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La Reina Margot – Alexandre Dumas

«La reina Margot» constituye el primer volumen de una trilogía centrada en las guerras de religión en las que se vio envuelta Francia durante la segunda mitad del siglo XVI, y que completan «La dama de Monsereau» y «Los cuarenta y cinco». En ella Dumas retrata con maestría las intrigas de la corte francesa utilizando como escenario de partida los esponsales de la infanta Margarita o Margot de Valois y uno de los episodios más sangrientos de la historia: la matanza de la Noche de San Bartolomé, que culminó con el asesinato en masa de hugonotes. La entonces joven infanta es la protagonista de la novela, quien atrapada en las ambiciones de su madre, Catalina, y su hermano, Francisco, se verá envuelta en una turbulenta historia de amor con el soldado protestante La Mole. Una obra que ha dejado una imagen imborrable de la reina Margot en la que mito, leyenda y realidad son indistinguibles.


 

EL lunes 18 de agosto de 1572 se celebraba en el Louvre una gran fiesta. Las ventanas de la gran residencia, habitualmente a oscuras, se hallaban profusamente iluminadas; las calles y las plazas contiguas, siempre solitarias en cuanto se oían las nueve campanadas en Saint-Germain d’Auxerre, estaban, aun siendo ya media noche, atestadas de gente. Aquella multitud apretujada, amenazadora y escandalosa parecía en la oscuridad de la noche un mar tenebroso y revuelto, cuyo ímpetu rompía en oleadas murmuradoras y cuyo caudal, desembocando por la calle de Fossés-Saint-Germain y por la de l’Astruce, fluía al pie de los muros del Louvre, batiendo con su reflujo las paredes del palacio de Borbón, que se elevaba enfrente. A pesar de la fiesta real, o quizá debido a ella, la muchedumbre ofrecía un aspecto poco tranquilizador. El pueblo ignoraba que semejante solemnidad, en la que tan sólo tomaba parte como simple espectador, no era sino el preludio de otra, aplazada para ocho días después, a la que sí sería convidado y a la que asistiría sin recelo alguno. Celebraba la corte las bodas de doña Margarita de Valois, hija del rey Enrique II y hermana del rey Carlos IX, con Enrique de Borbón, rey de Navarra. Aquella misma mañana, el cardenal de Borbón los había casado, sobre una tribuna erigida frente a la puerta de Nôtre-Dame, siguiendo el ceremonial de rigor en las bodas de las princesas de Francia. Este matrimonio sorprendió a todo el mundo y dio mucho que pensar a los más perspicaces. Nadie se explicaba cómo se habían reconciliado dos partidos como el protestante y el católico, que tanto se odiaban en aquella época. ¿Perdonaría el joven príncipe de Condé al duque de Anjou, hermano del rey, la muerte de su padre, asesinado en Jarnac por Montesquieu? Y el joven duque de Guisa ¿perdonaría al almirante Coligny la muerte del suyo, asesinado en Orleáns por Poltrot de Meré? Más aún: Juana de Navarra, la valiente esposa del débil Antonio de Borbón, que condujera a su hijo Enrique a este regio enlace, había muerto, apenas hacía dos meses, y corrían singulares rumores acerca de tan repentina muerte. En todas partes se comentaba a media voz, y en algunos lugares se llegó a decir en voz alta que Catalina de Médicis, temerosa de que revelara algún terrible secreto, la había envenenado con unos guantes perfumados, obra de un tal Renato, florentino muy hábil en tales menesteres. El rumor se propagó, adquiriendo mayores visos de verosimilitud cuando, después de la muerte de la reina, a petición de su hijo, dos médicos, uno de los cuales era el famoso Ambroise Paré, fueron autorizados para abrir y estudiar el cadáver, excepción hecha del cerebro. Como quiera que Juana de Navarra había sido envenenada por la vía del olfato, sólo el cerebro, única parte del cuerpo excluida de la autopsia, podía presentar huellas del crimen. Y empleamos esta palabra porque nadie dudó que se trataba de un crimen. No acababan aquí los motivos de extrañeza. Señalemos particularmente con qué empeño, lindante con la obstinación, había