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La Prisionera Del Mar – Elisa Sebbel

Cabrera, 5 de mayo de 1809 Hacía unas horas que me había dormido. La fiebre y el intenso dolor que habían nacido en el fondo de mi vientre habían acabado venciendo mi cuerpo magullado. Cuando por fin abrí los ojos, me pareció estar soñando. Los espectros de ese barco, que unas horas antes yacían sin vida sobre el puente, habían recobrado no sé de qué forma un último aliento de fuerza. Mis compañeros, víctimas de un repentino delirio, no cesaban de desgañitarse: «¡Tierra! ¡Tierra!», de pie, con los brazos en alto, bailando casi de alegría. Yo también me levanté. Un enorme peñasco pelado se alzaba ante nosotros. ¿Iban a abandonarnos allí? ¿En esa isla estéril, en esa roca desnuda en medio de los escarpados acantilados que las olas golpeaban sin cesar? ¡Allí! ¡Sin nada! El entusiasmo de los prisioneros no se podía entender. ¿Se habían vuelto locos? ¿Solo pensar en poner pie en tierra después de cuatro meses a bordo de navíos infames les había hecho olvidar lo esencial? No íbamos a ver nuestra querida Francia tan pronto. Es más: ¿volveríamos a verla algún día? Estaba al límite de mis fuerzas. El cansancio había agotado mi moral y mis esperanzas se habían desvanecido. Ya no quedaba nada de la alegre cantinera de buen corazón y un optimismo inquebrantable. Había quedado sepultada bajo el cadáver de su amado esposo. Después de haber pasado un estrecho canal entre dos promontorios verticales, la fragata echó el ancla en una gran bahía semicircular que quedaba protegida por unas colinas de crestas recortadas y de áridas laderas, moteadas aquí y allá por unos pocos matorrales bajos. Otras cuatro embarcaciones nos habían adelantado, y la costa se había llenado de chalupas que desembarcaban su carga humana sin demora, afanándose por desembarazarse de esos enemigos que nadie quería. De pronto me acordé de Marie y de sus recién nacidos y rápidamente bajé a la cala para ayudarla. Se había adormecido con sus bebés pegados todavía al pecho. Henri, el cirujano que había asistido en su alumbramiento, la miraba con un aire tiernamente preocupado. Ante la escena tan dulce que se producía en esa bodega nauseabunda, se me encogió el corazón. Los españoles nos descargaron rápidamente a unos metros de la ribera. Nuestros carceleros se daban prisa en abandonarnos, pues el sol iba descendiendo en el horizonte. Me quité las polainas y los zapatos, me los colgué alrededor del cuello y me subí la falda para no mojarla. Tras el olor fétido de los barcos-prisión, que mezclaba la acritud de la orina y del vómito con el de los cuerpos en descomposición, el soplo puro de la orilla me sentó maravillosamente bien. Por vez primera desde hacía meses respiré a pleno pulmón y cerré los ojos un instante. La suave arena se deslizaba bajo mis pies, el agua fresca y viva me hacía volver a la vida.


En la playa, los soldados se embriagaban con el aire fresco y el espacio. Algunos se echaban en ese suelo firme con la voluntad de sentirlo plenamente bajo su cuerpo. Otros corrían, saltaban, se abrazaban. Ansiosos de vida, ansiosos de esperanza, ansiosos de tierra. Los oficiales dejaron que sus hombres se abandonaran a ese repentino regocijo. No se hacían muchas ilusiones, pero ¿por qué privarles de ese pequeño momento de felicidad? Después, como es natural, las unidades se organizaron. Los alemanes, los polacos, los suizos, los italianos, los belgas, los gendarmes, los guardias de París, los marinos de la guardia, la primera legión, la tercera, la cuarta, la quinta, el regimiento 121, fueron cada uno por su lado para buscar un lugar donde pasar la noche. Henri me ofreció uno de los bebés dormidos de Marie y seguimos a nuestro regimiento de dragones. Nos anunciaron que los enfermos podían dirigirse a la fortaleza en ruinas, visible en lo alto del promontorio y ocupada ya por los oficiales primeros. Pero Marie no tenía fuerzas para cubrir los quinientos metros de ascensión abrupta y Henri prefería mantenerla a su lado para velar por ella. Así pues, tendríamos que dormir al raso con los nuestros. Cuando me di la vuelta hacia el mar, ya no quedaba ninguna señal de los buques españoles que nos habían traído a la isla. Aquel que conservaba los últimos recuerdos de mi querido Armand había desaparecido antes incluso de haber tenido tiempo de despedirme de él. Por vez primera desde hacía meses, una lágrima, tan solo una pequeñísima gota salada, se escapó de mi ojo derecho, esa misma lágrima que no había podido derramar cuando murió mi compañero. Dejé que fuera resbalando suavemente, cálida, por mi cara. Cuando estuvo a punto de caer en el vacío, la recogí con el índice y le di un beso. Con ese gesto, el hijo de Marie se despertó. Lo mecí cariñosamente apretándolo entre mis brazos. Ese pedacito de vida estaba ahí y me necesitaba. La vida ahuyentaba a la muerte, pero la tristeza no se desvanecía. El regimiento se instaló en un terreno yermo entre la playa y la colina. Cada uno buscó un lugar donde echarse entre las rocas y los macizos cubiertos de maleza que poblaban el suelo calcáreo. Finalmente, Henri encontró una pequeña explanada en la que poder instalar a la joven madre. Mientras los hombres empezaban a juntar ramas secas para encender un fuego, yo me fui a buscar hierbas y hojas para confeccionar una cuna para los pequeños. Un oficial español se había apiadado de ellos y le había regalado una manta a Marie, pero ¿bastaría para protegerlos de la humedad de la noche? Hice varios viajes, arrancando y cortando directamente con la mano lo que me parecía más adecuado.

