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La Segunda Guerra Mundial – Antony Beevor

La Segunda Guerra Mundial constituye la culminación de toda una carrera dedicada a la investigación y la narración históricas. Armado con la erudición más actualizada, apoyándose en un descomunal trabajo de investigación en el que siguen prevaleciendo las cartas y los diarios de los combatientes, y desplegando sus asombrosos recursos narrativos —que le permiten casar los grandes acontecimientos con las anécdotas más reveladoras—, Beevor nos muestra aquí el inmenso retablo de una guerra que se extendió desde el Atlántico Norte al Pacífico Sur, desde las nevadas estepas septentrionales a los áridos desiertos del norte de África; desde la jungla de Birmania hasta las fronteras de la Europa oriental; desde los prisioneros del Gulag reclutados para los batallones de castigo hasta las indecibles crueldades de la guerra entre China y Japón. Aunque Beevor se enfrenta a un panorama gigantesco, jamás pierde de vista a los soldados rasos o a los civiles cuyas vidas fueron destruidas por las fuerzas titánicas desencadenadas en una guerra cuya historia sigue asombrándonos y emocionándonos como ninguna otra.


 

En junio de 1944 un joven soldado asiático se rindió a un grupo de paracaidistas americanos durante la invasión aliada de Normandía. En un primer momento, sus captores pensaron que era un japonés, pero en realidad se trataba de un coreano. Se llamaba Yang Kyoungjong. En 1938, a los dieciocho años, Yang Kyoungjong había sido reclutado a la fuerza por los japoneses para integrarse en su ejército de Kwantung en Manchuria. Un año más tarde, fue hecho prisionero por el Ejército Rojo en la batalla de Khalkhin-Gol y enviado a un campo de trabajos forzados. Las autoridades militares soviéticas, durante un período de crisis en 1942, lo obligaron, junto con otros varios miles de prisioneros, a integrarse en sus fuerzas. Posteriormente, a comienzos de 1943, fue hecho prisionero durante la batalla de Kharkov, en Ucrania, por las tropas nazis. En 1944, vistiendo uniforme alemán, fue enviado a Francia para servir en un Ostbataillon que supuestamente reforzaba el Muro Atlántico desde la península de Cotentin, en la zona del interior próxima a la Playa de Utah. Tras pasar una temporada en un campo de prisioneros en Gran Bretaña, se trasladó a los Estados Unidos, donde no diría nada de su pasado. Se estableció en este país y falleció en Illinois en 1992. En una guerra que acabó con la vida de más de sesenta millones de personas y cuyo alcance fue mundial, Yang Kyoungjong, veterano a su pesar de los ejércitos japonés, soviético y alemán, fue, comparativamente, afortunado. No obstante, el relato de su vida tal vez siga ofreciéndonos el ejemplo más sorprendente de lo que fue la indefensión de la mayoría de la gente corriente ante las que serían unas fuerzas abrumadoras desde el punto de vista histórico. El ciudadano coreano Yang Kyoungjong, que había sido reclutado sucesivamente por el Ejército Imperial de Japón, el Ejército Rojo de la Unión Soviética y la Wehrmacht alemana, fue capturado por los americanos en Normandía en junio de 1944. Europa no estalló en guerra el 1 de septiembre de 1939. Algunos historiadores hablan de una «guerra de treinta años», de 1914 a 1945, en la que «la catástrofe original» fue la Primera Guerra Mundial [1] . Otros sostienen que la «larga guerra», que empezó con el golpe de estado bolchevique de 1917, se prolongó como una especie de «guerra civil europea [2]» hasta 1945, e incluso algunos indican que esta no llegó a su fin hasta la caída del comunismo en 1989. La historia, sin embargo, nunca es una sucesión de hechos inapelables y sistemáticos. Sir Michael Howard sostiene convincentemente que el ataque de Hitler a Francia y a Gran Bretaña por el oeste de Europa en 1940 fue, en muchos sentidos, una extensión de la Primera Guerra Mundial. Gerhard Weinberg hace también hincapié en que la guerra que empezó con la invasión de Polonia en 1939 fue el primer paso dado por Hitler para poder cumplir su primer objetivo, el Lebensraum, esto es, conseguir «espacio vital», en el este. Ni que decir tiene que está en lo cierto, pero las revoluciones y las guerras civiles que estallaron entre 1917 y 1939 introducen diversos factores que complican el panorama. Por ejemplo, la izquierda ha creído siempre firmemente que la Guerra Civil Española marcó el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, mientras que la derecha afirma que representó el primer enfrentamiento de una Tercera Guerra Mundial entre el comunismo y la «civilización occidental». Del mismo modo, los historiadores occidentales han solido pasar por alto la guerra chino-japonesa de 1937-1945 y la manera en la que esta quedó incluida en el marco de una guerra mundial.