tomado el rey Carlos esta boda; bien es verdad que no solamente restablecía la paz en su reino, sino que atraía a París a los principales hugonotes de Francia. Como los desposados pertenecieran, uno a la religión católica y otro a la reformada, hubo de recurrirse para la autorización a Gregorio XIII, que ocupaba por entonces la Sede Pontificia. Pero la dispensa tardaba y tal retraso llegó a inquietar en sumo grado a la reina de Navarra, quien un día expresó al rey Carlos IX sus temores de que no fuera concedida, a lo que el rey tuvo a bien contestar: —No os preocupéis, mi buena tía: os respeto más que al Papa y amo a mi hermana más de lo que parece. No soy hugonote, pero tampoco soy tonto, y si el señor Papa pretende hacerse el remolón, yo mismo cogeré a Margarita del brazo y la llevaré hasta el templo protestante para que se case con vuestro hijo. Estas palabras circularon por el palacio y por la ciudad, regocijando profundamente a los hugonotes y procurando graves motivos de intranquilidad a los católicos, que ya se preguntaban en secreto si el rey les traicionaría o si sólo estaba representando una comedia que tendría a la postre cualquier desenlace inesperado. Sobre todo al almirante Coligny, quien desde cinco o seis años atrás no había cesado en su encarnizada oposición al rey, la conducta de Carlos IX parecía inexplicable.


Luego de haber puesto a precio su cabeza ofreciendo por ella ciento cincuenta mil escudos de oro, el rey no brindaba más que a su salud, llamándole padre y declarando ante todo el mundo que sólo a él confiaría en adelante la dirección de la guerra. Llegaron las cosas a tal punto, que la propia Catalina de Médicis, que hasta entonces dirigió los actos, la voluntad y hasta los deseos del joven príncipe, parecía empezar a inquietarse seriamente; no sin motivo, y a que, en un momento de desahogo, Carlos IX había dicho al almirante a propósito de la guerra de Flandes: —Padre mío, será preciso que cuidemos de que la reina madre, que como sabéis en todo quiere meter la nariz, no se entere de nada. Hemos de mantener este asunto tan en secreto, que ella no lo pueda adivinar, pues embrolladora como es, nos lo echaría todo a perder. A pesar de su buen sentido y de su experiencia, Coligny no supo mantenerse fiel a una confianza tan ilimitada. Había llegado a París con grandes sospechas, pues, al salir de Châtillon, un campesino se arrojó a sus pies gritando: « ¡oh señor, nuestro buen amo, no vay áis a París, porque, si vais, moriréis lo mismo que todos los que os acompañan!» . Sin embargo, aquellos recelos se apagaron poco a poco en su corazón y en el de su yerno, Teligny, a quien el rey también daba grandes muestras de amistad llamándole su hermano, así como llamaba padre al almirante, y tuteándole como solía hacer con sus mejores amigos. Los hugonotes, pues, excepto algunos de espíritu melancólico y desconfiado, se hallaban por completo tranquilos. La muerte de la reina de Navarra se había atribuido a una pleuresía, y los espaciosos salones del Louvre se veían llenos de todos aquellos valientes protestantes que esperaban del matrimonio de su joven jefe Enrique un inesperado cambio de fortuna. El almirante Coligny, La Rochefoucauld, el príncipe de Condé hijo, Teligny, en fin, todos los capitostes del partido se consideraban triunfantes al ver todopoderosos en el Louvre y tan bien acogidos en París a aquellos mismos a quienes tres meses antes el rey Carlos y la reina Catalina querían colgar de horcas más altas que las empleadas para los reos de asesinato. No faltaban más que el mariscal de Montmorency, a quien en vano se hubiera buscado entre sus pares. Ninguna promesa pudo seducirlo ni se dejó engañar por ningún gesto. Retirado en su castillo de L’Isle-Adam, daba por excusa de su ausencia el dolor que aún le causaba la falta de su padre, el condestable Anio de Montmorency, muerto de un tiro de pistola por Robert Stuart en la batalla de San Dionisio. Como habían transcurrido ya más de tres años desde tan desdichado acontecimiento