debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


La Profecía del Águila – Simon Scarrow

La pareja de centuriones formada por Macro y Cato se encuentra en Roma a la espera de ver cómo se resuelve el conflicto en que se han visto metidos como resultado del asesinato del general Plautio, cuando inesperadamente cae en sus manos una misión de la que depende el futuro del Imperio romano. Se trata de recuperar unos papiros de incalculable valor que se hallan en manos de piratas, lo que les obliga a embarcarse y enfrentarse a las terribles hordas de piratas que pugnaban por aquella época (45 a. C.) con las tropas romanas por el control del Mediterráneo. Sin duda, se trata de la aventura más arriesgada a la que se han enfrentado los personajes de Scarrow hasta la fecha, y en este caso con la particularidad de desconocer por completo el medio en el que han de desenvolverse (el mar) y, por si fuera poco, en compañía de uno de sus más acérrimos rivales, Vitelio. Scarrow es un genio imprimiendo sentido del humor, humanidad a los personajes y una estupenda recreación de la vida cotidiana en Roma que muestra un profundo conocimiento de las costumbres militares de la época. El vigor narrativo insuperable en el relato de acciones y de tramas marcadas por la rivalidad y las traiciones, a lo que, en esta ocasión, hay que añadir una apasionante recreación de las batallas navales y de la vida en el mar. Una serie que no dejará indiferentes a lectores apasionados de las novelas de civilizaciones antiguas y en este caso a los apasionados de las batallas navales.


 

Los tres barcos se alzaron con el paso del suave oleaje bajo sus quillas. Por un momento, antes de que las embarcaciones descendieran en el seno de las olas, el puerto de Rávena quedó a la vista desde la elevada cubierta del timón del mercante. La nave estaba atrapada entre dos liburnas, asegurada mediante varios garfios de abordaje amarrados a las hitas de los barcos que tenía a ambos lados. Los piratas que iban a bordo de las liburnas habían levantado los remos y arriado las velas mayores a toda prisa antes de irrumpir a bordo del mercante. El asalto había sido reñido y sangriento. Las pruebas de la furia de los atacantes yacían esparcidas por cubierta: cuerpos rotos de marineros despatarrados sobre oscuras manchas de sangre por la lisa y gastada tablazón del suelo. Entre ellos se contaban los cadáveres de más de una veintena de piratas y, desde la cubierta del timón, el capitán de la liburna mayor observaba la escena con el ceño fruncido. Había perdido demasiados hombres al abordar el barco. Por regla general, la aulladora oleada de piratas armados que afluían en avalancha por la borda ponía tan nerviosas a las víctimas que éstas soltaban sus armas y se rendían enseguida. Esta vez no había sido así. La tripulación del barco mercante, junto a un puñado de pasajeros, se había enfrentado a los piratas en el mismo pasamanos de la embarcación y los había rechazado con una determinación tan enérgica como el capitán pirata no recordaba haber visto nunca antes; desde luego, no la había visto en la constante sucesión de embarcaciones comerciales que sus hombres y él habían venido apresando durante los últimos meses. Armados con picas, bicheros, cabinas y unas cuantas espadas, los defensores se habían mantenido firmes cuanto tiempo fue posible hasta que unos hombres mejor armados y que les superaban en número los obligaron a retroceder. Al capitán pirata le habían llamado la atención cuatro de ellos en particular: hombres corpulentos y fornidos, vestidos con unas sencillas túnicas pardas y armados con espacias cortas. Habían luchado hasta el final, espalda contra espalda en torno a la base del mástil, y se habían llevado por delante a una docena de piratas antes de que éstos los arrollaran y los mataran. El propio capitán había acabado con el último de ellos, pero no sin que previamente el hombre le hubiera abierto el muslo de una cuchillada, una herida superficial que, a pesar de llevar ahora vendada con fuerza, le seguía provocando un intenso y punzante dolor. El capitán pirata se dirigió a la cubierta principal. Se detuvo junto al mástil, empujó a uno de los cuatro cadáveres con su bota y dio la vuelta al cuerpo que quedó boca arriba.