Mis manos delgadas, llenas de grietas, me escocían; mis piernas, que habían perdido toda su musculatura por falta de ejercicio en los pontones y la fragata, temblaban; y la cabeza, que no se había acostumbrado todavía a la estabilidad de la tierra firme, me daba vueltas. Pero al entrar en un sendero, bien escondido en medio de media docena de pequeñas rocas, ¡qué feliz sorpresa! Un bonito plantón de peonías rosa me estaba esperando. Recogí tres o cuatro que perfumaron el aire con su suave aroma a canela. Tan contenta como si hubiese encontrado una moneda de oro, corrí a entregárselas a mi amiga. Al verlas, Marie prorrumpió en lágrimas. Su estado le había devuelto las emociones, mientras que a todos nosotros la guerra nos había aseptizado el corazón. Permaneció largo rato admirándolas, acercando de vez en cuando el rostro a los estambres amarillos y respirando profundamente mientras sonreía. Había recogido suficientes briznas de hierba y ramitas para hacer un jergón lo bastante grueso para los niños y para su madre. El mío era un poco más delgado. El sol se ponía tras la montaña pelada y una buena hoguera nos daba calor. Reunidos a su alrededor, engullimos con dificultad las pocas galletas marineras que los españoles nos habían distribuido en la embarcación y que el agua solo había reblandecido ligeramente. Precavidos y acostumbrados a la miseria, guardamos unas cuantas para el día siguiente y sobre todo para la joven madre. Un cabo entonó una canción popular, un tambor le acompañó y, al poco, les siguió toda la guarnición. Extenuada, me acosté, cerré los ojos y el olor familiar del fuego me trasladó a otros tiempos. Allí estaba Armand, alto, robusto, con el cuerpo llenando todo el vano de la puerta. Su rostro moreno mostraba una crispación que no era normal en él, pues era una persona jovial que siempre acostumbraba a estar contento al volver a su nuevo hogar después de una dura jornada de trabajo. Me besó suavemente en la mejilla y se sentó sin decir ni una palabra. Como cada noche, le serví un plato de sopa. La comió con lentitud, luego carraspeó, sin que pudiese articular ni un solo sonido. Me puse a temblar. Ya sabía lo que me iba a anunciar. Hacía meses que lo temía. De ahí que hubiera adelantado nuestra boda, a pesar del desacuerdo con mi madre. Ella pensaba que mejor me hubiera casado con un propietario y no con un cortijero. Quise huir de ese destino, pero nadie puede escapar de él.

