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La Preparadora De Juicios – Francisco Marco

Buenos días, damas y caballeros. Son las seis de la mañana del lunes seis. Ya llevamos unos días de octubre. Pasan rapidísimo. Y hoy es el tercer y último día del juicio del año. El día más importante. Hoy declara el detective privado Néstor «El Dandi» Sanchís y veremos cómo el abogado de la defensa intenta desacreditarlo. Vamos a conocer todo el resto de las noticias del día en titulares. Aquí, en Herrera en la Onda. Bibi se despertó como cada mañana, con el editorial de Carlos Herrera, sabiendo que su joven amante, Francisco Nicolás Montón, tenía que morir. No era el primer hombre que amaba, pero sí el primero al que casi duplicaba la edad. Lo miró recostado a su lado. Sintió la necesidad de deshacerse de él. «O eso o la cárcel», pensó la preparadora de juicios. Sin embargo, desechó dar la orden de asesinato y se prometió no volver a impregnarse de las manos de aquel joven rubito, aprendiz de político. Una vez más se engañó a sí misma, como llevaba haciendo desde su divorcio. Pocos meses antes había jurado y perjurado que jamás volvería a perder la cabeza por otro hombre. Y, menos aún, si tenía veinte años. Enferma de calor, sintió la necesidad de catar la tersura del pecado. Apartó el flequillo rubio de su frente y acarició sus mejillas pecosas. En cuanto Nicolás abrió los ojos, ella creyó que jamás podría cerrar su mirada de perro pachón. Entonces se decidió y lo amó con el desenfreno de quien sabe que es la última vez, sintiéndolo desfallecer casi una hora después. Llena de él, entró en la ducha para sentir cómo el agua le atacaba como alfileres en su piel mancillada por la violencia con la que habían hecho el amor. La última vez que la preparadora de juicios miró a Nicolás Montón, el chico yacía, con los ojos cerrados, en la cama. A las siete cerró la puerta del picadero sintiendo que el pasado quedaba atrás; esperaba no haber dejado huellas de su paso por allí.


Al llegar a la calle, respiró. Arrancó el coche y puso rumbo a la ciudad de la justicia. Era el tercer y último día del proceso del año. La preparadora de juicios tenía que poner en marcha la maquinaria que llevaría a la absolución definitiva de su cliente. Había ideado el plan perfecto. Su obra maestra. Tenía que desactivar la declaración del detective privado Néstor «El Dandi» Sanchís. Si lo conseguía, la libertad de su cliente sería un hecho y su cuenta corriente pasaría a tener algunos ceros más. Volverían los días de opulencia. A las nueve de la mañana todo estaba a punto. El cliente solo tenía que simular un ataque al corazón, y de ahí a su absolución había un único paso. Un momento… ¡Un momento! Perdone usted, señor lector. Antes de empezar a leer esta novela déjeme que le comente un par de cosas. Este es un libro de ficción. Y como tal, los personajes que aparecen son producto de mi imaginación. No busque paralelismos en la vida real. Porque aunque la ficción encubra muchas verdades, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia. ¡O no! Por otro lado, sepa usted que un proceso judicial tiene muchas reglas. Todas escritas por políticos que luego hacen cumplir los jueces. Y los ciudadanos estamos en sus manos. Pero hay otras reglas —no escritas— que deben ser tenidas en cuenta. Los tribunales tienen su propio ritual y secretos que encubren pasiones desmedidas de lujo, sexo, dinero y poder. Solo la preparadora de juicios los conoce. Y, a partir de hoy, usted también. Solo existe un requisito.