El hombre tenía la complexión de un soldado y varias cicatrices. Igual que los demás. Quizás eso explicara su habilidad con la espada. Se puso de pie sin dejar de mirar al romano muerto. Así pues, era un legionario, lo mismo que sus compañeros. El capitán frunció el entrecejo. ¿Qué estaban haciendo unos legionarios en un barco mercante? Y no se trataba de unos legionarios cualesquiera, aquéllos eran hombres escogidos, de los mejores. No eran precisamente unos pasajeros ocasionales que regresaban de Oriente de permiso. Tampoco había duda de que habían organizado y dirigido la defensa del mercante. Y habían luchado hasta derramar la última gota de sangre, sin pensar siquiera en rendirse. « Una lástima» , reflexionó el capitán. Le habría gustado ofrecerles la oportunidad de que se unieran a su tripulación. Algunos hombres lo hacían. Al resto los vendía a tratantes de esclavos que no preguntaban nada acerca de la procedencia de sus propiedades y lo bastante sensatos como para asegurarse de que estos esclavos fueran trasladados al mercado del extremo opuesto del Imperio. Una vez cortada su lengua, los legionarios hubieran resultado por igual valiosos como reclutas o esclavos; y resultaría difícil que alguien se quejara de la injusticia de su esclavitud si no podía hablar… Sin embargo, aquellos soldados estaban muertos. Una muerte que no había tenido ningún sentido, decidió el capitán. A menos que hubiesen jurado proteger algo, o a alguien. De ser así, ¿qué estaban haciendo en aquel barco? El capitán pirata se frotó el vendaje del muslo y recorrió la cubierta con la mirada. Sus hombres habían abierto las escotillas de la bodega de carga y se pasaban el cargamento que tenía aspecto de ser más valioso para izarlo al piso superior, donde sus compañeros abrían cajas y arcones y rebuscaban entre su contenido a la caza de objetos de valor. Bajo cubierta, otros piratas registraban las posesiones de los pasajeros y a través de las tablas del suelo oía a sus pies golpes sordos y chasquidos. El capitán pasó por encima de los cadáveres que yacían en la base del mástil y se abrió paso hacia la proa. Apretujados allí estaban los supervivientes del ataque: un puñado de marineros, en su mayoría heridos, y varios pasajeros. Lo observaron con recelo cuando se acercó. Estuvo a punto de sonreír al ver que uno de los marineros temblaba al tiempo que intentaba alejarse poco a poco de él. El capitán se obligó a mantener un rostro imperturbable.