Por otro lado, diversos historiadores asiáticos sostienen que la Segunda Guerra Mundial comenzó en 1931 con la invasión de Manchuria por parte de los japoneses [3] . Podemos dar vueltas y vueltas alrededor de todos estos argumentos, pero lo cierto es que la Segunda Guerra Mundial fue claramente una amalgama de conflictos. En su mayoría fueron conflictos entre naciones, pero la guerra civil internacional existente entre la izquierda y la derecha influyó en muchos de ellos e incluso fue su factor dominante. Por lo tanto, es sumamente importante que, desde la retrospectiva, observemos algunas de las circunstancias que desencadenaron el conflicto más cruel y destructivo que haya conocido la humanidad. Fueron tan horribles las consecuencias de la Primera Guerra Mundial que, al finalizar el conflicto, Francia y Gran Bretaña, sus principales vencedoras en Europa, se encontraban completamente exhaustas y tenían la firme determinación de no repetir, costara lo que costara, aquella terrible experiencia. Los estadounidenses, tras su contribución vital a la derrota de la Alemania imperial, querían desentenderse de lo que consideraban un Viejo Mundo corrupto y depravado. Europa central, fragmentada por las nuevas fronteras acordadas en Versalles, tenía que afrontar la humillación y la penuria de la derrota. Con su orgullo herido, los oficiales del ejército austrohúngaro Kaiserlich und Königlich vivieron una especie de cuento de la Cenicienta, pero sin final feliz: sus uniformes de cuento de hadas fueron sustituidos por ropas raídas propias de un desempleado. La amargura de tantos oficiales y soldados alemanes ante la derrota se intensificaba aún más al pensar que hasta julio de 1918 sus ejércitos no habían sido derrotados, lo que hacía parecer el repentino colapso de la nación totalmente inexplicable y siniestro. En su opinión, todos los amotinamientos y revueltas vividos en Alemania durante el otoño de 1918 que precipitaron la abdicación del kaiser habían sido provocados por bolcheviques judíos exclusivamente. Los agitadores de la izquierda habían desempeñado ciertamente un papel en todo ello, y en 1918-1919 los líderes revolucionarios alemanes más destacados habían sido judíos, pero las causas principales del descontento habían sido el agotamiento causado por la guerra y el hambre. La perniciosa teoría de la conspiración impulsada por la derecha alemana —la «leyenda de la puñalada por la espalda»— formaba parte de su tendencia inherente e irracional a confundir causa y efecto. La gran inflación de 1923-1924 vino a socavar la seguridad y la rectitud de la burguesía germánica. La amargura provocada por un sentimiento de vergüenza nacional y personal dio paso a una ira irracional. Los nacionalistas alemanes soñaban con que llegara el día en el que poder vengar la humillación del Diktat de Versalles. El nivel de vida fue mejorando en Alemania durante la segunda mitad de los años veinte, principalmente gracias a los cuantiosos préstamos realizados por los norteamericanos. Pero la depresión que azotó al mundo tras el hundimiento de la Bolsa de Wall Street en 1929 supuso para Alemania un golpe aún más duro cuando Gran Bretaña y otros países abandonaron el patrón oro en septiembre de 1931. El temor a una nueva etapa de enorme inflación impulsó al gobierno del canciller Brüning a seguir vinculando el valor del marco alemán al precio del oro, lo que provocó una sobrevaloración de esta moneda. Los Estados Unidos habían cerrado el grifo del crédito, y la política de proteccionismo cerró los mercados a las exportaciones alemanas. Todo ello dio lugar a un desempleo masivo, lo cual no hizo más que favorecer espectacularmente las promesas demagógicas que apostaban por soluciones radicales. La crisis del capitalismo había acelerado la crisis de la democracia liberal, que acabó perdiendo toda su efectividad en muchos países europeos debido a la fragmentación de la representación proporcional. Incapaz de solucionar los grandes desórdenes civiles, la mayoría de los sistemas parlamentarios, creados tras la caída de tres imperios continentales en 1918, se vio engullida por esta espiral. Y las minorías étnicas, que habían vivido relativamente en paz con los antiguos regímenes imperiales, comenzaron a verse amenazadas por doctrinas que hablaban de pureza nacional. El recuerdo reciente de la Revolución Rusa y de la violenta destrucción provocada por otras guerras civiles en Hungría, Finlandia, el litoral báltico y, de hecho, la propia Alemania, favoreció enormemente el proceso de polarización política. Con aquel ciclo de miedo y hostilidad se corría el peligro de convertir la retórica incendiaria en una profecía autorrealizada, como no tardarían en demostrar los acontecimientos en España.