Shsss. ¡Guarde silencio! Prólogo 6 de octubre de 2014 -Oiga. ¿Me está atendiendo? —preguntó la preparadora de juicios. —Sí, señora. «Pues ya era hora…», se dijo, cansada de repetir lo mismo una y otra vez. —Póngase erguido y adopte una postura con la que muestre seguridad. Vio cómo el cliente se removía en el asiento, cruzaba las piernas y la miraba buscando su asentimiento. La preparadora negó con la cabeza mientras cerraba los ojos. Cansada, se paseó frente al estrado improvisado y finalmente se sentó en un extremo de la mesa. Lo había situado frente a ella, en una silla tras un micrófono, tal y como estaría en unas pocas semanas, declarando ante un magistrado de verdad. —Siéntese recto. Debe mirar al juez a los ojos. No mire al techo. Tampoco al suelo. Avergonzado, se miró las manos. —¡Ni las manos! Tampoco se las mire. La mirada siempre debe estar fija en los ojos del magistrado. No la desvíe ni busque jamás la aprobación de su abogado. Venga, no es tan difícil. Seguro que podrá. Y si lo hace bien… No se preocupe, cuando acabe la vista judicial le daremos un caramelo. —Sí, señora —contestó. —Créase lo que está diciendo. Si no, nadie le creerá. ¡He dicho recto! —gritó, fulminándole con la mirada—.

¿Me entiende? —Perdón. —¡Qué le he dicho! —vociferó, a punto de añadir un joder que calló—. ¡Créase lo que dice, mantenga la compostura y todo irá bien! —Vale —asintió el cliente. La preparadora suspiró y él se relajó. Ella, enseguida se dio cuenta que el cliente había aprovechado para mirar su blusa casi transparente intentado descubrir la oscuridad de sus pechos. —¿Vale? —preguntó exhausta—. He dicho mil veces que esto es una sala de simulacros. Y a la jueza se le tiene que contestar «sí, señora» o «no, señora». Se debe ser cortés y demostrárselo. —Sí, señora. —Y, sobre todo, nada de joyas ni relojes de lujo. Un traje azul marino cómodo. Sin marcas ni opulencias. Una camisa de puño simple abotonado y de color azul claro. Zapato negro de cordones y corbata roja. Ese va a ser su uniforme en la sala. ¿Sabrá hacerlo? —¿Roja? «Esto es insufrible», meditó la preparadora cansada de tanto bobo con poder. Asintió con la cabeza. —Sí. El azul es un color que genera confianza y el rojo atrae a las mujeres. Y la jueza que le ha tocado es mujer. Le quiero atractivo, confiable, cómodo y austero. Le acusan de un delito económico y no deseo ningún signo evidente de riqueza. Y, de verdad —añadió—, si no se acuerda de los colores piense en papá pitufo. En cuanto el cliente se marchó de la sala de vistas simulada, se descalzó.

Bajó de sus Manolos y movió los dedos de los pies, de atrás adelante, haciéndolos crujir en sus medias de seda. Se sentó en el suelo y sintió que la falda de tubo se le subía hasta los lindes de su cadera. Se tumbó, apretó los glúteos y notó como su espalda se arqueaba. Estiró las piernas y se quitó la falda. Respiró en cuanto empezó a sentirse desnuda. Aquella mañana se había vestido así a propósito; quería desconcertar al cliente, ponerle nervioso. La preparadora, acostumbrada a llamar la atención en cualquier circunstancia, lo había conseguido. Su pecho generoso y sus piernas curtidas con largas clases de ballet le otorgaban un porte altanero. También le ayudaba ser morena. Así era ella. Sin embargo, había algo en su aparente perfección que no encajaba. Su suficiencia ocultaba un estigma bajo una careta artificial incrustada tras años de amarguras y una vida dedicada al teatro. No al de las tablas, sino al de la vida, donde los débiles se crecían ante la adversidad y los listos ocultaban su innata capacidad. Bebió un sorbo de champagne y se quitó la camisa de seda transparente. De repente, un golpe de aire frío hizo que se le erizara la piel. Sonrió pensando en el cliente. «Por fin ha aceptado cumplir mis órdenes.» Sabía que en la sala de juicios los nervios traicionaban a todos los hombres. Y su cuerpo bloqueaba a cualquier varón. Les hacía sudar. Los ojos de esos memos se posaban en su pecho y la concentración desaparecía. El cliente al que estaba educando para mentir en una sala de vistas judicial no iba a ser menos. Y lo había conseguido. ¡Claro que lo había hecho! «Los hombres son muy simples. ¿Tetas y culo? Sudor al canto», pensó.