Por debajo de los enmarañados y apelmazados mechones de cabello oscuro y de una frente pronunciada, miraban unos ojos penetrantes. Tenía la nariz rota y torcida y una nudosa y blanca cicatriz describía una ceñida curva por su barbilla, que ascendía por encima de los labios y por la mejilla. Su aspecto producía un tremendo efecto en aquellos que la contemplaban, pero aquellas heridas no eran las marcas de la experiencia de un hombre que se había dedicado toda la vida a la piratería. Más bien las había llevado consigo desde su infancia, cuando, siendo un bebé, sus padres lo habían abandonado en los barrios bajos del Pireo, pero hacía mucho tiempo que la causa de sus horribles cicatrices había caído en el olvido. Los pasajeros y la tripulación del mercante se encogieron ante el pirata cuando éste se detuvo a una espada de distancia y paseó sobre ellos la mirada de sus ojos oscuros. —Soy Telémaco, el jefe de estos piratas —informó en griego a los aterrorizados marineros—. ¿Dónde está vuestro capitán? No hubo respuesta, sólo la nerviosa respiración de unos hombres que se enfrentaban a un cruel e inminente destino. El pirata no apartó sus ojos de ellos cuando bajó la mano y desenvainó con lentitud su falcata. —He preguntado por el capitán. —¡Por favor, señor! —interrumpió una voz. La mirada del pirata se desvió hacia el hombre que con tanta desesperación había retrocedido para alejarse de él. El marinero levantó el brazo y señaló con un dedo tembloroso hacia un punto más adelantado de la cubierta—. El capitán está allí… Está muerto… Vi cómo lo matabais, señor. —¿Ah, sí? —Los gruesos labios del pirata se torcieron en una sonrisa—. ¿Cuál de ellos es? —Está allí, señor. Junto a la escotilla de popa. El gordo. El capitán pirata miró por encima del hombro y sus ojos buscaron el cuerpo rechoncho de un hombre bajo, tumbado con los brazos y piernas extendidos sobre la cubierta. Era más bajo ahora que le faltaba la cabeza, la misma que ahora no se veía por ninguna parte. Telémaco frunció el ceño un momento hasta que recordó el instante después de haber saltado a cubierta. Frente a él, un hombre, el capitán del mercante, había soltado un grito y había dado media vuelta para huir. El reluciente filo de su falcata había descrito un arco que hendió el aire, había atravesado aquel cuello rollizo sin apenas una sacudida la cabeza del capitán se había elevado de un salto y había caído por la borda. —Sí…, me acuerdo. —La sonrisa del pirata se ensanchó para convertirse en una mueca de satisfacción—. Entonces, ¿quién es el primer oficial? El marinero que hasta el momento había sido el único en hablar se volvió a medias e indicó con un leve movimiento de la cabeza a un corpulento nubio que estaba de pie a su lado.

—¿Tú? —El pirata hizo un gesto con la punta de su espada. El nubio le dirigió una mirada desdeñosa y fulminante a su camarada de a bordo antes de asentir con un cabeceo. —Da un paso adelante. El primer oficial avanzó a regañadientes y observó a su captor con recelo. Telémaco se alegró al ver que el novio tenía agallas para mirarlo a la cara. Al menos, entre los supervivientes había uno que se podía considerar un hombre. El pirata señaló hacia atrás, hacia los cadáveres que había en torno al pie del mástil. —Esos hombres, esos fornidos cabrones que mataron a tantos de los míos, ¿quiénes eran? —Guardaespaldas, señor. —¿Guardaespaldas? El nubio movió la cabeza en señal de afirmación. —Embarcaron en Rodas. —Entiendo. ¿Y a quién protegían? —A un romano, señor. Telémaco miró por encima del hombro del nubio a los demás prisioneros. —¿Dónde está? El nubio hizo un gesto de ignorancia. —No lo sé, señor. No lo he visto desde que nos abordasteis. Puede que esté muerto. Quizá se hay a caído por la borda, señor. —Nubio… —El capitán se inclinó para acercarse más a él y le habló en un tono frío y amenazador—. No nací ayer. Muéstrame a este romano o te enseñaré qué aspecto tiene tu corazón… ¿Dónde está? —Aquí —respondió una voz desde el fondo del grupo de prisioneros. Una figura avanzó abriéndose paso a empujones, un hombre alto y delgado con los inconfundibles rasgos de su raza: cabello oscuro, piel olivácea y la larga nariz por encima de la cual los romanos tenían tendencia a mirar con menosprecio al resto del mundo. Llevaba puesta una túnica sencilla, sin duda intentando hacerse pasar por uno de los viajeros de tercera clase que viajaban toda la travesía en cubierta. Sin embargo, la vanidad de aquel hombre era incontenible y un caro anillo todavía adornaba el dedo índice de su mano derecha. El capitán se fijó de inmediato en el gran rubí engastado en un aro de oro.

