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La Presa Del Tigre – Wilbur Smith

El Dowager navegaba con un velamen excesivo. Una tibia brisa del monzón revolvía las aguas del océano y producía crestas blancas que el sol, en un cielo transparente como un zafiro, hacía brillar. Las velas estaban muy hinchadas y a punto de desprenderse, la tensión de las escotas en las gavias y los juanetes llegaba al máximo. El casco, muy cargado, se balanceaba entre las altas olas mientras avanzaba por el océano Índico. La nave luchaba por su vida. El capitán, Josiah Inchbird, miraba a popa desde el alcázar, atento a la nave que los seguía. Había aparecido al amanecer, larga, baja y veloz como un lobo hambriento. Troneras pintadas de rojo se alineaban en su casco negro. La nave se les estaba acercando cada vez más. Observó los paños del velamen que flameaban en lo alto. El viento se había hecho más fuerte y las velas tensaban sus costuras. No se atrevía a ir mucho más rápido sin arriesgarse a un desastre. Por otro lado, el desastre era seguro si no corría ese riesgo. —Señor Evans —llamó a su primer oficial—. Todos a izar las velas de estay. Evans, un galés de ojos hundidos, de treinta y tantos años, echó un vistazo al velamen y frunció el ceño. —¿Con este viento, señor? El barco no resiste mucho más. —Maldición, señor Evans, ice esas velas ahora mismo. Colgaré la ropa sucia de las vergas si con ello consigo otro medio nudo más. Inchbird había pasado veinte años navegando por esas aguas, ascendiendo poco a poco en la cadena de mando, mientras hombres de menor capacidad, pero con mejores relaciones, lo habían dejado atrás a cada paso. Había sobrevivido a viajes en los que la mitad de los hombres de la tripulación habían sido sepultados en el mar, arrojados con sus hamacas por la borda, en los pestilentes puertos de la India y las islas de las Especias. No iba a poner en peligro su embarcación ahora. —¿Qué está haciendo? Una voz de mujer, serena y con autoridad, se hizo oír en el alcázar. Algunos tripulantes se detuvieron, a medio camino de ascenso por los flechastes. Después de tres semanas en el mar, la imagen de una mujer en el alcázar era todavía un espectáculo del que disfrutaban.


Inchbird se tragó la palabrota que le vino naturalmente a los labios. —Senhora Duarte. Esto no es asunto suyo. Será mejor que permanezca bajo cubierta. La mujer levantó la vista hacia las velas. Su largo pelo oscuro se arremolinó con el viento para enmarcar un rostro de suave cutis aceitunado. Su cuerpo era tan delgado que parecía que una ráfaga fuerte podría arrojarla por la borda. Pero Inchbird sabía muy bien, por experiencia propia, que ella no era para nada débil. —Por supuesto que es asunto mío —replicó ella—. Si usted pierde esta embarcación, moriremos todos. Los hombres seguían mirando desde el cordaje. Evans, el primer oficial, gritó, moviendo una cuerda con la mano: —Adelante con la tarea, muchachos, o sentirán el mordisco de la punta de mi soga. De mala gana, empezaron a moverse otra vez. Inchbird sintió que su autoridad se desvanecía mientras la mujer lo miraba fijo. —Vaya abajo —le ordenó él—. ¿Tengo que decirle lo que los piratas les hacen a las damas que capturan? —Atención en cubierta —vociferó el vigía desde la cruceta—. Están izando la bandera del barco. —Luego lanzó un grito tan fuerte que todos lo escucharon desde la cubierta—: ¡Jesús bendito! No tuvo que decir nada más. Todos pudieron verla, la bandera negra que flameaba en lo alto del palo mayor del enemigo y, un segundo después, la bandera roja en la proa. «¡Sin cuartel!», era la advertencia que les lanzaba. En el Fighting Cock, el capitán Jack Legrange detuvo su mirada en las banderas que ondulaban con el viento y sonrió con avidez. Habían estado siguiendo a la distancia al buque mercante durante tres días, desde que lo descubrieron en Madagascar. La nave había zarpado casi al final de la temporada y se había perdido los convoyes que la mayoría de las embarcaciones usaban como protección contra los piratas que infestaban el océano Índico. El viento había amainado durante la noche y él había desplegado más velas, apostando a que su nave podía aprovechar mejor el viento que el pesado buque mercante. La apuesta había valido la pena: en ese momento, estaban apenas a una legua detrás del buque y se acercaban rápidamente.

