En la comarca de Pueblo Niebla vivía un viejo sólito y solo. El viejo hacía cestas de mimbre y zapatillas de cáñamo. Las regalaba a los vecinos y se ofendía si querían pagarle. Él se ganaba la vida como guardián de los huertos. El viejo había venido de un lugar muy lejano y nunca hablaba de su vida. Nadie se animaba a preguntarle: «¿Siempre fuiste tan viejo?», ni a preguntarle: «¿Siempre fuiste tan feo?». El viejo andaba encorvado y cojeaba de una pierna. Era muy blanco el poco pelo que le quedaba. Una cicatriz le atravesaba la mejilla. Tenía la nariz torcida y cuando se reía abría una ventana, porque le faltaban los dientes de arriba. Una noche de otoño, un niño llamado Carasucia saltó la tapia de un huerto. Iba a robar manzanas. Carasucia no tuvo suerte. Cuando estaba por escapar, resbaló y quedó colgado de un clavo de la tapia. Las manzanas rodaron por el suelo. Carasucia cayó sobre un matorral lleno de espinas. Gritó. El viejo guardián no le azotó el culo con ortigas. Tampoco lo denunció ante la madre. Un jirón de tela colgaba, como un rabo de oveja, del pantalón roto de Carasucia. El viejo guardián ni siquiera lo regañó. Meneó la cabeza, gruñó, le lavó los arañazos de los brazos y las piernas y acompañó a Carasucia hasta la puerta de su casa sin decir una palabra. Pocos días después, Carasucia se perdió en el bosque. Caminaba y caminaba y por más que caminaba no podía encontrar la salida. El techo de árboles apenas dejaba ver el cielo.
Carasucia marchaba enredándose en los ramajes y chapoteando en el barro, cuando vio una piedra brillante. La piedra brillaba aunque estaba cubierta de musgo y de barro. Muerto de cansancio, Carasucia se sentó en la piedra. O quiso sentarse, mejor dicho, porque no bien apoyó el trasero, pegó un salto y lanzó un grito de dolor. ¡Pobre Carasucia! Pocos días antes, había caído sobre las espinas del matorral. Ahora, se había sentado en el aguijón de una avispa. Pero no. No había ninguna avispa. La culpa era de la piedra, que quemaba como carbón encendido. Hecho una furia, Carasucia la pateó. Cuando el zapato raspó la piedra, unas pequeñas letras aparecieron. La boca de Carasucia quedó como una O. Entonces Carasucia, que era un niño curioso, restregó la piedra con una rama. La piedra ardiente daba cada vez más luz mientras Carasucia le iba quitando el barro y el musgo. Por fin, Carasucia pudo leer estas palabras en la piedra desnuda: Joven serás, si eres viejito, partiéndome en pedacitos. Carasucia, que no era viejito, pensó: «Si parto la piedra, ¿qué? Seré un bebé de pecho y no sabré caminar. ¿Y después? ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! ¡Tendré que empezar la escuela de nuevo! ¡Al primer curso otra vez!». Y también pensó: «¡Qué mala suerte! ¡Encuentro una piedra mágica y no me sirve para nada!». Entonces recordó al viejo guardián del huerto, que había sido bueno con él y era bueno con todos los demás. ¡El viejo bailará como un trompo y saltará como una pulga y volará como un pájaro! ¡No volverá a toser! ¡Tendrá las piernas sanas y una cara sin tajos y una boca con todos los dientes! Con tan asombroso descubrimiento, Carasucia había olvidado su situación. «Es muy tarde», descubrió de pronto, y sintió miedo. Para darse coraje, habló en voz alta. Al escuchar su propia voz, sintió menos miedo. Hablar en voz alta ayuda mucho cuando uno está perdido y solo y siente miedo. Carasucia dijo: —Ahora, tengo que volver.
Y se preguntó: — Y después, ¿cómo haré para encontrar la piedra? Y se respondió: —Voy a dejar señales en el camino. Carasucia se sacó la camisa y la desgarró en tiritas. Exploró un camino de salida. Cada pocos pasos, iba dejando una tirita de tela colgada de los árboles. Caminaba a los tropezones y muy lentamente, porque el bosque estaba bastante oscuro y enemigo.
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