Había llegado su turno. El 7 de abril de 1807, Napoleón había llamado anticipadamente a la quinta de 1808. Su ejército, continuamente en guerra, necesitaba nuevos brazos: 80 000 hombres defenderían las fronteras y las costas del nuevo gran imperio en Alemania, en Prusia, en Polonia. Nos habíamos casado demasiado tarde. Esa misma mañana Armand se había presentado en el ayuntamiento de Senlis, pero no había reunido fuerzas suficientes para volver a casa hasta la noche. ¿Cómo anunciarme que le había tocado el número malo, que tendría que ocuparme de la granja yo sola? ¿Cómo iba a sobrevivir durante ese largo tiempo? Entreabrió de nuevo la boca, en vano. Rompí ese pesado silencio reteniendo las lágrimas y le dije que no importaba, que si le enviaban a la guerra, yo le seguiría. Me respondió que de ninguna manera, que sentía mucho haberme arrebatado a mi familia, con la que me había enfadado, para tener que abandonarme ahora, pero que una chica de diecisiete años no tenía nada que hacer en un ejército y que prefería saber que me las apañaría ahí en su tierra que tenerme a su lado bajo la amenaza del peligro. No me atreví a añadir nada y nos acostamos en silencio, uno en brazos del otro. Llegó el terrible día de la partida. Armand tenía que ir a pie hasta el punto de encuentro de los reclutas que iban a presentarse en el depósito de la primera legión de reserva en Lille. Me agarré a él llorando a lágrima viva, sin conformarme con dejarle irse. Alzó mi cabeza, sumergió su intensa mirada en la mía y me dijo con un tono pretendidamente ligero: —No te preocupes. No es más que una tropa de reserva. No se envía a la guerra a hombres sin experiencia. Ya lo verás, estaré de vuelta dentro de nada. Me acarició dulcemente la mejilla y me dio un largo beso, uno de esos besos que dejan sin respiración. Aprovechando mi aturdimiento, me soltó y se fue con paso decidido sin volverse. La imagen de su macuto permaneció grabada en mi retina durante mucho tiempo. Luego volví a sentirme feliz. Era otoño. Me había reunido con mi Armand en Ruan, donde la primera legión se había detenido un par de días antes de continuar hacia España para encarar un nuevo frente. Al enterarme por un vecino desertor de que estaría allí los próximos días, no había tenido ninguna duda. Rápidamente había cogido lo estrictamente necesario en una bolsa, había reunido todo mi dinero, había confiado las llaves de casa a mi hermana y me había lanzado a la carretera. Ya no podía vivir sin él, en medio de esa angustia cotidiana que consumía mi salud desde hacía cuatro meses.

Armand estaba tan contento de verme que se echó a llorar. En la pequeña habitación de un albergue rústico de la ciudad me tomó con fuerza, como no lo había hecho nunca. Permanecimos durante dos días así encerrados, cuerpo contra cuerpo, como si ya no existiera nada más que nuestro sabor salado, nuestro olor almizclado y nuestra piel ardiente. Ese día decidimos no abandonarnos nunca más. El invierno, la primavera y luego el otoño se habían sucedido, y yo ya no podía más con esas marchas interminables de Bayona a Andalucía, con esa España que nos detestaba, con los tiroteos, con las matanzas que nos esperaban a cada vuelta del camino, con el barro, el hielo, la lluvia o el calor insoportable. Las reservas de alimentos habían disminuido. Los refuerzos habían tardado en llegar. Esa avanzada sobre Cádiz, allí donde nuestros generales pensaban poder apoderarse fácilmente del puerto antes que los ingleses, se había convertido en un verdadero descenso a los infiernos. El miedo crecía en mí a medida que nos acercábamos. Ese 18 de julio de 1808, un mal presentimiento no se apartaba de mi mente, pero Armand, confiado, me estrechó fuertemente entre sus brazos, repitiéndome siempre: —¿Acaso el gran Ejército Imperial fue vencido alguna vez? ¿Acaso no somos dueños de la mitad del continente? Si hemos conquistado Holanda, Bélgica, Suiza, Italia, Prusia y Polonia, no será España la que se nos vaya a resistir. Ganar o perder, poco me importaba. Los vencedores eran aquellos que seguían vivos, los perdedores aquellos que morían. Acurrucada contra él, cerré los ojos unos instantes para olvidarme de todo. Dieciséis mil de los nuestros habían sobrevivido a la terrible batalla de Bailén.[1] Los vencedores españoles habían prometido repatriarnos a Francia desde el puerto de Cádiz. Así pues, habíamos comenzado nuestra marcha hacia esa ciudad, pero con el pretexto de que los barcos todavía no estaban listos, nos habían hecho esperar cinco largos meses en el campo andaluz, a merced de los cuchillos de los campesinos, para acabar encerrándonos en unos pontones que nuestros enemigos habían construido con los restos de nuestros buques de línea rescatados de la batalla de Trafalgar. En esos horribles barcos-prisión a la altura de Cádiz, amontonados como bestias de ganado, sin higiene alguna y poca alimentación, caí gravemente enferma. La fiebre subió, muy próxima al delirio. Armand no dejaba de hablarme, de suplicarme que continuara luchando. No quería que mi cadáver se juntara con el centenar de cuerpos tíficos que diariamente eran lanzados al mar. Había sobrevivido a las terribles epidemias que devastaban la prisión marítima y una fragata española nos conducía por fin hacia Francia. El cielo de esa mañana de abril de 1809 era claro, límpido. Iluminado por el sol con sus rayos dorados. —¡Armand, Armand, despierta! Mira qué buen día. El cuerpo demacrado de mi compañero recostado de lado no se movió.