—Será mejor que reces para que salga con facilidad… El romano bajó la mirada. —¿Esto? Ha pertenecido a mi familia durante generaciones. Mi padre lo llevó antes que y o, y mi hijo lo llevará después de mí. —No estés tan seguro de ello. —Una chispa divertida cruzó por el rostro marcado de cicatrices del capitán—. Y bien, ¿quién eres? Cualquier hombre que viaje con cuatro armatostes como acompañantes tiene que ser alguien influy ente… y rico. Entonces le llegó el turno de sonreír al romano. —Más de lo que puedas imaginar. —Lo dudo. Cuando se trata de riquezas tengo sobrada imaginación. Bueno, por mucho que me gustaría tener la rara oportunidad de compartir una charla con un hombre culto, me temo que no dispongo de tiempo. Existe la posibilidad de que uno de los vigías de Rávena fuera testigo de nuestra pequeña acción naval y hay a transmitido la información al comandante de la armada local. Aunque mis barcos son buenos, dudo que pudieran derrotar a una escuadra imperial. Así pues, dime, ¿quién eres, romano? Te lo pregunto por última vez. —Está bien. Cayo Cebo Segundo, a tu servicio. —Inclinó la cabeza. —¡Vaya! Bonito nombre. Parece noble. Me imagino que tu familia podría apoquinar un rescate decente, ¿no? —Por supuesto. Fija un precio, un precio razonable. Se te pagará, y luego puedes dejarme en la costa con mi equipaje. —¿Así de sencillo? —El capitán sonrió—. Tendré que considerarlo… —¡Capitán! ¡Capitán! Hubo un alboroto en popa cuando un pirata salió con precipitación por la escotilla que conducía a la cámara de los pasajeros. Llevaba algo liado con una sencilla tela de lino.

—¡Mira, capitán! ¡Mira esto! Todos los rostros se volvieron hacia aquel hombre que corría hacia la proa y que entonces cay ó de rodillas mientras depositaba con sumo cuidado el fardo en el suelo y retiraba los pliegues de la tela para dejar al descubierto un pequeño cofre, fabricado con una madera lisa y oscura, casi negra. El cofre poseía un brillo vítreo que tenía la huella del tiempo y de las muchas manos que habían acariciado su superficie. La madera estaba reforzada con tiras de oro. Allí donde las bandas de oro se cruzaban, se distinguían, engastados, unos pequeños camafeos de ónice, representaciones de los más poderosos dioses griegos. Una pequeña placa de plata en la tapa contenía la ley enda: M. ANTONIUS HIC FECIT. —¿Marco Antonio? —Por un momento, el capitán pirata quedó absorto de admiración ante la belleza de aquel objeto, luego su mente profesional empezó a calcular su precio y levantó la vista hacia el romano—. ¿Es tuyo? El rostro de Cayo Cebo Segundo permaneció impasible. —De acuerdo, entonces no es tuvo…, pero está en tu poder. Es una pieza magnífica. Debe de valer una fortuna. —En efecto —admitió el romano—. Y puedes quedártelo. —¿Sí? ¿Puedo? —repuso Telémaco con mucha ironía—. Muy amable por tu parte. Creo que lo haré. El romano inclinó la cabeza gentilmente. —Sólo permíteme conservar el contenido. El capitán lo miró con dureza. —¿El contenido? —Unos cuantos libros. Algo para leer mientras se arregla el asunto del rescate. —¿Libros? ¿Qué clase de libros se guardarían en una caja como ésa? —Historias, nada más —se apresuró a explicar el romano—. Nada que pudiera interesarte. —Deja que sea yo quien lo juzgue —le reconvino el capitán, y se agachó para examinar el arcón con más detenimiento. Con una pequeña cerradura en la parte frontal, el cofre estaba tan bien hecho que sólo una línea apenas perceptible mostraba el lugar donde la tapa se unía a la mitad inferior.