y la sensibilidad no era una virtud muy en boga en aquella época, cada cual interpretó como quiso aquel luto que prolongaba más de lo común. Nada daba la razón al mariscal de Montmorency: el rey, la reina y los duques de Anjou y de Alençon cumplían a las mil maravillas con los honores de la fiesta. El duque de Anjou recibía de los propios hugonotes alabanzas muy merecidas con motivo de las dos batallas de Jarnac y de Moncontour, que supo ganar cuando todavía no había cumplido los dieciocho años, siendo en esto más precoz que César y Alejandro, a quienes se les comparaba, cuidando muy bien de situar en un plano inferior a los vencedores de Issus y de Farsalia. El duque de Alençon veía todo esto con su mirada seductora y falsa. La reina Catalina, resplandeciente de alegría, hecha una dulzura, felicitaba al príncipe Enrique de Condé por su reciente matrimonio con María de Cleves. En fin, hasta los señores de Guisa sonreían a los seculares enemigos de su casa, y el duque de Mayenne conversaba con el señor de Tavannes y el almirante sobre la próxima guerra que, ahora más que nunca, era llegado el momento de declarar a Felipe II. Por en medio de los grupos iba y venía, con la cabeza ligeramente ladeada y el oído atento a todas las conversaciones, un joven barbilampiño de dieciocho años, de inteligente mirada, cabello negro muy corto, cejas espesas, nariz aguileña y sonrisa maliciosa. Este joven, que tan sólo se había distinguido en el combate de Arnay -le-Duc, donde expuso valientemente su vida, y que ahora recibía múltiples felicitaciones, era el alumno preferido de Coligny y el héroe del día. Tres meses antes, es decir, cuando todavía su madre no había muerto, le llamaban príncipe de Bearne; ahora era rey de Navarra, hasta tanto no fuese Enrique IV. De vez en cuando, una nube sombría y rápida cruzaba por su frente; sin duda recordaba que hacía apenas dos meses que su madre había muerto y que él era quien menos podía dudar que había sido envenenada, pero la nube debía ser pasajera, puesto que desaparecía como una sombra flotante; precisamente quienes le dirigían la palabra, le felicitaban y se codeaban con él, eran los mismos que habían asesinado a la valiente Juana de Albret. A pocos pasos del rey de Navarra, casi tan pensativo y preocupado como alegre y expansivo aparentaba estar el rey, el joven duque de Guisa conversaba con Teligny. Más afortunado que el bearnés [1] , su fama, a los veintidós años, era casi tan grande como la de su padre, el gran Francisco de Guisa. Era un distinguido mozo, de elevada estatura, de mirada altiva y orgullosa y dotado de tan natural majestuosidad, que a su paso los demás príncipes parecían plebey os.

Pese a su juventud, los católicos le consideraban jefe de su partido, mientras que los hugonotes reconocían como jefe del suyo a Enrique de Navarra, cuyo retrato se acaba de esbozar. Comenzó usando el título de príncipe de Joinville, habiendo hecho sus primeras armas en el sitio de Orleáns, al lado de su padre, que murió en sus brazos acusando al almirante Coligny de ser su asesino. Entonces, el joven duque hizo, como Annibal, un solemne juramento: vengar la muerte de su padre en la persona del almirante o en la de algún miembro de su familia, y perseguir a los de su religión sin tregua ni reposo, prometiendo a Dios convertirse en su ángel exterminador sobre la tierra hasta concluir con el último hereje. Por fuerza había de producir gran asombro el ver a este príncipe, siempre tan fiel a su palabra, estrechar la mano de quienes juró ser enemigo mortal y charlar amistosamente con el yerno de aquel a quien, ante su padre agonizante, prometió dar muerte. Pero, como y a hemos dicho, esta era la noche de las sorpresas. El observador privilegiado, que hubiese podido asistir a la fiesta provisto de ese conocimiento del porvenir del que por fortuna carecen los hombres y de esa facultad de leer en los corazones que, por desdicha, solo pertenece a Dios, habría gozado sin duda del más curioso espectáculo que ofrecen los anales