—¡Vamos, Armand! ¡Levántate! Estaba muy exaltada. ¡Por fin se habían acabado aquellos cuatro meses en los tugurios flotantes, esa guerra infernal, la fiebre, el hambre y la sed! Volvíamos a casa. Le cogí del brazo. Su piel estaba fría. —¡Armand, Armand! Me desperté completamente entumecida y confusa. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba Armand? ¿Había estado soñando toda la noche? Estaba tiritando, el fuego se había apagado y solo quedaba el olor acre del humo frío. El sol despuntaba en el horizonte. Ante mí, abajo, en las claras aguas de la bahía turquesa, unos hombres desnudos se aprovechaban del nuevo privilegio de poder lavarse al fin y despojarse de los piojos que nos atormentaban. Los españoles nos habían dejado pudrir en la miseria durante casi un año. Habían transcurrido nueve largos meses desde la infausta batalla de Bailén. La playa se había transformado en un enorme tendedero para las camisas, los pantalones o las chaquetas que se habían limpiado mal que bien. Otros, los marinos de la guardia sin duda alguna, que habían resistido mejor que nosotros el cautiverio, intentaban en vano recorrer a nado los quinientos metros de anchura de la ensenada. Les envidiaba. ¿Podría encontrar yo también una pequeña cala aislada en la que poder desnudarme y frotar esa roña asquerosa que me cubría todo el cuerpo? Marie y sus gemelos dormían todavía. Henri ya se estaba ocupando de los hombres enfermos de nuestro regimiento que no habían tenido fuerzas para llegar a la fortificación. Su preciosa caja de hierro, que transportaba por todas partes como el mayor de los tesoros y que abría únicamente en los casos más desesperados, brillaba bajo los primeros rayos de sol. Ya no contenía más que su viejo maletín de piel de primeros auxilios con sus pinzas oxidadas y sus bisturís mal afilados, un poco de gasa, una única venda limpia y algunos vendajes sucios que había recuperado de sus compañeros muertos. Sin embargo, Henri estaba contento esa mañana, ya que el capitán de la fragata, sensible ante nuestra situación, le había facilitado un frasco de quina y una botella de ácido sulfúrico con el que unas cuantas gotas añadidas al agua bastarían para fabricar unos litros del mejor remedio contra el escorbuto. Su buen humor se contagiaba y yo también me sentía aliviada. —Tenemos mucho trabajo por hacer —me confesó—. Habría que empezar por lavar esas vendas con la ropa sucia y tenderlas al sol. Intentaremos sustituir poco a poco todos los vendajes de los heridos y ponerles ropa limpia. Podremos incluso añadir un poco de quina en los apósitos de aquellos que tienen gangrena —dijo esbozando una sonrisa. Henri había hablado con los oficiales y les había pedido que ordenaran a todos los hombres capaces de andar que tomaran un baño de mar y que aclararan bien sus prendas. Sabía, y los suboficiales también, lo importante que era una buena higiene para combatir el tifus.