Se desvistió del todo. A solas, desnuda y tumbada en el suelo, se alegró de tener un nombre de guerra. Se veía a sí misma como una ladrona y una puta. Alguien fuera de la ley que, con pocos conocimientos legales, mucha intuición y un buen par de tetas, conseguía camelarse a los jueces y a los jurados. Sabía que jugaba con ventaja. No era tonta, aunque en otras épocas le hubiese interesado parecerlo. «Pero ¿no es eso lo que hacen los abogados y los fiscales?», se repetía para justificar su falta de escrúpulos innata. Era una self-made woman encumbrada a los altares de la jurisprudencia. A sus treinta y tantos años, se sentía dueña de su vida. Había dejado atrás una familia. Una vida tranquila y conservadora. Se había volcado en su desarrollo profesional como preparadora de juicios sin prever que detestaría a aquellos viejos empresarios a los que solo les gustaba el dinero. No sabían vivir. Ella sí sabía disfrutar hasta el último céntimo de lo que ganaba. Dom Pérignon en una copa estilizada de cristal. Todo lo que sabía, las reglas no escritas del proceso, lo había aprendido de su padre, un mero perista acusado de cooperación en el blanqueo de capitales. También de su ex marido. Y ahora le tocaba preparar a otros imputados. Todos ellos nerviosos, vilipendiados y temerosos de una futura condena judicial. La social, personal y mediática ya la habían sufrido. Bebió. El gas entró en su cuerpo y despertó su sensualidad. Vestida conseguía desestabilizar a esos señores del dinero. Desnuda, sintió que desaparecían las imposturas. Su piel (tras un divorcio inquietante y un ex marido generoso) solo la besaban jóvenes efebos que la hacían sentir una dama vestida de Chanel.

PRIMERA PARTE 1 Marzo, 2014 Tomás Sánchez Gamonal dejó el rolex de oro en casa y lo cambió por otro reloj de plástico. Esa tarde no iba a trabajar. Durante la comida, en el restaurante Horcher, había sabido lo que iba a ocurrir en pocos minutos. —Van a venir a por ti —le había dicho su confesor. —Mierda. En cuanto salió del restaurante, tras absorber dos whiskies Ardbeg Uigeadail para tomar fuerzas, había observado los jardines del Retiro y asumido que pasaría algún tiempo antes de que pudiese volverse a sentar en un buen comedor. Y es que lo que ocurrió esa tarde sería motivo de muchas elucubraciones y, para el juez Luján Olvido, que había dado la orden de imputarlo, de no pocos problemas. Porque Tomás Sánchez Gamonal en lugar de aceptar su pasado y asumir sus culpas, había ordenado a su abogado que pusiese en marcha un plan para acabar con sus enemigos, mientras él se marchaba a su vivienda con su familia. Lanzó su traje sastre de ojo de perdiz, de una marca napolitana, en el vestidor de su suite, y se fue a la ducha. Odiaba esa ropa que Verónica, su segunda mujer, mucho más joven y pretenciosa que él, le compraba. —Tienes que estar al día de la moda —le solía replicar con impostura—. Debes demostrar tu poderío. La ropa es un símbolo de poder. De tu poder —añadía. Sustituyó su camisa de gemelos por una abotonada con un gran logotipo en el bolsillo izquierdo. Dejó la hechura de la americana cosida a medida y la cambió por una prêt-à-porter, más adecuada a su siguiente destino. Pasó revista a su nuevo yo. Casi la podía escuchar, llamándole «cari». ¡Cómo lo odiaba! Al principio de su relación le hacía gracia. Ahora le ponía enfermo incluso recordar sus palabras: «Debes ser más trendy. Eres lo que ven. Tu propia marca. Debes reflejar lujo. Esa es tu life-style». ¡Menuda idiota!, se dijo el banquero mientras se preparaba para salir de la habitación.

