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La Revolucion de las Comunidades de Castil – Joseph Perez

Este libro se acabó de escribir en 1969; el texto es el mismo que el de la edición francesa que se publicó a fines de 1970. Han pasado cinco años pero no veo motivo para revisar lo que pensaba entonces y sigo pensando ahora del movimiento comunero. Mi interpretación queda fundamentalmente la misma, a pesar de algunas rectificaciones secundarias que voy a señalar a continuación y que no modifican las líneas generales de lo que tengo escrito. Conviene tener en cuenta ahora nuevos datos sobre la gobernación del reino en tiempo de las Comunidades [1] , sobre lo acontecido en la ciudad de León [2] y en la provincia de Guipúzcoa [3] ; se hace imprescindible sobre todo la consulta del inteligente libro de Juan Ignacio Gutiérrez Nieto que, aparte de un fino y completísimo estudio sobre la historiografía de las Comunidades, llama poderosamente la atención sobre la importancia de los movimientos antiseñoriales en la contienda [4] . Quiero dejar sentada mi adhesión a tal planteamiento, lo cual creo que no será ninguna novedad para nadie. ¿Significa esto que todo esté resuelto? En absoluto. El tema de los comuneros sigue interesando e intrigando. Luis López Álvarez le dedica un largo y emocionante romance, buena prueba de que Padilla, Bravo y Maldonado viven todavía en la memoria colectiva del pueblo castellano [5] . Desde el campo de la investigación histórica, el último simposio de estudios toledanos que se celebró en abril de 1975 ha permitido una fecunda confrontación que el profesor Manuel Fernández Álvarez ha sabido valorar [6] . Varias ponencias, entre ellas las de Eloy Benito Ruano y de Benjamín González Alonso, plantearon un problema de fondo sobre la interpretación general del fenómeno comunero. La primera ve en las Comunidades una consagración de actitudes anteriores, una continuidad más bien que una ruptura en el devenir histórico de Castilla: el movimiento arranca de una plataforma medieval. Las observaciones de Benjamín González Alonso establecen un paralelismo entre la sentencia compromisoria de 1465 y lo ocurrido en 1520: en ambos casos, se dan peticiones que son reflejo del respectivo contexto histórico; la comparación permite destacar el profundo legalismo de los comuneros: ellos no propugnan la sustitución del orden legal vigente; exigen sólo que se respeten las leyes, los fueros, las libertades. Ellos no discuten la superioridad de la real pragmática: quieren que el rey apruebe sus proyectos, lo cual significa el reconocimiento de la autoridad absoluta del rey. Lo mismo Eloy Benito Ruano que Benjamín González Alonso ponen pues en duda el aspecto revolucionario y moderno de las Comunidades; Pierre Chaunu, en una obra reciente, llega a conclusiones semejantes [7] . Mi propia ponencia en Toledo pretendía precisamente llamar la atención sobre este problema: tradición e innovación. El lenguaje de los comuneros es evidentemente arcaizante; ellos se refieren a leyes, conceptos, teorías que pertenecen a la época medieval; de eso no me cabe la menor duda. Pero ¿significa esto que los comuneros estén prisioneros del pasado? No lo creo por dos motivos. El primero es circunstancial. Tácticamente un revolucionario puede tener interés, no en ocultar sus intenciones, sino en presentarlas como la mera continuación del pasado. Todas las revoluciones buscan así una repristinación, un retorno a un estado que se considera ideal y traicionado por abusos recientes. En este sentido los comuneros procuran entroncar con una tradición legalista anterior, conclusiones semejantes. Pero hay más: más importante que el derecho es la manera de llevarlo a la práctica. Y la práctica de los comuneros difiere mucho de su teoría. Su teoría es la que apunta Benjamín González Alonso: respeto de las leyes, reconocimiento de la autoridad real que tiene que aprobar las propuestas de la Junta. La práctica es la que revelan, por ejemplo, las discusiones con el Almirante de Castilla: está claro que lo que pretenden en realidad los comuneros es obligar al rey a conformarse con la Junta, imponerle la reorganización del reino.