El capitán alzó la vista. —Dame la llave. —No…, no la tengo. —Nada de juegos, romano. Quiero la llave ahora mismo. O vas a ser pasto de los peces, a trocitos pequeños. Por un momento, el romano guardó silencio y no hizo movimiento alguno. Entonces, un relumbrante destello brilló cuando el brazo del capitán se alzó con rapidez y la punta de su espada se detuvo a un dedo de distancia del cuello del romano, firme como una roca, como si nunca se hubiese movido. El romano se estremeció y en ese instante, por fin, demostró su miedo. —La llave… —exigió Telémaco en voz baja. Segundo agarró el anillo con los dedos de la otra mano e hizo todo cuanto pudo por quitárselo. Le ceñía mucho el dedo y, al intentar sacarlo, sus arregladas uñas le arañaron la piel. Al fin, lubricado por manchas de sangre, el anillo salió acompañado de un gruñido de esfuerzo y dolor. Tras dudarlo un momento, el romano le ofreció el anillo al capitán pirata, extendiendo con lentitud los dedos para descubrir el aro de oro que descansaba en la palma de su mano; sólo que éste no era un anillo. En su parte inferior, y paralela al dedo, sobresalía una pequeña espiga trabajada con elegancia y con un ornamentado dispositivo en el extremo. —Ten. —El romano hundió los hombros con aire derrotado cuando el capitán pirata agarró el anillo y metió la llave en la cerradura. La llave estaba diseñada para ser insertada en una sola posición y le costó un poco encontrar la orientación correcta. Mientras tanto, el resto de miembros de su tripulación avanzó en tropel para ver lo que ocurría. La llave encajó en su sitio y el capitán la hizo girar. Se oy ó un suave ruidito seco y la tapa se levantó ligeramente. Telémaco la alzó con dedos ávidos, empujándola sobre sus goznes para dejar el contenido al descubierto. Puso mala cara. —¿Rollos? En el pequeño arcón descansaban tres grandes rollos de pergamino, sujetos a unas varillas de marfil y cubiertos con unas fundas de cuero blando. Las fundas estaban tan descoloridas y manchadas que el capitán supuso que los libros debían de ser antiguos.

Se los quedó mirando con expresión decepcionada. Un arca como aquélla tenía que haber contenido una fortuna en joyas o monedas, no libros. ¿Por qué iba a viajar un hombre con un cofre tan maravilloso sólo para utilizarlo como transporte de unos cuantos rollos gastados? —Ya te lo dije —el romano forzó una sonrisa—, no son más que rollos. El pirata le lanzó una mirada perspicaz. —¿Sólo rollos? No lo creo. Se puso de pie y se volvió hacia su tripulación. —¡Llevad este cofre y el resto del botín a nuestros barcos! ¡En marcha! Los piratas se concentraron al instante en su tarea y trasladaron a toda prisa los artículos más valiosos del cargamento a las cubiertas de las dos liburnas abarloadas. La may or parte de la carga era mármol, valioso pero demasiado pesado para embarcarlo en sus naves. No obstante, sí tenía una utilidad inmediata, pensó el capitán pirata con una maliciosa mueca. Mandaría el barco directo al fondo del mar cuando llegara el momento. —¿Qué vas a hacer con nosotros? —preguntó Segundo. El capitán pirata dejó de lado la supervisión de sus hombres y al girarse vio que los marineros lo observaban expectantes, sin esforzarse por ocultar su miedo. Telémaco se rascó la incipiente barba del mentón. —Hoy he perdido a unos cuantos hombres buenos. Demasiados hombres buenos. Tendré que apañarme con algunos de los vuestros. El romano adoptó un aire despectivo. —¿Y si no queremos unirnos a vosotros? —¿Queremos? —El capitán le dirigió una lenta sonrisa—. Un consentido aristócrata romano no me sirve de nada. Tú te quedarás con el resto, con los que no van a venir con nosotros. —Entiendo. —El romano entornó los ojos y dirigió la mirada hacia el horizonte, hacia el lejano faro de Rávena, calculando la distancia. De pronto el capitán se echó a reír y meneó la cabeza. —No, no lo entiendes. No vais a obtener ayuda de vuestra armada.

