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La Pirámide de Fuego – Arthur Machen

Muy anterior a la literatura realista, la literatura fantástica es de la ejecución más ardua, ya que el lector no debe olvidar que las fábulas narradas son falsas, pero no su veracidad simbólica y esencial. Resignémonos a admitir que la literatura es un juego, ejecutado mediante la combinación de palabras, que son piezas convencionales, pero no olvidemos que en el caso de sus maestros —Machen es uno de ellos— esa suerte de álgebra o de ajedrez debe corresponder a una emoción. … Arthur Machen puede, alguna vez, proponernos fábulas increíbles, pero sentimos que las ha inspirado una emoción genuina. Casi nunca escribió para el asombro ajeno; lo hizo porque se sabía habitante de un mundo extraño. Jorge Luis Borges


 

En la dilatada y casi infinita literatura de Inglaterra, Arthur Machen es un poeta menor. Me apresuro a indicar que estas dos palabras no quieren disminuirlo. Lo he llamado poeta, porque su obra, escrita en una prosa muy trabajada, tiene esa intensidad y esa soledad que son propias de la poesía. Lo he llamado menor, porque entiendo que la poesía menor es una de las especies del género, no un género subalterno. El ámbito que abarca es menos vasto, pero la entonación es siempre más íntima. Hablar de poesía menor es como hablar de poesía dramática o de poesía épica. De Paul Verlaine cabría declarar que es el primer poeta de Francia y que asimismo es un poeta menor, ya que no nos ofrece la variedad de Ronsard o de Hugo. Por lo demás, las posibles definiciones de Machen son harto menos importantes que ciertas singularidades que creo percibir en su obra. Una es la existencia del Mal, no como una mera ausencia del Bien, a la manera de tantas teodiceas, sino como un ser o como una coalición de seres que lucha incesantemente contra éste y que puede triunfar. En las narraciones de Machen, esta victoria demoníaca no se limita a la depravación del hombre subyugado: alcanza también las formas de la corrupción y la pestilencia. Este horror físico contrasta con el rigor y la severidad de la prosa, nunca efusiva como en Poe o en Lovecraft, su discípulo. Otra es que Machen, como Kipling —que nunca le agradó—, sintió la gravitación de los muchos pueblos que habían habitado Inglaterra. Machen era galés y nació en Caerleon-on-Usk, aquella ciudad donde la nostalgia de los britanos perseguidos por los sajones, situó los prodigios que enloquecieron a Alonso Quijano y lo transformaron en Don Quijote: Merh’n, hijo del diablo, el rey Arturo, vencedor de once batallas y trasladado herido mortalmente a una isla mágica donde retornará a salvar a su pueblo. Lanzarote y Ginebra, el Santo Grial, que recogió la sangre de Cristo. No dejó nunca de insistir en ser celta, es decir, anterior a los romanos, anterior a los sajones, anterior a los anglos, que dieron su nombre a la tierra, anterior a los daneses, anterior a los normandos, anterior a las gentes misceláneas que poblarían la isla. Bajo ese palimpsesto secular de razas vencedoras, Machen pudo sentirse oscuramente victorioso y antiguo, arraigado a su suelo y alimentado de primitivas ciencias mágicas. Paradójicamente agregó a ese concepto histórico el de otro linaje aún más subalterno y oculto: el de seres nocturnos y furtivos que encarnan el pecado y lo difunden. Insistió asimismo en ser celta para sentirse solo y, como sus lejanos mayores, predestinado al fracaso. Se complacía en repetir el verso que Taliesin dedicó a sus antepasados: «Entraron siempre en la batalla y siempre cayeron». Según se sabe, los maniqueos de los primeros siglos de nuestra era concibieron el universo como el eterno conflicto del reino del Bien, cuyo elemento natural es la luz, y del reino del Mal, cuyo elemento natural es la tiniebla. Análogamente, los thugs del Indostán reducían la historia universal a la constante batalla de la Aniquilación y de la Creación y se declaraban prosélitos de la primera, personificada en la diosa Kali, asimismo llamada la Madre Negra, cuyos otros nombres eran Durga y Parvati.