Recorrió con la mirada su embarcación. La nave había empezado como un barco negrero de Bristol, haciendo la ruta desde África Oriental hasta las colonias en América y el Caribe. Legrange había sido el primer oficial, hasta que, un día, el capitán lo descubrió robando y lo hizo azotar. La noche siguiente, con la sangre que todavía le empapaba las vendas, amotinó a un grupo en los camarotes de proa y colgó al capitán de su propio penol. Luego condujeron la embarcación a una ensenada desierta, donde eliminaron los camarotes de proa y el alcázar, le quitaron todos los tabiques y mamparos, y abrieron una docena de nuevas troneras en cada lado. Vendieron los esclavos sanos para tener alguna ganancia, reservándose algunas de las más lindas para su propia diversión; aquellos menos saludables habían sido arrojados por la borda con el peso de sus cadenas, junto con los oficiales de la nave y aquellos integrantes de la tripulación que se habían negado a unírseles. La embarcación ya era una nave de guerra propiamente dicha, era un depredador que podía cazar de todo, menos los mercantes más grandes que hacían la ruta de las Indias Orientales. —Carguen los cañones de proa —ordenó—. Veamos si el barco puede ir más rápido con una palmada en el trasero. —Si aumentamos el velamen, aunque más no sea un poco, perderemos los masteleros —dijo el marinero junto a él. Legrange sonrió. —¡Precisamente! Sus hombres empezaron a cargar los cañones de proa; cañones largos de treinta y dos libras montados a cada lado de la proa. El artillero acarreó un brasero de hierro desde abajo y encendió los carbones para preparar el tiro. Querían la presa con su carga intacta, pero si amenazaba con correr más que ellos, Legrange prefería verla arder hasta el nivel del agua antes que escapara. —¿Y aquel, capitán? —preguntó el marinero. Lejos, sobre el lado de estribor, otra vela se movía contra el horizonte. Legrange la divisó con su catalejo y el barco entró en foco. Era una balandra; una nave liviana, de cubierta entera, que se movía rápidamente con velas de gavia y de foque. Podía ver que su tripulación se amontonaba sobre la barandilla, observando y señalando con el dedo. Un hombre tenía un catalejo dirigido al Fighting Cock. Probablemente estaba cagándose encima, pensó Legrange, y dando gracias a Dios por que el pirata tuviera una presa más rica para perseguir; al menos, por el momento. Se rio entre dientes y bajó el catalejo. —Terminaremos nuestra tarea con el gran mercante de la India primero. Luego alcanzaremos esa balandra y veremos qué tiene a bordo para nosotros. Pero por ahora, no nos molestará.

Tom Courtney bajó su catalejo. La nave pirata, con las banderas negras y rojas que flameaban en sus mástiles, se alejó hasta convertirse en una forma diminuta sobre el horizonte. —El buque mercante está desplegando más vela —observó—. Todavía podría correr más que ellos. Una luz destelló desde la proa del barco pirata. Un segundo después, escucharon el estruendo sordo de un disparo de cañón que se desplazaba sobre el agua. —Todavía fuera de alcance —precisó el hombre al lado de Tom cuando un chorro de agua se alzó detrás de la popa del buque mercante. Era más alto que Tom, sus hombros se hincharon de músculos cuando se movió. Una trama de cicatrices cubría su cara negra con espirales y líneas, marcas rituales de la tribu africana en la que había nacido. Conocía a Tom desde que era un niño pequeño, y a su padre, Hal, antes de eso. Sin embargo, su piel de color ébano no mostraba arruga alguna, y ni un solo pelo gris asomaba en su cráneo afeitado. —No por mucho tiempo, Aboli. Tiene por lo menos un par de nudos para alcanzarla. —El mercante debió haber sido más prudente y rendirse. Ya sabemos qué les hacen los piratas a aquellos que se resisten. Tom miró detrás de sí. Había dos mujeres sentadas bajo el toldo en la cubierta de proa, sin hacer el menor intento de esconder el hecho de que estaban escuchando cada palabra que los hombres decían. —Supongo que debemos dejar al mercante en manos de su destino —señaló con recelo. Aboli sabía lo que el otro estaba pensando. —Cuarenta cañones contra nuestros doce —advirtió—. Y por lo menos el doble de hombres. —Sería una locura intervenir. Una de las mujeres en la cubierta se levantó y apoyó sus manos sobre las caderas, con sus ojos azules echando chispas. Su belleza no era convencional: su boca era demasiado amplia, su barbilla demasiado fuerte y su piel perfecta había adquirido un color marrón dorado debido al sol tropical. Pero había en ella algo vivaz y activo, una energía flexible en su cuerpo e inteligencia en su rostro, que había enamorado a Tom desde el momento en que la vio.