Tú y los demás ya llevaréis mucho tiempo muertos antes de que puedan mandar un barco hasta aquí. Además, no va a quedar nada que puedan encontrar. Tú y este barco os vais a hundir juntos. Telémaco no aguardó una respuesta, sino que se dio la vuelta con rapidez, cruzó la cubierta a grandes zancadas y se deslizó hasta la de su embarcación con la facilidad que da la experiencia. El cofre y a lo estaba esperando al pie del mástil, pero apenas le dedicó una breve mirada codiciosa cuando se detuvo para gritar sus órdenes. —¡Héctor! La cabeza entrecana de un fornido gigante se alzó por encima del pasamanos del mercante. —¿Sí, jefe? —Prepáralo todo para incendiar la embarcación. Pero antes escoge a los mejores de entre los prisioneros. Quiero que los lleves a bordo de tu barco. Al resto puedes matarlos. Deja a ese cerdo arrogante romano para el final. Quiero que sude un poco antes de que te encargues de él. Héctor esbozó una sonrisa burlona y desapareció de su vista. Poco después se oyó un estrépito de astillazos cuando los piratas se pusieron a arrancar algunos maderos para hacer una pira en la bodega del mercante. El capitán concentró de nuevo su atención en el cofre y se acuclilló otra vez delante de él. Al mirarlo con detenimiento, advirtió que se trataba de una magnífica pieza de artesanía. Sus dedos acariciaron el intenso lustre de la superficie y se deslizaron con delicadeza por encima del oro y los camafeos de ónice. Telémaco volvió a menear la cabeza. —Rollos… Valiéndose de ambas manos, el capitán abrió el cierre y levantó con suavidad la tapa. Se detuvo un momento y luego metió la mano dentro y sacó uno de los rollos de pergamino. Era mucho más pesado de lo que había creído y, por un instante, se preguntó si no habría alguna cantidad de oro oculto en su interior. Sus dedos intentaron desatar la correa y, al levantar el rollo para ver mejor el nudo, percibió un débil aroma a cidra que emanaba del libro. El nudo se deshizo tras un pequeño esfuerzo, el pirata dejó la correa a un lado con una sacudida y sostuvo el extremo del pergamino con una mano mientras con la otra desenrollaba las primeras páginas. Estaba escrito en griego. La caligrafía era anticuada pero bastante legible y Telémaco empezó a leer.

Al principio, mientras sus ojos iban recorriendo cada línea del texto, sus rasgos denotaron un sentimiento de confusión y frustración. De la cubierta del mercante llegó un repentino chillido de terror que se interrumpió bruscamente. Una breve pausa y luego otro grito, seguido de una voz que balbuceó pidiendo clemencia antes de quedar cortada también de pronto. El capitán sonrió. No habría clemencia. Conocía lo suficiente a su subordinado, Héctor, para saber que disfrutaba muchísimo matando a otros hombres. Se distinguía en el arte de infligir dolor, más que en la habilidad de comandar una embarcación pirata de líneas elegantes y tripulada por algunos de los hombres más sedientos de sangre que había conocido nunca. El capitán volvió a concentrarse en el rollo y siguió ley endo, aun cuando más gritos hendieron el salado aire que corría. Al cabo de un momento encontró una frase que se lo aclaró todo. La comprensión lo invadió como una fría oleada y entendió qué era lo que sostenía en sus manos. Supo dónde se había escrito, quién lo había escrito y, lo más importante, supo lo mucho que podrían valer esos rollos. Entonces se le ocurrió: una vez encontrara a los clientes adecuados, podía pedir cualquier precio por ellos. De repente volvió a dejar el rollo en el arcón y se levantó de golpe. —¡Héctor! ¡Héctor! Una vez más, la cabeza del hombre se divisó por encima del costado del barco capturado. Apoyado en el pasamanos, en una mano sostenía una larga daga curva de la que goteaba sangre que caía al mar entre las dos embarcaciones. —Ese romano… —empezó a decir Telémaco—, ¿lo has matado y a? —Todavía no. Es el siguiente. —Héctor sonrió satisfecho—. ¿Quieres mirar? —No, lo quiero vivo. —¿Vivo? —Héctor frunció el ceño—. Es demasiado blando para nosotros. No nos va a servir de nada. —¡Ya lo creo que nos va a ser útil! Nos va a ayudar a hacernos más ricos que Creso. ¡Tráemelo inmediatamente! Momentos después, el romano aguardaba hincado de rodillas en la cubierta, junto al mástil. Miraba al capitán y a su esbirro asesino con el pecho palpitante.