Los thugs escoltaban a los viajeros para guardarlos de los thugs y, una vez alcanzada la soledad, los estrangulaban, después de ritos preliminares, con cordones de seda. El mal tiene sus mártires; en el siglo XIX las autoridades británicas ahorcaron a un thug que debía más de novecientas muertes y que enfrentó serenamente la ejecución. Las narraciones de Arthur Machen prolongan, por consiguiente, la más antigua, acaso, de las explicaciones del Mal, la que preocupó, sin duda, al desconocido autor del Libro de Job. Es curioso que Philip van Doren Stern en su excelente estudio sobre Machen haya omitido el nombre de Robert Louis Stevenson, que, según el propio Machen, fue quien primero influyó en él y le inspiró sus The Three Impostors. Muy anterior a la literatura realista, la literatura fantástica es de ejecución más ardua, ya que el lector no debe olvidar que las fábulas narradas son falsas, pero no su veracidad simbólica y esencial. Resignémonos a admitir que la literatura es un juego, ejecutado mediante la combinación de palabras, que son piezas convencionales, pero no olvidemos que en el caso de sus maestros —Machen es uno de ellos— esa suerte de álgebra o de ajedrez debe corresponder a una emoción. Hay escritores (Poe simulaba ser uno de ellos, pero felizmente no lo fue) que aseguran que el efecto de un texto es la meta esencial de lo que se escribe; Arthur Machen puede, alguna vez, proponernos fábulas increíbles, pero sentimos que las ha inspirado una emoción genuina. Casi nunca escribió para el asombro ajeno; lo hizo porque se sabía habitante de un mundo extraño. Los tres impostores que dan su nombre a su obra más famosa mienten; y sabemos que mienten; ello no impide que sus mentiras nos perturben. La vida de Arthur Machen (1863-1947) fue lo que podríamos llamar lateral, no halló nunca la gloria y no creemos que la buscara. Hombre de varia erudición, pasó buena parte de sus días en el Museo Británico, donde buscaba libros oscuros, para que el ejercicio de ese vicio impune, la lectura —la frase es de Valery Larbaud—, fuera aún más solitario. Tradujo al inglés la vasta obra de Rabelais no a la manera exuberante de Urquhart, sino para probar la teoría de que ese libro abrumador encierra un secreto y sabio equilibrio. En aquel volumen de su autobiografía que se titula The London Adventure, recrea de memoria el admirable cuento El dibujo de la alfombra, de Henry James; el breve resumen de Machen, aligerado de inútiles rasgos melodramáticos, es harto más conmovedor que el laborioso original. De las narraciones elegidas, las dos primeras pertenecen a la obra más famosa de Machen, Los tres impostores. La historia de su título es curiosa. A fines de la Edad Media se habló de un libro peligroso, De tribus impostoribus, cuya tesis sería que la humanidad ha sido seducida por tres embaucadores famosos: Moisés, Cristo y Mahoma. La lectura de este volumen, que nadie llegó a ver, fue severamente condenada por varios concilios y ejerció una influencia considerable sobre la libertad de pensamiento. Machen aprovechó este título para su volumen fantástico. El tema general es la corrupción espiritual y física de tres víctimas inmoladas a los poderes demoníacos. El lector no logrará olvidar fácilmente estas bien tramadas pesadillas que, con un mínimo de imaginación y de mala suerte, podrán poblar sus noches. Jorge Luis Borges La novela del Sello Negro relatada por la joven dama en Leicester Square Prólogo —Veo que es usted un resuelto racionalista —dijo la dama—. ¿No le he contado que tuve experiencias todavía más terribles? Yo también fui escéptica una vez, pero después de lo que me he enterado no puedo seguir fingiendo que dudo. —Madam —replicó el señor Phillipps—, nadie me hará renegar de mi fe. Nunca creeré, ni fingiré creer, que dos y dos son cinco, ni admitiré bajo ningún pretexto la existencia de triángulos de dos lados. —Es usted un poco apresurado —contestó la dama—.