El Almirante está conforme con muchas peticiones de los comuneros, con casi todas; pero se opone a ellos en «la forma del pedir»: para el Almirante, conviene suplicar al rey; para los comuneros, el rey está obligado a aceptar lo que propone, lo que le impone el reino. En la «forma del pedir» va envuelta una práctica que no deja lugar a dudas: la teoría puede considerarse como aparentemente respetuosa de la tradición, pero la práctica tiene un carácter marcadamente revolucionario, ya que implica la subordinación del rey al reino. La tradición encubre la innovación. Sigo pensando que las Comunidades presentan un carácter moderno. Por eso no he creído oportuno revisar mi posición de 1969. El lector y la crítica tienen ahora la palabra. INTRODUCCIÓN ¿Por qué haber dedicado un libro tan voluminoso a un acontecimiento que ocupa tan corto espacio de tiempo en la historia del Dieciséis español? La revuelta de las comunidades comenzó en Toledo, en abril de 1520. Prosiguió todavía hasta febrero de 1521 en Toledo; ¿qué supone un año, o todo lo más 22 meses, en la vida de una nación? Y, sin embargo, este acontecimiento tuvo una profunda influencia en el destino posterior de España. Durante más de doscientos años pareció haber sido olvidado, perdido en los fastos del Siglo de Oro. Pero en el siglo XVIII se inicia la crítica de los Habsburgos y el liberalismo militante del siglo XIX redescubre a los comuneros, convierte en mártires a sus jefes y enarbola la bandera de su nombre para luchar contra el absolutismo. Villalar se convierte, así, en un dato histórico de importancia nacional y Padilla, Bravo y Maldonado son promovidos al papel de grandes hombres y de precursores. Su derrota señala el comienzo de la decadencia, el fin de la libertad y de las independencias nacionales; un soberano extranjero utiliza para su provecho personal los recursos de una España sometida. Le consigue un imperio pero también la ruina [8] . Tal es la imagen que aporta la tradición liberal y que se impuso durante más de una centuria hasta que una serie de ensayistas, primero, y de historiadores, después, la ponen en cuestión. Ganivet sugirió, en 1898, la tesis que más tarde desarrollaría el doctor Marañón. Según ella, no eran los progresistas los comuneros, como se había pensado antes, sino Carlos V, preocupado por conseguir la apertura de España a las nuevas corrientes del mundo moderno, a los valores europeos y que se vio obligado, por tanto, a romper la resistencia de los campeones del pasado, de la tradición y de las viejas costumbres. Después de Villalar comienza la era gloriosa de España, su preponderancia en Europa y el brillo del Siglo de Oro. Manuel Azaña y Noel Salomón, el primero en una crítica despiadada a Ganivet, el segundo en un trabajo escrito en 1946 y que no ha sido publicado, volvieron a aceptar, en sus líneas esenciales, la interpretación liberal. Posteriormente, la autoridad del doctor Marañón puso fin a la discusión para el gran público culto y para los medios universitarios. Siguiendo sus teorías, y sin pestañear ante el anacronismo, situaron a los comuneros a la derecha y a Carlos V a la izquierda. Así pues, el hispanista se encontraba en 1956 con dos imágenes antitéticas, diametralmente opuestas pero que, no obstante, concordaban en un punto: ambas concedían una importancia determinante al episodio de las Comunidades; Villalar señalaba el principio de una transformación importante. Fue precisamente la coincidencia respecto a la importancia crucial del acontecimiento y la divergencia respecto a su interpretación las que llamaron nuestra atención. ¿Qué es lo que desaparece y qué es lo que nace en 1521? ¿Qué significación hay que conceder a esta revuelta que sigue inmediatamente al advenimiento al trono del emperador? ¿Se trataba de un preludio al Siglo de Oro o del último destello de una independencia que se extingue? ¿Supuso esta guerra civil una verdadera modificación de los destinos de España? Y en caso afirmativo, ¿en qué sentido? Habíamos interrogado a los historiadores y éstos se contradecían. Habíamos leído las crónicas pero hacía falta interpretarlas. Decepcionado por unos y otras decidimos tratar de examinar el problema desde una posición más próxima, volviendo a las fuentes, y así pudimos constatar que se hallaban todavía sin explotar y que a menudo se citaban sin haberlas consultado.

¿Se podría al menos aceptar la narración de los hechos? Pronto comprobaríamos que no. En un principio habíamos pensado que podríamos partir del relato de los hechos realizado por los historiadores y los cronistas, para dedicarnos esencialmente a su interpretación. Pero luego descubrimos las lagunas existentes en la cronología y los errores de la historiografía.

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