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La sangre del Olimpo – Rick Riordan

Los tripulantes del Argo II han salido victoriosos de sus misiones, pero están lejos de derrotar a Gaia, la madre Tierra. Ella ha conseguido alzar a todos sus gigantes y planea sacrificar a dos semidioses en la festividad de Spes: necesita su sangre, la sangre del Olimpo, para despertar. Por otro lado, la legión romana del Campamento Júpiter, liderada por Octavio, está cada día más cerca del Campamento Mestizo. La Atenea Partenos deberá dirigirse al oeste para impedir la guerra entre los campamentos, mientras el Argos II navega hacia Atenas… ¿Cómo podrán los jóvenes semidioses derrotar a los gigantes de Gaia? Ya han sacrificado demasiado, pero si Gaia despierta… será el final.


 

Jason odiaba ser viejo. Le dolían las articulaciones. Le temblaban las piernas. Mientras intentaba subir la colina, los pulmones le sonaban como una caja llena de piedras. Afortunadamente, no podía verse la cara, pero tenía los dedos retorcidos y huesudos. Unas abultadas venas azules se extendían como una red por el dorso de sus manos. Incluso desprendía olor a viejo: bolas de naftalina y sopa de pollo. ¿Cómo era posible? Había pasado de los dieciséis a los setenta y cinco años en cosa de segundos, pero el olor a viejo había sido instantáneo. En plan: « Zas. ¡Enhorabuena! ¡Apestas!» . —Ya casi hemos llegado —Piper le sonrió—. Lo estás haciendo muy bien. Para ella era muy fácil decirlo. Piper y Annabeth iban disfrazadas de preciosas doncellas griegas. Incluso con sus túnicas blancas sin mangas y sus sandalias con tiras, no tenían problemas para andar por el sendero rocoso. Piper llevaba su cabello color caoba recogido en una trenza en espiral. Unas pulseras de plata decoraban sus brazos. Parecía una estatua antigua de su madre, Afrodita, cosa que a Jason le intimidaba un poco. Salir con una chica preciosa ya era estresante. Salir con una chica cuya madre era la diosa del amor… Jason siempre tenía miedo de hacer algo que fuera poco romántico y que la madre de Piper lo mirase ceñuda desde el Monte Olimpo y lo convirtiese en un cerdo salvaje. Jason miró cuesta arriba.


La cima estaba todavía cien metros por encima. —Ha sido la peor idea de la historia —se apoyó en un cedro y se secó la frente—. La magia de Hazel es demasiado potente. Si tengo que luchar, no serviré de nada. —No se dará el caso —prometió Annabeth. Parecía incómoda con su disfraz de doncella. Mantenía sus hombros encorvados para evitar que el vestido se le deslizara. Su moño rubio recogido con horquillas se había deshecho, y el pelo le colgaba como unas largas patas de araña. Sabiendo el odio que les tenía a las arañas, Jason decidió no mencionar ese detalle. —Nos infiltramos en el palacio —dijo ella—, conseguimos la información que necesitamos y nos largamos. Piper dejó el ánfora, la alta vasija de cerámica en la que estaba escondida su espada. —Podemos descansar un momento. Recobra el aliento, Jason. Del cordón de su cintura colgaba su cornucopia: el cuerno de la abundancia mágico. Metida entre los pliegues del vestido estaba su daga, Katoptris. Piper no tenía aspecto peligroso, pero si la ocasión lo requería podía blandir sendas hojas de bronce celestial o dispararles a sus enemigos mangos maduros a la cara. Annabeth descolgó el ánfora de su hombro. Ella también tenía una espada escondida, pero, incluso sin armas visibles, poseía un aspecto letal. Sus turbulentos ojos grises escudriñaban el entorno, atentos a cualquier peligro. Jason se imaginaba que si un chico invitase a Annabeth a una copa, lo más probable era que ella le diera una patada en el bifircum. Trató de respirar de forma regular. Debajo de ellos relucía la bahía de Afales; el agua era tan azul que bien podrían haberla teñido con colorante. A unos pocos cientos de metros de la costa estaba anclado el Argo II. Sus velas blancas no parecían más grandes que sellos de correos, y sus noventa remos asemejaban mondadientes. Jason se imaginó a sus amigos en la cubierta siguiendo su progreso, turnándose para mirar con el catalejo de Leo, procurando no reírse mientras observaban como el abuelete Jason ascendía cojeando.

—Estúpida Ítaca —murmuró. Se figuraba que la isla era bastante bonita. Un espinazo de colinas cubiertas de bosques serpenteaba por el centro. Blancas pendientes calcáreas descendían hasta el mar. Las ensenadas formaban playas rocosas y puertos donde las casas de tejado rojo y las iglesias blancas de estuco se arrimaban a la línea de la costa. Las colinas estaban salpicadas de amapolas, azafranes y cerezos silvestres. La brisa olía a array anes en flor. Todo muy bonito…, exceptuando que la temperatura era de unos cuarenta grados. El aire era húmedo y caluroso como unos baños romanos. Jason habría podido controlar los vientos y volar hasta la cima de la colina sin ningún problema, pero « nooo» . Para ser más sigiloso, tenía que avanzar a trancas y barrancas como un vejestorio con las rodillas delicadas y olor a sopa de pollo. Pensó en su última ascensión, hacía dos semanas, cuando Hazel y él se habían enfrentado al bandido Escirón en los acantilados de Croacia. Al menos entonces Jason estaba a pleno rendimiento. Lo que les esperaba sería mucho peor que un bandido. —¿Seguro que no nos equivocamos de colina? —preguntó—. Parece un poco…, no sé…, tranquila. Piper examinó la cordillera. Llevaba una pluma de arpía de vivo color azul trenzada en el pelo: un recuerdo del ataque de la noche anterior. La pluma no combinaba precisamente con su disfraz, pero Piper se la había ganado venciendo ella solita a toda una bandada de diabólicas mujeres gallina mientras estaba de guardia. Ella le había quitado importancia, pero Jason notaba que se sentía orgullosa. La pluma era un recordatorio de que ya no era la misma chica del invierno pasado, cuando había llegado al Campamento Mestizo. —Las ruinas están allí arriba —aseguró—. Las he visto en la hoja de Katoptris. Y ya oíste lo que Hazel dijo. « La mayor…» —« La may or concentración de espíritus malignos que he percibido en mi vida» —recordó Jason—.

Sí, suena fenomenal. Después de abrirse paso luchando en el templo subterráneo de Hades, lo que menos quería Jason era tratar con más espíritus malignos. Pero el destino de la misión estaba en juego. La tripulación del Argo II tenía una importante decisión que tomar. Si elegían mal, fracasarían, y el mundo entero sería destruido. La hoja de Piper, los sentidos mágicos de Hazel y el instinto de Annabeth habían coincidido: la respuesta se encontraba en Ítaca, en el antiguo palacio de Odiseo, donde una horda de espíritus malignos se había reunido para esperar órdenes de Gaia. El plan consistía en infiltrarse entre ellos, enterarse de lo que pasaba y decidir la mejor medida que debían tomar. Y luego marcharse, a ser posible vivos. Annabeth se reajustó el cinturón dorado. —Espero que nuestros disfraces den el pego. Los pretendientes eran muy desagradables cuando estaban vivos. Si descubren que somos semidioses… —La magia de Hazel funcionará —dijo Piper. Jason trató de creérselo. Los pretendientes: cien de los canallas más codiciosos y malvados que habían pisado la faz de la Tierra. Cuando Odiseo, el rey griego de Ítaca, desapareció después de la guerra de Troya, esa caterva de príncipes de segunda invadió su palacio y se negó a marcharse, con la esperanza de casarse con la reina Penélope y tomar el reino. Odiseo logró volver en secreto y los mató a todos: el clásico regreso a casa con final feliz. Pero si las visiones de Piper no iban descaminadas, los pretendientes habían vuelto y moraban el lugar donde habían muerto. Jason no podía creer que estuviera a punto de visitar el auténtico palacio de Odiseo: uno de los héroes griegos más famosos de todos los tiempos. Aunque, por otra parte, esa misión había sido una sucesión de episodios increíbles. Annabeth incluso había vuelto del abismo eterno del Tártaro. Teniendo eso en cuenta, Jason decidió que tal vez no debería quejarse de ser un viejo. —Bueno… —Se apoyó en su bastón—. Si parezco tan viejo como me siento, mi disfraz debe de ser perfecto. Pongámonos en marcha. A medida que ascendían, el sudor le goteaba por el cuello.

Le dolían las pantorrillas. A pesar del calor, empezó a tener escalofríos. Y por mucho que lo intentaba, no podía dejar de pensar en sus recientes sueños. Desde que había estado en la Casa de Hades, se habían vuelto más realistas. En ocasiones Jason estaba en el templo subterráneo de Epiro, y el gigante Clitio se alzaba por encima de él, hablando con un coro de voces incorpóreas: Ha hecho falta que luchéis todos vosotros para vencerme. ¿Qué haréis cuando la Madre Tierra abra los ojos? Otras veces Jason se encontraba en la cumbre del Campamento Mestizo. Gaia, la Madre Tierra, se alzaba del suelo: una figura como un remolino de tierra, hojas y piedras. Pobre niño. Su voz resonaba a través del paisaje y sacudía el lecho de roca bajo los pies de Jason. Tu padre es el primero de los dioses, pero tú siempre serás un segundón: para tus compañeros romanos, para tus amigos griegos, incluso para tu familia. ¿Cómo demostrarás tu valor? El peor sueño comenzaba en el patio de la Casa del Lobo, en Sonoma. Frente a él estaba la diosa Juno, que brillaba con el resplandor de la plata fundida. Tu vida me pertenece, rugía su voz. Una ofrenda de Zeus. Jason sabía que no debía mirar, pero no podía cerrar los ojos cuando Juno se transformaba en una supernova y revelaba su verdadera forma divina. Un dolor punzante atravesaba la mente de Jason. Su cuerpo se quemaba en distintas capas como una cebolla. Entonces la escena cambiaba. Jason seguía en la Casa del Lobo, pero era un niño: no pasaba de los dos años. Una mujer se arrodillaba ante él; su aroma a limón le resultaba muy familiar. Sus facciones eran acuosas y poco definidas, pero él conocía su voz: radiante y quebradiza, como la capa más fina de hielo sobre un arroyo rápido. « Volveré a por ti, cariño —decía—. Te veré pronto» . Cada vez que Jason se despertaba de esa pesadilla, tenía la cara cubierta de gotas de sudor. Y los ojos le escocían debido a las lágrimas.

Nico di Angelo los había avisado: la Casa de Hades despertaría sus peores recuerdos, haría que viesen y oy esen cosas del pasado. Sus fantasmas se agitarían. Jason había esperado que ese fantasma en concreto no volviese, pero cada noche el sueño empeoraba. En ese momento estaba subiendo a las ruinas de un palacio donde se había reunido un ejército de fantasmas. « Eso no significa que ella esté allí» , se decía Jason. Pero las manos no dejaban de temblarle. Cada paso parecía más difícil que el anterior. —Ya casi hemos llegado —dijo Annabeth—. Vamos a… ¡BUM! La ladera retumbó. En algún lugar al otro lado de la cumbre, una multitud rugió en señal de aprobación, como los espectadores de un coliseo. A Jason se le puso la carne de gallina. No hacía mucho había luchado por su vida en el Coliseo romano ante un público alborozado compuesto por fantasmas. No ardía en deseos de repetir la experiencia. —¿Qué ha sido esa explosión? —preguntó. —No lo sé —dijo Piper—. Pero parece que se están divirtiendo. Vamos a hacer amigos muertos. II Jason Naturalmente, la situación era peor de lo que Jason esperaba. De lo contrario no habría tenido ninguna gracia. Al mirar entre las ramas de un olivo en la cumbre de la colina, vio lo que parecía una desmelenada fiesta universitaria de zombis. Las ruinas en sí no eran tan imponentes: unos cuantos muros de piedra, un patio central plagado de malas hierbas, el hueco sin salida de una escalera labrado en la roca. Unas tablas de madera contrachapada tapaban un foso, y un andamio metálico sostenía un arco agrietado. Sin embargo, otra capa de realidad se superponía a las ruinas: un espejismo fantasmal del palacio como debía de lucir cuando estaba en su apogeo. Muros de estuco encalados llenos de balcones se alzaban hasta una altura de tres pisos. Pórticos con columnas miraban hacia el atrio central, que tenía una enorme fuente y braseros de bronce.