El capitán se fijó en que su actitud seguía siendo desafiante. Aquel hombre era romano hasta la médula y no había duda de que, detrás de su fría expresión, el desprecio por sus captores sobrepasaba con creces el terror que debía de sentir mientras aguardaba la muerte. El capitán le propinó unos golpecitos en el pecho con la punta de su bota. —Sé lo de los rollos. Sé lo que son y puedo imaginar adónde los llevas. —¡Pues sigue imaginando! —El romano escupió en cubierta a los pies de su captor. ¡No te diré nada! Héctor alzó su daga y se abalanzó sobre él con un gruñido: —¡Ahora verás…! —¡Déjalo! —espetó el capitán, que extendió la mano con brusquedad—. He dicho que lo quiero vivo. Héctor se detuvo, la mirada de sus ojos asesinos se posó en su capitán, luego en el romano y de nuevo en su capitán. —¿Vivo? —Sí… Va a responder a unas cuantas preguntas. Quiero saber para quién trabaja. —No voy a contarte nada —insistió el romano con desdén. —¡Oh, sí! Sí que lo harás. —El capitán se inclinó sobre él—. Crees que eres valiente. Eso ya lo veo. Pero he conocido a muchos hombres valientes en mi vida, y ninguno de ellos ha resistido mucho tiempo frente a Héctor, aquí presente. Él sabe cómo infligir dolor y hacer que dure, y lo sabe más que ningún otro hombre que haya conocido. Es una especie de genio. Un artista de la tortura, si quieres decirlo así. Un gran apasionado de su arte… El capitán miró con fijeza a los ojos de su prisionero hasta que al final el romano se estremeció. Telémaco sonrió mientras se erguía y se volvió hacia su subordinado. —Mata a los demás lo más rápido que puedas. Luego incendia el barco. En cuanto lo hayas hecho, te quiero aquí, a bordo.

El tiempo que tardemos en volver a casa lo pasaremos con nuestro amigo… A la vez que la luz de la tarde caía sesgadamente sobre la ondulada superficie del mar, una espesa y arremolinada nube de humo envolvió al saqueado mercante. Unas lenguas de fuego se alzaron en medio de la humareda cuando, bajo cubierta, las llamas prendieron y se extendieron por toda la embarcación. El fuego no tardó en llamear y las jarcias, una ardiente tracería de cuerdas, se incendiaron como decoraciones infernales. Los chasquidos y estallidos de la madera ardiendo y el rugido de las llamas eran del todo audibles para los hombres que se hallaban en las cubiertas de los dos barcos piratas, aquellas naves que se alejaban en dirección contraria a las costas de Italia. Mucho más allá del horizonte se hallaba el litoral de Iliria, con su laberinto de ensenadas e islas desiertas y remotas. Los sonidos del barco que se consumía fueron desvaneciéndose con lentitud tras ellos. Poco después, el único sonido que rompió la serenidad de las embarcaciones que se deslizaban por el mar fueron los gritos enloquecidos de un hombre sometido a una clase de tortura que no había concebido ni en sus más horrorosas pesadillas.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |