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La ruta de los vengadores – Wilbur Smith

A la mañana temprano Bakkat oyó al pájaro de la miel. Cantaba en la copa de los árboles, chillando y haciendo oír ese particular zumbido que sólo podía significar una cosa. Se le hizo agua la boca. —Te saludo, mi dulce amigo —gritó y corrió hasta detenerse debajo del árbol sobre el que el pardusco pajarillo realizaba sus seductores giros. Sus movimientos se hicieron más frenéticos al ver que había atraído la atención de aquel hombre. Abandonó la rama en la que estaba realizando sus despliegues y voló hasta un árbol cercano. Bakkat vaciló y miró hacia la plaza de carretas formadas en círculo en el límite del bosque, en el extremo más alejado del claro, a un kilómetro y medio de distancia. El tiempo que le llevaría regresar corriendo sólo para decirle a Somoya hacia dónde se dirigía podría desilusionar al pájaro y hacerlo volar a otra parte antes de que él regresara. Además, Somoya podía prohibirle que lo siguiera. Chasqueó los labios. Casi podía sentir el gusto dulce y viscoso de la miel en la lengua. Anhelaba saborearla. —No estaré lejos demasiado tiempo —se justificó a sí mismo—. Somoya ni siquiera se dará cuenta de que me he ido. Él y Welanga están jugando probablemente con sus muñequitos de madera. —Esto era lo que él pensaba de los trebejos del ajedrez tallados que con frecuencia ocupaban la atención de la pareja aislándola de todo lo que la rodeaba. Corrió tras aquella avecilla. El pájaro de la miel lo vio acercarse y cantó para él mientras saltaba hacia el siguiente árbol, y luego al siguiente. Bakkat también cantaba mientras lo seguía: —Me conduces hacia la dulzura, y por eso te amo. Eres más bello que el brillante picaflor, más sabio que el búho, más grandioso que el águila. Eres el señor de todos los pájaros. —Todo esto, por cierto, no era verdad, pero a aquel pájaro le gustaba oírlo. Corrió por el bosque durante el resto de la mañana. Al mediodía, cuando la selva estaba abrumada por el calor y todos, cuadrúpedos y pájaros, estaban somnolientos, el pajarillo se detuvo finalmente en las ramas más altas de uno de los árboles y cambió la melodía. Bakkat comprendió lo que le estaba diciendo.


—Hemos llegado. Éste es el lugar de la colmena y está repleta de dorada miel. Ahora tú y yo comeremos hasta saciarnos. Bakkat se quedó debajo del árbol y echó la cabeza hacia atrás mientras miraba ansioso hacia arriba. Vio las abejas, iluminadas por la tenue luz del sol como doradas partículas de polvo cuando se lanzaban hacia la hendidura en el tronco del árbol. Sacó del hombro su arco y su aljaba, su hacha y la bolsa de cuero con sus cosas. Colocó todo cuidadosamente al pie del árbol. El pájaro de la miel comprendería que aquélla era su garantía de que regresaría. De todas maneras, para asegurarse de que no hubiera malentendido alguno, Bakkat se lo explicó al pájaro: —Espérame aquí, amiguito. No me iré por demasiado tiempo. Debo recoger la enredadera para tranquilizar a las abejas. Encontró la planta que necesitaba en la orilla de un arroyo cercano. Trepaba por el tronco de un árbol envolviéndolo como una delgada serpiente. Las hojas tenían forma de lágrima y las pequeñas flores eran de color rojo intenso. Bakkat cortó con gran delicadeza las hojas que necesitaba, con cuidado de no dañar la planta más de lo necesario ya que era algo muy valioso. Matarla habría sido un pecado contra la naturaleza y para con su propio pueblo, los san. Con el manojo de hojas en su bolsa caminó hasta encontrar un grupo de árboles que protegen de la fiebre. Eligió uno cuyo tronco tenía el tamaño adecuado para sus necesidades y marcó un anillo en el tronco. Luego le quitó una parte y armó un tubo que afirmó con nudos de tiras de corteza. Corrió de regreso al árbol donde estaba la colmena. Cuando el pájaro de la miel vio que regresaba, se lanzó a una explosión histérica de chillidos de alivio. Bakkat se sentó en el suelo al pie del árbol e hizo un pequeño fuego dentro del tubo de corteza. Sopló en uno de los extremos para producir una corriente y las brasas brillaron al arder. Desparramó sobre ellas algunas flores y hojas de la enredadera, las cuales, al quemarse, produjeron nubes de humo de penetrante olor. Se puso de pie, colgó la hoja del hacha en el hombro y comenzó a trepar por el árbol.

Subió con la misma rapidez de un mono vervet. Justo debajo de la hendidura del tronco había una rama que le sirvió para sentarse en ella. Olfateó el olor de la cera de la colmena y escuchó por un momento la voz profunda del murmullo del enjambre en las profundidades del tronco hueco. Estudió la entrada de la colmena e hizo el primer corte, luego colocó un extremo del tubo de la corteza en la abertura y delicadamente sopló el humo hacia adentro. Un momento después, el murmullo del enjambre se convirtió en silencio cuando las abejas quedaron anonadadas y adormecidas. Dejó a un lado el tubo con humo y se preparó, balanceándose con facilidad sobre la delgada rama. Golpeó con el hacha. Cuando el golpe resonó en todo el tronco, salieron algunas abejas que zumbaron alrededor de su cabeza, pero el humo de la enredadera había adormecido sus instintos de guerreras. Una o dos lo picaron, pero él las ignoró. Con rápidos y presurosos golpes de hacha abrió un agujero cuadrado en el tronco hueco dejó a la vista las apretadas hileras de panales de la colmena. Bajó al suelo y dejó el hacha a un lado. Regresó a la rama donde se había estado apoyando con el saco de cuero sobre el hombro. Echó unas hojas de enredadera más sobre las brasas en el tubo de corteza y sopló un espeso y densamente perfumado humo a través de la entrada ensanchada. Cuando el enjambre quedó otra vez en silencio, metió la mano bien adentro de la colmena. Con abejas moviéndose sobre sus brazos y hombros sacó los panales uno por uno y los colocó suavemente en el saco. Cuando la colmena estuvo vacía, agradeció a las abejas por ese tesoro y se disculpó por su modo cruel de tratarlas. —Muy pronto el efecto del humo desaparecerá y será posible reparar la colmena y llenarla otra vez con miel. Bakkat será siempre un buen amigo y él sólo siente respeto y gratitud por sus amigas —les dijo a las abejas. Bajó del árbol y cortó un trocito de corteza en forma de rizo para formar un recipiente en el cual colocar la parte del botín que le correspondió al pájaro de la miel. Eligió el mejor de los panales para su amiguito y cómplice, uno que estuviera lleno de larvas amarillas, pues él sabía que al pajarillo le gustaban éstas casi tanto como a él. Recogió sus posesiones y colgó de su hombro el saco de cuero ahora lleno. Por última vez, agradeció al pájaro y se despidió de él. Apenas se alejó, el pajarillo se lanzó desde lo alto del árbol para caer sobre el hinchado panal dorado y de inmediato se ocupó de las larvas. Bakkat sonrió y lo miró con indulgencia por un momento. Sabía que lo iba a comer todo, hasta la cera, pues era la única criatura capaz de digerir esa parte del botín.

Recordó al pajarillo de la leyenda del avaro san que había limpiado una colmena sin dejar nada para quien lo había guiado hasta la miel. La vez siguiente el pajarillo lo condujo hasta un agujero en el tronco de un árbol en el que yacía enroscada sobre sí misma una enorme mamba negra. La serpiente mordió al tramposo san y lo mató. —La próxima vez que nos encontremos, recuerda que te traté bien y equitativamente —le dijo Bakkat a su guía—. Te buscaré a ti. Que Kulu Kulu te proteja. —Y comenzó su marcha de regreso hacia las carretas. A medida que avanzaba, metió la mano en el saco de cuero, rompió un trozo de miel y se Lo metió en la boca, cantando con la boca cerrada con profundo placer. A poco menos de un kilómetro se detuvo abruptamente en uno de los cruces del arroyo y miró asombrado las huellas de pies humanos en el fango de las orillas. Las personas que habían pasado por allí no hacía mucho, no hicieron esfuerzo alguno para esconder su rastro. Eran del pueblo san. Su corazón saltó como una gacela. Cuando vio las huellas frescas de pies humanos se dio cuenta de cuánto extrañaba a su gente. Examinó la señal con avidez. Eran cinco individuos, dos hombres y tres mujeres. Uno de los hombres era viejo y el otro mucho más joven. Dedujo esto por la amplitud y energía de los pasos de cada uno. Una de las mujeres era anciana y caminaba cojeando sobre unos pies deformados y nudosos. La otra estaba en la plenitud de sus fuerzas, con pasos firmes y decididos. Era ella quien conducía a su familia en fila india. Luego, los ojos de Bakkat se posaron en el quinto y último conjunto de huellas, y sintió que una gran nostalgia le oprimía el corazón. Era tan exquisito y encantador como cualquiera de las pinturas de los artistas de su tribu. Bakkat sintió que tanta belleza podría hacerlo llorar. Tuvo que sentarse un momento a observar una de ellas hasta recuperarse del efecto que le había producido. En su imaginación podía ver a la muchacha que había dejado esas huellas para que él las encontrara.

Adivinó con todos sus instintos que se trataba de una mujer muy joven y graciosa, cimbreña y núbil. Luego se puso de pie y siguió los rastros de ella en el bosque. Sobre la otra orilla del arroyo llegó hasta el lugar en que los dos hombres se habían separado de las mujeres para meterse entre los árboles a cazar. A partir de ese lugar las mujeres habían comenzado a recoger la cosecha silvestre del valle africano. Vio el lugar donde separaron los frutos de las ramas y también el sitio donde desenterraron los tubérculos y las raíces comestibles con las agudas y filosas estacas que llevaban. Siguió las huellas que la muchacha había dejado y pudo ver cuán rápidamente y con cuanta seguridad trabajaba. No arrancaba nada, ni desperdiciaba esfuerzo alguno. Se dio cuenta claramente de que ella conocía cada una de las hierbas y árboles que encontraba. Dejaba intactas las plantas venenosas o carentes de gusto y sólo recogía lo que era dulce y alimenticio. Lanzó una risita de admiración. —Es una muchachita muy astuta. Podría alimentar a toda la familia con lo que ha recogido desde que cruzó el arroyo. Qué buena esposa sería para cualquier hombre. De pronto oyó voces más adelante, en el bosque, voces femeninas que se llamaban unas a otras mientras trabajaban. Una era tan dulce y musical, como el canto de la oropéndola, la gran cantante de oro de los pisos altos del bosque. El sonido lo condujo de manera irresistible, como lo había hecho el canto del pájaro de la miel. En silencio y sin ser visto, se deslizó hasta donde estaba la muchacha. Por fin estuvo suficientemente cerca como para distinguir sus movimientos, velados por la celosía que formaban las ramas y las hojas. Hasta que súbitamente ella se dirigió a un claro, directamente frente a Bakkat. Todos los años sin compañía y en soledad fueron barridos como desperdicios por la nueva y emergente corriente de emociones.

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