Los espíritus se reían y comían y se empujaban unos a otros detrás de una docena de mesas de banquete. Jason había esperado encontrar un centenar de espíritus, pero allí pululaba el doble de esa cifra, persiguiendo a criadas espectrales, rompiendo platos y tazas, y dando la lata en general. La may oría parecían lares del Campamento Júpiter: fantasmas morados y transparentes con túnicas y sandalias. Unos cuantos juerguistas tenían cuerpos descompuestos con la piel gris, matas enmarañadas de pelo y heridas feas. Otros parecían mortales vivos normales y corrientes: algunos con togas, otros con modernos trajes de oficina o uniformes militares. Jason incluso vio a un tipo con una camiseta morada del Campamento Júpiter y una armadura de legionario romano. En el centro del atrio, un demonio de piel gris con una andrajosa túnica griega se paseaba entre la multitud sosteniendo un busto de mármol sobre su cabeza como un trofeo deportivo. Los otros fantasmas prorrumpían en vítores y le daban palmadas en la espalda. A medida que el demonio se acercaba, Jason vio que tenía una flecha en la garganta cuyo astil con plumas le sobresalía de la nuez. Y lo que era más inquietante, el busto que sostenía… ¿era Zeus? Era difícil estar seguro. La mayoría de las estatuas de los dioses griegos se parecían. Pero a Jason aquella cara ceñuda con barba le recordaba mucho la del gigantesco Zeus hippy de la cabaña uno en el Campamento Mestizo. —¡Nuestra siguiente ofrenda! —gritó el demonio, cuya voz vibraba a la altura de la flecha clavada en su garganta—. ¡Demos de comer a la Madre Tierra! Los juerguistas chillaron y dieron golpes con sus tazas. El demonio se dirigió a la fuente central. La multitud se separó, y Jason se dio cuenta de que la fuente no estaba llena de agua. Del pedestal de un metro de altura salía un géiser de arena que describía un arco y formaba una cortina de partículas blancas con forma de paraguas antes de derramarse en la taza circular. El demonio lanzó el busto de mármol contra la fuente. En cuanto la cabeza de Zeus atravesó la lluvia de arena, el mármol se desintegró como si hubiera pasado por una trituradora de madera. La arena emitió entonces un intenso brillo dorado, el color del icor: la sangre divina. A continuación, la montaña entera retumbó con un BUM amortiguado, como si estuviera eructando después de comer. Los juerguistas muertos rugieron en señal de aprobación. —¿Alguna estatua más? —gritó el demonio a la multitud—. ¿No? ¡Entonces tendremos que esperar a sacrificar a algún dios de verdad! Sus compañeros se rieron y aplaudieron mientras el demonio se dejaba caer pesadamente en la mesa más cercana. Jason apretó su bastón.

—Ese tío acaba de desintegrar a mi padre. ¿Quién se cree que es? —Supongo que es Antínoo —dijo Annabeth—, uno de los líderes de los pretendientes. Si mal no recuerdo, fue Odiseo quien le disparó esa flecha en el cuello. Piper hizo una mueca. —Eso debería mantener a ray a a cualquiera. ¿Y los demás? ¿Por qué hay tantos? —No lo sé —dijo Annabeth—. Nuevos reclutas para Gaia, supongo. Algunos debieron de resucitar antes de que cerrásemos las Puertas de la Muerte. Otros solo son espíritus. —Algunos son demonios —dijo Jason—. Los de las heridas abiertas y la piel gris, como Antínoo… He luchado antes con los de su calaña. Piper tiró de su pluma de arpía azul. —¿Se les puede matar? Jason se acordó de una misión en San Bernardino que le habían asignado hacía años en el Campamento Júpiter. —No es fácil. Son fuertes, rápidos e inteligentes. Y también comen carne humana. —Fantástico —murmuró Annabeth—. No veo otra opción que ceñirnos al plan. Separarnos, infiltrarnos y averiguar por qué están aquí. Si las cosas salen mal… —Usamos el plan alternativo —dijo Piper. Jason detestaba el plan alternativo. Antes de que desembarcaran, Leo les había dado a cada uno una bengala de emergencia del tamaño de una vela de cumpleaños. Supuestamente, si lanzaban una al aire, saldría disparada hacia arriba como un rayo de fósforo blanco y avisaría al Argo II de que el equipo estaba en apuros. En ese momento, Jason y las chicas tendrían unos segundos para ponerse a cubierto antes de que las catapultas del barco disparasen sobre su posición y envolviesen el palacio en fuego griego y ráfagas de metralla de bronce celestial. No era el plan más seguro, pero al menos Jason tenía la satisfacción de saber que podría solicitar un ataque aéreo sobre ese hatajo de muertos ruidosos si la situación se ponía fea.