—Qué tontera es esa, Tom Courtney —intervino la mujer—. No vas a dejar que esos pobres infelices sean asesinados por piratas, ¿no? —Le arrebató el catalejo a Tom y lo llevó a su ojo—. Creo que hay una mujer a bordo. Bien sabes lo que le pasará si los piratas se apoderan del barco. Tom intercambió una mirada con el hombre al timón. —¿Qué piensas, Dorry? Dorian Courtney frunció el ceño. Los dos hombres eran hermanos, aunque pocos lo habrían adivinado. Su piel se había bronceado con un profundo color marrón por los años pasados en los desiertos árabes. Llevaba un turbante verde sobre su pelo rojo, y un par de pantalones sueltos de marinero con una daga curva en el cinturón. —No me gusta demasiado a mí tampoco. —Dijo esto con un tono indiferente, pero todos conocían la amarga experiencia que yacía debajo de sus palabras. A los once años, había sido secuestrado por piratas árabes y vendido como esclavo. Le había tomado diez años a Tom encontrarlo, diez años durante los cuales había creído que estaba muerto. Entre tanto, Dorian había sido adoptado por un benévolo príncipe de Mascat, y como parte de esa familia se había convertido en guerrero. Cuando Tom y Dorian finalmente volvieron a encontrarse, en las tierras salvajes de África Oriental, Tom no lo reconoció. Habían llegado a estar a un pelo de haberse matado entre ellos. —No será fácil, Klebe —señaló Aboli. Klebe era el apodo que usaba para Tom. Quería decir “halcón” en la lengua de su tribu. Aboli tenía sus propias razones para odiar a los traficantes de esclavos. Hacía algunos años había tomado dos esposas de la tribu lozi, Zete y Falla, que le habían dado seis hijos. En una ocasión en que Aboli se había ausentado como parte de una expedición comercial, unos traficantes de esclavos árabes asaltaron la aldea y secuestraron a su gente. Habían tomado como esclavos a Zete y Falla y a sus dos hijos mayores, y habían matado a los más pequeños. A cuatro de los hijos e hijas de Aboli, todavía casi bebés, les habían aplastado los sesos contra un tronco de árbol, pues eran demasiado pequeños para que valiera la pena llevarlos en la marcha forzada hasta los puertos del tráfico de esclavos en la costa oriental. Aboli y Tom los habían perseguido por toda el África, siguiendo el rastro más allá del agotamiento.

Cuando los alcanzaron, liberaron a Zete y Falla, con los dos hijos que habían sobrevivido, y su venganza cayó de manera salvaje sobre los traficantes de esclavos. Los muchachos, Zama y Tula, ya casi se habían convertido en hombres, tan imponentes como su padre, aunque todavía sin las cicatrices rituales en sus rostros. Tom sabía que estaban desesperados por ganarse el derecho a llevarlas. —Ese buque mercante lleva una carga pesada —observó Dorian, como si se le hubiera ocurrido precisamente en ese momento—. Es un buen cargamento para cobrar la recompensa por su recuperación. Aboli ya estaba preparando su pistola. —Ya sabes lo que tu padre habría dicho. —Haz el bien sin mirar a quién, pero al final no te olvides de cobrar tus honorarios. —Tom se rio—. No obstante, no me gusta entrar en combate con las damas a bordo. Sarah había ido bajo cubierta y reapareció en ese momento, llevando una espada con empuñadura de oro, con un zafiro azul brillante en el pomo. —¿Vas a usar esta, Tom Courtney, o debo hacerlo yo? —demandó ella. El ruido de otro disparo les llegó por sobre el agua. Esta vez vieron que el proyectil arrancaba un trozo de madera tallada de la popa del buque mercante. —Santo Cielo, señora Courtney, creo que los piratas preferirían abandonar todo el oro de la flota de tesoros del Gran Mogol antes que desafiar sus deseos. ¿Qué dices tú, Yasmini? —Dirigió esta pregunta a la encantadora jovencita árabe de oscuros ojos almendrados detrás de Sarah. Era la esposa de Dorian, vestida con una simple túnica larga y un pañuelo blanco en la cabeza. —Una buena esposa obedece a su marido en todas las cosas —respondió con recato—. Prepararé mi botiquín, pues sin duda será necesario antes de que hayan terminado. Tom tomó la espada azul, la espada de Neptuno. Había pertenecido a su padre, y antes a su abuelo. Pero, originalmente, se la había regalado sir Francis Drake a su bisabuelo Charles Courtney después del saqueo de Ranchería en el Reino de Tierra Firme. Con esa espada, Tom había sido nombrado caballero navegante del Templo de la Orden del Santo Grial, al igual que sus antepasados antes que él, y la había usado para enviar a una incalculable cantidad de hombres a la muerte que ellos bien merecían. Estaba hecha del más fino acero de Toledo y el ligero peso de la hoja estaba perfectamente equilibrado por el zafiro estrella en el pomo. Tom sacó la hoja de su vaina y se deleitó con la manera en que la luz del sol danzaba inquieta en la incrustación de oro.