de la triste comedia humana. Este observador, que faltaba en las galerías interiores del Louvre, continuaba en la calle, mirando con ojos llameantes y rugiendo con voz amenazadora: este observador era el pueblo, quien, con su instinto maravilloso agudizado por el odio, seguía desde lejos el ir y venir de las sombras de sus enemigos implacables, deduciendo sus pasiones tan claramente como pueda hacerlo un espectador situado ante las ventanas de un salón de baile en el que no puede entrar. La música embriaga y marca el compás al bailarín, mientras que el espectador de fuera, como no la oy e y tan sólo advierte el movimiento, ríe de ese muñeco que parece agitarse caprichosamente. La música que embriagaba a los hugonotes era la voz de su orgullo. Aquellas luminarias que a media noche veían los parisienses eran los relámpagos de su odio que iluminaban el porvenir. Sin embargo, todo reía en el interior del Louvre, y ahora un murmullo más dulce y halagador que nunca se dejó sentir: la joven desposada, después de quitarse su traje de boda, su manto y su largo velo, acababa de entrar en el salón de baile, acompañada por la hermosa duquesa de Nevers, su mejor amiga, y conducida por su hermano Carlos IX, que la presentaba a sus principales invitados. La recién casada, hija de Enrique II, era la perla de la corona de Francia, es decir, Margarita de Valois, a quien el rey Carlos IX, con su familiar ternura, llamaba siempre « mi hermana Margot» . Jamás un recibimiento, por halagador que fuese, había sido tan merecido como el que ahora se dispensaba a la nueva reina de Navarra. Margarita, que entonces apenas contaba veinte años, era ya el objeto de las alabanzas de todos los poetas. Unos la comparaban a la aurora, otros a Citerea. Era, en efecto, la belleza sin rival en aquella corte donde Catalina de Médicis había reunido, para convertirlas en sus Sirenas, a las mujeres más hermosas que pudo hallar. Tenía los cabellos negros, el color encendido, la mirada voluptuosa y velada por largas pestañas, la boca roja y delicada, el cuello airoso, el talle firme y flexible y, ocultos en calzado de raso, unos pies de niña. Los franceses se sentían orgullosos de tenerla con ellos, viendo cómo se abría en su tierra una flor tan magnífica… Los extranjeros que pasaban por Francia regresaban a sus países deslumbrados por su belleza si sólo la habían visto y admirados de su saber si habían logrado hablar con ella. Margarita no solamente era la más bella, sino también la más culta de las mujeres de su tiempo. Se citaba la frase de un sabio italiano que le había sido presentado y que, después de haber conversado una hora con ella en italiano, español, latín y griego, se había ido diciendo lleno de entusiasmo: « Ver la corte de Francia sin ver a Margarita de Valois, ni es ver Francia ni es ver la corte» . No escasearon, por lo tanto, los murmullos de aprobación al rey Carlos IX y a la reina de Navarra; ya se sabe lo aficionados que eran los hugonotes a tales demostraciones. No faltaron infinidad de alusiones al pasado y hubo no pocas preguntas acerca del porvenir que fueron hábilmente deslizadas hasta el oído del rey en medio de los cumplidos. A todas estas alusiones respondía el monarca con sus labios pálidos y su falsa sonrisa: —Al entregar a mi hermana Margarita en brazos de Enrique de Navarra, entrego mi corazón en brazos de todos los protestantes del reino. Esta frase tranquilizaba a unos y hacía sonreír a otros, porque en realidad tenía dos sentidos: uno paternal, en el que Carlos IX no quería insistir demasiado; otro injurioso, para la desposada, para su marido y hasta para el rey mismo, porque aludía a ciertos escándalos privados con que la crónica de la corte había encontrado ya el medio de manchar el velo nupcial de Margarita de Valois. Entre tanto, el señor de Guisa conversaba, como decíamos, con Teligny, pero sin prestar al diálogo tanta atención como para no poder dirigir de vez en cuando una mirada al grupo de damas en cuyo centro resplandecía la reina de Navarra.