Eso suponiendo, claro está, que él y sus amigas pudieran escapar. Y que las fatídicas velas de Leo no se encendieran sin querer —los inventos de Leo a veces tenían ese problema—, en cuyo caso la temperatura podía aumentar mucho más, con un noventa por ciento de posibilidades de acabar en un Apocalipsis de fuego. —Tened cuidado ahí abajo —les dijo a Piper y a Annabeth. Piper rodeó sigilosamente el lado izquierdo de la cumbre. Annabeth fue a la derecha. Jason se levantó apoyándose en su bastón y se dirigió a las ruinas cojeando. Rememoró la última vez que se había metido entre una multitud de espíritus malignos, en la Casa de Hades. De no haber sido por Frank Zhang y Nico di Angelo… Dioses… Nico. Durante los últimos días, cada vez que Jason sacrificaba una ración de comida a Júpiter, rezaba a su padre para que ayudase a Nico. Ese chico había sufrido mucho, y aun así se había ofrecido para hacer el trabajo más difícil: transportar la estatua de la Atenea Partenos al Campamento Mestizo. Si no lo conseguía, los semidioses romanos y griegos se matarían entre ellos. Entonces, independientemente de lo que pasara en Grecia, al Argo II no le quedaría hogar al que regresar. Jason cruzó la espectral puerta del palacio. Se dio cuenta justo a tiempo de que una parte del suelo de mosaico que tenía delante era una ilusión que cubría un foso excavado. Lo esquivó y pasó al patio. Los dos niveles de realidad le recordaron la fortaleza de los titanes en el monte Otris: un desconcertante laberinto de muros de mármol negro que desaparecían al azar entre las sombras y volvían a materializarse. Al menos en ese combate Jason había contado con cien legionarios a su lado. En cambio, allí lo único que tenía era el cuerpo de un viejo, un palo y dos amigas con vestidos ajustados. Diez metros por delante de él, Piper atravesó la multitud sonriendo y llenando copas de vino a los juerguistas espectrales. Si tenía miedo, no se le notaba. De momento los fantasmas no le estaban prestando especial atención. La magia de Hazel debía de estar funcionando. A la derecha, Annabeth recogía platos y copas vacíos. No sonreía. Jason se acordó de la conversación que había mantenido con Percy el día antes de abandonar el barco.

Percy se había quedado a bordo para estar pendiente de los peligros marinos, pero no le había gustado la idea de que Annabeth participase en esa expedición sin él; sobre todo porque sería la primera vez que se separaban desde que habían vuelto del Tártaro. Percy había llevado aparte a Jason. —Oy e, tío… Annabeth me mataría si insinuara que necesita que alguien la proteja. Jason se rió. —Sí, te mataría. —Pero cuida de ella, ¿vale? Jason apretó el hombro de su amigo. —Me aseguraré de que vuelve contigo sana y salva. Jason se preguntaba si podría cumplir esa promesa. Llegó al borde de la multitud. Una voz áspera gritó: —¡IRO! Antínoo, el demonio con la flecha en la garganta, lo miraba fijamente. —¿Eres tú, viejo mendigo? La magia de Hazel había surtido efecto. Un aire frío sopló a través de la cara de Jason mientras la Niebla alteraba sutilmente su aspecto y mostraba a los pretendientes lo que ellos esperaban ver. —¡Soy y o! —dijo Jason—. ¡Iro! Una docena de fantasmas se volvieron hacia él. Algunos fruncieron el entrecejo y agarraron las empuñaduras de sus brillantes espadas moradas. Jason se preguntó demasiado tarde si Iro era un enemigo suyo, pero ya se había comprometido a interpretar el personaje. Avanzó cojeando y adoptando su mejor expresión de viejo gruñón. —Supongo que llego tarde a la fiesta. Espero que me hay áis guardado algo de comida. Uno de los fantasmas se rió burlonamente, indignado. —Pordiosero desagradecido. ¿Lo mato, Antínoo? Los músculos del cuello de Jason se tensaron. Antínoo lo observó unos segundos y acto seguido dejó escapar una risita. —Hoy estoy de buen humor. Vamos, Iro, siéntate conmigo a la mesa.

Jason no tenía muchas opciones. Se sentó enfrente de Antínoo mientras más fantasmas se apiñaban alrededor, mirando impúdicamente como si esperasen ver un combate de pulso especialmente violento. De cerca, los ojos de Antínoo tenían un color amarillo puro. Sus labios se estiraban finos como el papel sobre unos dientes de lobo. Al principio Jason pensó que el cabello moreno rizado del demonio se estaba desintegrando. Luego se dio cuenta de que un reguero constante de tierra le caía del cuero cabelludo y se derramaba sobre sus hombros. Los viejos cortes de espada que se abrían en la piel gris del demonio estaban llenos de terrones de barro. De la base de la herida de flecha que tenía en la garganta caía más tierra. « El poder de Gaia —pensó Jason—. La tierra mantiene entero a este tío» . Antínoo deslizó una copa dorada y un plato de comida al otro lado de la mesa. —No esperaba verte aquí, Iro. Pero supongo que hasta un mendigo puede buscar retribución. Bebe. Come. Un denso líquido rojo chapoteaba en la copa. En el plato había un trozo marrón de carne misteriosa. El estómago de Jason se rebeló. Aunque la comida de demonio no lo matase, su novia probablemente no lo besaría durante un mes. Recordó lo que le había dicho Noto, el viento del sur: « Un viento que sopla sin rumbo no es útil para nadie» . Toda la tray ectoria de Jason en el Campamento Júpiter se había basado en las decisiones prudentes. Mediaba entre semidioses, escuchaba a todas las partes implicadas en una discusión y buscaba soluciones intermedias. Incluso cuando se irritaba con las tradiciones romanas, pensaba antes de actuar. No era impulsivo. Noto le había advertido que esa indecisión acabaría matándolo.