Frente al espejo se afeitó y acicaló para evitar que quedara cualquier rastro de inquietud o ansiedad. Antes de salir de la habitación sorbió un último vaso de whisky y fumó, de forma compulsiva, un cigarrillo. Recorrió los treinta metros de pasillo hasta el salón principal donde le esperaban su joven mujer y los tres hijos que había tenido de su matrimonio anterior. Con Verónica había tenido uno más, pero era demasiado pequeño para comprender todo aquello. En ese pasillo hacia el infierno recordó a su ex mujer, Elisa. Echaba de menos sus consejos. Su rictus se tensó. «No debería haberla dejado», se dijo preguntándose por qué lo había hecho. La imagen de Elisa no acompañaba a su nueva vida de financiero de prestigio, aunque ella habría sabido consolarle en esos momentos. Verónica, sin embargo, solo se preocupaba de si había dejado arregladas las finanzas antes de ese viaje que tenía que emprender. Se lo había comentado sin atreverse a poner nombre a su siguiente destino. Sus pasos resonaron de forma teatral en el parqué de la casa acallando los murmullos que llegaban de su familia, a los que había citado a una reunión de urgencia desde el coche, mientras el chófer conducía desde el barrio de los Jerónimos hasta su vivienda. Pasó frente a un Picasso y a un Dalí. Ni los miró. Pura apariencia. Sus mejillas estaban sonrosadas, casi enrojecidas por el alcohol, la ducha reparadora y la ira que, poco a poco, se iba apoderando de él. Les informó, a su manera; con muchos sobreentendidos, pocas explicaciones y escasa información. Su cerebro estaba ocupado ordenando las instrucciones que tenía que dar a su hijo mayor, su sucesor. La documentación ya no estaba en la casa y nadie iba a encontrar nada que él no quisiese. Ni siquiera dinero. De repente, el timbre sonó y oyó con sordina unas voces en la puerta principal. —Qué esperen —ordenó. Abrió su mayordomo y les hizo pasar a la biblioteca. Se despidió de su mujer con un breve roce de labios y abrazó a su hija pequeña. El mediano recibió un gesto de cariño en su rostro y el mayor, Jorge, de treinta y ocho años, un sonoro golpe en la espalda.

Su hijo había recibido una educación severa, que culminó con una carrera de derecho y un máster en business administration. Ahora le tocaba a él ponerse al frente: ser el paterfamilias y su consigliere. —¿Te acuerdas de todo lo que te he dicho? —Sí, padre —contestó Jorge Sánchez Gamonal. —Pues entonces, haz lo que tengas que hacer —le dijo antes de partir—. Aplícate. Todas mis enseñanzas las vas a tener que poner en práctica. Sin piedad —afirmó, soltando un olor a alcohol y nicotina que repugnó a Jorge. Con sus visitantes a ambos lados, cruzó el soportal de su vivienda y atravesó el porche, dejando a su derecha la piscina familiar y el garaje que albergaba su colección de coches de época. Se paró junto al vehículo en el que habían venido aquellos dos hombres, serpenteando por el camino privado por el que se accedía a la finca. Les miró esperando sus indicaciones. —¿Cuál es el siguiente paso? —preguntó, mientras pensaba en su último pitillo. No sabía lo que le iba a deparar el futuro. Para algunos, los placeres mundanos, frente a la certeza de la muerte, eran un absurdo. Sin embargo, para él reflejaban su vida llena de éxitos, enfados y excesos. Había tenido que tomar tantas decisiones ejecutivas, que encontrarse de frente con un destino irresoluble le parecía una ironía. La situación parecía tan incómoda para aquellos hombres como para Sánchez Gamonal. —Lo siento señor. Tenemos que hacerlo. Les miró displicentemente y desvió la vista hacia el final del camino, iluminado por antorchas, donde estaba el portalón de acceso a la finca. Entre el enrejado negro vio fogonazos luminosos e imaginó lo que iba a ocurrir. No se equivocó. Los dos policías inmovilizaron las manos del empresario, recién jubilado de su puesto de presidente y consejero delegado de unos de los mayores private bank del país, El Continental. Le ayudaron a entrar en el coche policial protegiendo su cabeza mientras se sentaba en la parte trasera del vehículo. Una docena de periodistas les siguieron en dirección a los juzgados de Plaza Castilla después de haber tomado cientos de fotos de su arresto. En el coche, de camino al tribunal, observó la majestuosa ciudad de Madrid mientras notaba los achaques propios de la edad.

Pero el sonido que de verdad le atenazaba era el de su cerebro. Se sentía impotente; sabía que había cometido muchas equivocaciones en su vida, pero aquella caza de brujas era una ignominia. ¿Por qué no habría hecho caso a sus abogados? ¿Cómo sería la vida en prisión? ¿Por qué le hacía eso el juez? ¿Quién le había traicionado? ¿Saldría todo bien?

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