Cualquier alternativa maniquea apuesta por romper un centrismo democrático basado en el compromiso. Y en esa nueva época colectivista, las soluciones violentas parecían sumamente heroicas a ojos de numerosos intelectuales, tanto de la izquierda como de la derecha, y de los resentidos veteranos de la Primera Guerra Mundial. Ante aquel desastre financiero, el corporativismo estatal se convirtió de repente en el orden moderno natural de buena parte de Europa y en una respuesta al caos provocado por las luchas de facciones. En septiembre de 1930, el Partido Nacional Socialista pasó del 2,5 por ciento de los votos a obtener el 18,3 por ciento. La derecha conservadora de Alemania, con su poco respeto por la democracia, acabó destruyendo la República de Weimar, abriéndole a Hitler así las puertas de par en par. Subestimando peligrosamente la implacabilidad de Hitler, pensó poderlo utilizar como una marioneta populista para defender su idea de Alemania. Pero, a diferencia de la derecha alemana, el futuro dictador sabía perfectamente lo que quería. El 30 de enero de 1933, Hitler fue nombrado canciller e inmediatamente se puso manos a la obra para acabar con cualquier oposición potencial. Para las futuras víctimas de Alemania, la tragedia fue que una parte importantísima de la población del país, harta de tanto desorden y tanta desconsideración, estaba dispuesta a seguir ciegamente al criminal más temerario que haya conocido el mundo. Hitler consiguió despertar sus peores instintos: el resentimiento, la intolerancia, la arrogancia y el más peligroso de todos, el sentimiento de superioridad racial. Independientemente de la poca o mucha que quedara, la confianza en el Rechtsstaat, esto es, en el estado de derecho, se vino abajo ante la insistencia de Hitler en que el sistema judicial tenía que estar al servicio del nuevo orden [4] . Las instituciones públicas —los tribunales, las universidades, el estado mayor y la prensa— se sometieron a los dictados del nuevo régimen. Los opositores se vieron irremediablemente aislados, y fueron acusados de traicionar el nuevo concepto de Patria, no solo por el propio régimen, sino también por todos aquellos que le daban su apoyo. Sorprendentemente, a diferencia del NKVD de Stalin, la efectividad de la Gestapo era escasa. Casi todas sus detenciones respondían simplemente a las denuncias de unos ciudadanos alemanes por otros. El cuerpo de oficiales del ejército, que se había jactado siempre de su tradición apolítica, también se dejó seducir por la promesa de reforzar las fuerzas militares y de un rearmamento a gran escala, aunque sintiera un profundo desprecio por un pretendiente tan vulgar y desaliñado. El oportunismo se alió con la cobardía ante la amenaza de la nueva autoridad. En cierta ocasión, el mismísimo Otto von Bismarck declaró que la valentía moral era una virtud muy rara en Alemania, que cualquier alemán perdía inmediatamente en el instante que se vestía de uniforme [5] . Como no es de extrañar, los nazis querían conseguir que prácticamente todo el mundo se pusiera un uniforme, empezando por los niños. El mayor talento de Hitler consistía en saber descubrir y explotar las debilidades de sus adversarios. La izquierda alemana, marcadamente dividida entre el partido comunista y los socialdemócratas, no había supuesto ninguna amenaza real. Con gran facilidad, el dictador alemán superó tácticamente a los conservadores que, arrogantes e ingenuos, pensaban que podían controlarlo. En cuanto logró consolidar su poder con una serie de estrictos decretos y con encarcelamientos en masa, se centró en poner fin a las limitaciones que suponía el tratado firmado en Versalles. En 1935 volvió a entrar en vigor el servicio militar obligatorio, los británicos aceptaron que Alemania reforzara su poder naval y se constituyó oficialmente la Luftwaffe. Ni Gran Bretaña ni Francia protestaron con determinación ante aquel programa acelerado de rearmamento.