Esa maldita enfermedad mataba a más hombres que las armas en los campos de batalla y había podido con mi pobre Armand. Pero los soldados estaban impacientes por descubrir la isla, buscar agua y alguna cosa que comer. Inmediatamente me puse en acción. No obstante, cuando me acerqué a la orilla, esa nube de cuerpos desnudos me hizo ruborizar y retroceder instintivamente. Ya había visto hombres en todo su esplendor e incluso había desnudado a más de uno. Pero aquellos no estaban enfermos, era distinto. Recorriendo las rocas durante más de un cuarto de hora, un lugar retirado me permitió al fin acceder al mar, sola. Me quité la chaqueta, los zapatos, las polainas, la falda y el cinturón que la mantenía en su lugar, ya que yo, que siempre había sido regordeta, flotaba ahora dentro de la ropa. Por miedo a ser sorprendida por un grupo de soldados, no me atreví a desnudarme completamente y me quedé con esa larga e infecta camisa de lino, tan tiesa, tan gris y tan hedionda de suciedad. El mar estaba helado, pero era algo divino. El agua fresca despertaba mis sentidos y me insuflaba una energía renovada. Froté cada centímetro de mi cuerpo, hasta lo más íntimo, con deleite. A cada movimiento mi piel recuperaba un poco más su blancura y volvía a ser mujer y humana. Borraba poco a poco todos esos meses en los que había sido reducida al estado de bestia, un animal acobardado que se contentaba con intentar sobrevivir, que había perdido todo sentimiento, toda dignidad y todo pensamiento. Con mis largos dedos ahora huesudos desenredé mi pelo infestado de piojos. ¿Tendría el agua de mar el mismo efecto que el vinagre sobre esa plaga? Froté después vigorosamente mi camisa y mis otras prendas, así como el montón de ropa que me habían entregado. A mi alrededor el agua se había enturbiado y las manos agrietadas me escocían debido a la sal y al frotamiento, pero yo sonreía. Me sentía revivir. Cuando regresé al campamento, Marie se había levantado, había alimentado a sus pequeños, que habían vuelto a dormirse, y daba de beber a un enfermo. Los españoles, temiendo los riesgos de una epidemia, habían dejado en la playa de nuestro desembarco las ollas de cobre, los calderos, los cuencos y los vasos que habíamos utilizado en los barcos. Los oficiales se habían encargado de repartirlos equitativamente entre los regimientos. Tres soldados de la primera legión habían encontrado una fuente de agua dulce durante su vagabundeo nocturno. Teníamos pues algo que beber y un recipiente para guardar el agua. En cuanto vi a mi amiga la regañé. ¿Qué estaba haciendo levantada? Necesitaba conservar todas sus fuerzas para sus criaturas.

—Y tú, ¿qué haces completamente mojada? —me replicó aturdida—. ¡Estás loca! Vas a coger frío. Por suerte, el sol ya calentaba bastante en ese inicio de jornada. Mi camisa estaba prácticamente seca. Solo mi gruesa falda de tela permanecería húmeda durante un buen rato. Tras haber extendido toda la ropa sobre las rocas de alrededor, me acerqué a ella y la ayudé a apagar la sed de los que tenían más fiebre a la vez que saciaba la mía. Los más débiles habían muerto durante la noche. Los soldados se habían llevado los cuerpos y los habían apilado en una hoguera a un centenar de metros de nuestro campamento. Hubieran preferido enterrar a sus queridos compañeros, pero, al no disponer ni de picos ni de palas, era imposible cavar en un terreno tan duro y tan pedregoso. Así que iban a quemarlos. La mañana transcurrió con rapidez y el sol llegó a su punto más alto en un imperturbable cielo azul intenso. La temperatura subía y los enfermos sufrían bajo los rayos ardientes. No había ningún árbol para cobijarnos. Cubrí su cabeza con las camisas lavadas de los que habían fallecido. De vez en cuando, nerviosa, lanzaba una mirada impaciente a la entrada de la bahía, esperando divisar una chalupa a lo lejos. ¿Iban a traernos víveres? Las tripas empezaban a hacerme ruido. Le había dado mi última galleta a Marie, quien, agotada, se había dormido con sus recién nacidos. Pero las horas pasaban y nada, todavía nada. Los hombres empezaban a preocuparse y yo también. Nos mirábamos todos en silencio, compartiendo la misma preocupación. Habían recogido una considerable cantidad de madera y algunos fabricaban ya unas pequeñas cabañas improvisadas que les protegieran del frescor nocturno y del calor diurno. Con las mangas de la camisa y los bajos del pantalón remangados, esos jóvenes soldados parecían unos jóvenes pilluelos. Si bien de este modo habían resguardado su ropa de los destrozos del chaparral, tenían las manos, los brazos y las pantorrillas desnudas arañados y despellejados. La alegría de la mañana se había desvanecido y había dado paso al miedo. Un miedo que nacía en lo más hondo de nuestras entrañas, remontaba después hasta aprisionarnos los pulmones y terminaba por atenazarnos la cabeza, crispándonos el rostro, secándonos la boca y nublándonos la mente.

¿Acaso nos habían abandonado a nuestra suerte en esta isla semidesértica?

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