—Carga los cañones, Aboli. El doble de perdigones. —Las bolitas de plomo se dispersarían en una nube que causaría estragos sobre todo lo que estuviera en su camino—. Señor Wilson, bájelo tres puntos a barlovento. Los cañones de proa del pirata rugieron otra vez. Una bala pasó de largo; la otra arrancó un trozo de madera tallada de la popa, arrojando una nube de astillas. Sangre tibia corrió por la mejilla de Inchbird, sangre que salía del lugar donde una de ellas lo había alcanzado. —Están apuntando a los mástiles. —El pirata había alterado el curso ligeramente, poniéndose en ángulo de modo que los mástiles del Dowager se presentaran en una fila, como si fueran bolos. —Ese es un blanco difícil a esta distancia —objetó el primer oficial. Como para desmentirlo, un chasquido llegó desde lo alto. Todos los ojos se volvieron hacia arriba… justo a tiempo para ver un montón de maderas y lienzo que caía a plomo hacia ellos. Algunos hombres se lanzaron a un lado. Otros fueron demasiado lentos. El mastelero de mesana golpeó al timonel y le hizo añicos el cráneo. La embarcación empezó a virar a sotavento. La gavia cayó sobre el cuerpo del hombre como una mortaja. —Córtenlos y arrójenlos al agua —gritó Inchbird—. Debemos liberar el timón. —Varios hombres corrieron con hachas y empezaron a cortar los palos hechos añicos. Otro disparo ahogó sus palabras, e Inchbird se tambaleó en la atmósfera perturbada mientras la bala de cañón volaba sobre la cubierta, a poca distancia de su cara. Podía sentir que la embarcación disminuía la velocidad al salirse de la dirección del viento, girando bruscamente. El casco crujió; las velas se rasgaron y las cuerdas se cortaron. Junto a la rueda del timón, la tripulación había cortado la vela y estaba tirando de ella. El lienzo brillaba con la sangre del timonel.

Debajo de la vela, la rueda se había convertido en astillas donde el palo la había golpeado. Tardarían horas en reemplazarla, y no tenían ese tiempo. Por el lado de babor, el pirata se acercaba rápidamente, virando para ponerse a su lado. Tan cerca ya que podía ver a los hombres que se reunían en la cubierta. Algunos blandían sus alfanjes en alto; otros tenían largas y afiladas picas. Inchbird apretó los dientes. —Listos para repeler a los atacantes. El timonel del Fighting Cock puso su nave al lado del Dowager. Los hombres que estaban arriba rizaron las velas, mientras que el resto de los piratas se concentraban en un costado, haciendo equilibrio sobre la borda y aferrándose a los estayes y a los obenques. Las embarcaciones se mecían y se chocaban entre sí, haciendo que sus penoles y otros palos se tocaran. En ese momento, apenas un poco de mar los separaba. Legrange saltó por encima de la barandilla. Esto era casi demasiado fácil, pensó con suficiencia. Al mirar hacia la cubierta del barco mercante, pudo ver que estaba desierta. La tripulación debía estar abajo, tratando desesperadamente de esconder los objetos de valor. Un esfuerzo inútil: pronto los tendría gritando y haciendo que le dijeran dónde habían escondido hasta el último real de a ocho. Levantó la bocina. —Ríndanse y prepárense para recibirnos a bordo. Sus hombres gritaron, burlones. Legrange recorrió con la mirada la hilera de cañones del barco mercante, y vio que todos habían sido abandonados. Serían una adición útil al arsenal del Cock. O, muy probablemente, podía reparar al Dowager y añadirlo a su flotilla. Con dos embarcaciones, todos los océanos serían suyos. Sonrió con ganas ante esa idea. Un destello de color atrajo su mirada: un brillo anaranjado, como si un rayo de sol brillara sobre metal cerca de la culata de uno de los cañones.