En marzo de 1936 tropas alemanas volvieron a ocupar Renania violando abiertamente, por primera vez, los tratados de Versalles y de Locarno. Esta bofetada en toda regla a Francia, que había controlado la región durante los últimos diez años, provocó en Alemania que la figura del Führer comenzara a ser venerada por toda la población en general, incluso por muchos de aquellos que no lo habían votado en las pasadas elecciones. Su apoyo y la débil reacción anglo-francesa animaron a Hitler en su determinación. Con gran astucia, Hitler había restaurado el orgullo alemán, mientras su plan de rearmamento, mucho más que su tan cacareado programa de obras públicas, ponía freno al desempleo. Pero aquello tenía un precio, la brutalidad de los nazis y la pérdida de libertad, precio que, en opinión de la mayoría de los alemanes, merecía la pena pagar. Paso a paso, con la defensa a ultranza de su política, Hitler fue seduciendo al pueblo alemán, que comenzó a perder los valores humanos. Donde este hecho se hizo más evidente fue en la persecución a la que se vio sometida la población judía, que se desarrolló a rachas. A diferencia de lo que generalmente se cree, solía estar más dirigida desde el seno del partido nazi que desde las altas esferas. Las apocalípticas arengas de Hitler contra los judíos no significaban necesariamente que ya hubiera decidido llegar a una «solución final» de aniquilación física. Simplemente deseaba que los «camisas pardas» de la SA pudieran agredir a los judíos, atacar sus tiendas y empresas y saquear sus posesiones para así satisfacer una mezcla incoherente de codicia, envidia y supuesto resentimiento. Llegado este punto, la política nazi tuvo como objetivo desposeer a los judíos de sus derechos civiles y de todas sus pertenencias, para luego, con la humillación y el acoso, obligarlos a abandonar Alemania. «Los judíos tienen que salir de Alemania, sí, tienen que salir de toda Europa», comentó a Goebbels el 30 de noviembre de 1937. «Esto costará un tiempo, pero debe conseguirse y se conseguirá» [6] . En su obra Mein Kampf, mezcla de autobiografía y manifiesto político publicada por primera vez en 1925, Hitler había dejado bastante claro su plan de convertir Alemania en la potencia hegemónica de Europa. En primer lugar, llevaría a cabo la unificación de Alemania y Austria y, a continuación, poblaría de alemanes los territorios que fuera recuperando al otro lado de las fronteras del Reich. «Los pueblos de una misma sangre deben compartir una patria común», escribió. Solo cuando esto se cumpla, el pueblo alemán tendrá la «justificación moral» de «tomar posesión de tierras extranjeras. El arado sucederá entonces a la espada; y de las lágrimas de la guerra brotará para las generaciones venideras el pan de cada día» [7] . Su política de agresión quedaba perfectamente de manifiesto en la primera página de Mein Kampf. Aunque todas las parejas de alemanes que contraían matrimonio debían adquirir un ejemplar de su libro, parece que pocas se tomaron en serio sus belicosas predicciones. Preferían creer sus últimas declaraciones, repetidas hasta la saciedad, en las que manifestaba no desear la guerra. Y los osados movimientos de Hitler ante la flaqueza británica y francesa venían a confirmarles sus esperanzas de que el Führer podría conseguir todo lo que quisiera sin que se desencadenara un grave conflicto. No veían que la sobrecalentada economía alemana y la firme determinación de Hitler de hacer uso de la ventaja armamentística del país hacían que la invasión de países vecinos se convirtiera en un hecho mucho más que probable. Hitler no pretendía simplemente recuperar los territorios perdidos por Alemania con el Tratado de Versalles. Consideraba una infamia limitarse a dar solo un paso tan tímido como aquel.