Jason tenía que dejar de reflexionar y lanzarse a por lo que quería. Si era un mendigo desagradecido, tenía que comportarse como tal. Arrancó un trozo de carne con los dedos y se lo metió en la boca. Tragó un poco de líquido rojo, que afortunadamente sabía a vino aguado y no a sangre ni veneno. Jason contuvo las arcadas, pero no se desplomó ni explotó. —¡Qué rico! —se limpió la boca—. Ahora háblame de esa… ¿Cómo la has llamado? ¿Retribución? ¿Dónde tengo que firmar? Los fantasmas se rieron. Uno le dio un empujón en el hombro, y a Jason le alarmó el hecho de notarlo. En el Campamento Júpiter, los lares no tenían corporeidad física. Al parecer esos fantasmas sí la tenían, lo que equivalía a más enemigos que podían pegarle, apuñalarlo o decapitarlo. Antínoo se inclinó hacia delante. —Dime, Iro, ¿qué puedes ofrecer? No necesitamos que hagas de mensajero como en el pasado. Desde luego luchar no es lo tuyo. Que yo recuerde, Odiseo te machacó la mandíbula y te tiró a la pocilga. Las neuronas de Jason se encendieron. Iro…, el anciano que hacía de mensajero de los pretendientes a cambio de las sobras de la mesa. Iro había sido una especie de mascota para ellos. Cuando Odiseo volvió a casa disfrazado de mendigo, Iro pensó que iba a ocupar su puesto. Los dos empezaron a discutir… —Tú hiciste que Iro… —Jason titubeó—. Tú me hiciste pelear contra Odiseo. Apostaste dinero. Incluso cuando Odiseo se quitó la camisa y viste lo musculoso que estaba, me hiciste pelear contra él. ¡No te importaba si vivía o moría! Antínoo enseñó sus puntiagudos dientes. —Claro que no me importaba. ¡Y sigue sin importarme! Pero estás aquí, así que Gaia debe de tener un motivo para que hay as vuelto al mundo de los mortales.

Dime, ¿qué te hace merecedor de una parte de nuestro botín? —¿Qué botín? Antínoo extendió las manos. —El mundo entero, amigo mío. La primera vez que coincidimos aquí solo buscábamos la tierra de Odiseo, su dinero y su esposa. —¡Sobre todo su esposa! —un fantasma calvo vestido con ropa andrajosa dio un codazo a Jason en las costillas—. ¡Penélope estaba como un queso! Jason vislumbró a Piper sirviendo bebidas en la mesa de al lado. Ella se llevó discretamente un dedo a la boca en un gesto de asco y acto seguido volvió a coquetear con los muertos vivientes. Antínoo se rió burlonamente. —Eurímaco, eres un cobarde y un quejica. Nunca tuviste ninguna posibilidad con Penélope. Me acuerdo de que lloriqueaste y le suplicaste a Odiseo que no te matara, ¡y me echaste a mí la culpa de todo! —Para lo que me sirvió… —Eurímaco levantó su camisa andrajosa y mostró un agujero espectral de dos centímetros de ancho en medio de su pecho—. ¡Odiseo me disparó al corazón solo porque quería casarme con su esposa! —A lo que íbamos… —Antínoo se volvió hacia Jason—. Ahora nos hemos reunido para cobrar un premio mucho más grande. ¡Cuando Gaia acabe con los dioses, nos repartiremos los restos del mundo de los mortales! —¡Londres para mí! —gritó un demonio en la mesa de al lado. —¡Montreal! —chilló otro. —¡Duluth! —gritó un tercero, que interrumpió momentáneamente la conversación cuando los otros fantasmas le lanzaron miradas de confusión. La carne y el vino se volvieron pesados como el plomo en el estómago de Jason. —¿Y el resto de los… invitados? Cuento al menos doscientos. No conozco a la mitad. Los ojos amarillos de Antínoo brillaron. —Todos aspiran al favor de Gaia. Todos tienen reivindicaciones y quejas de los dioses o sus héroes. Ese canalla de allí es Hipias, antiguo tirano de Atenas. Fue destituido y se puso de parte de los persas para atacar a sus compatriotas. No tiene ningún principio. Haría cualquier cosa a cambio de poder.