Lo miró atentamente. No era la luz del sol. Era la llama de una mecha lenta que se dirigía al orificio de la recámara del cañón. Rápidamente recorrió con la mirada la hilera de cañones y se le heló la sangre. Cada cañón estaba cargado y listo para disparar, apuntándole a él. —¡Al suelo! —gritó. Los cañones sin artilleros dispararon una andanada a quemarropa. La metralla mezclada con los clavos de carpintero pulverizó la borda y derribó la primera fila de sus hombres en un caos de sangre y carne humana. Una nube de astillas se abrió paso hasta la línea de hombres que estaban detrás y los lanzó hacia la cubierta. El horrible silencio que siguió se rompió inmediatamente cuando la tripulación del Dowager salió en tropel de sus escotillas y escalerillas armados con mosquetes y pistolas, y trepó hasta el alcázar para hacer fuego sobre los sobrevivientes de la carnicería. Tan pronto como los piratas se ponían de pie, las balas de los mosquetes los derribaban otra vez. La tripulación del Dowager gritó aliviada cuando las embarcaciones empezaron a separarse. La presa de Legrange se estaba escapando. Pero el Fighting Cock había llevado a más de doscientos hombres; el Dowager, incluso al máximo de sus fuerzas, tenía menos de cien. Aun con todas las pérdidas que los piratas habían sufrido, todavía superaban en número a su presa. Lo único que necesitaban era coraje. Con un aullido de pura furia, Legrange agarró el extremo que colgaba de una cuerda que se había soltado con la andanada. La envolvió alrededor de la muñeca y, con la pistola en su mano libre, saltó otra vez sobre la barandilla. —Sin cuartel —bramó. Se balanceó hacia el otro lado del agua, a través del humo que todavía permanecía en el aire, y aterrizó en la cubierta del Dowager. Uno de los marineros, al verlo venir, dejó caer su mosquete usado y tomó una espada. Legrange le disparó a quemarropa en la cara, dejó la pistola y sacó otra de su cinturón. Otro marinero trastabilló hacia él. Legrange le disparó también y luego tomó su espada. A lo largo del costado del Dowager, los arpeos de hierro y los pies descalzos golpearon con sordos ruidos en la cubierta cuando los hombres de Legrange lo siguieron en el abordaje.

Salpicados con la sangre y las tripas de sus compañeros de tripulación, salían balanceándose del humo que impregnaba el aire. La tripulación del Dowager fue casi de inmediato dominada. Incluso después de la andanada, los piratas todavía los superaban ampliamente en número… y estaban de un humor salvaje después de lo que acababa de ocurrirle al resto de los suyos. Uno por uno, los tripulantes del Dowager fueron eliminados, hasta que apenas quedó un grupito amontonado abajo, en la cubierta de popa. Algunos de los piratas, al ver que habían ganado la batalla, corrieron abajo para empezar el saqueo. El resto rodeó a los hombres del Dowager en la popa, pinchándolos con sus alfanjes, pero sin hacer esfuerzo alguno para matarlos. Sabían que el capitán iba a querer tomarse su tiempo, como una lenta venganza por el desafío que habían mostrado al resistirse. Legrange atravesó la cubierta ensangrentada dando zancadas, caminando sobre los cadáveres de los caídos. —¿Quién de ustedes es el capitán? —inquirió. Inchbird se adelantó arrastrando los pies. Su camisa estaba empapada de sangre por una herida en su brazo. —Josiah Inchbird. Soy el capitán. Legrange lo tomó del hombro y tiró de él hacia adelante para arrojarlo sobre la cubierta. —Usted debió haberse rendido —le dijo entre dientes—. Usted hizo que tuviéramos que esforzarnos. No debió hacerlo. Sacó el cuchillo de su cinturón y presionó la hoja contra la mejilla de Inchbird. —Voy a desollarlo vivo, y luego les daré sus tripas a los tiburones mientras usted los ve cómo se las comen. Los hombres a su alrededor rieron. Inchbird se retorció y suplicó. —Tenemos especias y calicós de Madrás en la bodega, y pimienta en el lastre. Lléveselo todo. Legrange se inclinó para acercarse más. —Por cierto que eso es lo que haré.