Hervía de impaciencia, convencido de que no viviría lo suficiente para hacer realidad su sueño de una supremacía alemana. Quería que toda Europa central y todos los territorios de Rusia hasta el Volga quedaran integrados en el Lebensraum alemán. Su sueño de subyugar regiones del este había sido alimentado por la breve ocupación alemana en 1918 de los estados bálticos, parte de Bielorrusia, Ucrania y el sur de Rusia hasta Rostov del Don. Esta expansión fue consecuencia del Tratado de Brest-Litovsk, un Diktat de Alemania al flamante régimen soviético. El «granero» de Ucrania tenía un interés especial para Alemania, sobre todo tras la hambruna vivida en este país durante la Primera Guerra Mundial a causa del bloqueo británico. Hitler estaba firmemente decidido a impedir que en Alemania volviera a reinar una desmoralización como la de 1918, que dio paso a la revolución y al hundimiento del país. Esta vez serían otros los que pasarían hambre. Pero uno de los principales objetivos de su proyecto del Lebensraum era apropiarse de la producción petrolífera del este de Europa. El Reich se veía obligado a importar, incluso en tiempos de paz, alrededor del 85 por ciento del petróleo que consumía, lo que se convertiría en el talón de Aquiles de Alemania durante la guerra. Parecía que la posesión de colonias en el este era la mejor solución para que Alemania asegurara su autonomía, pero las ambiciones de Hitler iban mucho más allá que las de cualquier otro nacionalista. En línea con su pensamiento social darwinista de que la existencia de una nación dependía de la lucha por su hegemonía racial, Hitler pretendía reducir drásticamente la población eslava utilizando deliberadamente unos medios salvajes: el hambre y la esclavización de los supervivientes, convirtiéndolos en siervos. Su decisión de intervenir en la Guerra Civil Española en el verano de 1936 no fue una cuestión de oportunismo como se ha indicado en numerosas ocasiones. Hitler tenía la firme convicción de que una España bolchevique, junto con un gobierno de izquierdas en Francia, supondría una verdadera amenaza estratégica para Alemania por el oeste, sobre todo en un momento en el que debía enfrentarse a la Unión Soviética de Stalin por el este. Una vez más, supo aprovecharse del pavor de las democracias a una guerra. Los británicos temían que el conflicto español pudiera derivar en otra conflagración europea, y el nuevo gobierno francés del Frente Popular tenía miedo de actuar solo. Todo ello permitió que los nacionales de Franco se aseguraran la victoria final gracias al flagrante apoyo militar de los alemanes, y que la Luftwaffe de Hermann Göring pudiera poner a prueba sus flamantes aparatos y experimentar nuevas tácticas. La Guerra Civil Española también permitió un acercamiento de Hitler con Mussolini, cuyo gobierno fascista colaboró con el envío de un cuerpo de «voluntarios» italianos para luchar junto al ejército de los nacionales españoles. Pero a Mussolini, a pesar de todas sus bravatas y de sus pretensiones en el Mediterráneo, le preocupaba seriamente la determinación de Hitler en cambiar drásticamente el statu quo. El pueblo italiano no estaba preparado, ni desde el punto de vista militar ni desde el punto de vista psicológico, para una guerra europea. En su afán por obtener un aliado más para la futura guerra con la Unión Soviética, Hitler estableció un pacto anti-Comintern con Japón en noviembre de 1936. El imperio nipón había comenzado su expansión colonial en Extremo Oriente en la última década del siglo XIX. Aprovechando la decadencia del régimen imperial chino, había entrado en Manchuria, invadido Taiwán y ocupado Corea. Tras derrotar a la Rusia zarista en la guerra de 1904-1905, se había convertido en la principal potencia militar de la región. A raíz del colapso de la Bolsa de Wall Street y de la subsiguiente depresión mundial, en Japón había crecido un sentimiento antioccidental. Y una clase dirigente cada vez más nacionalista veía Manchuria y China de una manera muy similar a cómo los nazis contemplaban la Unión Soviética en sus planes: una vasta región con una población a la que someter para cubrir las necesidades de las islas que constituían el estado nipón.

