nada y lo probó. Satisfecho, volvió a la silla y disfrutó de un largo trago mientras localizaba a su subordinado por los monitores. Las luces infrarrojas, invisibles a la vista, aportaban la suficiente intensidad como para que las cámaras reprodujeran los espacios con nitidez, aunque en blanco y negro. Lo buscó por el Sótano 1, donde suponía que estaría, aunque no lo encontró.

Entornó los ojos y escudriñó las pantallas con la cabeza adelantada, con creciente inquietud. Había diez monitores para treinta cámaras instaladas por todo el edificio, por eso fue cambiando de una a otra convencido de que lo descubriría en algún momento. No fue así. Quizá se encontraba en el ascensor, pensó, y lo chequeó. Vacío. En los baños había cámaras, pero no en los retretes. Esperó por si estaba echando una meada u otra cosa. Nada. Con un pálpito cogió el walkie. —¿Se puede saber dónde estás, Martín? Tras unos segundos de espera, una voz le contestó. —Señor, usted me mandó a hacer la ronda. Marcus estaba cada vez más nervioso. —¡Dime dónde cojones estás exactamente! —Sótano 2, acabo de salir del ascensor. ¿Ocurre algo? —¡Vuelve a entrar! —gritó, sin dejar de mirar las pantallas.

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