Voy a desarmar su barco pieza por pieza, cada tablón y cada mamparo, hasta encontrar hasta el último real de a ocho que usted haya escondido. Pero no voy a castigarlo por eso, sino por su desafío y por lo que usted les hizo a mis hombres. Un alboroto que venía de la escalerilla lo distrajo. Dio media vuelta y vio a dos de sus hombres que salían de debajo de la cubierta arrastrando a un prisionero entre ellos. Los hombres en la popa aullaron y silbaron cuando vieron que era una mujer, que se agarraba el escote del vestido donde se lo habían rasgado. La dejaron caer de rodillas delante de Legrange. —La encontramos en el camarote del capitán, tratando de esconder esto. —Uno de los piratas abrió una de sus palmas y dejó caer sobre la cubierta un puñado de monedas de oro. Los demás silbaron y lo aclamaron. Legrange le tomó la barbilla entre sus manos y le levantó la cara para obligarla a mirarlo. Unos ojos oscuros le devolvieron la mirada, desafiantes y llenos de odio. Él pronto iba a cambiar eso, y sonrió encantado ante esa idea. —Tráiganme el brasero —ordenó. La tomó de los pelos y la obligó a ponerse de pie, luego le dio un fuerte empujón. La mujer trastabilló hacia atrás, tropezó con una soga y cayó sobre la espalda. Antes de que pudiera moverse, cuatro de los piratas saltaron, le abrieron los brazos y las piernas como las alas de un águila, y la sujetaron en el suelo. Legrange caminó hacia ella. Le cortó las faldas con la hoja de su espada, y sus hombres las apartaron. La mujer se retorció, pero los hombres la sujetaban con fuerza. Legrange abrió las faldas más todavía, dejando a la vista sus muslos color crema, y la mata oscura de pelo donde estos se unían. Los hombres no dejaban de gritar y vitorear. Miró a Inchbird. —¿Es su esposa? ¿Su amante? —Una pasajera —gruñó Inchbird—. Suéltela, por favor, señor. —Eso dependerá del trabajo que me dé.

Aparecieron dos hombres con un brasero sobre un trípode de hierro. Las brasas brillaban débilmente. Las removió con la punta de su espada hasta que el acero se puso rojo. Levantó la hoja humeante y la sostuvo sobre ella. Fijó su mirada en los profundos ojos marrones de ella. Ya no eran desafiantes…, en ellos solo había terror. Una delgada sonrisa apareció en los labios de él. Bajó la hoja hacia el punto de encuentro de los muslos de la mujer, dejándola en el aire, muy cerca de su sexo. Ella permanecía muy quieta, sin atreverse a luchar por miedo a tocar la espada. El humo seguía elevándose desde el acero enrojecido. Lo lanzó hacia ella y la mujer gritó, pero fue un amago. Había detenido la hoja a un pelo de los labios separados de su vulva. Él se rio. No se había divertido tanto desde que la última de las niñas esclavas había muerto por sus atenciones. —Lléveselo —gimió ella—. Tome el cargamento, el oro, lo que usted quiera. —Lo haré —le prometió Legrange—. Pero primero, me daré un gusto. —La punta de su espada se había enfriado. La volvió a meter en el brasero hasta que brilló más caliente que nunca, luego la sostuvo delante de los ojos de ella. El sudor formó gotas sobre la frente de la mujer. —¿Ves esto? No te va a matar, pero te hará doler más de lo que jamás imaginaste que fuera posible. —Váyase al infierno, donde usted debe estar —dijo ella entre dientes, casi sin voz. Su desafío solo sirvió para estimular más el apetito de Legrange. Le gustaba una mujer con espíritu; era mucho más satisfactorio cuando finalmente se quebraba.