Durante mucho tiempo, el conflicto chino-japonés ha sido la pieza que faltaba en el rompecabezas de la Segunda Guerra Mundial. Por haberse iniciado mucho antes del estallido de la guerra en Europa, a menudo se ha tratado como un asunto totalmente distinto, pese a haber sido testigo del mayor despliegue de fuerzas terrestres japonesas en Extremo Oriente, así como de la intervención tanto de los Estados Unidos como de la Unión Soviética. En septiembre de 1931, los militares japoneses idearon el llamado «incidente de Mukden», en el que dinamitaron un tramo de una línea férrea para justificar la anexión de Manchuria a su país. Debido a la precaria situación de su agricultura, querían convertir esta región en una importante zona de producción de alimentos con los que abastecer sus necesidades internas. La llamaron Manchukuo y establecieron en ella un régimen títere, con el emperador chino depuesto, Henry Pu Yi, como cabeza visible. El gobierno civil de Tokio, que no era del agrado de los militares, se vio obligado a apoyar al ejército. Y la Sociedad de Naciones, con sede en Ginebra, rechazó las peticiones chinas de sancionar a Japón. Grandes cantidades de colonos japoneses, en su mayoría procedentes del campo, comenzaron a llegar a la región para apropiarse de las tierras con la complicidad del gobierno, cuyo plan era conseguir que, en veinte años, se establecieran en la zona, en calidad de colonos, «un millón de familias» de campesinos nipones. Todos estos actos dejaron a Japón aislado desde el punto de vista diplomático, pero el país se sentía exultante por su triunfo. Esto marcó el inicio de una progresión fatídica del expansionismo japonés y de la influencia militar en el gobierno de Tokio. Una nueva administración mucho más predadora y el ejército de Kwantung en Manchuria extendieron su control prácticamente hasta las puertas de Pekín (Beijing). El gobierno del Kuomintang de Chiang Kai-shek, con sede en Nanjing, se vio obligado a ordenar la retirada de sus fuerzas. Chiang pretendía ser el heredero de Sun Yat-sen, que había querido introducir en China una democracia de estilo occidental, pero, en realidad, no era más que el generalísimo de unos señores de la guerra. Los militares japoneses comenzaron a dirigir su mirada hacia el vecino soviético del norte y hacia las regiones del Pacífico del sur. Evidentemente, en esta zona sus objetivos eran las colonias de Gran Bretaña, Francia y Holanda en el sudeste asiático, con los yacimientos petrolíferos de las Indias Orientales Neerlandesas. De repente, en China, el 7 de julio de 1937, los japoneses dieron un paso adelante en aquella situación de calma tensa, llevando a cabo un acto de provocación en el puente de Marco Polo, a las afueras de Pekín. En Tokio, el ejército imperial garantizó al emperador Hiro Hito que China podía ser derrotada en pocos meses. Se enviaron refuerzos al continente, iniciándose una campaña marcada por el horror, impulsada en parte por la matanza de civiles japoneses llevada a cabo por los chinos. El ejército imperial reaccionó, dando rienda suelta a su furia. Pero la guerra chino-japonesa no terminó con una rápida victoria nipona como habían pronosticado los generales de Tokio. La sorprendente violencia de los agresores sirvió para estimular aún más la férrea resistencia de los agredidos. Cuatro años después, Hitler ignoraría este hecho durante su ataque a la Unión Soviética. Algunos occidentales comenzaron a ver una gran analogía entre la guerra chino-japonesa y la Guerra Civil Española. Robert Capa, Ernest Hemingway, W. H.

Auden, Christopher Isherwood, el realizador cinematográfico Joris Ivens y muchos periodistas visitaron China y expresaron sus simpatías por la causa de este país. Varios izquierdistas, algunos de los cuales se desplazaron hasta el cuartel general de los chinos comunistas en Yan’an, apoyaron a Mao Zedong, aunque Stalin respaldara a Chiang Kai-shek y el Kuomintang. Pero ni el gobierno norteamericano ni el británico estaban preparados para intervenir de manera eficaz. El gobierno de Neville Chamberlain, al igual que la mayoría de la población británica, seguía estando dispuesto a convivir con una Alemania rearmada y revitalizada. Muchos conservadores consideraban a los nazis una especie de baluarte contra el bolchevismo. Chamberlain, un antiguo alcalde de Birmingham de rectitud trasnochada, cometió el gran error de pensar que los demás estadistas compartían valores similares a los suyos, así como el pavor a la guerra. Había sido un ministro muy capaz y un eficiente canciller del Exchequer, pero no sabía nada de política exterior ni de asuntos de defensa. Con su camisa de cuello de puntas, su bigote eduardiano y su eterno paraguas, demostró no saber estar a la altura de su cargo en el momento de afrontar la evidente implacabilidad del régimen nazi. Otros, incluso muchos de los que expresaban sus simpatías por la izquierda, también fueron reacios a enfrentarse al régimen de Hitler, pues seguían estando plenamente convencidos de que Alemania había recibido un trato sumamente injusto en la conferencia de Versalles. Además, les resultaba difícil poner objeciones a las pretensiones de Hitler de anexionar al Reich, por cuestiones étnicas, regiones fronterizas con Alemania, como la de los Sudetes, en las que había población de origen germánico. Lo que más horrorizaba a británicos y franceses era la idea de que pudiera estallar otra guerra en Europa. Permitir que la Alemania nazi se anexionara Austria en marzo de 1938 no parecía un precio demasiado elevado para salvaguardar la paz mundial, sobre todo porque la mayoría de austríacos había votado en 1918 a favor del Anschluss, o unión con Alemania, y veinte años después celebraba el triunfo nazi. Las pretensiones austríacas al final de la guerra de que ellos habían sido las primeras víctimas de Hitler, eran completamente infundadas.

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