Cuando la mirada de la princesa chocaba con la del joven duque, una nube parecía oscurecer la encantadora frente coronada por una aureola temblorosa de rutilantes estrellas, y un oculto designio parecía descubrirse en su actitud impaciente y agitada. La princesa Claudia, hermana mayor de Margarita, casada desde hacía varios años con el duque de Lorena, había notado esa inquietud, y ya se acercaba a ella para preguntarle la causa, cuando, al apartarse todos para dar paso a la reina madre, que entraba apoy ándose en el brazo del joven príncipe de Condé, la princesa se halló de nuevo alejada de su hermana. Se produjo entonces un movimiento general que el duque de Guisa aprovechó para acercarse a su cuñada, la señora de Nevers, y, por consiguiente, a Margarita. La señora de Lorena, que no había perdido de vista a la joven reina, vio desaparecer de su frente la nube que hasta entonces la velara y subir hasta sus mejillas una encendida llama. El duque continuaba aproximándose y, cuando estuvo a dos pasos de Margarita, esta, que más parecía sentirle que verle, se volvió, no sin hacer un violento esfuerzo para dar a su semblante una expresión calmosa e indiferente. El duque se inclinó ante ella en un respetuoso saludo mientras murmuraba a media voz: —Ipse attuli. Lo que significaba: « Lo he traído» o « Lo he traído yo mismo» . Margarita devolvió su reverencia al joven duque y al incorporarse pronunció esta respuesta: —Noctu pro more. O lo que es igual: « Esta noche, como de costumbre» . Estas dulces palabras, apagadas por el enorme cuello almidonado del vestido de la princesa, cual lo hubieran sido por una mampara, no fueron oídas más que por la persona a quien iban dirigidas. Por corto que fuese, el diálogo encerraba, sin duda, cuanto tenían que decirse, ya que, terminado este intercambio de dos palabras por tres, se separaron, Margarita más pensativa y el duque con el rostro más radiante que antes de haberse acercado. Tuvo lugar esta pequeña escena sin que el más interesado en observarla pareciera prestar la menor atención. El rey de Navarra no tenía ojos más que para una sola persona, que reunía en torno suyo una corte casi tan numerosa como Margarita de Valois: esta persona era la bella señora de Sauve. Carlota de Beaune-Semblancay, nieta del desdichado Semblancay y esposa de Simón de Fizes, barón de Sauve, era una de las damas de honor de Catalina de Médicis y una de las más temibles colaboradoras de esta reina, que ofrecía a sus enemigos el filtro del amor cuando no se atrevía a darles el veneno florentino. Pequeña, rubia, tan pronto chispeante como melancólica, siempre dispuesta al amor y a la intriga, esos dos grandes quehaceres que desde hacía cincuenta años ocupaban a la corte de los tres últimos reyes, mujer en toda la acepción de la palabra y con todo el encanto que esto implica, desde los ojos azules lánguidos o llameantes hasta los piececitos inquietos y arqueados en su calzado de terciopelo, la señora de Sauve era dueña desde hacía algunos meses de todos los pensamientos del rey de Navarra, que se iniciaba entonces tanto en la carrera amorosa como en la política; de modo que Margarita de Navarra, belleza magnífica y real, ni siquiera pudo despertar la admiración en el fondo del corazón de su esposo. Cosa extraña y que asombraba a todo el mundo, incluso a este alma llena de tinieblas y de misterios, era que Catalina de Médicis, al mismo tiempo que perseguía su proyecto de unión entre su hija y el rey de Navarra, no había dejado de favorecer, casi abiertamente, los amores de este con la señora de Sauve. Mas a pesar de ay uda tan poderosa y a despecho de las costumbres fáciles de la época, la bella Carlota había resistido hasta entonces. De esta resistencia sin precedentes, increíble, inaudita, más aún que de la belleza y de la inteligencia de la que resistía, nació en el corazón del bearnés una pasión que, no pudiendo satisfacerse, se replegó sobre sí misma, devorando en el corazón del joven rey la timidez, el orgullo y hasta aquella despreocupación mitad filosófica, mitad perezosa, que constituía el fondo de su carácter. La señora de Sauve hacía unos minutos que acababa de entrar en el salón de baile; fuera por desprecio o por resentimiento, había resuelto en un principio no asistir al triunfo de su rival y, pretextando una indisposición, había consentido que su esposo, secretario de Estado desde hacía cinco años, fuera solo al Louvre. Pero, al ver al barón de Sauve sin su esposa, Catalina de Médicis se informó de la causa que mantenía alejada a su amada Carlota. Al saber que sólo se trataba de una leve indisposición, le escribió unas líneas rogándole que se presentara, ruego que esta se apresuró a obedecer. Enrique, aunque muy triste al principio por su ausencia, respiró con más libertad al ver entrar solo al señor de Sauve; pero en el momento en que, no esperando ni remotamente su llegada, se acercaba suspirando a la amable criatura a la que estaba condenado si no a amar, por lo menos a tratar como esposa, vio aparecer a la señora de Sauve en el extremo de la galería. Entonces se quedó clavado en su sitio con los ojos fijos en aquella Circe que lo encadenaba con un lazo mágico. Luego, en lugar de dirigirse a su esposa, se acercó a la señora de Sauve con un movimiento de vacilación que más parecía de asombro que de temor. Los cortesanos, por su parte, viendo que el rey de Navarra, cuy o corazón ardiente conocían, se aproximaba a la hermosa Carlota, no se atrevieron a impedirlo, y se alejaron.