Se lamió los labios y sintió gusto a sangre. Desde abajo de la cubierta, escuchó gritos y el choque de armas, pero estaba demasiado abstraído en lo suyo como para prestar atención. Probablemente, sus hombres se estaban peleando por el botín. Se ocuparía de ellos después. Se limpió la boca con el dorso de la mano libre y habló suavemente: —Voy a quemarte, mujer. Voy a quemarte, y luego voy a poseerte, y después te entregaré a mis hombres para que terminen de la manera que mejor les plazca. —Recojan sus remos —ordenó Tom en voz muy baja. Los ocho remos se deslizaron goteando hasta el interior del esquife del Centaurus mientras se colocaba debajo del casco negro de la embarcación pirata. Tom soltó la caña del timón. No miró hacia arriba. Toda su concentración estaba fija en llevar el bote junto a la nave tan silenciosamente como fuera posible. En la proa, Aboli y Dorian apuntaban sus mosquetes a la cubierta del Fighting Cock, donde un ominoso cañón giratorio estaba sujeto con abrazaderas a la borda. Si alguno de los piratas se había quedado a bordo de la nave pirata y no había cruzado hasta la presa, podía convertirlos en carne molida con esa arma. Tom se dio vuelta para mirar al Centaurus, que permanecía a una media milla de distancia. Los piratas no lo habían notado, o estaban demasiado ocupados con su pillaje para preocuparse por él todavía. Había dejado a solamente dos hombres a bordo con Sarah y Yasmini. Si fallaban aquí, entonces las mujeres estaban condenadas. Apartó esa idea de su mente. La proa del esquife tocó la nave pirata con apenas un susurro. Aboli lo detuvo y señaló hacia arriba. Tom sacudió la cabeza. Cerca de la marca del nivel del agua, una hilera de escotillas recorría el casco: demasiado bajas para ser troneras. Se dio cuenta de que eran probablemente escotillas de ventilación, un vestigio de sus días como barco negrero. Tom sacó el cuchillo de su cinturón y lo empujó para meterlo en una de las uniones de la escotilla más cercana. Cuando había esclavos a bordo, habría estado cerrada con candado en el interior, pero los piratas no se iban a preocupar por detalles como ese.

La hoja del cuchillo tocó el pestillo interior. Lo empujó hacia arriba. El pestillo cedió. Abrió la escotilla y espió en la oscuridad de la cubierta inferior. Nadie opuso resistencia. Mientras Aboli mantenía inmóvil el bote, se metió por la escotilla. Los demás lo siguieron, pasando primero sus armas. Aboli, con sus anchos hombros y poderoso cuerpo, pasó por la escotilla con mucho esfuerzo. La cubierta inferior era estrecha y estaba cerrada. Tom se agachó, y aun así la cabeza golpeó contra una viga. Se movió entre las pilas de provisiones y productos de los saqueos que los piratas habían guardado ahí, abriéndose camino hacia la luz que entraba por los enrejados de la cubierta principal. Dorian y Aboli lo seguían de cerca con el resto de los tripulantes del Centaurus. Entre ellos estaban Alf Wilson, que había navegado con el padre de Tom, y los dos hijos de Aboli, Zama y Tula. Sus ojos brillaban en la oscuridad, endurecidos por la furia ante las pruebas que veían del pasado negrero de la nave. Ninguno de ellos ignoraba que, en otras circunstancias, ellos podrían haber estado encadenados a los anillos de hierro que todavía se veían en las paredes de madera, llevados al otro lado del océano para ser vendidos como animales a los colonizadores en América y el Caribe, suponiendo que sobrevivieran al viaje. Imaginaban que todavía podían sentir el olor residual del sufrimiento y la miseria humana emanando de los tablones. Tom trepó por la escalerilla de popa y metió con cautela la cabeza por la escotilla. Estaban debajo del alcázar, cerca del palo de mesana. Afuera, bajo el sol ardiente, solo se veían hombres muertos desparramados sobre la cubierta principal. Todos los que estaban vivos habían saltado sobre el Dowager para saquearlo. Tom les hizo señas a sus hombres para que lo siguieran a la cubierta de cañones. Señaló uno de los cañones largos, cuya boca salía por la tronera abierta y se apoyaba directamente sobre el casco de la otra embarcación. Dio una rápida orden: —Muevan eso. Zama y Tula se lanzaron hacia los aparejos con los que el cañón estaba fijado a la estructura de la nave. Alf Wilson y los demás se sumaron a ellos, y juntos lo arrastraron hacia atrás.

Crujió ruidosamente sobre sus rieles, y la tronera quedó como un cuadrado abierto de luz. Tom metió allí la cabeza. Las dos embarcaciones se movían juntas, sus cascos hacían ruido cuando se tocaban. Una delgada franja de agua clara brillaba entre ellas. Se desabrochó el talabarte. —Sujétame, Aboli.

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