—Gracias —gritó Hipias. —Ese sinvergüenza que tiene un muslo de pavo en la boca es Asdrúbal de Cartago —continuó Antínoo—. Tiene una rencilla que resolver con Roma. —Hummm —musitó el cartaginés. —Y Michael Varus… Jason se atragantó. —¿Quién? Junto a la fuente de arena, el tipo moreno con la camiseta morada y la armadura de legionario se volvió para mirarlos. Su contorno era borroso, envuelto en humo y poco definido, de modo que Jason supuso que era alguna forma de espíritu, pero el tatuaje de la legión que lucía en el antebrazo se veía con bastante claridad: SPQR, la cabeza con dos caras del dios Jano y seis marcas que representaban sus años de servicio. En su peto colgaba la insignia de pretor y el emblema de la Quinta Cohorte. Jason no había conocido a Michael Varus. El infame pretor había muerto en los años ochenta del siglo XX. Aun así, a Jason se le puso la carne de gallina cuando su mirada coincidió con la de Varus. Sus ojos hundidos parecían atravesar el disfraz de Jason. Antínoo hizo un gesto despectivo con la mano. —Es un semidiós romano. Perdió el águila de su legión en… Alaska, ¿no? Da igual. Gaia le deja estar aquí. Él insiste en que sabe cómo vencer al Campamento Júpiter. Pero, Iro…, todavía no has respondido a mi pregunta. ¿Por qué deberías ser bien recibido entre nosotros? Los ojos muertos de Varus habían desconcertado a Jason. Podía notar como la Niebla se aclaraba a su alrededor, reaccionando a su incertidumbre. De repente Annabeth apareció junto a Antínoo. —¿Más vino, mi señor? ¡Uy! Derramó el contenido de un jarro de plata por la nuca de Antínoo. —¡Ahhh! —el demonio arqueó la columna—. ¡Estúpida muchacha! ¿Quién te ha dejado volver del Tártaro? —Un titán, mi señor —Annabeth agachó la cabeza en señal de disculpa—. ¿Le traigo unas toallitas húmedas? Su flecha está goteando.

—¡Fuera de aquí! Annabeth llamó la atención de Jason —un silencioso mensaje de apoyo— y desapareció entre la multitud. El demonio se limpió y brindó a Jason la oportunidad de ordenar sus pensamientos. Era Iro, antiguo mensajero de los pretendientes. ¿Qué haría allí? ¿Por qué debían aceptarlo? Cogió el cuchillo para la carne más cercano y lo clavó en la mesa, cosa que sobresaltó a los fantasmas que lo rodeaban. —¿Por qué deberíais recibirme? —gruñó Jason—. ¡Porque sigo siendo un mensajero, estúpidos desgraciados! ¡Vengo de la Casa de Hades para ver qué tramáis! La última parte era cierta, y pareció que hizo dudar a Antínoo. El demonio lo miró furiosamente, el vino todavía le goteaba del astil de la flecha clavada en su garganta. —¿Esperas que crea que Gaia te ha mandado a vigilarnos? ¿A ti, un mendigo? Jason se rió. —¡Yo fui de los últimos en marcharme de Epiro antes de que las Puertas de la Muerte se cerrasen! Yo vi la cámara donde Clitio montaba guardia bajo un techo abovedado cubierto de lápidas. ¡Yo pisé los suelos de joyas y huesos del Necromanteion! Eso también era cierto. Alrededor de la mesa, los fantasmas se movieron y murmuraron. —Así que, Antínoo… —señaló con el dedo al demonio—, tal vez deberías explicarme por qué tú eres digno del favor de Gaia. Lo único que veo aquí es a un montón de vagos y holgazanes divirtiéndose que no mueven un dedo por la guerra. ¿Qué debería decirle a la Madre Tierra? Jason vio con el rabillo del ojo que Piper le dedicaba una sonrisa de aprobación. A continuación, la chica centró su atención en un griego brillante de color morado que trataba de sentarla sobre su regazo. Antínoo rodeó con la mano el cuchillo que Jason había clavado en la mesa. Lo sacó y examinó la hoja. —Si vienes de parte de Gaia, debes de saber que estamos aquí porque se nos ordenó. Porfirio lo decretó —Antínoo deslizó la hoja del cuchillo por la palma de su mano. En lugar de sangre, salió tierra seca del corte—. Conoces a Porfirio, ¿no…? Jason se esforzó por controlar las náuseas. Recordaba perfectamente a Porfirio de su batalla en la Casa del Lobo. —El rey de los gigantes: piel verde, doce metros de estatura, ojos blancos, pelo trenzado con armas. Claro que lo conozco. Es mucho más imponente que tú.