Así, al mismo tiempo que Margarita de Valois y el señor de Guisa intercambiaban las pocas palabras latinas que hemos mencionado, Enrique entablaba con la señora de Sauve, en un francés muy inteligible, aunque salpicado de acento gascón, una charla menos misteriosa. —¡Oh, amiga mía —le dijo—, aparecéis aquí en el momento en que acaban de informarme que estabais enferma y cuando había perdido ya la esperanza de veros! —¿Pretenderá Vuestra Majestad —respondió la señora de Sauve— hacerme creer que le habría costado mucho perder esa esperanza? —¡Cómo! Ya lo creo —repuso el bearnés—. ¿Acaso no sabéis que vos sois mi sol durante el día y mi estrella durante la noche? Os aseguro que me creía en la oscuridad más profunda. Al llegar vos iluminasteis todo de pronto. —Entonces, ¿os he hecho una mala pasada? —¿Qué queréis decir, amiga mía? —Quiero decir que, cuando se es dueño de la mujer más hermosa de Francia, lo único que se debe desear es que la luz deje paso a la oscuridad, porque es en la oscuridad donde nos espera la dicha. —Esta dicha, querida, sabéis muy bien que depende de una sola persona y que esta persona se ríe y se burla del pobre Enrique. —¡Oh! —replicó la baronesa—. Yo había creído que, por el contrario, esa persona era el juguete y la burla del rey de Navarra. Enrique se quedó estupefacto ante aquella actitud hostil, pero después cay ó en la cuenta de que era producto del despecho, y pensó que este no es más que la máscara del amor. —En verdad, querida Carlota —dijo—, me acusáis muy injustamente y no comprendo cómo una boca tan bella pueda ser a un mismo tiempo tan cruel. ¿Creéis por ventura que soy yo quien se casa? ¡Oh, no, de ninguna manera! ¡Qué voy a ser y o! —Seré yo entonces —repuso la baronesa con acritud, si es que puede parecer agria la voz de la mujer que nos ama y se queja de no sentirse correspondida. —¿Con unos ojos tan bellos, no alcanzáis a ver más allá? No, no, no es Enrique de Navarra quien se casa con Margarita de Valois. —¿Pues quién es? —¡Por Dios, baronesa! Es la religión reformada la que se casa con el Papa. ¡Ni más ni menos! —Nada de eso, señor, no pienso dejarme engañar por vuestros juegos de ingenio; Vuestra Majestad ama a Margarita y no soy y o, Dios me libre, quien puede reprochároslo. Ella es lo bastante hermosa como para ser amada. Enrique reflexionó un instante, durante el cual las comisuras de sus labios fingieron una sonrisa. —Baronesa —dijo—, según veo, buscáis querella. No tenéis derecho a ello. ¿Qué habéis hecho, decidme, para impedir que me case con Margarita? Nada. Por el contrario, me habéis hecho perder toda esperanza. —¡Bien castigada estoy! —respondió la señora de Sauve.

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