Pero, ¿puedo preguntarle si ha oído alguna vez el nombre del profesor Gregg, experto en etnología y materias afines? —Mucho más que oír simplemente su nombre —dijo Phillipps—. Siempre lo he considerado como uno de los más agudos y perspicaces investigadores; y su última publicación « Tratado de Etnología» me impresionó por ser completamente admirable en su género. En verdad, el libro acababa de llegar a mis manos cuando me enteré del terrible accidente que truncó la carrera de Gregg. Según creo, durante el verano había alquilado una casa de campo al oeste de Inglaterra, y se supone que cayó a un río. Si mal no recuerdo, su cadáver nunca se recuperó. —Señor, no me cabe la menor duda que es usted discreto. Su conversación parece revelarlo con creces, y el mismo título de la obrita que mencionó me asegura que no es usted un huero frívolo. En una palabra, presiento que puedo confiar en usted. Parece tener usted la impresión de que el profesor Gregg ha muerto; y o no tengo ninguna razón para creer que ése es el caso. —¿Qué? —gritó Phillipps, sorprendido y desasosegado—. ¿Insinúa usted que ha habido algo ignominioso? No puedo creerlo. Gregg era un hombre de carácter transparente, de gran generosidad en su vida privada, y, aunque no me hago demasiadas ilusiones, creo que ha sido un sincero y devoto cristiano. ¿No pretenderá usted insinuar que alguna deshonrosa historia le ha obligado a huir del país? —De nuevo se precipita usted —replicó la dama—. No he dicho nada de eso. En resumen, le referiré que el profesor Gregg abandonó esta casa una mañana en perfecto estado de salud, tanto mental como física. Jamás regresó, pero tres días después, en una desierta y escabrosa ladera a varias millas del río, se encontraron su reloj y su cadena, una bolsa conteniendo tres soberanos de oro, algunas monedas de plata y un anillo que habitualmente llevaba consigo. Aparecieron junto a una piedra caliza de forma fantástica, envueltos en una especie de tosco pergamino sujeto con cuerda de tripa. Cuando abrieron el paquete descubrieron en el reverso del pergamino una inscripción trazada con cierta sustancia roja; los caracteres eran indescifrables, pero parecían una adulteración de la escritura cuneiforme. —Me interesa usted sobremanera —dijo Phillipps—. ¿Le importaría proseguir con su historia? Las circunstancias que ha mencionado me parecen a todas luces inexplicables y ansío una aclaración. La joven dama pareció meditar por un momento, y luego procedió a contar la Novela del Sello Negro Ahora debo darle más amplios detalles sobre mi historia. Soy hija de un ingeniero civil llamado Steven Lally, tan desgraciado que murió de repente en los comienzos de su carrera, antes de que hubiera acumulado suficientes medios para mantener a su esposa y a sus dos hijos. Mi madre se las ingenió para mantener nuestra pequeña familia con recursos que deben haber sido increíblemente pequeños. Vivíamos en una remota aldea campesina, donde casi todo lo indispensable para la vida es más barato que en la ciudad, pero aun así fuimos educados según la más rigurosa economía. Mi padre era un hombre inteligente e instruido, y nos legó una pequeña pero selecta biblioteca, conteniendo los mejores clásicos griegos, latinos e ingleses; esos libros fueron el único entretenimiento de que disponíamos.