Decidió no mencionar que la última vez que había visto al rey de los gigantes Jason le había lanzado un rayo a la cabeza. Por una vez, Antínoo se quedó sin habla, pero su amigo calvo Eurímaco rodeó los hombros de Jason con el brazo. —¡Vamos, amigo! —Eurímaco olía a vinagre y cables eléctricos quemados. Su tacto fantasmal provocó un hormigueo a Jason en la caja torácica—. ¡No pretendíamos poner en duda tus credenciales! Si has hablado con Porfirio en Atenas, sabes por qué estamos aquí. ¡Te aseguro que estamos haciendo exactamente lo que nos ordenó! Jason trató de ocultar su sorpresa. « Porfirio en Atenas» . Gaia había prometido que arrancaría a los dioses de sus raíces. Quirón, el mentor de Jason en el Campamento Mestizo, había supuesto que significaba que los gigantes tratarían de despertar a la diosa de la tierra en el Monte Olimpo original. Pero… —La Acrópolis —dijo Jason—. Los templos más antiguos dedicados a los dioses, en medio de Atenas. Allí es donde Gaia despertará. —¡Por supuesto! —dijo Eurímaco riéndose. La herida de su pecho emitió un sonido explosivo, como el orificio nasal de una marsopa—. Y para llegar allí, esos semidioses entrometidos tendrán que viajar por mar. Saben que es demasiado peligroso ir volando. —Eso significa que tendrán que pasar por esta isla —dijo Jason. Eurímaco asintió entusiasmado. Apartó el brazo de los hombros de Jason y mojó el dedo en su copa de vino. —Entonces tendrán que tomar una decisión. Trazó una línea de costa en el tablero de la mesa; el vino tinto brillaba extrañamente contra la madera. Dibujó Grecia como un reloj de arena deformado: una gran mancha colgante que representaba la tierra firme del norte y otra mancha debajo, casi igual de grande: la gran masa de tierra conocida como el Peloponeso. Una estrecha línea de mar las seccionaba: el canal de Corinto. Jason no necesitaba un dibujo. Él y el resto de la tripulación se habían pasado el último día en el mar estudiando mapas.

—La ruta más directa sería ir hacia el este desde aquí, a través del canal de Corinto. Pero si intentan ir en esa dirección… —Basta —espetó Antínoo—. Tienes la lengua muy suelta, Eurímaco. El fantasma puso cara de ofendido. —¡No iba a contárselo todo! Solo lo de los ejércitos de cíclopes concentrados en cada orilla. Y los espíritus de la tormenta bramando en el aire. Y esos feroces monstruos marinos que Ceto y a ha enviado para que infesten las aguas. Y por supuesto, si el barco llegara a Delfos… —¡Idiota! Antínoo se abalanzó sobre la mesa y agarró la muñeca del fantasma. Una fina capa de tierra se extendió de la mano del demonio y subió por el espectral brazo de Eurímaco. —¡No! —chilló Eurímaco—. ¡Por favor! Yo… Yo solo quería… El fantasma gritó mientras la tierra cubría su cuerpo como una cáscara y luego se partió en dos y no dejó más que un montón de polvo. Eurímaco había desaparecido. Antínoo se recostó y se limpió las manos. Los otros pretendientes sentados a la mesa lo observaron en silencio con recelo. —Disculpa, Iro —el demonio sonrió fríamente—. Lo único que necesitas saber es que los caminos a Atenas están bien vigilados, como prometimos. Los semidioses tendrán que arriesgarse a venir por el canal, cosa que es imposible, o rodear todo el Peloponeso, una alternativa que no es precisamente mucho más segura. En cualquier caso, es poco probable que sobrevivan para tomar esa decisión. Cuando lleguen a Ítaca lo sabremos. Los detendremos aquí, y Gaia verá lo valiosos que somos. Puedes llevarle ese mensaje a Atenas. A Jason el corazón le latía con fuerza contra el esternón. En su vida había visto algo parecido a la cáscara de tierra que Antínoo había invocado para acabar con Eurímaco. No quería averiguar si ese poder funcionaba con los semidioses. Además, Antínoo parecía convencido de que podría detectar el Argo II.

La magia de Hazel parecía estar ocultando el barco hasta el momento, pero no había forma de saber cuánto duraría.

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