Recuerdo que mi hermano aprendió latín en las Meditationes de Descartes, y yo, en lugar de los cuentos que los niños suelen leer, no tuve nada más precioso que una traducción de los Gesta Romanorum. Así crecimos como dos niños callados y estudiosos, y con el paso del tiempo mi hermano se estableció en la forma que le he mencionado. Yo continué viviendo en casa; mi pobre madre había quedado inválida y necesitaba mis continuos cuidados; hace unos dos años murió, tras varios meses de dolorosa enfermedad. Mi situación era terrible; los raídos muebles apenas bastaron para pagar las deudas que me había visto obligada a contraer y los libros que le envié a mi hermano, sabiendo cuánto los apreciaría. Estaba completamente sola. Me daba cuenta de lo poco que ganaba mi hermano; y, aunque vino a Londres con la esperanza de encontrar empleo, confiando en que él sufragaría mis gastos, juré que sólo esperaría un mes, y que si en ese tiempo no podía hallar algún trabajo me moriría de hambre antes de privarle de las miserables libras que había guardado para un momento de apuro. Alquilé una pequeña habitación en un suburbio distante, el más barato que pude encontrar. Subsistía a base de pan y té, y pasaba el tiempo contestando en vano a los anuncios y visitando más vanamente aún las direcciones que había anotado. Transcurrieron varios días y semanas enteras sin que tuviera éxito, hasta que llegó a su término el plazo establecido y vi ante mí la horrible perspectiva de una muerte lenta por inanición. Mi casera era bondadosa a su manera; conocía la precariedad de mis recursos y estoy segura de que no me habría echado a la calle. Mi única alternativa era marcharme y tratar de morir en algún lugar tranquilo. Era entonces invierno y en las primeras horas de la tarde una espesa niebla blanquecina lo cubría todo, haciéndose cada vez más densa según avanzaba el día. Era domingo, lo recuerdo, y la gente de la casa estaba en la capilla. Hacia las tres salí furtivamente y me alejé lo más rápido que pude, aunque estaba débil por la abstinencia. La blanca neblina envolvía las silenciosas calles; una espesa escarcha se había acumulado en las desnudas ramas de los árboles, y los cristales de la helada resplandecían en las vallas de madera y en el frío y duro suelo bajo mis pies. Seguí adelante, girando a derecha e izquierda completamente al azar, sin preocuparme de mirar los nombres de las calles, y lo único que recuerdo de mi andadura aquella tarde de domingo no parece sino los fragmentos inconexos de un mal sueño. En una visión confusa, a través de caminos a medias urbanos y a medias rurales, tropecé a un lado con campos grises que se desvanecían en el vaporoso mundo de la neblina, y al otro, cómodas villas en cuyas paredes tremolaba el resplandor de las chimeneas. Pero todo era irreal: las paredes de ladrillo rojo y las ventanas encendidas, los imprecisos árboles y la trémula campiña, las lámparas de gas que hacían resaltar las blancas sombras, la perspectiva en fuga de las vías del tren bajo los elevados terraplenes, el verde y el rojo de las señales luminosas, no eran más que imágenes fugaces que inflamaban mi agotado cerebro y mis sentidos entumecidos por el hambre. De vez en cuando oía resonar pasos apresurados en el duro camino, y pasaban a mi lado gentes bien arropadas, caminando apresuradamente para entrar en calor, y anticipando, sin duda, con vehemencia los placeres del hogar encendido, con las cortinas bien corridas sobre los helados cristales y la acogida de sus amigos. Pero conforme la tarde oscurecía y la noche se aproximaba, los caminantes fueron decreciendo cada vez más, y atravesé sola una sucesión de calles. Daba traspiés en medio de aquel blanco silencio, tan desolada como si pisara las calles de una ciudad enterrada. Según me sentía más débil y exhausta, algo parecido al horror de la muerte me envolvía el corazón. Súbitamente, al doblar una esquina, alguien me abordó cortésmente bajo la farola, y oí una voz que me preguntaba si amablemente podía indicarle cómo llegar a la calle Avon. La súbita sacudida de la voz humana me postró todavía más y acabó con mis fuerzas; caí en la acera hecha un ovillo y lloré y sollocé y reí presa de un violento ataque de histeria. Había salido dispuesta a morir, y al traspasar el umbral que me había protegido dije adiós conscientemente a todas las esperanzas y todos los recuerdos.

Cuando la puerta rechinó tras de mí con atronador ruido sentí que un telón de acero había caído sobre el breve transcurso de mi vida, que me quedaba muy poco camino por recorrer en un mundo de tristeza y oscuridad; comenzaba la escena del primer acto de mi muerte. A continuación vino mi errabundeo entre la niebla, la blancura que todo lo envolvía, las calles vacías, el silencio velado, hasta que aquella voz me habló como si yo estuviese muerta y la vida retomara a mí. En pocos minutos logré calmar mis ánimos, y al levantarme me encontré en presencia de un caballero de mediana edad y aspecto agradable, pulcra y correctamente vestido. Me miró con piadosa expresión, pero, antes de que yo balbuciera mi ignorancia de la vecindad, ya que verdaderamente no tenía la más ligera noción de dónde me había extraviado, me habló. —Querida señora —dijo—, parece usted en serios apuros. No puede imaginarse cuánto me alarma. Pero, ¿puedo preguntarle la naturaleza de su inquietud? Le aseguro que puede confiar tranquilamente en mí. —Es usted muy amable —respondí—, pero me temo que no hay nada que hacer. Mi situación parece desesperada.

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